Profesora

Dra. Mafalda Victoria Díaz-Melián de Hanisch

viernes, 19 de marzo de 2021

La monarquía hispánica.

 

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; Paula Flores Vargas; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo;  Soledad García Nannig;Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 



PROFESORA: Mafalda Victoria de Díaz-Melián de Hanisch.

Capítulo IV
Época moderna.
Escudo de Felipe II

§1º De la monarquía hispánica.

Parte I
Generalidades.

 (i).-El Imperio Español.

Se denomina Imperio español o Monarquía universal española (comúnmente simplificado como Monarquía hispánica o Monarquía española) al conjunto de territorios de España o de las dinastías reinantes en España.
Alcanzó los 20 millones de kilómetros cuadrados a finales del siglo XVIII, aunque su máxima expansión se produjo entre los años 1580 y 1640, durante el reinado de Felipe II, III y IV. Durante los siglos XVI y XVII creó una estructura propia no llamándose imperio colonial hasta el año 1768, siendo en el siglo XIX cuando adquiere estructura puramente colonial.
No existe una postura unánime entre los historiadores sobre los territorios concretos de España porque, en ocasiones, resulta difícil delimitar si determinado lugar era parte de España o formaba parte de las posesiones del rey de España, o si el territorio era una posesión efectiva o jurídica, en épocas que abarcan siglos, incorporados de forma distinta, heredados o conquistados, y en las que no estaban igualmente definidas la diferencia entre las posesiones del rey y las de la nación, como tampoco lo estaba la hacienda o la herencia ni el derecho internacional.
 A pesar de todo, el que la monarquía hispánica fuera una monarquía autoritaria, casi absolutista, hace que la tesis más lógica sea la de que todas las posesiones del rey, eran posesiones de la nación. De hecho no se puede hablar de una separación de escudo estatal y escudo real hasta bien entrado el siglo XIX, lo cual pone de manifiesto que el rey de España era prácticamente lo mismo que el estado, atendiendo a las delimitaciones del régimen polisinodial por el que se regía el Imperio español.
El Imperio español fue el primer imperio global, porque por primera vez un imperio abarcaba posesiones en todos los continentes, las cuales, a diferencia de lo que ocurría en el Imperio romano o en el carolingio, no se comunicaban por tierra las unas con las otras.

Consideraciones generales.

Durante los siglos XVI y XVII, España llegó a ser la primera potencia mundial, en competencia directa primeramente con Portugal y, posteriormente, con Francia, Inglaterra y el Imperio otomano. Castilla, junto con Portugal estaba en la vanguardia de la exploración europea y de la apertura de rutas de comercio a través de los océanos (en el Atlántico entre España y las Indias, y en el Pacífico entre Asia Oriental y México, vía Filipinas).
Los conquistadores españoles descubrieron y dominaron vastos territorios pertenecientes a diferentes culturas en América y otros territorios de Asia, África y Oceanía. España, especialmente la corona de Castilla, se expandió, colonizando esos territorios y construyendo con ello el mayor imperio económico del mundo de entonces. Entre la incorporación del Imperio portugués en 1580 (perdido en 1640) y la pérdida de las colonias americanas en el siglo XIX, fue uno de los imperios más grandes por territorio, a pesar de haber sufrido bancarrotas y derrotas militares a partir de la segunda mitad del siglo XVII.
La política matrimonial de los reyes permitió su unión con la Corona de Aragón primero, y con Borgoña y, temporalmente, Austria después. Con esta política fueron adquiridos numerosos territorios en Europa, donde se convirtió en una de las principales potencias.
España dominaba los océanos gracias a su experimentada Armada, sus soldados eran los mejor entrenados y su infantería la más temida. El Imperio español tuvo su Edad de Oro entre el siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, tanto militar como culturalmente.
Este vasto y disperso imperio estuvo en constante disputa con potencias rivales por causas territoriales, comerciales o religiosas. En el Mediterráneo con el Imperio otomano; en Europa, con Francia, que le disputaba la primacía; en América, inicialmente con Portugal y mucho más tarde con Inglaterra, y una vez que los holandeses lograron su independencia, también contra estos en otros mares.
Las luchas constantes con potencias emergentes de Europa, a menudo simultáneamente, durante largos períodos y basadas tanto en diferencias políticas como religiosas, con la pérdida paulatina de territorios, difícilmente defendibles por su dispersión, contribuyeron al lento declive del poder español. Entre 1648 y 1659, las paces de Westfalia y los Pirineos ratificaron el principio del ocaso de España como potencia hegemónica.
Este declive culminó, en lo que respecta al dominio sobre territorios europeos, con la Paz de Utrecht (1713), firmada por un monarca que procedía de una de las potencias rivales, Felipe V: España renunciaba a sus territorios en Italia y en los Países Bajos, perdía la hegemonía en Europa, renunciaba a seguir dominando en la política europea.
Sin embargo, España mantuvo y de hecho amplió su extenso imperio de ultramar, acosado por el expansionismo británico, francés y holandés, manteniéndose como una potencia económica más importante, hasta que sucesivas revoluciones le desposeyeron de sus territorios en el continente americano a principios del siglo XIX.

(ii).- La unificación de coronas hispánicas y nacimiento de nación Española.

El matrimonio de los Reyes Católicos (doña Isabel I de Castilla y don Fernando II de Aragón) unió las dos coronas hispánicas cuando, tras ganar a Juana «la Beltraneja» en la Guerra de Sucesión Castellana Isabel ascendió al trono.
 Sin embargo, cada corona mantuvo su propia administración bajo la misma monarquía. La formación de un estado unificado solo se materializó tras siglos de unión bajo los mismos gobernantes. Los nuevos reyes introdujeron el estado moderno absolutista en sus dominios, que pronto buscaron ampliar. España fue uno de los primeros estados nacionales junto con estados de  Francia y de Inglaterra.
Corona de Castilla había intervenido en el Atlántico, en lo que fue el comienzo de su imperio extra peninsular, compitiendo con Portugal por el control del mismo desde finales del siglo XIV, momento en el cual fueron enviadas varias expediciones andaluzas y vizcaínas a las Islas Canarias.
La conquista efectiva de dicho Archipiélago había comenzado durante el reinado de Enrique III de Castilla cuando en 1402 Jean de Béthencourt solicitó permiso para tal empresa al rey castellano a cambio de vasallaje. Mientras, a lo largo del siglo XV exploradores portugueses como Gonçalo Velho Cabral colonizarían las Azores, Cabo Verde y Madeira.
 El Tratado de Alcáçovas de 1479, que supuso la paz en la Guerra de Sucesión Castellana, separó las zonas de influencia de cada país en África y el Atlántico, concediendo a Castilla la soberanía sobre las Islas Canarias y a Portugal las islas que ya poseía, la Guinea y en general «todo lo que es hallado e se hallare, conquistase o descubriere en los dichos términos».
La conquista del Reino de Fez quedaba también exclusivamente para el reino de Portugal. El tratado fue confirmado por el Papa en 1481, mediante la bula Aeterni regis. Mientras tanto los Reyes Católicos iniciaban la última fase de la Conquista de Canarias asumiendo por su cuenta dicha empresa, ante la imposibilidad por parte de los señores feudales de someter a todos los indígenas insulares: en una serie de largas y duras campañas, los ejércitos castellanos se apoderaron de Gran Canaria (1478–1483), La Palma (1492–1493) y finalmente de Tenerife (1494–1496).
Como continuación a la Reconquista castellana, los Reyes Católicos conquistaron en 1492 el reino taifa de Granada, último reino musulmán de Al-Ándalus, que había sobrevivido por el pago de tributos en oro a Castilla, y su política de alianzas con Aragón y el norte de África.
La política expansionista de los Reyes Católicos también se manifestó en el África continental: Con el objetivo de acabar con la piratería que amenazaba las costas andaluzas y las comunicaciones mercantes catalanas y valencianas, se realizaron campañas en el norte de África: Melilla fue tomada en 1497, Villa Cisneros en 1502, Mazalquivir en 1505, el Peñón de Vélez de la Gomera en 1508, Orán en 1509, Argel y Bugía en 1510 y Trípoli en 1511.
La idea de Isabel I, manifiesta en su testamento, era que la reconquista habría de seguir por el norte de África, en lo que los romanos llamaron Nova Hispania.

La política europea.

Los Reyes Católicos también heredaron la política mediterránea de la Corona de Aragón, y apoyaron a la Casa de Nápoles aragonesa contra Carlos VIII de Francia y, tras su extinción, reclamaron la reintegración de Nápoles a la Corona.
 Como gobernante de Aragón, Fernando II se había involucrado en la disputa con Francia y Venecia por el control de la Península Itálica. Estos conflictos se convirtieron en el eje central de su política exterior. En estas batallas, Gonzalo Fernández de Córdoba (conocido como «El Gran Capitán») crearía las coronelías (base de los futuros tercios), como organización básica del ejército, lo que significó una revolución militar que llevaría a los españoles a sus mejores momentos.
Después de la muerte de la Reina Isabel, Fernando, como único monarca, adoptó una política más agresiva que la que tuvo como marido de Isabel, utilizando las riquezas castellanas para expandir la zona de influencia aragonesa en Italia, contra Francia, y fundamentalmente contra el reino de Navarra al que conquistó en 1512.
El trono castellano lo asumió su hija Juana I «la Loca», declarada incapaz de reinar, manteniendo su padre la regencia (aunque en todos los documentos oficiales aparecían Doña Juana y Don Fernando como reyes, era Fernando quien ejercía el poder).
El primer gran reto del rey Fernando fue en la guerra de la Liga de Cambrai contra Venecia, donde los soldados españoles se distinguieron junto a sus aliados franceses en la Batalla de Agnadello (1509). Sólo un año más tarde, Fernando se convertía en parte de la Liga Católica contra Francia, viendo una oportunidad de tomar Milán —plaza por la cual mantenía una disputa dinástica— y el Navarra.
 Esta guerra no fue un éxito como la anterior contra Venecia y, en 1516, Francia aceptó una tregua que dejaba Milán bajo su control y de hecho, cedía al monarca hispánico el Reino de Navarra (que Fernando unió a la corona de Castilla), ya que al retirar su apoyo dejaba aislados a los reyes navarros Juan III de Albret y Catalina de Foix. Este hecho fue temporal pues posteriormente volvería a apoyar la lucha de los navarros en 1521.
Con el objetivo de aislar a Francia, se adoptó una política matrimonial que llevó al casamiento de las hijas de los Reyes Católicos con las dinastías reinantes en Inglaterra, Borgoña y Austria.
Tras la muerte de Fernando, la inhabilitación de Juana I, hizo que Carlos de Austria, heredero de Austria y Borgoña, fuera también heredero de los tronos españoles.

(iii).-Casa de Austria.

Austria mayores.

Carlos I (V de Alemania)  tenía un concepto político todavía medieval, y lo desarrolló empleando las riquezas de sus reinos peninsulares en la política europea del Imperio, en vez de seguir la que, con mayor amplitud de miras, había marcado su abuela Isabel en su testamento: continuar la Reconquista en el norte de África.
Aunque algunos consejeros españoles lograron que hiciera algunas campañas hacia ese objetivo (Orán, Túnez, Argelia) no consideró ese fin tan importante como las inacabables disputas religioso-políticas de su herencia centroeuropea y, como además, gran parte del ímpetu conquistador de los castellanos se dirigió hacia las tierras nuevamente descubiertas de las Indias Occidentales, no colaboró decididamente en el engrandecimiento de sus reinos peninsulares, salvo en lo que se refiere a las campañas italianas.

La conquista del nuevo mundo.

Sin embargo, la expansión atlántica sería la que daría los mayores éxitos. Para alcanzar las riquezas de Oriente, cuyas rutas comerciales (especialmente de las especias de las islas del Pacífico) bloqueaban los otomanos o monopolizaban los italianos, portugueses y españoles compitieron por hallar una nueva ruta que no fuera la tradicional, por tierra, a través de Oriente Próximo.
Los portugueses, que habían terminado mucho antes que los españoles su Reconquista, empezaron entonces sus expediciones con el objetivo primero de acceder a las riquezas africanas y luego circunnavegar África, lo que les daría el control de islas y costas del continente, para abrir una nueva ruta a las Indias Orientales, sin depender del comercio a través del Imperio otomano, monopolizado por Génova y Venecia, poniendo el germen del Imperio portugués.
 Más tarde, cuando Castilla terminó su reconquista, los Reyes Católicos, apoyaron a Cristóbal Colón quien, al parecer convencido de que la circunferencia de la Tierra era menor que la real, quiso alcanzar Cipango (Japón), China, las Indias, el Oriente navegando hacia el Oeste, con el mismo fin que los portugueses: independizarse de las ciudades italianas para conseguir las mercancías de Oriente: principalmente, especias y seda (más fina que la producida en el reino de Murcia desde la dominación árabe).
Lo más probable es Colón nunca hubiese llegado a su meta, pero a medio camino estaba el continente americano y, sin saberlo, «descubrió» América, iniciando la colonización española del continente.
Las nuevas tierras encontradas fueron reclamadas por los Reyes Católicos, con la oposición de Portugal. Finalmente el Papa Alejandro VI medió, llegándose al Tratado de Tordesillas, que dividía las zonas de influencia española y portuguesa a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde (El meridiano situado a 46º 37’) longitud oeste, siendo la zona occidental la correspondiente a España y la oriental a Portugal. Así, España se convertía teóricamente en dueña de la mayor parte del continente con la excepción de una pequeña parte, la oriental —lo que hoy día es el extremo de Brasil—, que correspondía a Portugal. En adelante, esta cesión papal, junto a la responsabilidad evangelizadora sobre los territorios descubiertos, fue usada por los Reyes Católicos como legitimación en su expansión colonial.
La colonización de América continuó mientras tanto. Además de la toma de La Española, que se culminó a principios del siglo XVI, los colonos empezaron a buscar nuevos asentamientos. La convicción de que había grandes territorios por colonizar en las nuevas tierras descubiertas produjo el afán por buscar nuevas conquistas. Desde allí, Juan Ponce de León conquistó Puerto Rico y Diego Velásquez, Cuba.
 Alonso de Ojeda recorrió la costa venezolana y centroamericana. Diego de Nicuesa ocupó lo que hoy día es Nicaragua y Costa Rica, mientras Vasco Núñez de Balboa colonizaba Panamá y llegaba al Mar del Sur (Océano Pacífico).
Años después, bajo rey Felipe II, este «Imperio Castellano» se convirtió en una nueva fuente de riqueza para los reinos españoles y de su poder en Europa, pero también contribuyó a elevar la inflación, lo que perjudicó a la industria peninsular. Como siempre ocurre la economía más poderosa, la española, comenzó a depender de las materias primas y manufacturas de países más pobres, con mano de obra más barata, lo cual facilitó la revolución económica y social en Francia, Inglaterra y otras partes de Europa.
Los problemas causados por el exceso de metales preciosos fueron discutidos por la Escuela de Salamanca, lo que creó un nuevo modo de entender la economía que los demás países europeos tardaron mucho en comprender.
Por otro lado, los enormes e infructuosos gastos de las guerras a las que arrastró la política europea de Carlos I heredados por su sucesor Felipe II, llevaron a que se financiasen con préstamos de banqueros, tanto españoles como de Génova, Amberes y Sur de Alemania, lo que hizo que los beneficios que pudo tener la Corona (el Estado, al cabo) fuera mucho menores que los que obtuvieron más tarde otros países con intereses coloniales, como Holanda y posteriormente Inglaterra.

El Siglo de Oro (1521–1643)

El periodo comprendido entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del XVII es conocido como el Siglo de Oro por el florecimiento de las artes y las ciencias que se produjo.
Durante el siglo XVI España llegó a tener una auténtica fortuna de oro y plata extraídos de «Las Indias». En el estudio económico realizado por Earl J. Hamilton, «El tesoro americano y la Revolución de los precios en España, 1501–1659», esa fortuna tiene unas cifras concretas. Hamilton describe que en los siglos XVI y XVII, desde 1503 y durante los 160 años siguientes, durante la mayor actividad minera, arribaron desde las colonias americanas 16.900 toneladas de plata y 181 toneladas de oro. Sus cuentas son minuciosas: 16.886.815.303 gramos de plata y 181.333.180 gramos de oro.
Se decía durante el reinado de Felipe II que «el Sol no se ponía en el Imperio», ya que estaba lo suficientemente disperso como para tener siempre alguna zona con luz solar. Este imperio, imposible de manejar, tenía su centro neurálgico en Madrid sede de la Corte con Felipe II, siendo Sevilla el punto fundamental desde el que se organizaban las posesiones ultramarinas.
Como consecuencia del matrimonio político de los Reyes Católicos y de los casamientos estratégicos de sus hijos, su nieto, Carlos I heredó la Corona de Castilla en la península Ibérica y un incipiente Imperio Castellano en América (herencia de su abuela Isabel); las posesiones de la Corona de Aragón en el Mediterráneo italiano e ibérico (de su abuelo Fernando); las tierras de los Habsburgo en Austria a las que él incorporó Bohemia y Silesia logrando convertirse tras una disputada elección con Francisco I de Francia en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con el nombre de Carlos V de Alemania; además de los Países Bajos a los que añadió nuevas provincias y el Franco Condado, herencia de su abuela María de Borgoña; conquistó personalmente Túnez y en pugna con Francia la región de Lombardía. Era un imperio compuesto de un conglomerado de territorios heredados, anexionados o conquistados.
La dinastía Habsburgo gastaba las riquezas castellanas y ya desde los tiempos de Carlos V pero en mayor medida a partir de Felipe II, las americanas, en guerras en toda Europa con el objetivo fundamental de proteger los territorios adquiridos, los intereses de los mismos, la causa católica y a veces por intereses meramente dinásticos. Todo ello produjo el impago frecuente de deudas contraídas con los banqueros, primero alemanes y genoveses después, y dejó a España en bancarrota. Los objetivos políticos de la Corona eran varios:
  • -El acceso a los productos americanos (oro, plata) y asiáticos (porcelana, especias, seda).
  • -Minar el poder de Francia y detenerla en sus fronteras orientales.
  • -Mantener la hegemonía católica de los Habsburgo en Alemania, defendiendo el catolicismo contra la Reforma Protestante.
  • -Defender a Europa contra el Islam, sobre todo oponiéndose al Imperio otomano. Además, se buscaba neutralizar la piratería berberisca que asolaba las posesiones mediterráneas españolas e italianas.
Ante la posibilidad de que Carlos I decidiera apoyar la mayor parte de las cargas de su imperio en el más rico de sus reinos, el de Castilla, lo cual no gustaba a los castellanos que no deseaban contribuir con oro, plata o caballos a guerras europeas que sentían ajenas, y enfrentados a un creciente absolutismo por parte del rey comenzó una sublevación que aún se celebra cada año llamada de los Comuneros, en la cual los rebeldes fueron derrotados. Carlos I de España o V de Sacro Imperio Romano se convertía en el hombre más poderoso de Europa, con un imperio europeo que sólo sería comparable en tamaño al de Napoleón.
 El Emperador intentó sofocar la Reforma Protestante en la Dieta de Worms, pero Lutero renunció a retractarse de su herejía. Firme defensor de la Catolicidad, durante su reinado se produjo sin embargo lo que se llamó el Saco de Roma, cuando sus tropas fuera de control atacaron la Santa Sede después de que el Papa Clemente VII se uniera a la Liga de Cognac contra él.
Pese a que Carlos I era flamenco y su lengua materna era el francés vivió un proceso de españolización o, más concretamente, de castellanización. Así, cuando se entrevistó con el Papa, le habló en español y más tarde, cuando recibió al embajador de Francia, el diplomático se sorprendió de que no usara su lengua materna, a lo que el emperador contestó:

 «No importa que no me entendáis. Que yo estoy hablando en mi lengua española, que es tan bella y noble que debería ser conocida por toda la cristiandad». 

Esta frase ha calado bastante en los españoles y, siglos después, aún se utiliza el dicho «Que hable en cristiano» cuando un español quiere que se le traduzca lo dicho.
Por otro lado, los alemanes tienen otra frase que también proviene de Carlos I de España o Carlos V de Sacro Imperio Romano que dice Das kommt mir spanisch vor o "esto me resulta español" que sería el equivalente en español a "esto me suena a chino" que se dice pronunció el rey cuando observó los protocolos de la corte española.

De la batalla de Pavía a la Paz de Augsburgo (1521–1555)

En América, tras Colón, la colonización del Nuevo Mundo había pasado a ser encabezada por una serie de guerreros-exploradores conocidos como los Conquistadores.
 Algunas tribus nativas estaban a veces en guerra unas con otras y muchas de ellas se mostraron dispuestas a formar alianzas con los españoles para derrotar a enemigos más poderosos como los aztecas o los Incas. Este hecho fue facilitado por la propagación de enfermedades comunes en Europa (p.e.: viruela), pero desconocidas en el Nuevo Mundo, que diezmó a los pueblos originarios de América.
Los principales conquistadores fueron Hernán Cortés, quien entre 1519 y 1521, con alrededor de 200.000 aliados amerindios, derrotó al Imperio azteca, en momentos que este era arrasado por la viruela, y entró en México, que sería la base del virreinato de Nueva España.
 Y Francisco Pizarro quien conquistó al Imperio incaico en 1531 cuando estaba gravemente desorganizado por efecto de la guerra civil y de la epidemia de viruela de 1529. Esta conquista se convertiría en el Virreinato del Perú.
Tras la conquista de México, las leyendas sobre ciudades «doradas» (Cibola en Norteamérica, El Dorado en Sudamérica) originaron numerosas expediciones, pero muchas de ellas regresaron sin encontrar nada, y las que encontraron algo dieron con mucho menos valor de lo esperado. De todos modos, la extracción de oro y plata fue una importante actividad económica del Imperio español en América, estimándose en 850.000 kilogramos de oro y más de cien veces esa cantidad en plata durante el período colonial.
 No fue menos importante el comercio de otras mercaderías como la cochinilla, la vainilla, el cacao, el azúcar (la caña de azúcar fue llevada a América donde se producía mejor que en el sur de la península, donde había sido introducida por los árabes).
La exploración de este nuevo mundo, conocido como las Indias occidentales, fue intensa, realizándose hazañas tales como la primera circunnavegación del globo en 1522 por Juan Sebastián Elcano (que sustituyó a Fernando de Magallanes, promotor de la expedición y que murió en el camino).
En Europa, sintiéndose rodeado por las posesiones de los Habsburgo Francisco I de Francia invadió en 1521 las posesiones españolas en Italia e inició una nueva era de hostilidades entre Francia y España, apoyando a Enrique II de Navarra para recuperar el reino arrebatado por los españoles.
Un levantamiento de la población Navarra junto a la entrada de 12.000 hombres al mando del general Asparrots, André de Foix, recuperaron en pocos días todo el reino con escasas víctimas. Sin embargo el ejército imperial se reconstituyó con rapidez, formando unas tropas de 30.000 hombres bien pertrechadas, entre ellas muchos de los comuneros rendidos para redimir su pena.
El general Asparrots, en vez de consolidar el reino, se dirigió a sitiar Logroño, con lo que los navarro-gascones sufrieron una severa derrota en la sangrienta Batalla de Noáin, dejando el control de Navarra en manos de España.
Por otra parte, en el frente de guerra de Italia, fue un desastre para Francia, que sufrió importantes derrotas en Bicoca (1522), Pavía (1525) —en la que Francisco I y Enrique II fueron capturados— y Landriano (1529) antes de que Francisco I claudicase y dejase Milán en manos españolas una vez más.
La victoria de Carlos I en la Batalla de Pavía, 1525, sorprendió a muchos italianos y alemanes, al demostrar su empeño en conseguir el máximo poder posible. El Papa Clemente VII cambió de bando y unió sus fuerzas con Francia y los emergentes estados italianos contra el Emperador, en la Guerra de la Liga de Cognac. La Paz de Barcelona, firmada entre Carlos I y el Papa en 1529, estableció una relación más cordial entre los dos gobernantes y de hecho nombraba a España como defensora de la causa católica y reconocía a Carlos como Rey de Lombardía en recompensa por la intervención española contra la rebelde República de Florencia.
En 1528, el gran almirante Andrea Doria se alió con el Emperador para desalojar a Francia y restaurar la independencia genovesa. Esto abrió una nueva perspectiva: en este año se produce el primer préstamo de los bancos genoveses a Carlos I.
La colonización americana seguía mientras imparable. Santa Fe de Bogotá fue fundada durante la década de 1530 y Juan de Garay fundó Buenos Aires en 1536. En la década de 1540, Francisco de Orellana exploraba la selva y llegó al Amazonas.
En 1541, Pedro de Valdivia, continuó las exploraciones de Diego de Almagro desde Perú, e instauró la Capitanía General de Chile. Ese mismo año, se terminó de conquistar el Imperio muisca, que ocupaba el centro de Colombia.
Como consecuencia de la defensa que la Escuela de Salamanca y Bartolomé de las Casas hicieron de los nativos, España se dio relativa prisa en hacer leyes para protegerlos en sus colonias americanas. Las Leyes de Burgos de 1512 fueron sustituidas por las Leyes Nuevas de Indias de 1542. Sin embargo, a menudo fue muy difícil llevar estas leyes a la práctica, una pauta que siguieron otras naciones europeas.
En 1543, Francisco I de Francia anunció una alianza sin precedentes con el sultán otomano Solimán el Magnífico, para ocupar la ciudad de Niza bajo control español. Enrique VIII de Inglaterra, que guardaba más rencor contra Francia que contra el Emperador, a pesar de la oposición de éste al divorcio de Enrique con su tía, se unió a este último en su invasión de Francia. Aunque las tropas imperiales sufrieron alguna derrota como la de Cerisoles, el Emperador consiguió que Francia aceptara sus condiciones.
Los austriacos, liderados por el hermano pequeño del Emperador Carlos, continuaron luchando contra el Imperio otomano por el Este. Mientras, Carlos I se preocupó de solucionar un viejo problema: la Liga de Esmalcalda.
La Liga tenía como aliados a los franceses, y los esfuerzos por socavar su influencia en Alemania fueron rechazados. La derrota francesa en 1544 rompió su alianza con los protestantes y Carlos I se aprovechó de esta oportunidad. Primero intentó el camino de la negociación en el Concilio de Trento en 1545, pero los líderes protestantes, sintiéndose traicionados por la postura de los católicos en el Concilio, fueron a la guerra encabezados por Mauricio de Sajonia. En respuesta, Carlos I invadió Alemania a la cabeza de un ejército hispano-holandés. Confiaba en restaurar la autoridad imperial. El emperador en persona infligió una decisiva derrota a los protestantes en la histórica Batalla de Mühlberg en 1547.
En 1555 firmó la Paz de Augsburgo con los estados protestantes, lo que restauró la estabilidad en Alemania bajo el principio de Cuius regio, eius religio («Quien tiene la región impone la religión»), una posición impopular entre el clero italiano y español. El compromiso de Carlos en Alemania otorgó a España el papel de protector de la causa católica de los Habsburgo en el Sacro Imperio romano.
Mientras, el Mediterráneo se convirtió en campo de batalla contra los turcos, que alentaban a piratas como Barbarroja. Carlos I prefirió eliminar a los otomanos a través de la estrategia marítima, mediante ataques a sus asentamientos en los territorios venecianos del este del Mediterráneo. Sólo como respuesta a los ataques en la costa de Levante española se involucró personalmente el Emperador en ofensivas en el continente africano con expediciones sobre Túnez, Bona (1535) y Argel (1541), por el Sudeste Asiático se consolidaba el dominio español en el archipiélago de las Filipinas (nombradas así en honor a Felipe II) e islas adyacentes (Borneo, Molucas - fortaleza de Tidore-, fuertes en la isla de Formosa y anexos en las ya oceánicas Palaos, Marianas, Carolinas y Ralicratac, etc.).

Monarquía de rey Felipe II.




De San Quintín a Lepanto (1556–1571)

El Emperador Carlos repartió sus posesiones entre su único hijo legítimo, Felipe II, y su hermano Fernando (al que dejó el Imperio de los Habsburgo). Para Felipe II, Castilla fue la base de su imperio, pero la población de Castilla nunca fue lo suficientemente grande para proporcionar los soldados necesarios para sostener el Imperio. Tras el matrimonio del Rey con María Tudor, Inglaterra y España fueron aliadas.
España no consiguió tener paz al llegar al trono el agresivo Enrique II de Francia en 1547, que inmediatamente reanudó los conflictos con España. Felipe II prosiguió la guerra contra Francia, aplastando al ejército francés en la Batalla de San Quintín, en Picardía, en 1558 y derrotando a Enrique de nuevo en la Batalla de Gravelinas.
 La Paz de Cateau-Cambrésis, firmada en 1559, reconoció definitivamente las reclamaciones españolas en Italia. En las celebraciones que siguieron al Tratado, Enrique II murió a causa de una herida producida por un trozo de madera de una lanza. Francia fue golpeada durante los siguientes años por una guerra civil que ahondó en las diferencias entre católicos y protestantes dando a España ocasión de intervenir en favor de los católicos y que le impidió competir con España y la Casa de Habsburgo en los juegos de poder europeos. Liberados de la oposición francesa, España vio el apogeo de su poder y de su extensión territorial en el periodo entre 1559 y 1643.
La bancarrota de 1557 supuso la inauguración del consorcio de los bancos genoveses, lo que llevó al caos a los banqueros alemanes y acabó con la preponderancia de los Fúcares como financieros del Estado español. Los banqueros genoveses suministraron a los Habsburgo crédito fluido e ingresos regulares.
Mientras tanto la expansión ultramarina continuaba: Florida fue colonizada en 1565 por Pedro Menéndez de Avilés al fundar San Agustín, y al derrotar rápidamente un intento ilegal del capitán francés Jean Ribault y 150 hombres de establecer un puesto de aprovisionamiento en el territorio español. San Agustín se convirtió rápidamente en una base estratégica de defensa para los barcos españoles llenos de oro y plata que regresaban desde los dominios de las Indias.
En Asia, el 27 de abril de 1565, se estableció el primer asentamiento en Filipinas por parte de Miguel López de Legazpi y se puso en marcha la ruta de los Galeones de Manila (Nao de la China). Manila se fundó en 1572.
Después del triunfo de España sobre Francia y el comienzo de las guerras de religión francesas, la ambición de Felipe II aumentó. En el Mediterráneo el Imperio otomano había puesto en entredicho la hegemonía española, perdiéndose Trípoli (1531) y Bugía (1554) mientras la piratería berberisca y otomana se recrudecía. En 1565, sin embargo, el auxilio español a los sitiados Caballeros de San Juan salvó Malta, infligiendo una severa derrota a los turcos.
La muerte de Solimán el Magnífico y su sucesión por parte del menos capacitado Selim II, envalentonó a Felipe II y éste declaró la guerra al mismo Sultán. En 1571, la Santa Liga, formada por Felipe II, Venecia y el Papa Pío V, se enfrentó al Imperio otomano, con una flota conjunta mandada por Don Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos I, que aniquiló la flota turca en la decisiva Batalla de Lepanto.
La derrota acabó con la amenaza turca en el Mediterráneo e inició un periodo de decadencia para el Imperio otomano. Esta batalla aumentó el respeto hacia España y su soberanía fuera de sus fronteras y el Rey asumió la carga de dirigir la Contrarreforma.

El Reino en dificultades (1571–1598)

El tiempo de alegría en Madrid duró poco. En 1566, los calvinistas habían iniciado una serie de revueltas en los Países Bajos que provocaron que el rey enviase al Duque de Alba a la zona. En 1568, Guillermo I de Orange-Nassau encabezó un intento fallido de echar al Duque de Alba del país.
 Estas batallas se consideran como el inicio de la Guerra de los Ochenta Años, que concluyó con la independencia de las Provincias Unidas de los Países Bajos. Felipe II, que había recibido de su padre la herencia de los territorios de la Casa de Borgoña (Países Bajos y Franco Condado), para que la poderosa Castilla defendiese de Francia el Imperio, se vio obligado a restaurar el orden y mantener su dominio sobre estos territorios.
En 1572, un grupo de navíos holandeses rebeldes conocidos como los watergeuzen, tomaron varias ciudades costeras, proclamaron su apoyo a Guillermo I y rechazaron el gobierno español.
Para España la guerra se convirtió en un asunto sin fin. En 1574, los Tercios de Flandes, bajo el mando de Luís de Requesens, fueron vencidos en el Asedio de Leiden después de que los holandeses rompieran los diques, causando inundaciones masivas.
En 1576, abrumado por los costes del mantenimiento de un ejército de 80.000 hombres en los Países Bajos y de la inmensa flota que venció en Lepanto, unidos a la creciente amenaza de la piratería en el Atlántico y especialmente a los naufragios que reducían las llegadas de dinero de las colonias americanas, Felipe II se vio obligado a declarar una suspensión de pagos (que fue interpretada como bancarrota).
El ejército se amotinó no mucho después, apoderándose de Amberes y saqueando el sur de los Países Bajos, haciendo que varias ciudades, que hasta entonces se habían mantenido leales, se unieran a la rebelión. Los españoles eligieron la vía de la negociación y consiguieron pacificar la mayor parte de las provincias del sur con la Unión de Arras en 1579.
Este acuerdo requería que todas las tropas españolas abandonasen aquellas tierras, lo que fortaleció la posición de Felipe II cuando en 1580 murió sin descendientes directos el último miembro de la familia real de Portugal, el cardenal Enrique I de Portugal. El Rey de España, hijo de Isabel de Portugal y por tanto nieto del rey Manuel I hizo valer su reclamación al trono portugués, y en junio envió al Duque de Alba y su ejército a Lisboa para asegurarse la sucesión. El otro pretendiente, Don Antonio, se replegó a las Azores, donde la armada de Felipe terminó de derrotarle.
La unificación temporal de la Península Ibérica puso en manos de Felipe II el imperio portugués, es decir, la mayor parte de los territorios explorados del Nuevo Mundo además de las colonias comerciales en Asia y África. En 1582, cuando el Rey devolvió la corte a Madrid desde Lisboa, donde estaba asentada temporalmente para pacificar su nuevo reino, se produjo la decisión de fortalecer el poderío naval español.
España estaba todavía renqueante de la bancarrota de 1576. En 1584, Guillermo I de Orange-Nassau fue asesinado por un católico trastornado. Se esperaba que la muerte del líder popular de la resistencia significara el fin de la guerra, pero no fue así. En 1586, la reina Isabel I de Inglaterra envió apoyo a las causas protestantes en los Países Bajos y Francia, y Sir Francis Drake lanzó ataques contra los puertos y barcos mercantes españoles en El Caribe y el Pacífico, además de un ataque especialmente agresivo contra el puerto de Cádiz.
En 1588, confiando en acabar con los entrometimientos de Isabel I, Felipe II envió la «Armada Invencible» a atacar a Inglaterra. La resistencia de la flota inglesa, una serie de fuertes tormentas, problemas de coordinación entre los ejércitos implicados e importantes fallos logísticos en los aprovisionamientos que la flota había de hacer en los Países Bajos provocaron la derrota de la Armada española.
No obstante, la derrota del contraataque inglés contra España, dirigido por Drake y Norris en 1589, marcó un punto de inflexión en la Guerra anglo-española a favor de España. A pesar de la derrota de la Gran Armada, la flota española siguió siendo la más fuerte en los mares de Europa durante años, a pesar de que en 1639, fue derrotada por los holandeses en la batalla naval de las Dunas, cuando una visiblemente exhausta España empezaba a debilitarse.
España se involucró en las guerras de religión francesas tras la muerte de Enrique II. En 1589, Enrique III de Francia, el último del linaje de los Valois, murió a las puertas de París. Su sucesor, Enrique IV de Francia y III de Navarra, el primer Borbón rey de Francia, fue un hombre muy habilidoso, consiguiendo victorias clave contra la Liga Católica en Arques (1589) y en Ivry (1590). Comprometidos con impedir que Enrique IV tomara posesión del trono francés, los españoles dividieron su ejército en los Países Bajos e invadieron Francia en 1590. Implicada en múltiples frentes, la potencia hispana no pudo imponer su política en el país galo y finalmente se llegó a un acuerdo en la Paz de Vervins.

«Dios es español» (1598–1626)

Pese a que actualmente sabemos que la economía española estaba minada y que su poderío se debilitaba, el Imperio seguía siendo con mucho el poder más fuerte. Tanto es así que podía librar enfrentamientos con Inglaterra, Francia y los Países Bajos al mismo tiempo. Este poderío lo confirmaban el resto de pueblos europeos; así el hugonote francés Duplessis-Mornay, por ejemplo, escribió tras el asesinato de Guillermo de Orange a manos de Balthasar Gérard.
La ambición de los españoles, que les ha hecho acumular tantas tierras y mares, les hace pensar que nada les es inaccesible.
Se ha mostrado en varias obras literarias y especialmente en películas el agobio causado por la continua piratería contra sus barcos en el Atlántico y la consecuente disminución de los ingresos del oro de las Indias. Sin embargo, investigaciones más profundas indican que esta piratería realmente consistía en varias decenas de barcos y varios cientos de piratas, siendo los primeros de escaso tonelaje, por lo que no podían enfrentarse con los galeones españoles, teniéndose que conformar con pequeños barcos o los que pudieran apartarse de la flota.
 En segundo lugar está el dato según el cual, durante el siglo XVI, ningún pirata ni corsario logró hundir galeón alguno; además de unas 600 flotas fletadas por España (dos por año durante unos 300 años) sólo dos cayeron en manos enemigas y ambas por marinas de guerra no por piratas ni corsarios. Los ataques corsarios en todo caso, entre los cuales destacó Francis Drake causaron serios problemas de seguridad tanto para las flotas como para los puertos, lo que obligó al establecimiento de un sistema de convoys así como al incremento exponencial en gastos defensivos destinados al entrenamiento de milicias y a la construcción de fortificaciones. Sin embargo fueron las inclemencias meteorológicas las que bloquearon con mayor gravedad todo el comercio entre América y Europa.
Más grave era la piratería mediterránea, perpetrada por berberiscos, que tenía un volumen diez o más veces superior a la atlántica y que arrasó toda la costa mediterránea así como a las Canarias, bloqueando a menudo las comunicaciones con este Archipiélago y con las posesiones en Italia.
Pese a todos los ingresos provenientes de América, España se vio forzada a declararse en bancarrota en 1596.

Los Austrias menores.

El sucesor de Felipe II, Felipe III, subió al trono en 1598. Era un hombre de inteligencia limitada y desinteresado por la política, prefiriendo dejar a otros tomar decisiones en vez de tomar el mando. Su valido fue el Duque de Lerma, quien nunca tuvo interés por los asuntos de su país aliado, Austria.
Los españoles intentaron librarse de los numerosos conflictos en lo que estaban involucrados, primero firmando la Paz de Vervins con Francia en 1598, reconociendo a Enrique IV (católico desde 1593) como Rey de Francia, y restableciendo muchas de las condiciones de la Paz de Cateau-Cambrésis. Con varias derrotas consecutivas y una guerra de guerrillas inacabable contra los católicos apoyados por España en Irlanda, Inglaterra aceptó negociar en 1604, tras la ascensión al trono del Estuardo Jacobo I.
La paz con Francia e Inglaterra implicó que España pudiera centrar su atención y energías para restituir su dominio en las provincias holandesas. Los holandeses, encabezados por Mauricio de Nassau, el hijo de Guillermo I, tuvieron éxito en la toma de algunas ciudades fronterizas en 1590, incluyendo la fortaleza de Breda. A esto se sumaron las victorias ultramarinas holandesas que ocuparan las colonias portuguesas (y por tanto españolas) en Oriente, tomando Ceilán (1605), así como otras Islas de las Especias (entre 1605 y 1619), estableciendo Batavia como centro de su imperio en Oriente.
Después de la paz con Inglaterra, Ambrosio Spinola, como nuevo general al mando de las fuerzas españolas, luchó tenazmente contra los holandeses. Spinola era un estratega de una capacidad similar a la de Mauricio, y únicamente la nueva bancarrota de 1607 evitó que conquistara los Países Bajos. Atormentados por unas finanzas ruinosas, en 1609 se firmó la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas. La Pax Hispanica era un hecho.
España tuvo una notable recuperación durante la tregua, ordenando su economía y esforzándose por recuperar su prestigio y estabilidad antes de participar en la última guerra en que actuaría como potencia principal. Estos avances se vieron ensombrecidos por la expulsión de los moriscos entre 1611 y 1614 que dañaron gravemente a la Corona de Aragón, privando al imperio de una importante fuente de riqueza.
Actualmente la opinión de los historiadores es casi unánime respecto al error de involucrarse en guerras europeas por la única razón de que los reinos heredados debían transmitirse íntegros. Sin embargo esta postura también existía en aquellos años. Así un procurador en cortes escribió:
¿Por ventura serán Francia, Flandes e Inglaterra más buenos cuanto España más pobre? Que el remedio de los pecados de Nínive no fue aumentar el tributo en Palestina para irlos a conquistar, sino enviar la persona que los fuera a convertir.
En 1618 el Rey reemplazó a Spinola por Baltasar de Zúñiga, veterano embajador en Viena. Éste pensaba que la clave para frenar a una Francia que resurgía y eliminar a los holandeses era una estrecha alianza con los Habsburgo austriacos. Ese mismo año comenzando con la Defenestración de Praga, Austria y el Emperador Fernando II se embarcaron en una campaña contra Bohemia y la Unión Protestante. Zúñiga animó a Felipe III a que se uniera a los Habsburgo austriacos en la guerra, y Ambrosio Spinola fue enviado en cabeza de los Tercios de Flandes a intervenir. De esta manera, España entró en la Guerra de los Treinta Años.
En 1621 el inofensivo y poco eficaz Felipe III murió y subió al trono su hijo Felipe IV.
Al año siguiente, Zúñiga fue sustituido por Gaspar de Guzmán, más conocido por su título de Conde-Duque de Olivares, un hombre honesto y capaz, que creía que el centro de todas las desgracias de España eran las Provincias Unidas. Ese mismo año se reanudó la guerra con los Países Bajos. Los bohemios fueron derrotados en la Batalla de la Montaña Blanca en 1621, y más tarde en Stadtlohn en 1623.
Mientras, en los Países Bajos, Spinola tomó la fortaleza de Breda en 1625. La intervención de Cristián IV de Dinamarca en la guerra inquietó a muchos —Cristian IV era uno de los pocos monarcas europeos que no tenía problemas económicos—, pero las victorias del general imperial Albrecht von Wallenstein sobre los daneses en la Batalla del puente de Dessau y de nuevo en Lutter, ambas en 1626, eliminaron tal amenaza.
Había esperanza en Madrid acerca de que los Países Bajos pudiesen ser reincorporados al Imperio, y tras la derrota de los daneses, los protestantes en Alemania parecían estar acabados. Francia estaba otra vez envuelta en sus propias inestabilidades (el asedio de La Rochelle comenzó en 1627) y la superioridad de España parecía irrefutable. El Conde-Duque de Olivares afirmó «Dios es español y está de parte de la nación estos días», y muchos de los rivales de España parecían estar infelizmente de acuerdo.

El camino a Rocroi (1626–1643)

Olivares era un hombre avanzado para su tiempo y se dio cuenta de que España necesitaba una reforma que a su vez necesitaba de la paz. La destrucción de las Provincias Unidas se añadió a sus necesidades, ya que detrás de cualquier ataque a los Habsburgo había dinero holandés. Spinola y el ejército español se concentraron en los Países Bajos y la guerra pareció marchar a favor de España, retomándose Breda.
 En ultramar se combatió también a la flota holandesa, que amenazaba las posesiones españolas. Así, la presencia holandesa en Taiwán y su amenaza sobre las Filipinas llevó a la ocupación del norte de la isla, fundándose la ciudad de Santísima Trinidad (actual Keelung) en el año 1626 y Castillo (actual Tamsui) en 1629.
1627 acarreó el derrumbamiento de la economía castellana. Los españoles habían devaluado su moneda para pagar la guerra y la inflación explotó en España como antes lo había hecho en Austria. Hasta 1631, en algunas partes de Castilla se comerció con el trueque, debido a la crisis monetaria, y el gobierno fue incapaz de recaudar impuestos del campesinado de las colonias. Los ejércitos españoles en Alemania optaron por pagarse a sí mismos. Olivares fue culpado por una vergonzosa e infructuosa guerra en Italia. Los holandeses habían convertido su flota en una prioridad durante la Tregua de los Doce Años y amenazaron el comercio marítimo español, del cual España era totalmente dependiente tras la crisis económica; en 1628 los holandeses acorralaron a la Flota de Indias provocando el Desastre de Matanzas, el cargamento de metales preciosos que era fundamental para el sostenimiento del esfuerzo bélico del Imperio fue capturado y la flota que lo transportaba totalmente destruida, con parte de las riquezas obtenidas los holandeses iniciaron una exitosa invasión de Brasil.
La Guerra de los Treinta Años también se agravó cuando, en 1630, Gustavo II Adolfo de Suecia desembarcó en Alemania para socorrer el puerto de Stralsund, último baluarte continental de los alemanes beligerantes contra el Emperador. Gustavo II Adolfo marchó hacia el sur y obtuvo notables victorias en Breitenfeld y Lützen, atrayendo numerosos apoyos para los protestantes allá donde iba.
La situación para los católicos mejoró con la muerte de Gustavo II Adolfo precisamente en Lützen en 1632 y la victoria en la Batalla de Nördlingen en 1634. Desde una posición de fuerza, el Emperador intentó pactar la paz con los estados hastiados de la guerra en 1635. Muchos aceptaron, incluidos los dos más poderosos: Brandeburgo y Sajonia. Francia se perfiló entonces como el mayor problema. Paralelamente, la Guerra de Sucesión de Mantua, en Italia, dio una nueva victoria a España, consolidándose su presencia en Italia.
El Cardenal Richelieu había sido un gran aliado de los holandeses y los protestantes desde el comienzo de la guerra, enviando fondos y equipamiento para intentar fragmentar la fuerza de los Habsburgo en Europa. Richelieu decidió que la Paz de Praga, recientemente firmada, era contraria a los intereses de Francia y declaró la guerra al Sacro Imperio Romano Germánico y a España dentro del periodo establecido de paz. Las fuerzas españolas, más experimentadas, obtuvieron éxitos iniciales: Olivares ordenó una campaña relámpago en el norte de Francia desde los Países Bajos españoles, confiando en acabar con el propósito del rey Luís XIII y derrocar a Richelieu.
En 1636, las fuerzas españolas avanzaron hacia el sur hasta llegar a Corbie, amenazando París y quedando muy cerca de terminar la guerra a su favor. Después de 1636, Olivares tuvo miedo de provocar otra bancarrota y el ejército español no avanzó más. En la derrota naval de las Dunas en 1639, la flota española fue aniquilada por la armada holandesa, y los españoles se encontraron incapaces de abastecer a sus tropas en los Países Bajos.
En 1643 el ejército de Flandes, que constituía lo mejor de la infantería española, se enfrentó a un contraataque francés en Rocroi liderado por Luís II de Borbón, Príncipe de Condé. Aunque fuentes francesas decimonónicas y sobre todo las fuentes originales, siempre informaron de que los españoles, liderados por Francisco de Melo, no fueron ni mucho menos arrasados, la propaganda gala logró un notable éxito mitificando aquella victoria. La infantería española fue seriamente dañada pero no destruida, mil muertos y dos mil heridos de un total de seis mil soldados de los tercios, los tercios resistieron tres ataques conjuntos de la infantería, artillería y caballería francesas sin perder la integridad. Agotados ambos bandos, se acabó negociando la rendición y el asedio fue levantado. La batalla tuvo pocas repercusiones a corto plazo, pero un impacto tremendo a nivel propagandístico.
La gran habilidad del cardenal Mazarino para manejar esa victoria logró dañar la reputación de los Tercios de Flandes, creando un mito que aún permanece; el de una victoria en la que, para saber el número de enemigos al que se enfrentaron, los franceses sólo tenían que Contar los muertos. Tradicionalmente, los historiadores señalan la Batalla de Rocroi como el fin del dominio español en Europa y el cambio del transcurso de la Guerra de los treinta años favorable a Francia.

Decadencia española.

Sublevaciones internas, pérdida de la Guerra de los Treinta Años y once años más de guerra con Francia (1640–1665)

Durante el reinado de Felipe IV y concretamente a partir de 1640 hubo múltiples secesiones y sublevaciones de los distintos territorios que se encontraban bajo su cetro. Entre ellas, la guerra de Separación de Portugal, la rebelión de Cataluña (ambos conflictos iniciados en 1640), la conspiración de Andalucía (1641) y los distintos incidentes acaecidos en Navarra, Nápoles y Sicilia a finales de la década de 1640. A estos hechos se sumaban los distintos frentes extrapeninsulares: la guerra de los Países Bajos (reanudada en 1621 tras expirar la Tregua de los Doce Años) y la guerra de los Treinta Años. A su vez, el enfrentamiento con Francia en esta última (desde 1635) quedó conectado con el problema catalán.
Portugal se había rebelado en 1640 bajo el liderazgo de Juan de Braganza, pretendiente al trono. Éste había recibido un apoyo general de pueblo portugués, y los españoles que tenían múltiples frentes abiertos fueron incapaces de responder. Españoles y portugueses mantuvieron un estado de paz de facto entre 1641 y 1657. Cuando Juan IV murió, los españoles intentaron luchar por Portugal contra su hijo Alfonso VI de Portugal, pero fueron derrotados en la batalla de Ameixial (1663) y en la batalla de Montes Claros (1665), lo que llevó a España a reconocer la independencia portuguesa en 1668.
En 1648 los españoles firmaron la paz con los holandeses y reconocieron la independencia de las Provincias Unidas en la Paz de Westfalia, que acabó al mismo tiempo con la Guerra de los Ochenta Años y la Guerra de los Treinta Años. A esto le siguió la expulsión de Taiwán y la pérdida de Tobago, Curazao y otras islas en el mar Caribe.
La guerra con Francia continuó once años más, ya que Francia quería acabar totalmente con España y no darle la oportunidad de que se recuperara. La economía española estaba tan debilitada que el Imperio era incapaz de hacerle frente. La sublevación de Nápoles fue sofocada en 1648 y la de Cataluña en 1652 y además se obtuvo una victoria contra los franceses en la batalla de Valenciennes (1656, última de las victorias españolas), pero el fin efectivo de la guerra vino en la batalla de las Dunas (o de Dunquerque) en 1658, en la que el ejército francés bajo el mando del vizconde de Turenne y con la ayuda de un importante ejército inglés, derrotó a los restos de los Tercios de Flandes. España aceptó firmar la Paz de los Pirineos en 1659, en la que cedía a Francia el Rosellón, la Cerdaña y algunas plazas de los Países Bajos como Artois. Además se pactó el matrimonio de una infanta española con Luís XIV.
En los últimos años del reinado de Felipe IV, concluidos los grandes conflictos, Felipe IV pudo concentrarse en el frente portugués. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Meses antes de su muerte (ocurrida en Madrid, el 17 de septiembre de 1665), la derrota en la batalla de Villaviciosa (17 de junio) permitía vaticinar la pérdida de Portugal. La situación en España no era más halagüeña, y la crisis humana, material y social afectaba profundamente a las regiones del interior.
España tenía un inmenso imperio en ultramar (ahora reducido por la separación de Portugal y su imperio así como por ataques franceses e ingleses), pero Francia era ahora la primera potencia en Europa.

Rey Carlos II de España. El Imperio con el último Habsburgo (1665–1700)

A la muerte de Felipe IV, su hijo Carlos II tenía sólo cuatro años, por lo que su madre Mariana de Austria gobernó como regente. Ésta acabó por entregarle las tareas de gobierno a un valido, el padre Nithard, un jesuita austriaco. El reinado de Carlos II puede dividirse en dos partes. La primera abarcaría de 1665 a 1679 y estaría caracterizada por el letargo económico y las luchas de poder entre los validos del Rey, el padre Nithard y Fernando de Valenzuela, con el hijo ilegítimo de Felipe IV, Don Juan José de Austria. Éste último dio un golpe de Estado en 1677 que obligó al monarca a expulsar a Nithard y a Valenzuela del gobierno.
La segunda parte comenzaría en 1680 con la toma de poder del Duque de Medinaceli como valido. Se propuso una nueva política económica devaluando la moneda, lo que permitió acabar con las subidas de precios y ayudó a recuperar lentamente la economía. En 1685, llegó al poder el Conde de Oropesa, que propuso un presupuesto fijo para los gastos de la Corte como medio para evitar nuevas bancarrotas.
A lo largo de todo su reinado las continuas guerras contra Francia mermaron los dominios hispánicos en Europa y en América, en este contexto se sitúa entre otros el Tratado de Ryswick por el que se produce la partición de la isla de La Española entre Francia y España
Las últimas décadas del siglo XVII vieron una decadencia y estancamiento totales en España; mientras el resto de Europa se embarcaba en tremendos cambios en los gobiernos y las sociedades —la Revolución de 1688 en Inglaterra y el reinado del Rey Sol en Francia—, España continuaba a la deriva. La burocracia que se había constituido alrededor de Carlos I y Felipe II demandaba un monarca fuerte y trabajador; la debilidad y dejadez de Felipe III y Felipe IV contribuyeron a la decadencia española. Carlos II era retrasado e impotente, y murió sin un heredero en 1700.
La historiografía moderna tiende a ser más condescendiente con Carlos II y sus limitaciones, haciendo ver que el Rey, pese a estar en el límite de la normalidad mental, era consciente de la responsabilidad que tenía, la situación de codicia que vivía su imperio y la idea de majestad que siempre trató de mantener. Esto lo demostró en su testamento que, según la canción popular, fue su mejor obra; en él declaraba:
"Declaro mi sucesor (en el caso de que Dios se me lleve sin dejar hijos) el de Anjou, hijo segundo del Delfín de Francia; y, como a tal, lo llamo a la sucesión de todos mi reinos y dominios sin excepción de ninguna parte de ellos."



ANEXO




Carlos I de España y V de Alemania.

Carlos I de España y V de Alemania. Gante (Bél­gica), 24.II.1500 – Yuste (Cáceres), 21.IX.1558. Rey de España, Emperador del Sacro Imperio.


Biografía

Hijo de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso y nieto de los Reyes Católicos y del emperador Maxi­miliano I de Austria. La muerte de su padre en 1506 y la ausencia de su madre, Juana, deja al entonces prín­cipe, junto a sus hermanas Leonor, Isabel y María, al cuidado de la tía, Margarita de Austria, en su Corte de Malinas. Aunque tiene a su lado como preceptor español a Luis de Vaca, se educa preferentemente en el ambiente cultural francófono, que era el que se vi­vía en la Corte de Malinas. Desde 1511 su educación cae bajo la dirección de Adriano de Utrecht, entonces deán de Lovaina, más tarde cardenal y Papa; y muy pronto tendrá a su lado, como consejero, a Guillermo de Croy, señor de Chièvres. En 1515, el ya conde de Flandes es emancipado, cesando la tutela de su tía Margarita de Austria. Un año después, la muerte de Fernando el Católico le abre el futuro español; dado que vivía su madre Juana, le correspondía el título de gobernador de los Reinos Hispanos, para regirlos en nombre de su madre; pero el futuro Carlos V decide otra cosa: que las Cortes de Castilla y de Aragón le proclamasen rey.

Convertirse en rey en vida de su madre era algo inusitado —acaso por consejo de Chièvres—, no sin una primera oposición de la Corte española, entonces bajo la segunda regencia de Cisneros. La fórmula que acabó imponiéndose fue la de que reinara conjun­tamente con su madre, orillando el odioso plantea­miento de incapacitar jurídicamente a la reina Juana, aunque siguiera de hecho en su cautiverio de Tordesi­llas que había ordenado Fernando el Católico.

Carlos V llega por primera vez a España en 1517. Los españoles entonces en su Corte (obispo Mota, don Juan Manuel y Luis de Vaca) le hablan de las grandes hazañas de sus nuevos reinos. En su acci­dentada travesía por mar, en la que le acompaña su hermana Leonor, las tormentas le desvían de la costa cántabra poniéndole frente a un pequeño puerto as­turiano: Tazones. Era el 17 de septiembre de 1517. Cisneros esperaba anhelante a su nuevo rey para tras­pasarle el poder, pero la muerte se le adelantó, falleció el 8 de noviembre de aquel año en Roa, antes de que pudiera realizarse el encuentro.

La primera medida del rey Carlos fue visitar a su madre Juana en Tordesillas; allí pudo ver por primera vez a su hermana Catalina, que vivía su triste infancia al lado de su madre. En su entrevista con doña Juana, a la que asistió Chièvres, Carlos obtuvo su licencia para gobernar España en su nombre. Eso no alivió la situación de la Reina cautiva, que incluso vio cómo le apartaban de su lado a su hija Catalina, aunque por poco tiempo, pues la desesperación de Juana fue tan grande que Carlos cambió su decisión.

En 1518 Carlos convocó en Valladolid las primeras Cortes de Castilla; allí conoció a su hermano Fernando, el que había nacido en Alcalá de Henares en 1503.

Las Cortes castellanas se mostraron firmes con el nuevo Rey: debía hacerse pronto con la lengua y las costumbres de sus nuevos súbditos hispanos. Pero la nota extranjerizante de Carlos V y de su cortejo, en su mayoría flamenco, hizo que comenzara a germinar el mayor descontento.

Ese mismo año Carlos pasó a la Corona de Aragón para ser jurado Rey por aquellas Cortes. Estuvo unos meses en Zaragoza y se trasladó después a Barcelona.

Por entonces, la muerte del emperador Maximi­liano abría la vacante al Imperio. Carlos presentó su candidatura. Pero no era el único candidato. Sus di­plomáticos tuvieron que luchar fuertemente contra las aspiraciones del rey Francisco I de Francia. Al fin, los príncipes electores eligieron a Carlos el 28 de ju­nio de 1519. El joven señor de Flandes y rey de las Españas se convertía en el nuevo Emperador. Car­los V iniciaba su reinado siendo una gran incógnita. De momento, todas las amenazas se cernían sobre él. En España el descontento crecía. En Alemania estaba a punto de estallar la Reforma contra Roma, de la mano de Lutero. Francisco I no olvidaba la afrenta sufrida y se aprestaba a combatir al Emperador en to­dos sus dominios. Y finalmente surgía en oriente otro personaje de formidable poderío: Solimán el Magní­fico, el señor de Constantinopla. Era el otro empera­dor, y un Emperador que aspiraba a ser cada vez más grande a costa de la Cristiandad.

A Carlos V le llega la noticia de su proclamación imperial en Barcelona el 6 de julio de 1519; noticia acogida calurosamente por los catalanes, y en parti­cular por la Ciudad Condal. Inmediatamente Carlos toma su decisión: la de acudir al Imperio para ser coronado Emperador. Pero tiene que conseguir dinero, y eso sólo puede dárselo entonces Castilla. De ahí que atraviese toda España, desde Barcelona hasta Santiago de Compostela, sin darse tregua, sólo con una breve estancia en Valladolid.

Era incrementar el descontento en Castilla. Las Cortes habían sido convocadas antes de tiempo, con­tra la normativa acostumbrada que fijaba un plazo de tres años. También se quebrantaba otra norma, la de que fuera una ciudad meseteña o andaluza la que acogiera las nuevas Cortes. Y además estaba el he­cho de que don Carlos quería dinero de Castilla para su coronación imperial; esto era supeditar los intere­ses de Castilla a los del Imperio. Las laboriosas Cortes en las que hicieron falta cinco votaciones, para que al fin don Carlos consiguiera lo que quería, probaba que cuando se embarcase, como lo hizo en La Coruña el 20 de mayo de 1520, dejaba atrás un reino revuelto, a punto de estallar.

Don Carlos no iría directamente a los Países Bajos; antes visitaría Inglaterra para entrevistarse con Enri­que VIII y con la reina Catalina de Aragón, buscando una alianza ante la amenazadora actitud del rey de Francia; tenía a su favor el apoyo incondicional de la reina Catalina, la hermana pequeña de Juana la Loca, que entonces estaba en la cumbre de su privanza con el rey Enrique VIII, su marido.

La coronación imperial se llevaría a cabo en Aquis­grán el 23 de octubre de 1520. Allí proclamaría so­lemnemente don Carlos que defendería a la Iglesia de Roma. Y cumpliendo su promesa, dado que Lutero ya se había proclamado hereje, Carlos V convocó una Dieta imperial en Worms para la primavera de 1521, a la que ordenó que se presentase el rebelde monje agustino. Por unos instantes Carlos V pudo creer que Lutero se retractaría, volviendo al seno de la Iglesia. No fue así. Y entonces se produjo la solemne decla­ración del joven Emperador: él descendía de los muy cristianos Emperadores de Alemania y de los Reyes Católicos de España, y estaba dispuesto a emplear to­das sus fuerzas para defender la Iglesia y la fe de sus mayores.

De momento era lo único que podía hacer. De he­cho, al ausentarse del Imperio para pacificar España y para enfrentarse con la guerra que le había desatado Francisco I de Francia, el rey Carlos tenía que aplazar la cuestión religiosa alemana.

En efecto, le urgía regresar a España. No lo haría sin pasar antes por Inglaterra, para afianzar su alianza con Enrique VIII, lo que lograría por el tratado de Wind­sor (1522); un tratado que tendría una cláusula que acabaría volviéndosele en contra: su compromiso ma­trimonial con la princesa niña María Tudor, la hija de Catalina de Aragón. Cuando vulnerase esa cláusula se encontraría con un nuevo enemigo: el Rey inglés.

Para entonces, en 1522, la situación en España em­pezaba a mejorar. Los comuneros castellanos ya ha­bían sido vencidos en Villalar, el 23 de abril de 1521, y sus cabecillas (Padilla, Bravo y Maldonado) habían sido ejecutados. En la primavera de 1522 se había rendido Toledo, el último bastión comunero; y unos meses más tarde las otras alteraciones en tierras hispa­nas, las Germanías de Valencia y Mallorca, también eran sofocadas.

Carlos V dio un perdón general, con pocas excep­ciones; le apremiaba pacificar Castilla, donde la gue­rra contra Francisco I de Francia era ya una realidad. Las tropas de Francisco I habían irrumpido en Nava­rra, habían llegado incluso hasta el mismo Ebro, y en el País Vasco se habían apoderado de Fuenterrabía. Todo ello cuando todavía Carlos V no había llegado a España. Para hacer frente a tantas amenazas, Car­los V tiene ante todo que hacerse con el núcleo de su poder, con España, y particularmente con Castilla. Máxime cuando a las dos grandes amenazas exteriores (la guerra con Francia y la Reforma luterana) se añade la enemiga de Solimán el Magnífico, que en aquel mismo año de 1521 había ascendido Danubio arriba para conquistar Belgrado.

Hay, por lo tanto, cuatro objetivos para el Empera­dor: pacificar a España, doblegar a Francia, defender a Roma y combatir al turco. En 1524, sofocadas las revueltas de comuneros y agermanados, recuperada Fuenterrabía, y expulsados los franceses de España, se daba paso al segundo objetivo, la guerra con Francia, que a partir de esas fechas tendría un escenario: Italia.

En 1525 Francisco I invade el Milanesado. Con­fía en repetir sus triunfos de 1515, cuando con una sola batalla (Marignano) había conquistado el ducado de Milán. Las tropas imperiales parecen desorganiza­das y Carlos V, imposibilitado de acudir desde Es­paña, temía lo peor. Pero de pronto, le llega la in­creíble noticia: la batalla librada en torno a Pavía, no sólo había sido una gran victoria imperial, sino que se había cogido prisionero al mismo rey de Francia, Francisco I, que unos meses después sería llevado a Madrid. Resultado final de la primera guerra con Francia: Tratado de Madrid (1526), en el que Fran­cisco I se comprometía incluso a devolver el ducado de Borgoña, ocupado medio siglo antes por Luis XI en pugna con Carlos el Temerario, el bisabuelo de Carlos V.

Pero el inmenso poderío alcanzado por el Empera­dor alarmó a toda la Europa occidental. No sólo era el rey de las Españas, el que dominaba media Italia, con Nápoles, Sicilia, Cerdeña y ahora el Milanesado, el señor de los Países Bajos y del Franco-Condado y Emperador de la Cristiandad (aparte de ser también el señor de las Indias Occidentales, donde por aque­llas fechas Hernán Cortés le había hecho ya dueño del imperio azteca), sino que incluso había derrotado a la más poderosa nación de la Cristiandad, de forma tan aplastante que tenía a su Rey prisionero en España.

No es de extrañar que a Carlos V empezaran a sa­lirle enemigos, empezando por la propia Francia. La liga clementina promovida por el papa Clemente VII, surgiría para combatirle. Y Solimán, el otro Empe­rador, el señor de Constantinopla, a instancias de la diplomacia francesa, se sumaría a la gran alianza contra el Emperador. Carlos V trató de contrarres­tarla apoyándose en Portugal, con una doble alianza matrimonial. Su hermana Catalina (que de ese modo cambiaría Tordesillas por Lisboa) con Juan II, rey de Portugal, y la suya propia con la princesa portuguesa Isabel, hermana del rey Juan.

Pero eso era vulnerar los acuerdos de Windsor de 1522 que estipulaban su boda con María Tudor, con lo que un nuevo enemigo se añadiría a la liga clemen­tina: Enrique VIII de Inglaterra.

De todas esas amenazas, Carlos V fue librándose, menos de una: la turca. Nada pudo hacer para soco­rrer a su hermana María, que en 1521 había casado con el rey Luis II de Hungría. Dividida la Cristiandad en aquellas guerras internas, tuvo que asistir, impotente, a la invasión de Hungría por Solimán en 1526, y a la batalla de Mohacs, que dejaba Hungría bajo el dominio turco, con muerte del joven rey Luis II. Pero la guerra en Italia no fue tan favorable a los aliados de la liga clementina: un ejército imperial, reclutado en buena parte en Alemania, entró en Italia con tal ímpetu que se plantó ante la misma Roma, tomán­dola por asalto y sometiéndola a un espantoso saqueo durante una semana (el saco de Roma).

Pero también otra clara advertencia: el poder im­perial era tan fuerte como para dominar a poderes tan grandes como el rey francés y el propio papa Cle­mente VII. Al año siguiente (1528) un poderoso ejér­cito francés, enviado para conquistar Nápoles, era derrotado. La República de Génova, con su importante armada de guerra y con un gran marino (Andrea Doria) se convertía en aliado de Carlos V, haciendo que la posición imperial en Italia fuese fortísima.

La guerra por el dominio de Italia había concluido; algo ratificado por la paz de las Damas (Margarita de Austria y Luisa de Saboya, la madre de Francisco) en 1529. Una paz que permitiría a Carlos V pasar a la si­guiente fase: encarar el problema religioso en Alema­nia y acaudillar la cruzada contra el Islam.

Pero antes debía llevar a cabo una jornada triunfal: su coronación de manos del papa Clemente VII, su antiguo enemigo, en Bolonia.

En 1529 Solimán irrumpe de nuevo con un for­midable ejército Danubio arriba. No conformándose con el dominio de Buda, la capital de Hungría, ataca a Viena, poniéndole estrecho cerco. Ya para en­tonces el señor de Viena era Fernando de Austria, el hermano de Carlos V, nacido en Alcalá de Henares. Hubiera sido un golpe durísimo para la Cristiandad y para el propio Carlos V, la pérdida de Viena, a la que el Emperador no pudo socorrer personalmente, enfrascado como estaba en terminar su guerra con Francia y en preparar su coronación en Bolonia. Pero tuvo fortuna: Viena resistió heroicamente, el turco se retiró de Austria y Carlos pudo celebrar su brillante coronación en Bolonia (1530), mientras dejaba en España como gobernadora a su esposa, la emperatriz Isabel, convertida en su alter ego; para entonces, el nacimiento del príncipe heredero Felipe (1527) y de la infanta María (1528) e incluso el haber dejado nue­vamente embarazada a su esposa Isabel, parecía ase­gurar la sucesión.

De Bolonia, Carlos V pasaría a Italia, donde tenía pendiente la cuestión religiosa, agrandada en los últi­mos años, por el activo proselitismo de Lutero; pero las conversaciones entre las dos religiones mantenidas en Augsburgo, en 1531, no lograron la ansiada uni­dad de la Cristiandad. Sí pudo Carlos V tomar otras medidas importantes: la de conseguir que los prín­cipes electores reconocieran a su hermano Fernando como rey de Romanos y, por tanto, como su sucesor en el Imperio, y en aquel mismo año de 1531 cubrir la vacante producida en los Países Bajos por la muerte de su tía Margarita de Austria, nombrando para el cargo de nueva gobernadora de aquellas tierras a su hermana María. Una doble decisión con resultado di­verso, pues si Fernando nunca dejaría de mostrarse receloso y un aliado inseguro, María se convertiría en una gran gobernadora de los Países Bajos y en la me­jor consejera del Emperador.

La nueva ofensiva de Solimán contra Viena, en 1532, cogió a Carlos V en Alemania. Si no pudo lograr la unidad religiosa, sí pudo unir a católicos y protestantes para combatir al turco. Recabó otras ayudas: de los Países Bajos, de donde María de Hungría le mandaría hombres y dinero; de Italia, de donde acudieron los tercios viejos hispanos con otras formaciones auxiliares italianas, y sobre todo de España de donde llegarían no pocos miembros de la alta nobleza, y entre ellos el duque de Alba, con su inseparable amigo el poeta Garcilaso de la Vega. Las vanguardias turcas llegaron hasta las proximida­des de Viena, pero la resistencia que encontraron y el anuncio de que Carlos V se aproximaba con tan fuerte ejército hicieron batirse en retirada a Solimán. El campo quedaba para Carlos V y suya era la victo­ria, sin derramamiento de sangre. Su prestigio se hizo enorme, demostrando que lo que antes lograban sus generales ahora era él mismo el que lo conseguía.

La figura del Rey-soldado, la del Emperador victo­rioso rigiendo a la Europa cristiana, se afianzaba.

De regreso a Italia, en 1533, pasa por Bolonia para entrevistarse de nuevo con Clemente VII. Convoca a su Corte a un gran pintor del Renacimiento italiano: Tiziano, el artista que daría ya para la posteridad la imagen del nuevo Emperador.

Ya en España, Carlos V dedica el año 1534 a visi­tar las principales ciudades de Castilla la Vieja; era como afianzarse en sus raíces hispanas. Y es entonces cuando recibe la alarmante noticia: Barbarroja, el bey de Argel y almirante de la flota turca, había tomado Túnez. Y en sus correrías asolaba el sur de Italia.

Entonces Carlos V decide hacer la gran cruzada. Si antes era por la defensa de Viena, como antesala de Alemania, el corazón del Imperio, ahora sería por Ita­lia, con la misma Roma en peligro.

Era toda una cruzada, contra el poderoso turco, ca­beza del Islam, que ponía en peligro a Roma, cabeza de la Cristiandad. Y como tal fue sentida en las dos penínsulas, tanto en Italia como en España. Hubo un primer alarde del ejército imperial en Barcelona, en la primavera de 1535. Allí llegaba también una lucida flota portuguesa, con la que Juan III quería auxiliar a su cuñado imperial, bien estimulado por Catalina, aquella infanta de Castilla que en su niñez había con­solado tanto a la reina Juana. Hubo una nueva concentración de la armada y del ejército en aguas de Baleares y finalmente en las de Cagliari, de donde zar­paba la flota el 14 de junio, rumbo al reino de Túnez.

Fue una campaña difícil, en aquel ardiente verano africano; pero a mediados de julio se tomaba su for­taleza principal, La Goleta, y once días después, el día de Santiago, la misma Túnez. Carlos V deshacía aquel nido de corsarios y libraba a Italia de tan peligrosa ve­cindad, liberando a miles de cautivos; pero Barbarroja se salvó, refugiándose en Argel, asolando poco des­pués las costas hispanas, y en particular Ibiza.

Una vez más, España daba a Europa más de lo que recibía.

Desde España, la emperatriz urgía a Carlos V para que aprovechase la rapidez con la que se había logrado la toma de Túnez para caer sobre Argel; pero en el consejo de guerra imperial se decidió que lo más pru­dente era dejarlo para la siguiente campaña. De ese modo, Carlos V pudo regresar aquel otoño a Italia, visitando sus reinos de Sicilia y Nápoles y entrando triunfante en Roma.

Ya no era el señor del ejército indisciplinado que ocho años antes había saqueado la Ciudad Santa; era Carolus Africanus, aclamado y recibido en triunfo como el liberador. Y en Roma tuvo un discurso me­morable ante el papa Paulo III y el Colegio Cardenalicio. Fue su famoso discurso de 1536, pronun­ciado en español, lo que lo hizo más significativo. Por una vez Carlos V estaba dispuesto a ser el pri­mero en desencadenar la guerra contra Francia, pues en Túnez se había hecho con un botín muy particu­lar: las cartas de Francisco I a Barbarroja que proba­ban la alianza del francés con el turco, tan enemigo de la Cristiandad, y eso merecía un buen castigo. Car­los trató de atraerse a Paulo III, pero el Papa prefirió mantenerse neutral.

De ese modo, en el verano de 1536 Carlos V dejó la cruzada contra el Islam volcándose en esa guerra contra el francés. Desde el norte de Italia atravesó los Alpes occidentales para invadir la Provenza: ob­jetivo, Marsella. Pero Francisco I se defendió bien. Rehuyó la batalla campal, temeroso de un nuevo de­sastre como el de Pavía, puso en práctica la táctica de la tierra quemada, para hacer cada vez más difícil el aprovisionamiento del ejército imperial, y estableció ante Marsella un campamento tan formidablemente fortificado, que Carlos V hubo de retirarse, consolán­dose con que aquélla había sido una operación de cas­tigo, y que el castigo estaba hecho; pero en la retirada perdió muchos de sus hombres, entre ellos algunos de los mejores, como Garcilaso de la Vega.

Aquellas Navidades Carlos V las pasaría con todos los suyos en Tordesillas, como un signo de sus senti­mientos familiares. El sistema de vigilancia a la reina Juana se mantenía, pero Carlos quiso hacer ver a toda la Corte que la Reina era su madre y que no la tenía abandonada.

En 1537, Paulo III trató de reconciliar al Empera­dor con Francisco I, promoviendo una entrevista en la cumbre; no lo consiguió, pero sí que Carlos V se le presentara en Niza. Y a su regreso, al pasar con su flota a la vista de la costa francesa, recibió un men­saje de Francisco I: le invitaba a ser su huésped. Y Carlos V aceptó (entrevista de Aigues-Mortes), con el resultado, no de una paz perpetua, pero sí de unas treguas.

Fue cuando Carlos V, creyéndose apoyado por Francia, planeó una vasta ofensiva contra el Islam, creando la Santa Liga con el Papa y con Venecia, comprometiéndose a aportar la mitad de los gastos de la campaña. Y como primer tanteo de aquella cru­zada, mandó establecer una cabeza de puente en la costa dálmata.

Sería la misión del tercio viejo que mandaba el maes­tre de campo Luis Sarmiento, que ocupó la fuerte plaza de Herzeg Novi (el “Castel Nuovo” de los do­cumentos italianos). Eso ocurría en 1538. Pero aquel invierno su hermana María de Hungría le mandaría a Carlos V un atemorizado mensaje: convocada por la hermana mayor, Leonor, entonces reina de Francia, le hacía saber la advertencia de Francisco I: Francia no consentiría aquel ataque de la Cristiandad contra el turco. El peligro de encontrarse con una guerra a sus espaldas, acaso con la invasión de las tierras en las que había nacido, era grandísimo. Y Carlos abandonó la cruzada, dejando sin efecto la Santa Liga.

No sin un penoso sacrificio: el del tercio viejo de Luis de Sarmiento, que hubo de afrontar la avalancha de la marina y del ejército turco al mando de Barba­rroja, negándose a rendirse, pues habían jurado de­fender aquella plaza en nombre del Emperador. Y a las instancias de que se rindieran dieron siempre la misma respuesta: ellos tenían una orden de defender el puesto a toda costa, así que atacaran cuando quisie­ran. Fue el holocausto de Castelnuovo, cantado tanto por la poesía española (Gutierre de Cetina) como por la italiana (Luigi Tansillo).

Un año, el de 1539, que traería otras penosas nue­vas para el Emperador: el 1 de mayo moría, a causa de un mal parto, su mujer la emperatriz Isabel, a la que tanto quería. Y a poco se entera de que la ciudad de Gante, aquella en la que había nacido, se había rebelado a causa de los muchos impuestos que sufría, promoviendo graves desórdenes. Algo que Carlos V se creyó obligado a castigar severamente. Y cuando preparaba el viaje, le llegó un mensaje de Francisco I, conocedor de lo que pasaba: le invitaba a que cruzase toda Francia (Carlos V estaba entonces en España), haciendo, por lo tanto, su viaje por tierra y no por mar, dándose por muy ofendido si Carlos rehusaba.

Y Carlos aceptó. En diciembre de 1539 atravesaba Francia con su cortejo. En todas partes fue objeto de una cordial acogida, como si entre ambos pueblos no hubiera existido ninguna diferencia, y menos una guerra. Y de ese modo pudo presentarse a principios de 1540 en Bruselas, procediendo a poco al severo castigo de Gante, la ciudad rebelde. De allí pasaría a Alemania para intentar un último acuerdo entre católicos y protestantes, en este caso en Ratisbona, pero con el mismo nulo resultado. Allí estuvo hasta bien entrado el año de 1541. Hasta que de pronto, como si le viniera el recuerdo de la Emperatriz y de sus ins­tancias para que acometiera la empresa de Argel, se dispuso a llevarla a cabo. Punto de reunión: las aguas de Palma de Mallorca. Pero aunque la armada y las tropas imperiales parecían suficientes para la empresa, algo fallaba: el verano se había acabado y los marinos eran pesimistas; las tormentas propias del inicio del otoño podían dar al traste con todo.

Y así fue, hasta el punto de que muchos de los ex­pedicionarios perecieron, que las pérdidas de naves y material de guerra fueron considerables, y que el pro­pio Carlos V corrió serio peligro de morir en aquella empresa de Argel, tan tardíamente acometida.

Definitivamente, el sueño de cruzado de Carlos V daba fin. Máxime que una formidable alianza de to­dos sus enemigos estaba germinando en el norte de Europa. La guerra marina daría paso a la de los ejér­citos tierra adentro. El infante de los tercios viejos se convertiría en el principal soporte del ejército impe­rial. Y el escenario del Mediterráneo dejaría paso al de las tierras del norte de Europa. Cesaban los ardo­res de los veranos africanos y vendrían los terribles fríos de los inviernos germanos.

En efecto, la situación en el norte de Europa era cada vez más difícil. Preparándose para el nuevo con­flicto, Carlos V tantea unas treguas con Turquía, de las que deja testimonio en las instrucciones que manda a su hijo Felipe cuando se ausenta de España.

Es cierto que las relaciones con Inglaterra comen­zaban a normalizarse, después de la muerte de Ca­talina de Aragón (1536), pero Francisco I no había quedado satisfecho con todo lo que se prometía des­pués de su hospitalaria acogida a Carlos V en el in­vierno de 1540. Y estaba la cuestión alemana cada vez más inquietante, con la formación de una liga que unía a todos los príncipes protestantes, verdadera­mente poderosa: la liga de Schmalkalden. Y se añadió otro adversario: el duque de Clèves, deseoso de agran­dar sus dominios a costa de los Países Bajos; apoyado por Francia, que aprovechó la muerte violenta de dos de sus diplomáticos enviados a Turquía (Fergoso y Rincón), que habían sucumbido a su paso por el Milanesado. Muertes que Francisco I tomó como ca­sus belli, declarando de nuevo la guerra.

Frente a tan formidable amenaza Carlos V sólo po­día contar con sus propios medios, sin ningún aliado, salvo el que le prestara el jefe de la otra rama de la casa de Austria, su hermano Fernando, el señor de Viena; y por supuesto el que le fueron aportando sus distintos dominios, tanto de los Países Bajos como de España e Italia. Y aún algo más: las remesas de oro y plata que año tras año le venían llegando de las Indias Occidentales. Hernán Cortés le había hecho señor de México y era muy reciente la conquista del Perú por Pizarro. De hecho, en sus cartas pidiendo dinero y más dinero, se intercala de cuando en cuando esta frase de Carlos V: “¡y si nos llega algún oro del Perú [...]!”.

Lo que sí tenía a su favor Carlos V era un arma de guerra formidable: los Tercios Viejos. Los cuales, alentados por la presencia de aquel rey-soldado iban a realizar hazaña tras hazaña.

Aun así, Carlos V, todavía bajo los efectos de la de­presión sufrida por el desastre de Argel, va a afrontar la guerra del norte con el mayor de los pesimismos. Se ve como perdido, como incapaz de salir victorioso, pero cree que es su deber salir de España y lo hace con su sentido característico de la responsabilidad, aun­que lleno de temores.

Es en 1543. Ya se ha producido la rebelión del du­que de Clèves. Los Países Bajos se hallan en claro pe­ligro. Y como no puede abandonar a su suerte sus tie­rras natales, Carlos V se decide a salir de España.

Tiene que dejar, como regente, a su hijo Felipe, pese a su corta edad, pues aún no había cumplido los dieciséis años. Concierta su matrimonio con la prin­cesa María Manuel de Portugal, en parte para dejar resuelto el siempre espinoso problema de la sucesión, y en parte para asegurar al menos, a las espaldas, la firme alianza portuguesa; una alianza matrimonial que tendrá, eso sí, el germen de un futuro destructor, dado el estrecho parentesco de los dos novios, ambos nietos de Juana la Loca.

Carlos V hará más, para dejar en orden los reinos hispanos: pone al lado de su hijo, todavía un mu­chacho, a los mejores ministros con los que enton­ces cuenta: en la Casa del Príncipe a Juan de Zúñiga; para las cosas de la milicia, al duque de Alba; para las finanzas, a Francisco de los Cobos. Y al frente de toda aquella Corte, a un gran hombre de Estado: al cardenal Tavera. Y no se conforma con eso, sino que le escribe a su hijo personalmente unas instruccio­nes privadas, verdaderamente admirables y de las que trasciende toda la sabiduría política del Emperador y su gran concepción moral como estadista de altos vuelos.

Carlos V deja España en la primavera de 1543 em­barcando en Barcelona con dirección a Génova. Atra­viesa el norte de Italia y se presenta en Alemania. En Italia se entrevista por última vez con Paulo III, con el que tantea la posibilidad de convocar un concilio que afrontara la solución de la división religiosa entre ca­tólicos y protestantes. Atraviesa los Alpes y se toma un breve descanso en Innsbruck, rodeado de sus familia­res austríacos. Cruza Alemania y se apresta a comba­tir, aquel verano, al duque de Clèves, poniendo cerco a su plaza fuerte de Düren, donde el duque confía resistir toda la campaña, dado que el verano ya estaba avanzado y que, por otra parte, la plaza se conside­raba, por su fortaleza, inexpugnable.

El 22 de agosto Carlos V planta su ejército ante Düren. En la alborada del 24, inicia su bombardeo. A las dos de la tarde se da la orden de asalto. Y en unas horas, aquella plaza que parecía inexpugnable sucumbe bajo el ímpetu de los tercios viejos, que im­ponen su ley: asaltan, penetran, derriban, matan sin piedad. La ciudad es puesta a saco; sólo se salvan las mujeres y los niños, a los que Carlos V da la orden expresa de respetar.

Es una victoria fulminante. De hecho, ha surgido la Blitzkrieg, la guerra relámpago, que después tanto juego dará en la historia de Europa. Y a ese tenor las otras plazas fuertes del duque de Clèves se rendirán y el propio duque se entrega en manos del Emperador, “reconociendo su culpa”.

Por entonces, unas naos francesas habían intentado asaltar Luarca, pero habían sido vencidas y buen nú­mero de sus marinos apresados y castigados: “[...] Los azotaron y desorejaron [...]”, según reza el docu­mento.

Vencido el duque de Clèves, Carlos V se encara con el rey francés. Sería la cuarta guerra con Francisco I. Tras un tanteo en el otoño de 1543, monta una ofen­siva formidable en el año siguiente, partiendo de los Países Bajos. Su penetración en el norte de Francia es tan fulminante que obliga a Francisco I a pedir la paz. Sería el tratado de Crépy. El Emperador había contado con la alianza de Enrique VIII, pero poco efectiva, pues el Rey inglés se había limitado a la con­quista de Boulogne. En Crépy Francisco I promete apoyar a Carlos V para que el Papa convoque el anhe­lado concilio de Trento. Y ése sería el primer notable resultado, pues el famoso concilio abriría sus puertas en Trento en 1545. Al año siguiente la muerte de Francisco I parece dejar a Carlos V con las manos más libres todavía y en condiciones de afrontar el último reto: la guerra con la poderosa liga alemana de los príncipes protestantes formada en Schmalkalden.

Para ese gran combate, que muchos tienen por im­posible, Carlos V reúne sus mejores tropas: un buen núcleo está reclutado en la misma Alemania. María de Hungría le ayuda con importantes contingentes de los Países Bajos. Y de España y de Italia le llegan los temibles tercios viejos, junto con formaciones auxilia­res italianas. Finalmente, para esta campaña Carlos V puede contar con su propio hermano Fernando. Y tiene grandes generales que le secundan, como el ale­mán Mauricio de Sajonia, y, sobre todo, como el du­que de Alba.

Será una guerra que se decidirá en dos campañas. En la de 1546, Carlos V va reuniendo poco a poco to­dos sus contingentes llegados de lugares tan dispersos, como de los Países Bajos, Alemania, Italia, España e incluso de Hungría. Sería el momento más difícil, hallándose al principio el Emperador a merced del ataque de las fuerzas de los príncipes protestantes que hacía tiempo tenían formado su propio ejército. Elu­diendo una prematura acción campal, en situación tan desventajosa, Carlos V supo, con hábiles marchas y contramarchas, poner en jaque al enemigo, hasta obligarle a licenciar sus tropas entrado el invierno: mientras que él resistía con sus soldados estoicamente aquel duro invierno. Al final de la campaña media Alemania quedaría ya a su merced.

Al año siguiente, en 1547, Carlos V decide dar un golpe decisivo y en la misma primavera de aquel año inicia una ofensiva sobre el curso medio del río Elba, que en una sola batalla le dará la más brillante de las victorias: Mühlberg.

La victoria fue aplastante: el ejército protestante vencido, sus tropas muertas o desbaratadas, sus prin­cipales jefes prisioneros, y entre ellos dos de sus ca­becillas: el príncipe elector de Sajonia y el landgrave de Hesse. Sería la victoria inmortalizada pocos años después por Tiziano en su famoso cuadro en el que nos presenta cabalgando a Carlos V por la campiña alemana, lanza en ristre.

La victoria de Mühlberg, la prisión de los principa­les jefes de la Liga de Schmalkalden y la muerte de al­gunos de sus rivales más destacados, como Francisco I y Lutero en 1546 y Enrique VIII en 1547, dejaba a Carlos V como el gran vencedor de una Europa que parecía bajo su dominio. Y ello cuando en el Perú ha­bía sido dominada la peligrosa rebelión de Gonzalo Pizarro. Así Carlos V se presentaba como el indiscuti­ble Emperador del viejo y del nuevo mundo.

Pero esa misma seguridad propició sus errores, por exceso de confianza. Las primeras grietas se abrie­ron en el seno de la alianza familiar con los Aus­trias de Viena. Felipe II ambicionó entrar en la su­cesión al Imperio; en principio pareció apuntar a ser el nuevo Emperador, tras su padre, desbancando a su tío, Fernando; finalmente se conformó con for­zar un compromiso por el que a Carlos V sucede­ría su hermano Fernando (que era lo ya establecido, pues Fernando era rey de romanos desde 1531), pero tras Fernando el cetro imperial volvería a España, quedando Maximiliano de Viena relegado al cuarto lugar, tras Felipe II; ésos serían los acuerdos firmados en Augsburgo en 1551, y en los que tuvo que mediar, como pacificadora, María de Hungría, a quien todos respetaban. Pero era un acuerdo forzado, que provo­caría la animadversión de los Austrias de Viena, rom­piéndose una alianza que había llevado a Carlos V a la cumbre. Añádase el hondo malestar provocado en Alemania, ante la noticia de que se estaba tramando el que un príncipe español rigiera los destinos del Impe­rio. Era la oportunidad para que la política francesa, llevada por el nuevo rey Enrique II, urdiera la gran alianza contra Carlos V; cosa nada de extrañar, pues Enrique II había sido uno de los rehenes dejados por Francisco I en España, tras el tratado de Madrid, y había estado tres años como prisionero en el castillo de Sepúlveda, anidando desde entonces un rencor a España, en general, y a Carlos V, en particular. Buscó la alianza de los príncipes alemanes e incluso de Fer­nando y Maximiliano de Austria. En 1552 estalló la conjura: Mauricio de Sajonia, el antiguo soldado fiel a Carlos V, uno de los jefes más notables del ejér­cito imperial, se sublevaba y se abalanzaba sobre Inns­bruck, sede de Carlos V, para coger prisionero al Em­perador, quien sólo pudo escapar mediante una fuga precipitada por los Alpes nevados. Y aquel mismo año, Enrique II invadía la frontera alemana y se apo­deraba de Metz, Toul y Verdún.

La réplica de Carlos V no se hizo esperar. Pidió un nuevo esfuerzo a España y con los hombres y el dinero que le mandó Felipe II, reorganizó su ejér­cito. La muerte de Mauricio de Sajonia le permitió concentrar sus esfuerzos en la recuperación de las plazas tomadas por Enrique II; pero la gota le tuvo inmovilizado más de un mes, y cuando se presentó al fin ante Metz ya era entrado el invierno, teniendo que levantar el asedio en enero de 1553. Al año si­guiente tuvo que rechazar, a duras penas, los ata­ques de Enrique II sobre la frontera belga. Y cuando todo parecía perdido, con un Carlos V cada vez más enfermo y más envejecido, incapaz ya de ser el rey-soldado que tantas victorias había conseguido, un nuevo suceso vino a darle un respiro: el ascenso al trono de Inglaterra de María Tudor. La diploma­cia carolina se empleó a fondo y consiguió un éxito que parecía nivelar la situación: la boda de Felipe II con la nueva reina de Inglaterra en 1554. Al año siguiente, la muerte de aquella olvidada cautiva de Tordesillas, Juana la Loca, permitiría al Emperador realizar un viejo proyecto: su abdicación. Firma con la Francia de Enrique II unas treguas (Vaucelles, 1555) y prepara las solemnes jornadas de Bruselas (25 de octubre de 1555), donde ante los Estados Generales de los Países Bajos pronuncia su memo­rable discurso de abdicación: había hecho todo lo humanamente posible para gobernarlos bien y jus­tamente, pero las fuerzas le faltaban para seguir su misión, por lo que era consciente de que tenía que abandonar el poder.

Eso rezaba, de momento, para los Países Bajos. En enero de 1556 lo haría con las coronas de sus reinos hispanos. Sólo a petición de su hermano Fernando, tardaría algo más para la corona imperial. Liberado al fin del poder cuando apuntaba el otoño de 1556, embarca con dirección a España. Al desembarcar en Laredo, mostraría su emoción: iba camino de su re­tiro extremeño, para bien morir. Tras unos meses en Jarandilla, al fin llegaría a su palacete construido a la vera del monasterio jerónimo de Yuste, en febrero de 1557. Allí encontraría, a medias, la paz que anhelaba; a medias, porque Felipe II seguía pidiendo su con­sejo y su intervención, y porque las noticias de nuevas guerras y de nuevas alteraciones llegaban hasta Yuste y alteraban su sosiego.

En el verano de 1558 unas fiebres palúdicas le ata­caron fuertemente. Era el final.

El 21 de septiembre de 1558 Carlos V murió en Yuste. El sempiterno viajero, el rey-soldado, el gran defensor de Europa, contra la enemiga turca y con­tra los disidentes internos, dejaba de existir. Pero lo­gró que su imagen quedara para siempre reflejada en el luminoso cuadro de Tiziano, cabalgando sobre los campos de Europa, lanza en ristre, para defenderla de todos sus enemigos. De ahí que Carlos V se presente como un precursor de la Europa actual.

Pero Carlos V es también señor del Nuevo Mundo; el único en toda la Historia que se puede titular Em­perador del Viejo y del Nuevo Mundo. Cierto que la expansión española en Indias escapa, muchas veces, a la acción del Estado. Pero en todo caso existen un órgano institucional, unas normas, y un estímulo y todo eso se concretó en los tiempos del César. No hay que olvidar que es entonces cuando surge el Consejo de Indias, que tantas leyes y tantas ordenanzas esta­bleció para canalizar la acción expansiva en América.

Y estaba también el espíritu con que aquellos con­quistadores emprendieron aquella gigantesca tarea: unos cientos, en ocasiones, para lanzarse a la con­quista de imperios de tan fabulosas riquezas como el azteca en México, y aún más el de los incas con su núcleo en Perú.

Y ese espíritu lo proclaman los mismos conquista­dores. Cuando Hernán Cortés se adentraba por las tierras mexicanas, al encontrar resistencia en algunos de sus compañeros, les decía, como recuerda en sus cartas al Emperador: “Que mirasen que eran vasallos de Vuestra Alteza y que jamás los españoles en nin­guna parte hubo falta y que estábamos en disposición de ganar para Vuestra Magestad los mayores reinos y señoríos que había en el Mundo [...]” ¿Ycuál fue el resultado?: “[...] y les dije otras cosas que me pareció decirles de esta calidad, que con ellas y con el real fa­vor de Vuestra Alteza cobraron mucho ánimo y los atraje a mi propósito y a hacer lo que yo deseaba, que era dar fin a mi demanda comenzada”.

De modo que Carlos V no estaba ausente en la gran empresa de la conquista de las Indias, que bá­sicamente se realiza bajo su reinado. Es la época de Hernán Cortés, Pizarro, Almagro, Alvarado, Ji­ménez de Quesada y tantos otros. Entre 1519 y 1521 Hernán Cortés conquista el Imperio Azteca, preci­samente por las mismas fechas en que Carlos V era elegido y coronado Emperador de Alemania. Una sincronización que es destacada por el propio con­quistador: “[...] Vuestra Alteza [...] se puede intitular de nuevo Emperador de ella y con título y no menos mérito que el de Alemaña, que por la gracia de Dios Vuestra Sacra Magestad posee” (Cartas de relación citadas). En 1535, cuando Carlos V acomete la em­presa de Túnez, es también el mismo año en el que Pizarro funda la ciudad de Lima, con la que se afianza el dominio sobre el imperio incaico.

Pero no sólo la figura y personalidad de Carlos V hay que unirla a la época de la conquista de las In­dias Occidentales. Es también en su tiempo y bajo su mandato cuando se acomete la mayor hazaña de aquel siglo: la primera vuelta al mundo iniciada por Magallanes y terminada por Juan Sebastián Elcano.

Todo eso es lo que da un signo tan particular de espectacular grandeza a la obra imperial de Carlos V. Mientras él defiende a la Cristiandad en el Viejo Mundo, los españoles extienden ese cristianismo en su nombre y bajo su mandato en el Nuevo.

Carlos V tiene una formación humanista ensalza­dora de las grandes figuras de la Antigüedad. De ahí que al convertirse en el prototipo del rey-soldado de su tiempo, tenga un modelo que imitar: Julio César. De hecho, de los pocos libros que llevaba consigo en su continuo ir y venir por sus dominios de la Europa Occidental, el que siempre le acompañaba era el de Los comentarios de Julio César. Por supuesto que era aficionado, como lo era toda aquella sociedad, a los libros de caballerías, y en particular al de Olivier de la Marche (el que había sido preceptor de su padre), Le chevalier délibéré. En su formación cultural podría decirse que prevalecía su amor a la música por encima de las otras artes, de ahí que, en su retiro de Yuste, exija que los monjes jerónimos de aquel monasterio fueran buenos cantores.

Es de destacar, como una nota muy particular del Emperador, su rendido amor a su esposa la empera­triz Isabel de Portugal; de modo que al enviudar, trate de mantener su recuerdo con los cuadros que encarga a su pintor de cámara, Tiziano. De ella tendría cinco hijos pero sólo le vivirían tres: Felipe, María y Juana; esto es, su sucesor Felipe II, María (la futura Empera­triz, esposa de Maximiliano II de Austria), y la prin­cesa Juana, la que sería madre del rey Sebastián de Portugal.

Pero no hay por qué silenciar que Carlos V tuvo otros amores, de los que saldrían no pocos hijos na­turales. Dos destacarían con un gran protagonismo: Margarita de Parma, que había cogido bajo su protec­ción la tía del Emperador Margarita de Austria (y de ahí su nombre) y el famosísimo Juan de Austria. Y es de anotar que esos dos lances amorosos los tiene el Emperador, el primero en su juventud, antes de ca­sarse con la emperatriz Isabel, y el segundo cuando ya hacía no pocos años que había enviudado.

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Felipe II

Felipe II. Valladolid, 21.V.1527 – El Escorial (Madrid), 13.IX.1598. Rey de España y Portugal.


Primeros años. La formación de un príncipe: el nacimiento el 21 de mayo de 1527 en Valladolid del príncipe Felipe supuso un acontecimiento nacional: era el primer príncipe de Asturias destinado desde la cuna a heredar toda la Monarquía; lo que él cifró más tarde en su sello con esta inscripción: “Philippus Hispaniarum Princeps”, esto es, Felipe, príncipe de las Españas. De ese modo se hispanizaba la dinastía de los Austrias, como resultado de la política consciente de Carlos V al casar en Sevilla con la princesa Isabel de Portugal, y llevar su Corte a Valladolid al anunciarse el parto de su primer hijo.

Una hispanización que se completaba con la educación que se dio al príncipe bajo la tutela de ayos y profesores españoles: Juan de Zúñiga, como ayo, casado con una notable mujer catalana —Estefanía de Requesens—; el cardenal Silíceo, como maestro de primeras letras (y como confesor), y Juan Ginés de Sepúlveda, como humanista; sin olvidar que en los primeros años, durante su niñez, Felipe II estuvo bajo el cuidado de su propia madre, la emperatriz Isabel. Por eso, su muerte, en 1539, cuando el príncipe aún no había cumplido los doce años, supuso un duro golpe, tanto más cuanto que no hacía mucho que había visto morir a su hermano Juan, a poco de nacer. Lo que repercutió en otro acontecimiento de su vida, como se verá.

La infancia del príncipe transcurrió de una forma normal, bajo el control de su madre pero con la imagen de un padre con frecuencia ausente, dado que desde el año 1529, cuando el príncipe tenía dos años, Carlos V salió de España llamado por sus obligaciones imperiales (coronación imperial en Bolonia, defensa de Viena frente al Turco, conquista de Túnez, campaña de Provenza). De hecho, no vivió en la Corte con su padre salvo en algunas esporádicas ocasiones, hasta las Navidades de 1536.

Hay que destacar en ese período infantil la presencia de dos pajes: el portugués Ruiz Gomes de Silva, que le llevaba once años (el futuro príncipe de Éboli) y Luis Requesens de Zúñiga, el hijo de Zúñiga y Estefanía Requesens, al que el príncipe llevaba un año; ambos se convirtieron en sus amigos de la infancia y posteriormente en dos de los personajes más destacados de su reinado.

Pero hay una parte de esa formación del príncipe que don Carlos se reserva personalmente: el aspecto político. La inició el Emperador a raíz de su vuelta a España en el otoño de 1541, tras el desastre que sufre con Argel. En un principio, se trataba de íntimas conversaciones del padre con el hijo, que se mantenían regularmente, cuando el Emperador, dolido por la soledad que le había traído la muerte de la emperatriz Isabel, buscó en su hijo la ayuda que precisaba para gobernar, máxime pensando que pronto los acontecimientos internacionales lo iban a obligar a dejar nuevamente España. Y cuando eso ocurrió, en la primavera de 1543, Carlos V le mandará a su hijo desde Palamós, en la costa catalana, un conjunto de Instrucciones, algunas públicas, para que las leyera y releyera con sus principales consejeros, pero otras muy reservadas y secretas, para él sólo y que debía destruir una vez leídas. Constituyen un corpus documental del más alto valor para el conocimiento de esta etapa del príncipe; un corpus que se completó cinco años después con las Instrucciones de 1548, conocidas como el testamento político del César, pues si las primeras eran sobre todo de carácter moral y para prevenir al príncipe de cómo había de comportarse con sus ministros y consejeros (con la seria advertencia de que jamás cayese en la práctica de tener un valido “porque aunque os fuere más descansado, no es lo que más os conviene”), las de 1548 son una extensa consideración sobre política exterior, desarrollando una visión de la situación de las relaciones con los principales Estados de la cristiandad, así como con el Turco, con el que existían treguas que debían guardarse, porque el buen gobernante debía ser fiel a su palabra, la diese a cristianos o a infieles; unas Instrucciones que, como las de 1543, rezumaban sabiduría política y una fuerte carga ética, de forma que el quehacer del príncipe se supeditase siempre a principios morales.

Alter ego del Emperador: el príncipe inició su etapa de alter ego del Emperador bien asistido por los mejores ministros con que contaba Carlos V: el cardenal Tavera, al frente de todos, como gran hombre de Estado; Francisco de los Cobos, como notorio experto en los temas de Hacienda; el duque de Alba, el gran soldado, como suprema autoridad en las cosas de la guerra, y Juan de Zúñiga, el viejo ayo de los años infantiles y hombre de la confianza del Emperador, para llevar la Casa del príncipe. Y Felipe era advertido por su padre de que no debía tomar ninguna resolución sin la debida consulta con aquellos probados y experimentados consejeros imperiales. En los dos primeros años de esta andadura, de los doce que duró, Felipe II seguiría fielmente las instrucciones paternas, como propio de un muchacho que todavía no había entrado ni siquiera en la adolescencia.

Otra importante novedad le esperaba al príncipe: su matrimonio, que había de celebrarse por orden de Carlos V en aquel mismo año de 1543, pocos meses después de haber cumplido los dieciséis años. Se trataba así de forzar su mayoría de edad, pero, sobre todo, de dejar resuelto el problema de la sucesión, con la princesa adecuada. Y para ello se destinó a Felipe II una novia de su edad, María Manuela, la hija del rey Juan III de Portugal y de doña Catalina; un matrimonio arriesgado, dado el estrecho parentesco de los novios, primos carnales en doble grado y nietos los dos de Juana la Loca, pero justificado por el deseo de afianzar las relaciones con la dinastía Avis de Portugal, siguiendo la tradición marcada por los Reyes Católicos y continuada por el propio Carlos V, que apuntaba a la posibilidad de lograr la unidad peninsular por esta pacífica vía; sin faltar los motivos económicos, pues Juan III había dotado generosamente a su hija con 300.000 ducados, que eran ansiosamente esperados por las arcas siempre exhaustas de Carlos V.

La boda se celebró en Salamanca el 15 de noviembre de 1543. De allí se trasladaron los novios a Valladolid, no sin pasar antes por Tordesillas, para visitar a su abuela, la reina Juana, quien, según refieren las Crónicas, les pidió que danzaran en su presencia. Pero aquel matrimonio no duraría mucho. Aparte de que el príncipe pronto mostró un desvío, tanteando otras relaciones amorosas (y en este caso con una hermosa dama de la Corte, Isabel de Osorio), la princesa no soportó su primer parto y murió el 12 de julio de 1545, tras dar a luz a un varón al que se puso por nombre Carlos, en homenaje a su abuelo paterno, el Emperador.

Para entonces, ya Don Felipe se había iniciado en los problemas de Estado, ayudando a su padre en la guerra que sostenía en el norte de Europa, con el constante envío de hombres y dinero; eso sí, tratando de proteger los reinos hispanos de tanta sangría, en tiempos de suma necesidad y hambruna (la época reflejada en El lazarillo del Tormes).

La gran responsabilidad de gobernar España en años tan difíciles acabó de formar al príncipe, privado pronto además de sus principales consejeros: Tavera murió en 1545, Juan de Zúñiga en 1546 y Francisco de los Cobos en 1547, en el mismo año en el que Felipe tiene que prescindir del duque de Alba, llamado por Carlos V para que le ayudase en la guerra contra los príncipes protestantes alemanes.

Para entonces, a sus veinte años y tras cinco de tan intensa preparación, puede decirse que el príncipe es quien gobierna en pleno los reinos hispanos. Al año siguiente, en 1548, fue llamado por el Emperador a Bruselas; un largo viaje que llevó a Felipe por las tierras del norte de Italia, en especial por Génova y Milán, atravesó los Alpes para entrar en Innsbruck —donde pudo verse con sus primos, los archiduques de Austria—, después el ducado de Baviera y abrazó finalmente a su padre en Bruselas en abril de 1549. Se planeaba el problema de la sucesión al Imperio, en forcejeo con la Casa de Austria vienesa. El resultado fue el acuerdo de Augsburgo de 1551, por el que se aceptaba una sucesión alternada al trono imperial: a Carlos V le sucedería su hermano Fernando, a éste el príncipe Felipe y a Don Felipe su cuñado Maximiliano, ya casado con la infanta María. Pero fueron unas negociaciones muy forzadas que provocaron una fuerte tensión en la antigua alianza familiar de la Casa de Austria, situación aprovechada por los enemigos del Emperador para la gran rebelión; sería la grave crisis internacional de 1552, que tan en apuros puso a Carlos V.

Para entonces, ya Felipe II había regresado a España en 1551, con poderes muy amplios, para gobernar en ausencia del Emperador. A sus veinticuatro años quiso ponerse al frente de un ejército y llevar la guerra a Francia para ayudar a su padre, pero fue disuadido por el propio Carlos V.

La guerra no sólo era en los campos de batalla; también en la diplomacia, máxime cuando la muerte de Eduardo VI lleva al trono de Inglaterra a María Tudor, que no era ninguna niña (nacida en 1516) y muy poco agraciada; pero estaba soltera y era una Reina.

Y en la batalla diplomática desatada, Carlos V fue el vencedor.

Resultado: bodas de Felipe II con María Tudor en 1554 y su segunda salida de España para auxiliar a su segunda esposa en la restauración del catolicismo en Inglaterra; una difícil tarea, interrumpida por la muerte de María Tudor en 1558.

Para entonces, Carlos V había abdicado en Bruselas (1555), había estallado la guerra de Felipe II, ya Rey de la Monarquía Católica, contra la Francia de Enrique II, se había logrado la gran victoria de San Quintín, en presencia del nuevo Rey, pero se había perdido Calais y los diplomáticos empezaban a sustituir a los soldados, con el resultado de la Paz de Cateau Cambresis (1559).

A poco, Felipe II regresaba a España, para no salir ya de la Península hispana en el resto de su vida.

El árbitro de Europa (1559-1565): la Paz de Cateau Cambresis había cerrado una guerra, penosa herencia del Emperador, pues había sido una lucha contra la Roma de Paulo IV y la Francia de Enrique II, como si hubiera reverdecido la liga clementina de treinta años antes. El duque de Alba, entonces virrey de Nápoles, había dado buena cuenta de las tropas pontificias y obligado a Paulo IV a pedir la paz. Nivelada la lucha en el Norte, donde Felipe II contó con la alianza inglesa, se pudo firmar el tratado de paz que tanto necesitaba la Europa occidental, que venía a cerrar casi cuarenta años de guerras entre España y Francia; una paz que se mantuvo casi el resto del reinado. Se doblaba, además, con una alianza matrimonial. De ese modo Felipe II, viudo ya de María Tudor, casaba por tercera vez, con una princesa francesa (Isabel de Valois) a la que doblaba la edad: Isabel de Valois, conocida por el pueblo español como Isabel de la Paz, que cuando llegó a España, en 1560, apenas tenía catorce años y que le daría a Felipe II dos hijas, a las que amaría tiernamente: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela.

Con la paz en la mano, Felipe II regresó a España en el verano de 1559. Para entonces ya había muerto en Yuste su padre, Carlos V, que en los últimos años se había convertido en su mejor y mayor consejero.

El año 1559 estuvo marcado en Castilla por la dura represión inquisitorial contra supuestos focos luteranos; serían los sangrientos autos de fe desatados en Valladolid y Sevilla, con no pocos condenados a la hoguera, algunos incluso quemados vivos. Y entre los procesados, una figura de excepción: el arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza.

Felipe II traía unos planes de gobierno: mantener en lo posible la paz con Francia, sanear la hacienda regia, poner orden en sus reinos desde una capital fija y levantar un monumento grandioso que recordase siempre a la dinastía. De ahí que trasladara pronto a su Corte a Madrid (1561) y que iniciara a poco las obras del impresionante monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Una etapa pacífica en el exterior que se cerró con dos conflictos serios, uno en el Nuevo Mundo y otro en el Viejo: la expedición de castigo contra los hugonotes afincados en La Florida, que fueron aniquilados por Pedro Menéndez de Avilés en 1565, y la defensa de la isla de Malta contra los turcos enviados por Solimán el Magnífico, derrotados en el mismo año por los tercios viejos de Álvaro de Sande. La primera potencia de Europa, luchaba nada menos que con el Imperio turco de Solimán el Magnífico. Y, por si fuera poco, aquel mismo año de 1565 la reina madre Catalina de Médicis pidió el apoyo del Rey para salir de la crisis en que había caído Francia, con el inicio de las guerras religiosas que destrozaron el país; serían las jornadas conocidas como las Vistas de Bayona, en las que Felipe II mandó una comisión presidida por su esposa, la reina Isabel de Valois, asistida por el duque de Alba.

Fue el final de una etapa dura en el interior, pero brillante en el exterior, a la que sucedió un lustro verdaderamente terrible, con el annus horribilis de 1568.

Se rompe la bonanza: 1568, el annus horribilis del reinado: en el lustro siguiente, entre 1565 y 1570, las crónicas de los sucesos íntimos de la Corte se entrecruzaron peligrosamente con los de Estado. Surgió un triángulo amoroso en la cumbre, que pronto evolucionó con la incorporación de otros dos personajes. Estaban implicados Gomes de Silva, su esposa Ana Mendoza (dama de la más alta nobleza castellana, más conocida como la princesa de Éboli), la reina Isabel de Valois y el príncipe heredero don Carlos de Austria. Todo ello daría lugar a un tema tan novelesco que pronto entró en la leyenda e inspiró a escritores y artistas de primera fila, de la talla del poeta alemán Schiller, en el siglo XVIII, y del músico italiano Verdi, en el XIX; de ese modo, el drama Don Carlos, así como la ópera de Verdi se convirtieron en dos referencias de primer orden de aquella actualidad cultural, con el resultado de que la Literatura y el Arte trastocaron año tras año la verdadera historia de los hechos; de modo que puede afirmarse que, pocas veces, una leyenda negra ha sido más difícil de esclarecer.

Todo arrancó en 1552, cuando el príncipe Felipe decidió favorecer a su privado, Ruy Gomes de Silva, desposándolo con una de las damas de la más alta nobleza castellana. La elegida fue Ana de Mendoza, tataranieta del gran cardenal Mendoza, que entonces apenas si tenía doce años. Concertada la boda para 1554, se cruzó entonces la operación de Inglaterra, con la boda en este caso de don Felipe con María Tudor.

Al acompañar Ruy Gomes de Silva a su señor, tuvo que aplazar su casamiento hasta el regreso. Fueron cinco años de espera. Al regreso de Felipe II y de su privado a España en 1559 se encontraron con un cambio notable: habían dejado a una chiquilla, casi una niña, y se encontraban con una espléndida mujer, la más atractiva de la Corte. Y el Rey, que ya había dado muestras de sus fuertes tendencias eróticas (a esta época pertenecen los célebres cuadros de desnudos encargados a Tiziano), se vio deslumbrado; de ese modo, Isabel de Osorio y, desde luego, las damas de Bruselas fueron desplazadas por la nueva amante del Rey, en unos años —hacia 1561— en los que la reina Isabel de Valois era todavía demasiado niña.

Pero Doña Isabel existía. Y también el príncipe don Carlos. Con la agravante de que ambos habían sido los elegidos por los diplomáticos hispano-franceses en el otoño de 1558 para la alianza matrimonial que sellaría la Paz de Cateau Cambresis; sólo que al enviudar Felipe II, aquellos diplomáticos cambiaron al hijo por el padre, y fue el rey Felipe en definitiva el marido de Isabel de Valois; otro motivo de conflicto entre padre e hijo que añadir al generacional y vocacional (frente al Rey-burócrata, el príncipe ansioso de la gloria de las armas). A la llegada de Isabel de Valois a España en 1560 fue don Carlos el enamorado, y no su padre el Rey, entonces ya prendado de la futura princesa de Éboli; si bien no se pudiera decir que correspondido por la joven Reina, que sólo trató de proteger al inquieto y desventurado heredero.

En tan enmarañada situación cortesana, los graves acontecimientos surgidos en 1566 no hicieron sino complicar las cosas de un modo gravísimo; porque los calvinistas de los Países Bajos rebelados ese año contra el gobierno de Margarita de Parma en su intento de socavar el poderío del Rey, y teniendo noticia de las diferencias que había entre el Rey y el príncipe heredero, tantearon el apoyo de don Carlos.

Por otra parte, Felipe II había roto sus relaciones con la princesa de Éboli, receloso de que aquella ambiciosa mujer se entrometiese en los asuntos de Estado.

Se sabe que en 1565 el Rey estaba viviendo una auténtica luna de miel con su esposa Isabel de Valois; de ahí que la mandara como su alter ego a las jornadas de Bayona para entrevistarse con la reina madre Catalina de Médicis. Y prueba indudable de esa luna de miel, es que al año siguiente nacería la primera hija de aquel matrimonio: la infanta Isabel Clara Eugenia.

Pero una cosa hay que destacar: que los grandes asuntos de Estado se estaban entrelazando con las delicadas situaciones familiares.

Una complicación de la política exterior, porque aunque la rebelión de los calvinistas holandeses pareciera un asunto interno de la Monarquía Católica, de hecho fue la oportunidad buscada y deseada por todos los enemigos que tenía Felipe II en Europa, para coaligarse en su contra.

Máxime cuando pronto un suceso gravísimo estalló en el seno de la Monarquía: la rebelión de los moriscos granadinos que desembocó en la tremenda y dura guerra de las Alpujarras que tardó tres años en sofocarse.

Y así se llegó al año 1568, el annus horribilis del reinado del Rey Prudente. Sabedor el Rey de los contactos de su hijo con los rebeldes flamencos y teniendo noticia de que preparaba su fuga de la Corte, no vaciló en tomar una decisión severísima: la prisión de su hijo y heredero. Tal ocurrió en la noche del 17 de enero de 1568 y de la mano del propio Felipe II, que aquella noche penetró por sorpresa en las cámaras de su hijo, acompañado de su Consejo de Estado y de los guardias de palacio.

En un principio don Carlos sufrió la prisión en sus propias habitaciones de palacio; pero a poco el Rey ordenó su traslado a uno de los torreones del alcázar, para tenerlo más incomunicado y más fácilmente vigilado.

De todo ello informó el Rey por cartas autógrafas, a los familiares más importantes de la Casa de Austria, tanto en Viena como en Lisboa (una inserta en la crónica de Cabrera de Córdoba, otra existente en la Real Academia de la Historia) y, por supuesto, también al papa san Pío V; una de ellas ha estado en manos del autor de este trabajo: la enviada por el Rey a su cuñado Maximiliano II, sita en el archivo imperial de Viena.

Se inició el proceso contra el príncipe, durísima medida que tiene pocos paralelos en la Historia; pero no hubo lugar a concluirlo, porque la débil constitución de don Carlos no le permitió sobrevivir al duro encierro en la torre en el tórrido verano de aquel año, y murió en prisión el 24 de julio de 1568.

Tras un primer distanciamiento con la Reina, muy afectada por aquellos graves sucesos, lo cierto es que Felipe II reanuda pronto su vida conyugal con normalidad, de lo que también dio testimonio el parto de la Reina en otoño de aquel año de 1568; aunque fuera un mal parto a consecuencia del cual no sólo nació muerta la criatura, sino que provocó la muerte de su madre.

Gravedad sobre gravedad. ¿Cómo aclarar a la opinión pública, fuera y dentro de España, lo que estaba sucediendo? Los hechos escuetos acusaban al Rey: la muerte del príncipe heredero en prisión y a poco la muerte de la misma Reina; esto es, de los que habían sido prometidos como futuros esposos en aquellas primeras deliberaciones de los diplomáticos hispanofranceses, que dieron lugar a la Paz de Cateau Cambresis.

Todo parecía apuntar a la cólera de un Rey cruel castigando con la vida a unos jóvenes amantes.

Y eso, que constituye verdaderamente una leyenda negra, fue muy difícil de deshacer, incluso hoy día, pese a lo que prueban los documentos: que la prisión del príncipe heredero fue por una verdadera razón de Estado y pese a que se sabe que la joven Reina murió a causa de un mal parto. Sin duda, Felipe II se mostró harto severo con su hijo, pero nada se le puede achacar en cuanto a que fuera el causante de aquellas dos muertes.

Tan graves sucesos internos se doblarían con aquellas dos alarmantes rebeliones que habían estallado al norte y al sur de la Monarquía: en los Países Bajos la primera, y en el reino de Granada la segunda.

De momento, el envío del duque de Alba con un fuerte ejército (los temibles tercios viejos) pareció solucionar el primer conflicto. El duque de Alba no sólo iba como general en jefe de aquella fuerza de castigo, sino también como nuevo gobernador de los Países Bajos, relevando a Margarita de Parma. Y en principio tuvo éxito aplastando literalmente a los rebeldes calvinistas.

Pero algunas medidas tomadas iban a minar su poderío: en primer lugar, la creación de un severísimo tribunal llamado de los Tumultos, encargado de descubrir y condenar a los cabecillas de aquel alzamiento contra el Rey. Conforme a las normas de la época, tal delito era de lesa majestad, que conllevaba, por lo tanto, la muerte. De ese modo, las ejecuciones se multiplicaron hasta tal punto de que el pueblo denominó aquel Tribunal, no de los Tumultos, sino de la Sangre. Y lo que fue más grave, si cabe, que dos de los inculpados, sentenciados y ejecutados fueran dos personajes del más alto nivel de la nobleza de aquellas tierras: los condes de Egmont y de Horn. Y no se puede olvidar que el conde de Egmont había servido a la Monarquía Católica con gran fidelidad y valentía, siendo uno de los héroes de la guerra que el Rey había tenido con la Francia de Enrique II. Es más, el conde de Egmont fue el enviado extraordinario por Carlos V y para representar al entonces príncipe Felipe en la primera ceremonia de la boda simbólica del príncipe con la reina María Tudor. Tal era su categoría y tal era el aprecio en que era tenido por el Emperador.

De ahí, el estupor y la consternación con que el pueblo de los Países Bajos asistió a su implacable ejecución en la Plaza Dorada de Bruselas el 5 de junio de 1568. Y la pregunta que se hizo toda Europa fue: ¿Era aquélla la muestra de la crueldad del duque de Alba o del propio Rey? Asimismo, Felipe II tuvo que afrontar la tremenda y dura rebelión de los moriscos granadinos en esos últimos años de la década de 1560. La misma capital, Granada, estuvo a punto de caer. Los moriscos se hicieron fuertes en las fragosísimas montañas de las Alpujarras, en las que fue muy difícil derrotarlos. Para ello Felipe II tuvo que acudir a los mayores esfuerzos: nombrar a su hermanastro don Juan de Austria generalísimo de su ejército y trasladar la Corte a Córdoba en 1570, para estar él mismo más cerca del teatro de las operaciones.

Vencidos los rebeldes moriscos granadinos, don Juan de Austria recibió la terrible orden: expulsar a todos los moriscos del reino de Granada, siendo dispersados por el resto de la Corona de Castilla, en particular por Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva; si bien la documentación local prueba que también llegaron algunos de ellos a las ciudades y villas de Castilla la Vieja.

La guerra contra el Islam. Lepanto: en 1570, contenidos los rebeldes holandeses por el duque de Alba, vencidos y sometidos en el sur los moriscos granadinos, Felipe II se planteó una doble cuestión: la doméstica, de asegurar la sucesión dada la carencia de hijos varones (aunque ya para entonces tenía dos hijas, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela), lo que implicaba su cuarta boda; y volcar su poderío en la lucha contra el Islam, incorporándose a la Liga que auspiciaba el papa Pío V.

Como nueva esposa eligió a la primogénita de su hermana María, la archiduquesa Ana de Austria, que había nacido en plena Castilla, en Cigales en 1549.

Era seguir la línea de las alianzas familiares, pero ahora fuera de la Península; a las princesas portuguesas, de los reinados anteriores, iban a suceder las archiduquesas austríacas.

Ana de Austria llegó a España en 1570. Los cuadros de la Corte la presentan muy blanca y muy rubia, casi albina, y de aspecto enfermizo. Cumplió su deber conyugal, dando numerosos hijos al Rey, pero casi todos muertos poco después de nacer (Femando, Carlos Lorenzo, Diego, María). Sólo le sobrevivió el último, el que fue después Felipe III. Solícita cuidadora del Rey, murió Ana de Austria en 1580. Felipe II intentó nueva boda con otra archiduquesa, su sobrina Margarita, que había llegado a España acompañando a su madre, la emperatriz viuda María, pero fue rechazado, prefiriendo Margarita el claustro al trono.

Y en el exterior, aprovechando el respiro que le daban las rebeliones de los calvinistas holandeses, dominados por el momento por el duque de Alba, y de los moriscos granadinos vencidos por don Juan de Austria, Don Felipe entró en la Liga que auspiciaba Roma, junto con Venecia, en los términos que recordaban los intentados por Carlos V en 1538, afrontando la mitad de los efectivos, con el derecho, a cambio, de designar al caudillo de la empresa, para el que Felipe II escogió a su hermanastro don Juan de Austria, bien asesorado por Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y por Luis de Requesens, el amigo de la infancia del Rey. A Felipe II también le movía el replicar a la ofensiva otomana, que en 1570 se había apoderado de Túnez, la antigua conquista de Carlos V; de ese modo, el Rey parecía más que nunca el continuador de la obra imperial de su padre.

La armada de la Santa Liga, con los efectivos de España y de los otros dos aliados, Roma y Venecia, tardó en estar dispuesta para el combate; de hecho, la solemne entrega del estandarte bendecido por el Papa no se hizo hasta fines de agosto en Nápoles, y la concentración de la armada no se logró hasta principios de septiembre, en el puerto siciliano de Mesina.

A mediados de ese mes, reorganizada la flota y con una altísima moral de combate, zarpó en busca de las naves turcas. En los primeros días de octubre se avistó al enemigo en las costas griegas y, tras algunas vacilaciones, don Juan decidió ordenar el ataque en aguas de Lepanto.

Era el 7 de octubre de 1571. La victoria fue aplastante, salvándose sólo del desastre un reducido número de galeras turcas mandadas por su héroe, el almirante Euldj Alí. Y entre los soldados de los tercios viejos, un personaje legendario: Miguel de Cervantes.

Pero los resultados de la victoria fueron menos espectaculares de lo que se esperaba, porque pronto surgieron diferencias entre los aliados. España deseaba la toma de Argel; Venecia pretendía más la reanudación de relaciones con Turquía, vital para su comercio en Levante y, en Roma, la muerte de san Pío V en 1572 enfriaba el entusiasmo por la empresa.

Las jornadas en los años siguientes (1572: acciones de la Armada en Modón y en Navarino; 1573: toma de Túnez) fueron poco efectivas, y se perdió de nuevo Túnez en 1574 ante la contraofensiva de la armada turca reverdecida, bajo el mando de Euldj Alí.

Graves sucesos en la Corte: asesinato de Escobedo: los últimos años de la década de los setenta el ambiente político en la Corte se fue enrareciendo. Ello en parte por la rivalidad cada vez más enconada entre Antonio Pérez, el secretario del Rey, y Juan de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria.

Para entonces don Juan de Austria había sido destinado por el Rey como gobernador de los Países Bajos. Don Juan, ambicioso, quería mucho más. Alentado por la Corte pontificia, don Juan de Austria soñó con una intervención en Inglaterra, donde por aquellas fechas la reina de Escocia María Estuardo era una prisionera de Estado vigilada por Isabel de Inglaterra.

Pero María Estuardo era católica y eso animó al Papa a un plan de altos vuelos: que don Juan de Austria invadiese la isla, liberase a María Estuardo, destronara a la reina herética Isabel, la hija de Ana Bolena, y pusiese en el trono, no sólo de Escocia, sino también de Inglaterra a la Reina cautiva. Por supuesto, el premio para tan heroica acción sería obtener la mano de María Estuardo. Pero eso, que parecía un gran bien de la Cristiandad según el punto de vista de Roma, era mirado con recelo por Felipe II. ¿No era dar demasiadas alas a su ambicioso hermanastro? ¿No habría el peligro de que don Juan de Austria quisiese incluso algo más y del calibre de hacerse con la propia España? Sospechas infundadas, porque hoy se sabe que la fidelidad de don Juan de Austria al Rey era firmísima.

Pero Antonio Pérez se encargó de hacer creer al Rey tales tramas conspiratorias, a lo que le ayudaba la misma indiscreción de Escobedo, quien, mandado por don Juan de Austria a la Corte para pedir encarecidamente a Felipe II una ayuda más eficaz en hombres y en dinero, a fin de poder concluir satisfactoriamente la rebelión de los Países Bajos, lo hizo con tan desmesurada forma que el Rey acabó teniendo por cierto que su hermano conspiraba y que quien alentaba sus planes traicioneros era Escobedo.

Hoy hay que dar por cierto, documentación en mano, que Antonio Pérez tramó el asesinato de Escobedo, movido por el temor de que su antiguo compañero de la clientela del príncipe de Éboli descubriese al Rey sus propios manejos; pues por aquellas fechas Antonio Pérez se había convertido en el confidente y acaso incluso en el amante de la princesa viuda de Éboli. Por lo tanto, se debe hacer referencia a aquella dama de la Corte que quince años antes era la amiga del Rey, con un puesto privilegiado del que se había servido para intrigar en los asuntos de Estado. Dándose cuenta el Rey de que estaba siendo manipulado la apartó de su lado (“hace tiempo que sé quién es esta señora”, confesó Felipe II años después); de forma que Ana de Mendoza se tuvo que conformar con intrigar desde un puesto inferior, pero todavía importante, como esposa del príncipe de Éboli, el privado del Rey. Al enviudar en 1573, tras un corto tiempo en que dio por recluirse en un convento, la princesa viuda de Éboli regresó a la Corte. Y la única vía que encontró abierta para volver a sus intrigas, fue la de seducir al secretario de Estado: Antonio Pérez. Acaso simplemente como socios en un turbio negocio de venta de secretos de Estado; acaso doblándolo todo con una relación amorosa (“prefiero el trasero de Antonio Pérez que a todo el Rey”, se le oyó decir).

Y eso fue lo que posiblemente descubrió Escobedo a su llegada a la Corte en 1577. Pero el imprudente secretario de don Juan de Austria dio a entender que era mucho lo que sabía, amenazando con ello a Antonio Pérez; y ésa fue su sentencia de muerte.

Para guardarse las espaldas, Antonio Pérez trató de conseguir el permiso regio para una acción violenta contra Escobedo. Con ese visto bueno, lo que se trataba era de eliminar a Escobedo sin despertar sospechas, y sin que la Justicia interviniese. Por lo tanto, el veneno.

En tres ocasiones Antonio Pérez trató de envenenar a Escobedo, la última en la propia casa de su antiguo compañero y amigo. Escobedo sobrevivió a los tres intentos de asesinato, pero la última vez cayó tan enfermo que ocurrió lo que temía el Rey: la intervención de la Justicia. Y la Justicia descubrió en la cocina de Escobedo una morisca al servicio del secretario.

Fue suficiente: ya había una culpable. Aparte de que ni el Rey ni Antonio Pérez hicieron nada por salvar a la morisca, tan inocente (“la quieren interrogar, como si ella supiera algo”, comentaría cínicamente Antonio Pérez al Rey), estaba el hecho de que Escobedo seguía vivo y, como parecía que era inmune al veneno, Antonio Pérez se decidió por encargar el asesinato a unos matones de oficio. Un paso que dio sin comunicárselo al Rey, quien al saber la noticia exclamó asombrado: “no entiendo nada”.

El asesinato de Escobedo produjo una gran consternación en don Juan de Austria, quien, desalentado por verse desasistido por su hermano, el Rey, acabó enfermando de muerte en los Países Bajos.

A Madrid llegaron junto con los restos de aquel gran soldado, sus papeles más íntimos; y por ellos, pudo comprobar Felipe II la inocencia de don Juan de Austria. Era el año de 1578, en unos momentos en los que la crisis de Portugal obligaba al Rey a concentrar todos sus esfuerzos de cara a la gran operación sobre Lisboa. Por lo tanto, había que poner en claro lo ocurrido y limpiar su secretaría de un sujeto tan peligroso como Antonio Pérez.

De ese modo se inició el proceso del secretario del Rey que produjo verdadero asombro en toda Europa.

Y no sólo aquel proceso, sino también la prisión nada menos que de la princesa de Éboli. Y la opinión pública se preguntaba dentro y fuera de España: ¿qué estaba pasando en la Corte del Rey Prudente? Los procesos más sonados se sucedían de una forma escalonada, provocando asombro y escándalo. Primero había sido el proceso de Carranza, arzobispo de Toledo (1559); unos años después sería el de don Carlos (1568) y diez años más tarde, el de Antonio Pérez. Por lo tanto, nada de figuras secundarias: el de la cabeza de la Iglesia española, el del príncipe heredero y el del secretario de Estado.

Operación Lisboa: incorporación de Portugal: cuando se producían esos graves sucesos en la Corte ya estaba en marcha el proceso histórico que acabaría con la incorporación de Portugal a la Monarquía Católica.

Todo había arrancado del arriesgado proyecto del rey don Sebastián por conquistar Marruecos. En diciembre de 1576, don Sebastián logró entrevistarse con Felipe II en Guadalupe para recabar su ayuda y para obtener, al menos, garantías de que Portugal nada tuviera que temer en su ausencia. Felipe II trató de disuadirle e incluso le aconsejó, conforme a sus principios, que mejor le iría mandando a sus generales.

En todo caso, le ofreció la ayuda castellana, con el duque de Alba, aunque en vano, por negativa del duque si no asumía el mando en jefe de la expedición portuguesa.

La ruina de la aventura africana, con muerte sin hijos del rey don Sebastián (batalla de Alcazarquivir, 4 de agosto de 1578), abrió el problema de la sucesión al trono portugués, de momento aplazada durante el breve reinado del anciano cardenal don Enrique, fallecido el 31 de enero de 1580. Tres eran los pretendientes al trono, los tres nietos del rey don Manuel el Afortunado: Catalina, duquesa de Braganza, Antonio, prior de Crato, y Felipe II; Catalina de Braganza como hija del infante Duarte; Antonio, como hijo del infante Luis y Felipe II como hijo de la emperatriz Isabel. Antonio era hijo ilegítimo y Catalina acabó renunciando a sus derechos, de forma que Felipe II se aprestó a tomar posesión de Portugal. Pero al no ser proclamado heredero por el cardenal-rey don Enrique y al conseguir Antonio el apoyo popular, no pudo hacerlo pacíficamente, teniendo que apelar a las armas.

Ya se ha visto que la cuestión portuguesa tuvo no poco que ver con el proceso de Antonio Pérez y con la prisión de la princesa de Éboli. En todo caso, Felipe II jugó bien sus cartas, rodeándose de un formidable equipo de ministros de Estado y de Guerra: el cardenal Granvela, traído de su virreinato de Nápoles; el duque de Alba (asistido por otro gran soldado, Sancho Dávila), Álvaro de Bazán y, como diplomático, a un portugués: Cristóbal de Moura. Y se explica porque era mucho lo que estaba en juego y porque Felipe II no podía olvidar que era el hijo de la portuguesa.

Mucho en juego: el dominio de todo Ultramar, con Brasil en las Indias Occidentales y con toda la talasocracia portuguesa conseguida en África y en las Indias Orientales, cuando ni Holanda, ni Inglaterra, ni Francia se habían incorporado al asalto de los mares.

De ahí la intervención del papa Gregorio XIII, que fue muy mal acogida por Felipe II, que dio la orden de invadir Portugal, en julio de 1580.

La pronta ocupación de Lisboa, en una operación conjunta de los tercios viejos mandados por el duque de Alba y de la marina dirigida por Bazán, fue secundada por una rápida acción en el norte de Portugal realizada por Sancho Dávila, que obligó a Antonio a refugiarse en Francia. Felipe II, superada su grave enfermedad contraída en Badajoz (curándole murió su cuarta esposa, doña Ana de Austria), entró en Portugal (diciembre de 1580) y fue proclamado Rey por las Cortes portuguesas celebradas en Tomar el 15 de abril de 1581. Todavía hubo de afrontarse dos campañas marítimas en las islas Azores, auxiliado Antonio por la Francia de Enrique III, en los años 1582 y 1583, ambas superadas por el gran marino Álvaro de Bazán.

La Armada Invencible: fue uno de los lances más destacados de la Historia del siglo XVI: la guerra naval entre la Monarquía Católica de Felipe II y la Inglaterra de Isabel, la hija de Ana Bolena.

En sus principios, Felipe II había sido el gran protector de la reina inglesa, temeroso de que Francia tratara de desplazarla del trono de Londres, relevándola por su aliada María Estuardo, en principio la esposa del rey francés Francisco II. Pero pronto, conforme se fue afianzando en el poder, Isabel de Inglaterra se convirtió en la protectora de todos los protestantes del norte de Europa, empezando por los calvinistas holandeses; de ese modo, Isabel se fue desplazando hacia una clara enemistad contra Felipe II. Una enemistad ideológica que se afianzó con la natural rivalidad en el mar entre las dos potencias, que llevaría a los corsarios ingleses a mostrarse cada vez más audaces en sus ataques a los navíos españoles que venían de las Indias; provocaciones constantes que Felipe II no sabía cómo contestar.

En 1583, Álvaro de Bazán, el vencedor de la Armada francesa en las islas Terceras, propuso al Rey proseguir aquella victoria con la invasión de Inglaterra.

Y le dio un año de plazo; propuesta orillada por el Rey porque estaba demasiado embarazado con la guerra de los Países Bajos. Pero cuando Alejandro Farnesio tomó Amberes, en 1585, el Rey creyó que era más viable la empresa contra Inglaterra y pidió a Álvaro de Bazán que le mandara un plan concreto para llevarla a cabo, cosa que hizo el marino a principios de 1586.

Otro suceso acabó de decidir a Felipe II, la ejecución en 1587 de María Estuardo ordenada por la reina Isabel. Eso daba a Felipe II la oportunidad de aparecer ante los ojos de Roma como el que castigaba tal muerte. Y, por otra parte, le permitía plantear una nueva candidata al trono inglés: su propia hija Isabel Clara Eugenia.

Todo parecía perfecto para los planes del Rey de acometer una empresa de tal envergadura; puesto que ya no se trataba de ayudar a una aliada dudosa (dados los vínculos de María Estuardo con Francia), sino a una princesa de la valía y de la confianza del Rey como era su hija Isabel Clara Eugenia.

Pero había un inconveniente y no pequeño: Isabel de Inglaterra había tenido tiempo para prepararse. Y lo aprovechó con creces. Hacía años que había ordenado la modernización de su escuadra, de tal forma que consiguió la marina más poderosa de su tiempo sobre la base de dos principios: naves más veloces y más maniobreras, y, sobre todo, con mayor potencia de fuego. Naves para una marina de guerra, no para transportar soldados. Los tiempos de Lepanto, con galeras lanzadas al abordaje, haciendo del combate naval un simulacro de combate en tierra, habían pasado. Una verdadera marina de guerra, con poderosos galeones artillados, desplazaba a las galeras medievales.

Isabel de Inglaterra estaba poniendo las bases del predominio marítimo de Inglaterra que duró casi hasta la actualidad.

Lo asombroso fue que Felipe II tuvo noticia de ello, puesto que la marina inglesa asaltó Cádiz, entrando en su bahía a todo su placer, sin que las naves hispanas surtas en el puerto pudieran hacer nada para evitarlo.

Eso ocurrió en el invierno de 1588. Pese a tener puntual noticia de ello, el Rey no hizo nada para mejorar su armada; únicamente aumentó su volumen, lo que suponía el peligro de que el desastre, en vez de ser evitado, fuera mayor. Con razón, Bazán se resistía ya a la empresa que antes había apremiado al Rey.

Había otra razón: en los planes de Felipe II, Álvaro de Bazán sólo tenía como misión permitir que Alejandro Farnesio desembarcara con los Tercios Viejos en Inglaterra.

No aceptando un papel secundario, Bazán se negó a salir de Lisboa. Poco antes de su muerte, Felipe II lo relevó por el duque de Medina-Sidonia, más dócil a sus órdenes, pero ignorante de las cosas de la mar y de la guerra.

Así las cosas, la superior marina inglesa, mandada por marinos de la pericia de Howard, de Hawkins y de Drake, rechazó fácilmente a la Gran Armada, gracias a su poderío, a la preparación de sus oficiales y a la moral de sus marinos, frente a una escuadra cuyos mandos ya estaban derrotados de antemano.

El regreso de la Armada, tras el largo rodeo que se vio obligada a realizar bordeando el norte de Escocia y el oeste de Irlanda, acabó por destrozarla, con pérdida ingente de naves, de marinos y de soldados; sería el gran desastre de 1588, que marcó el inicio del declive del poderío español en Europa.

Los últimos años: la guerra por mar y por tierra fue la nota de los últimos años del reinado de Felipe II. Inglaterra atacó por mar a La Coruña y a Lisboa en 1589, y volvió sobre Cádiz en 1590. La Francia de Enrique IV también declaró la guerra a España, mientras seguía abierto y muy activo el frente de los Países Bajos; una difícil situación salvada en parte por la valía de los tercios viejos, mandados por uno de los mejores capitanes del siglo: Alejandro Farnesio, el que había tomado Amberes en 1585 y el que entró en París en 1591. Y en el mar, se había logrado rechazar los ataques ingleses a La Coruña, donde brilló la intervención popular, alentada por María Pita, lo mismo que en Lisboa y, en Ultramar, en Puerto Rico.

Cuando vio cercano su fin, Felipe II comprendió que debía dejar otro legado a sus sucesores y se avino a la Paz de Vervins (1598) con Enrique IV de Francia y a desgajar los Países Bajos de la Monarquía, cediéndolos a su hija Isabel Clara Eugenia.

Fueron unos últimos años oscurecidos por el proceso de Antonio Pérez, reavivado tras el desastre de 1588.

Pero Antonio Pérez, el antiguo secretario de Estado del Rey, logró fugarse al reino de Aragón, y pasar después a Francia; un duro golpe para Felipe II que se encontró con la rebelión del pueblo de Zaragoza, amotinado a favor del secretario. El Rey tuvo que mandar una expedición de castigo al mando de Vargas, con la orden de ejecutar sobre la marcha al justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza (1591).

Fue entonces también cuando se produjo la conjura del pastelero de Madrigal, que se había hecho pasar por el rey don Sebastián de Portugal; conjura en la que estuvo implicada doña Juana de Austria, la hija natural de don Juan que profesaba como monja en el convento agustino de aquella villa.

Otro suceso que alteró los últimos años del Rey fue la protesta general de Castilla por el durísimo impuesto de los millones, y Ávila, que fue de las más destacadas en la protesta, sufrió una severa represión.

El reino asistió, de ese modo, cada vez más empobrecido, a los esfuerzos del Monarca por mantener su poderío en Europa. Y mientras los graves impuestos acababan por arruinar al país, Felipe II agonizaba en el monasterio de El Escorial, tras una dolorosa enfermedad; penosa situación resumida por el pueblo: “Si el Rey no muere, el Reino muere”.

El Rey y el hombre: el entorno familiar: Felipe II tuvo ocho hijos de tres de sus esposas: don Carlos, el hijo de su primera esposa María Manuela; Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, las amadas hijas que tuvo con Isabel de Valois; y Fernando, Diego, Carlos Lorenzo, María y Felipe (futuro Felipe III) que le dio Ana de Austria. No pocos de ellos muertos en tierna edad. Don Carlos tras su prisión en 1568, como ya se ha visto, y una de sus hijas predilectas, Catalina Micaela, en 1597; muerte que sintió tanto el Rey que aceleró la suya propia.

Fueron no pocas sus amantes, desde Isabel de Osorio hasta Eufrasia de Guzmán, incluida sin duda la misma princesa de Éboli, uno de cuyos hijos —el que luego fue segundo duque de Pastrana— era hijo suyo según el rumor general de la Corte.

Pero hay que destacar, en ese entorno femenino que rodeaba al Rey, el afecto que tuvo hacia sus dos últimas esposas y el amor entrañable a las dos hijas que había tenido con Isabel de Valois; de ahí que las cartas familiares mandadas desde Lisboa por Felipe II a Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela muestren a un Rey en su intimidad, amante de la naturaleza y, sobre todo, lleno de ternura hacia sus hijas.

Juicio sobre su obra: con algunos graves errores, que ya se han señalado, en especial su actitud frente a los rebeldes calvinistas holandeses y en la empresa de Inglaterra, otros muchos aspectos son dignos de valorar positivamente, empezando por su mecenazgo cultural.

Así, por ejemplo, su protección a músicos de la talla de Antonio Cabezón. Cierto que no acabó de valorar debidamente a El Greco, lo que le llevó a adornar el monasterio de El Escorial con no pocas pinturas de artistas italianos de segunda fila.

Tampoco apreció el valor del personaje más destacado de su reinado: Cervantes; si bien en ello tuvieron más culpa sus ministros que él mismo.

Escandalizó a Europa con los procesos, y muerte en su caso, de no pocos altos personajes: de Carranza, el arzobispo de Toledo, en 1559; de don Carlos, el príncipe heredero, en 1568; en el mismo año la ejecución en Bruselas de los condes de Egmont y de Horn; el proceso del secretario de Estado Antonio Pérez y la prisión sin proceso de la princesa de Éboli, en 1579. Y, finalmente, el degüello del justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza, en 1591.

Pero, en contraste, no se puede olvidar que a él se debió la nueva etapa de la América hispánica, dando paso a la pacificación y superando el período de conquista propio del reinado de su padre, Carlos V. A los grandes conquistadores van a seguir los grandes virreyes. La América hispana tuvo un fantástico despliegue desde Río Grande hasta la Patagonia, con la consolidación y, en su caso, con la fundación de importantísimas ciudades: México, Santafé, Cartagena de Indias, Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires...

También habría que recordar con toda justicia que la única nación asiática incorporada al mundo occidental es Filipinas, que por algo lleva su nombre; de modo que, en su tiempo y por su orden, Legazpi fundó Manila en 1571 y el marino Urdaneta descubrió la ruta marina del tornaviaje, siguiendo la corriente del Kuro-Shivo, que permitió a los galeones hispanos enlazar Manila con Acapulco (México).

Finalmente hay que recordar que fue el fundador del magno monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que ya por los siglos irá unido a su memoria.

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