Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Paula Flores Vargas;Patricio Ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Paula Flores Vargas; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo; Soledad García Nannig; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Soledad García Nannig; Katherine Alejandra Del Carmen Lafoy Guzmán; |
(iv).-La casa de los Borbón.
El cambio de dinastía.
La muerte sin descendencia del rey Carlos II provocó el agotamiento de la dinastía de los Austrias en España y el estallido de la crisis sucesoria en la Corona. El monarca era estéril y sufría problemas de salud crónicos debido en gran medida a la política de consanguineidad de la familia de los Austrias.
Las potencias europeas negociaron la sucesión de Carlos II al trono español, antes de su fallecimiento, para evitar la unificación de las Coronas de Francia y España. En el Primer Tratado de Partición (1698), Inglaterra y Francia acordaron en La Haya el nombramiento de José Fernando de Baviera como futuro rey de España, y el reparto del Imperio hispánico entre Francia y el Sacro Imperio Romano-Germánico. En el Segundo Tratado de Partición (1699), Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio y las Provincias Unidas aprobaron en Londres la elección del archiduque Carlos de Habsburgo como futuro rey de España, tras la muerte de José Fernando de Baviera, y la entrega de su Imperio italiano a Francia.
Rey Carlos II cambió el rumbo de la Historia con el nombramiento del duque de Anjou, Felipe de Borbón, como heredero al trono mediante testamento promulgado el 3 de octubre de 1700.
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Luis XIV proclama a Felipe de Anjou como nuevo rey de España, el 16 de noviembre de 1700, en su gabinete de Versalles. Óleo por F. Gérard. Siglo XIX |
La muerte sin descendencia del rey Carlos II provocó el agotamiento de la dinastía de los Austrias en España y el estallido de la crisis sucesoria en la Corona. El monarca era estéril y sufría problemas de salud crónicos debido en gran medida a la política de consanguineidad de la familia de los Austrias.
Las potencias europeas negociaron la sucesión de Carlos II al trono español, antes de su fallecimiento, para evitar la unificación de las Coronas de Francia y España. En el Primer Tratado de Partición (1698), Inglaterra y Francia acordaron en La Haya el nombramiento de José Fernando de Baviera como futuro rey de España, y el reparto del Imperio hispánico entre Francia y el Sacro Imperio Romano-Germánico. En el Segundo Tratado de Partición (1699), Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio y las Provincias Unidas aprobaron en Londres la elección del archiduque Carlos de Habsburgo como futuro rey de España, tras la muerte de José Fernando de Baviera, y la entrega de su Imperio italiano a Francia.
Rey Carlos II cambió el rumbo de la Historia con el nombramiento del duque de Anjou, Felipe de Borbón, como heredero al trono mediante testamento promulgado el 3 de octubre de 1700.
"Reconociendo que subsiste el derecho de la sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos reinos, y que se verifica en el hijo segundo del delfín de Francia. Por tanto, declaro ser mi sucesor al duque de Anjou, Felipe de Francia, y como tal le llamo a la sucesión de todos mis reinos y dominios. Y mando y ordeno a todos mis súbditos y vasallos que le reconozcan por su rey y señor natural y se le de sin la menor dilación la posesión actual, precediendo el juramento que debe de hacer observar las leyes, fueros y costumbres de mis reinos y señoríos".
Los dos pretendientes al trono español mantenían lazos familiares con el monarca Carlos II, fallecido el 1 de noviembre de 1700. Felipe de Borbón era nieto de los reyes de Francia, Luis XIV y María Teresa de Austria (infanta de España), y el archiduque Carlos de Habsburgo era sobrino de la reina de España Mariana de Neoburgo e hijo del emperador del Sacro Imperio Leopoldo I. En el resto de Europa, Francia aceptó el testamento para el establecimiento de una alianza franco-española en política internacional.
"Nuestro pensamiento se aplicará a restablecer la monarquía de España en el más alto grado de gloria alcanzado jamás. Aceptamos en favor de mi nieto, el duque de Anjou, el testamento del difunto Rey católico", afirmó Luis XIV, 'el Rey Sol'.
Inglaterra, el Sacro Imperio y las Provincias Unidas sellaron la Gran Alianza (1701) para apoyar la candidatura del pretendiente Carlos de Habsburgo. Los aliados declararon la guerra a España y Francia (1702), debido a la negativa de Luis XIV a renunciar a una futura unión de las dos Coronas. En España, la Corona de Castilla acató la voluntad de Carlos II y juró a Felipe V como su rey y la de Aragón rechazó el testamento, debido a las ideas centralizadoras del nuevo monarca, y optó por el candidato Habsburgo a cambio del respeto a los fueros de los reinos de la Corona.
La crisis desembocó en la Guerra de Sucesión (1700-13), un conflicto civil en España por el enfrentamiento entre las Coronas de Castilla y Aragón e internacional por la implicación de las principales potencias del mundo. Portugal, Brandenburgo y Saboya, en 1703, se unieron a la Gran Alianza en favor del archiduque Carlos de Habsburgo. La rebelión de los territorios de la Corona aragonesa permitió la proclamación del archiduque como rey de Cataluña, Valencia (1705), Aragón y Mallorca (1706). En el frente español, la iniciativa militar correspondió a la Gran Alianza. Los aliados dominaron la guerra naval en virtud de la superioridad de la flota anglo-holandesa sobre la franco-española y lograron la conquista de Gibraltar (1704).
El triunfo de borbones en la batalla de Almansa (25 de abril de 1707), permitió, la conquista de los reinos de Valencia, primero, y Aragón, después, en 1707. Los austracistas recuperaron temporalmente el control sobre el principado de Cataluña y el reino de Aragón con sus victorias en las batallas de Almenar y Zaragoza (1710). La respuesta militar del ejército borbónico del duque de Vendome aseguró su victoria final en la Guerra de Sucesión con los triunfos en las batallas de Brihuega y Villaviciosa (1710). Además, el ascenso del archiduque Carlos de Habsburgo al trono del Sacro Imperio en 1711 provocó el abandono militar de la causa austracista en España. El principado de Cataluña persistió en la resistencia antiborbónica, a pesar de la renuncia de Carlos VI de Habsburgo a la Corona española. El ejército borbón selló su victoria en el frente español de la Guerra de Sucesión con la toma de Barcelona (11 de septiembre de 1714), tras un asedio de dos meses a la Ciudad Condal. Sin embargo, el desarrollo del conflicto tuvo un desenlace distinto en el frente de guerra europeo. La Gran Alianza derrotó a las tropas francesas del 'Rey Sol'.
En la Paz de Utrecht (1713), las potencias europeas reconocieron a Felipe V como monarca de España a cambio de su renuncia a la Corona francesa; España concedió a Inglaterra la soberanía sobre el Peñón de Gibraltar y la isla de Menorca, el derecho de asiento y el navío de permiso en América y entregó los Países Bajos Españoles, el Milanesado y el reino de las Dos Sicilias al Sacro Imperio, y Cerdeña al ducado de Saboya.
Las reforma y recuperación (1713–1806)
La reforma del Imperio.
Con el monarca Borbón se modificó toda la organización territorial del Estado con una serie de decretos llamados Decretos de Nueva Planta eliminándose fueros y privilegios de los antiguos reinos peninsulares y unificándose todo el Estado Español al dividirlo en provincias llamadas Capitanías Generales a cargo de algún oficial y casi todas ellas gobernadas con las mismas leyes; con esto se consiguió homogenizar y centralizar el Estado Español utilizando el modelo territorial de Francia.
Por otra parte con Felipe V llegaron ideas mercantilistas francesas basadas en una monarquía centralizada, puesta en funcionamiento en América lentamente. Sus mayores preocupaciones fueron romper el poder de la aristocracia criolla y también debilitar el control territorial de la Compañía de Jesús: los jesuitas fueron expulsados de la América española en 1767. Además de los ya establecidos consulados de Ciudad de México y Lima, se estableció el de Vera Cruz.
Entre 1717 y 1718 las instituciones para el gobierno de las Indias, el Consejo de Indias y la Casa de la Contratación, se trasladaron de Sevilla a Cádiz, que se convirtió en el único puerto de comercio con las América.
Los órganos ejecutivos fueron reformados creando las secretarías de estado que serían el embrión de los ministerios. Se reformó el sistema de aduanas y aranceles y el contributivo, se creó el catastro (pese a no llegar a reformarse totalmente la política contributiva) se reestructuró el Ejército de Tierra en regimientos en lugar de en tercios...; pero quizá el gran logro fue la unificación de las distintas flotas y arsenales en la Armada A estas reformas se dedicaron hombres como José Patiño, José Campillo o Zenón de Somodevilla, que fueron ejemplos de meritocracia y algunos de los mejores expertos en material naval de su época.
A estas reformas le siguió una nueva política expansionista que buscaba recuperar las posiciones perdidas. Así, en 1717 la armada española recobró Cerdeña y Sicilia, que tuvo que abandonar pronto ante la coalición de Austria, Francia, Gran Bretaña y Holanda, que vencieron en Cabo Pessaro.
Sin embargo la diplomacia española, apoyada por los Pactos de Familia con sus parientes franceses, lograría que la corona del Reino de las Dos Sicilias recayera en el segundo hijo del rey español. La nueva rama dinástica sería conocida posteriormente como Borbón-Dos Sicilias.
Las guerras coloniales durante el siglo XVIII.
Una de las victorias españolas más importantes de todo el periodo colonial en América, y sin duda la más trascendente del Siglo XVIII, fue la de la Batalla de Cartagena de Indias en 1741 (ver Guerra de la Oreja de Jenkins) en la que una colosal flota de 186 buques ingleses con 23.600 hombres a bordo atacaron el puerto español de Cartagena de Indias (hoy Colombia). Esta acción naval fue la más grande de la historia de la marina inglesa, y la segunda más grande de todos los tiempos después de la Batalla de Normandía.
Tras dos meses de intenso fuego de cañón entre los buques ingleses y las baterías de defensa de la Bahía de Cartagena y del Fuerte de San Felipe de Barajas, los asaltantes se batieron en retirada tras perder 50 navíos y 18.000 hombres. La acertada estrategia del gran almirante español Blas de Lezo fue determinante para contener el ataque inglés y lograr una victoria que supuso la prolongación de la supremacía naval española hasta principios del siglo XIX.
Tras la derrota, los ingleses prohibieron la difusión de la noticia y la censura fue tan tajante que pocos libros de historia ingleses contienen referencias a esta trascendental contienda naval. Incluso en nuestros días poco se sabe de esta gran batalla, frente al muy conocido episodio de Trafalgar o incluso al de la Armada invencible.
España también se enfrentó con Portugal por la Colonia del Sacramento en el actual Uruguay, que era la base del contrabando británico por el Río de la Plata. En 1750 Portugal cedió la colonia a España a cambio de siete de las treinta reducciones guaraníes de los jesuitas en la frontera con Brasil. Los españoles tuvieron que expulsar a los jesuitas, generando un conflicto con los guaraníes que duró once años.
El desarrollo del comercio naval promovido por los Borbones en América fue interrumpido por la flota británica durante la Guerra de los Siete Años (1756–1763) en la que España y Francia se enfrentaron a Gran Bretaña y Portugal por conflictos coloniales. Los éxitos españoles en el norte de Portugal se vieron eclipsados por la toma inglesa de La Habana y Manila. Finalmente, el Tratado de París (1763) puso fin a la guerra. Con esta paz, España recuperó Manila y La Habana, aunque tuvo que devolver Sacramento. Además Francia entregó a España la Luisiana al oeste del Misisipi, incluida su capital, Nueva Orleáns, y España cedió la Florida a Gran Bretaña.
En cualquier caso, el siglo XVIII fue un periodo de prosperidad en el imperio de ultramar gracias al crecimiento constante del comercio, sobre todo en la segunda mitad del siglo debido a las reformas borbónicas. Las rutas de un solo barco en intervalos regulares fueron lentamente reemplazando la antigua costumbre de enviar a las flotas de Indias, y en la década de 1760, había rutas regulares entre Cádiz, La Habana y Puerto Rico, y en intervalos más largos con el Río de la Plata, donde se había creado un nuevo virreinato en 1776. El contrabando, que fue el cáncer del imperio de los Habsburgo, declinó cuando se pusieron en marcha los navíos de registro.
En 1777 una nueva guerra con Portugal acabó con el tratado de San Ildefonso, por el que España recobraba Sacramento y ganaba las islas de Annobon y Fernando Poo, en aguas de Guinea, a cambio de retirarse de sus nuevas conquistas en Brasil.
Posteriormente, dos hechos conmocionaron la América española y al mismo tiempo demostraron la elasticidad y resistencia del nuevo sistema reformado: el alzamiento de Túpac Amaru en Perú en 1780 y la rebelión en Venezuela. Las dos, en parte, eran reacciones al mayor centralismo de la administración borbónica.
En la década de 1780 el comercio interior en el Imperio volvió a crecer y su flota se hizo mucho mayor y más rentable. El fin del monopolio de Cádiz para el comercio americano supuso el renacimiento de las manufacturas españolas. Lo más notable fue el rápido crecimiento de la industria textil en Cataluña, que a finales de siglo mostraba signos de industrialización con una sorprendente y rápida adopción de máquinas mecánicas para hilar, convirtiéndose en la más importante industria textil del Mediterráneo. Esto supuso la aparición de una pequeña pero políticamente activa burguesía en Barcelona. La productividad agraria se mantuvo baja a pesar de los esfuerzos por introducir nueva maquinaria para una clase campesina muy explotada y sin tierras.
La recuperación gradual de las guerras se vio de nuevo interrumpida por la participación española en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1779–1783), en apoyo de los Estados sublevados y los consiguientes enfrentamientos con Gran Bretaña. El Tratado de Versalles de 1783 supuso de nuevo la paz y la recuperación de Florida y Menorca (consolidando la situación, puesto que habían sido recuperadas previamente por España) así como el abandono británico de Campeche y la Costa de los Mosquitos en el Caribe. Sin embargo, España fracasó al intentar recuperar Gibraltar después de un duradero y persistente sitio, y tuvo que reconocer la soberanía británica sobre las Bahamas, donde se habían instalado numerosos partidarios del rey procedentes de las colonias perdidas, y el Archipiélago de San Andrés y Providencia, reclamado por España pero que no había podido controlar.
Mientras, con la Convención de Nutka (1791), se resolvió la disputa entre España y Gran Bretaña acerca de los asentamientos británicos y españoles en la costa del Pacífico, delimitándose así la frontera entre ambos países. También en ese año el Rey de España ordenó a Alejandro Malaspina buscar el Paso del Noroeste (Expedición Malaspina).
España hacia 1800.
Las reformas económicas e institucionales produjeron sus frutos, militarmente hablando, cuando se derrotó a los ingleses durante la Guerra de la oreja de Jenkins en su intento de conquistar la estratégica plaza de Cartagena de Indias.
Como resultado, la España del XVIII fue una potencia de nivel medio en los juegos de poder, sin su antiguo nivel de superpotencia. Su extenso imperio en las Indias le daba una notable relevancia y, aunque era mayor en Europa la importancia de Francia, de Inglaterra o de Austria, aún mantenía la más importante flota del mundo y su moneda era la más fuerte.
A pesar de que el imperio español no había recuperado su antiguo esplendor, sí se había rehecho considerablemente de los días oscuros de principios de siglo, en los que estaba a merced de otras potencias. El ser un siglo principalmente pacífico bajo la nueva monarquía, permitió reconstruir y comenzar un largo proceso de modernización de las instituciones y la economía. El declive demográfico del XVII se había invertido, aunque fue necesario incentivar las inmigraciones de otros países europeos, fundamentalmente de alemanes y suizos. Pero todo iba a quedar ensombrecido por el tumulto que iba a ocupar a Europa con el cambio de siglo: las Guerras Revolucionarias Francesas y las Guerras Napoleónicas.
(v).-El fin del Imperio global (1808–1898)
Tras la Revolución francesa de 1789, España se unió a los países que se aliaron para combatir la revolución. Un ejército dirigido por el general Ricardos reconquistó el Rosellón, pero apenas unos años después, en 1794 las tropas francesas les expulsaron e invadieron territorio español. El ascenso de Godoy a primer ministro supuso una política de apaciguamiento con Francia: con la paz de Basilea de 1795 se logró la retirada francesa a cambio de la mitad de la Española (lo que hoy en día es Haití).
En 1796 el tratado de San Ildefonso supuso la alianza con la Francia napoleónica contra Gran Bretaña, lo que supuso la unión de sus respectivas fuerzas armadas. El combate naval del cabo de San Vicente fue una victoria relativa para los británicos, que no supieron aprovechar, aunque en Cádiz y Santa Cruz de Tenerife la flota británica sufrió sendos fracasos. Lo más reseñable fue la pérdida de Isla Trinidad (1797) y Menorca. En 1802, se firmó la Paz de Amiens, tregua que permitió a España recobrar Menorca.
Pronto se reanudaron las hostilidades, desarrollándose el proyecto napoleónico de una invasión a través del Canal de la Mancha. Sin embargo, la destrucción de la flota aliada franco-española en la Batalla de Trafalgar (1805) arruinó el plan y minó la capacidad de España para defender y mantener su imperio. Tras la derrota de Trafalgar, España se encontró sin una Armada capaz de enfrentarse a la inglesa, y se cortó la comunicación efectiva con ultramar.
Mientras las sucesivas coaliciones eran derrotadas una y otra vez por Napoleón Bonaparte en el continente, España libró una guerra menor contra Portugal (Guerra de las Naranjas) que le permitió anexionarse Olivenza. En 1800 Francia recobró Luisiana. Cuando Napoleón decretó el Bloqueo Continental, España colaboró con Francia en la ocupación de Portugal, país que desobedeció el bloqueo. Así las tropas francesas entraron en el país, acuartelándose unidades en guarniciones de la frontera.
En 1808 Napoleón se aprovechó de las disputas entre el rey español Carlos IV y su hijo, el futuro Fernando VII, y consiguió que estos le cediesen el trono, de modo que España fue tomada por Napoleón sin disparar ni una bala.
Entonces se produjo el levantamiento popular del 2 de mayo de 1808. Los españoles rebeldes a Napoleón se desplazaron al sur de España y comenzaron la conocida como Guerra de la Independencia Española que tendría un momento de optimismo con la derrota de los ejércitos franceses en la Batalla de Bailén al mando del general Castaños (la primera derrota de un ejército de Napoleón), que los españoles no supieron aprovechar, pues se desmovilizaron a continuación. El posterior contraataque francés capitaneado por Napoleón restableció la autoridad de su hermano José I de España, al que nombró rey. Los enfrentamientos continuaron, ahora con la aparición de la «guerra de guerrillas». Cuando con la ayuda inglesa España logró expulsar a los franceses, y tras la Batalla de Waterloo, Fernando VII recuperó el trono, tuvo que enfrentarse con la independencia de las colonias.
La independencia de las colonias americanas.
Después de sucesivas insurrecciones a lo largo de toda la era colonial desde el seno de la propia monarquía se formulan proyectos españoles para la independencia de América, sin embargo la Independencia Hispanoamericana comenzó a desencadenarse cuando emergen las disputas por el trono entre el rey español Carlos IV y su hijo, el futuro Fernando VII, que fueron aprovechadas por Napoleón para intervenir e imponer las llamadas «abdicaciones de Bayona» de 1808, por las cuales ambos renunciaron sucesivamente al trono de España en favor finalmente de José Bonaparte, luego de lo cual Fernando quedó cautivo. De manera que la intervención francesa desencadenó un levantamiento popular conocido como Guerra de la Independencia Española (1808–1814) que trajo incertidumbre sobre cuál era la autoridad efectiva que gobernaba España.
Ante la ausencia de una autoridad cierta en España y el cautiverio de Fernando VII, los pueblos hispanoamericanos, muchas veces bajo la dirección de los criollos, comenzaron una serie de insurrecciones desconociendo a las autoridades coloniales, que en las reformas previas habían quedado reducidas a meros agentes de un gobierno ahora en entredicho. El 5 de agosto de 1808 se reunió en Ciudad de México la primera junta revolucionaria a la que le siguieron levantamientos en todo el continente para formar juntas de autogobierno.
Las autoridades españolas en América y luego el rey Fernando VII al recuperar la corona española en 1814, negaron legitimidad a las juntas de autogobierno americanas.El virrey Fernando de Abascal, y Pablo Morillo jefe de la expedición pacificadora, fueron los principales organizadores de la defensa de la monarquía española.
Los movimientos populares de las colonias españolas profundizaron las insurrecciones para enfrentarse abiertamente al rey español en una guerra de alcance continental con el objetivo de establecer estados independientes, que generalmente devinieron en regímenes republicanos.
En las Guerras de Independencia Hispanoamericana se destacaron Simón Bolívar y José de San Martín, llamados Libertadores, que condujeron los ejércitos insurrectos que derrotaron definitivamente a las tropas leales a la monarquía española, llamadas Realistas, en la batalla de Ayacucho en 1824.
A partir de la década de 1810, y luego de complejos procesos políticos, las colonias españolas en América formaron los actuales estados hispanoamericanos. El expansionismo estadounidense se hizo presente tanto sobre los últimos restos del Imperio español forzándose la compra de Florida por cinco millones de dólares en el año 1821.
(vi).-El legado del imperio español.
Por la gran extensión de Imperio español por todo el mundo, su legado cultural es grande y fuerte.
Desde América del norte hasta América sur, se puede encontrar el legado de dicho Imperio colonial. La lengua española, tras el chino mandarín, es la lengua más hablada del mundo por el número de hablantes que la tienen como lengua materna.
Es también idioma oficial en varias de las principales organizaciones político-económicas internacionales. Lo hablan como primera y segunda lengua entre 450 y 500 millones de personas, pudiendo ser la tercera lengua más hablada considerando los que lo hablan como primera y segunda lengua.
Por otro lado, el español es el segundo idioma más estudiado en el mundo tras el inglés, con al menos 17,8 millones de estudiantes, si bien otras fuentes indican que se superan los 46 millones de estudiantes distribuidos en 90 países.
Los países hispanoamericanos heredaron el derecho, la literatura española, y costumbres españolas. Este es un gran aporte del imperio.
ANEXO |
Rey Felipe V de España. |
Felipe V. Versalles (Francia), 19.XII.1683 – Madrid, 9.VII.1746. Rey de España. Biografía Primer Rey de la dinastía de los Borbón. Segundo de los hijos de Luis de Borbón, Gran Delfín de Francia, y de María Ana Cristina Victoria de Baviera, y nieto, por tanto, de Luis XIV. En su educación influyeron decisivamente cuatro personas: su tía abuela, la duquesa de Orleans, hermana de Luis XIV que procuró que el niño superase su timidez; el médico Helvetius; la marquesa de Maintenon, la “esposa secreta” de Luis XIV, que intentó dotarle de afecto maternal (su madre había muerto cuando él tenía siete años); y el teólogo Fénelon, luego arzobispo de Cambrai, que le inculcaría una religiosidad ferviente y el rechazo a la disipación de la Corte versallesca. El 3 de octubre de 1700, el rey Carlos II, el último Austria, firmaba su testamento tras no pocas tensiones y el uno de noviembre murió. En el testamento se establecía que su sucesor debía ser Felipe, el duque de Anjou. A los diecisiete años, Felipe V asumiría las responsabilidades del trono español. El recibimiento en Madrid no pudo ser más triunfal. Desde el principio de su reinado, dejó muestras de su voluntad de respetar las costumbres y ceremonias hispánicas y asumir el relevante papel político de los nobles palaciegos que habían condicionado la resolución final del testamento de Carlos II en los términos que se produjo (el cardenal Portocarrero, el obispo Arias, Antonio Ubilla, el marqués de Villafranca, el conde de Santisteban, el duque de Medinasidonia...). El 8 de mayo de 1701 se hacía público el compromiso matrimonial de Felipe con la princesa María Luisa Gabriela de Saboya. El primer encuentro entre Felipe y María Luisa se produjo en La Junquera y la ceremonia de la boda se celebró en el monasterio de Vilabertrán (Figueras). A Cataluña llegó Felipe tras un largo viaje a través del reino de Aragón. Tanto en Zaragoza como en Barcelona, recibió múltiples testimonios de apoyo y agasajos. En Barcelona, juró los fueros en las Cortes y concedió varios títulos de nobleza. Las relaciones con Cataluña entonces no podían ser más idílicas, a lo que contribuyó la larga estancia (cinco meses) de luna de miel de los recientes esposos en el Principado. La princesa de los Ursinos, enviada por Luis XIV para controlar los movimientos y las relaciones de María Luisa de Saboya, llegó a tener enorme influencia sobre la joven Reina. En marzo de 1702, las potencias de la Gran Alianza (Inglaterra, Holanda y el Imperio), que se había constituido seis meses antes, declararon la guerra a Francia y España en defensa de la candidatura del archiduque Carlos de Austria a la sucesión de España, negando la validez del testamento de Carlos II. Dos años más tarde, a la Gran Alianza se unirían el ducado de Saboya y el reino de Portugal. La primera iniciativa de Don Felipe fue desplazarse desde Barcelona a Nápoles y Milán para intentar pacificar a la nobleza napolitana y controlar sus posesiones italianas amenazadas por los austrinos. Hasta su regreso de Nápoles (enero de 1703), María Luisa se ocupó en Madrid de los asuntos de Estado con notable eficacia. Durante la guerra, la adhesión a Felipe V de Castilla fue casi absoluta. Sólo puede registrarse a favor del archiduque Carlos la conspiración nobiliaria de Granada (los condes de Luque y Eril y los marqueses de Cazorla y Trujillo) y determinados sectores de la nobleza cortesana que, por diversos motivos, eran hostiles a Felipe (Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla; el conde de Corzana; el conde de Cifuentes; Oropesa; Medinaceli; Leganés; Lemos y pocos más), que sobre todo se radicalizaron desde junio de 1705 con la ocupación de Madrid por los aliados. En Valencia el campesinado fue austrino y la nobleza muy partidaria, en cambio, de Don Felipe. La guerra en el reino de Valencia tomó perfiles de revuelta social encabezada por Juan Bautista Basset. En Aragón, muy pocos nobles fueron leales a los Austrias (Sástago, Coscuyuela, Plasencia, Fuertes, Luna). Las ciudades aragonesas se dividieron, y destacaron por su apoyo a Felipe Jaca, Huesca, Calatayud, Alcañiz, Tamarit, Fraga, Caspe, Borja o Tarazona. En Cataluña, aunque el peso de los austrinos fue muy grande desde 1704, no faltaron sectores favorables a Felipe V dentro de la nobleza (Cardona, Bac, Agulló, Potau, Taverner, Copons, Perelada, Aytona), del clero (obispos de Gerona, Lérida, Tortosa, Vic y Urgell) y algunas ciudades (Cervera, Berga, Manlleu, Ripoll, Centelles). Los navarros y los vascos se mostraron absolutamente fieles a Felipe de Borbón. La guerra ocupó intensamente al Rey hasta su definitiva resolución en 1714. La movilidad de Don Felipe fue constante, determinada por los avatares bélicos: campaña en la frontera portuguesa tras el desembarco del pretendiente Carlos en Lisboa, con larga estancia del Rey en Extremadura (primavera de 1704); estabilidad en la Corte, con instalación en el Buen Retiro (hasta febrero de 1706), mientras se desarrollaban acontecimientos fundamentales de la guerra de Sucesión (pérdida de Gibraltar e incorporación de la mayor parte de la Corona de Aragón a la causa austrina); asedio frustrado a Barcelona tras la caída de la ciudad en manos del archiduque Carlos (abril-mayo de 1706); situación de máximo peligro, con salida obligada de Madrid y toma fugaz de esta ciudad por los austrinos (julio de 1706); retorno a Madrid, con estancia continuada (1706-1709), período en el que se produce la victoria borbónica de Almansa, que generó renovadas ilusiones en la causa de Felipe V; nueva crisis en 1710, que obligó al Rey a combatir directamente en el frente de Aragón (derrota de Almenara, retirada forzosa de la Corte de Madrid, que tuvo que desplazarse a Valladolid y Vitoria); revitalización posterior desde diciembre de 1710 (retorno a Madrid, victorias de Brihuega y Villaviciosa, asunción por el archiduque Carlos del Imperio Austríaco a la muerte de José I), que fue el pórtico al fin de la guerra. El 11 de septiembre de 1714, las tropas borbónicas pudieron culminar el largo sitio de Barcelona, con la entrada en esta ciudad, que fue la que más se aferró a la causa de los Austrias. La Paz de Utrecht legitimó el reconocimiento de Felipe V como rey de España por todas las potencias (salvo Austria, que no lo hizo hasta 1725), a cambio de la renuncia formal a sus derechos a la Corona de Francia, y otorgó a Inglaterra Gibraltar y Menorca, así como concesiones comerciales (derecho de asiento y navío de permiso), y al Imperio, los Países Bajos y las posesiones italianas. El fin de la guerra casi coincidió con la muerte por tuberculosis de la reina María Luisa (febrero de 1714). La Reina dio a Felipe cuatro hijos: Luis, el heredero; Felipe, que murió recién nacido; Felipe, que vivió sólo siete años; y Fernando, el futuro Fernando VI. Además de la princesa de los Ursinos, los personajes que tuvieron mayor protagonismo en las decisiones políticas de estos años fueron los franceses Orry y Amelot, el murciano Macanaz y el flamenco Bergeyck. La irrupción de la nueva Reina, con la que se casó el Rey en Guadalajara, la parmesana Isabel de Farnesio, sobrina de Mariana de Neoburgo, la viuda de Carlos II, supuso el desalojo inmediato de la Ursinos, que se exilió a Francia primero y luego a Roma, la construcción de la Granja de San Ildefonso, como palacio de verano, y una mayor presencia de la Reina en las decisiones políticas. Los decretos de Nueva Planta desmantelaron los fueros que permitían a los distintos reinos limitar el ejercicio del poder real. Los fueros navarros y vascos, en contraste, se mantendrían plenamente. En junio de 1707 se abolieron los fueros de Valencia y Aragón, en noviembre de 1715 los de Mallorca y en enero de 1716, los de Cataluña. La Nueva Planta trataba de hacer de España un Estado-nación en el que todos los súbditos quedaran sujetos a un régimen común, a unas mismas leyes, a una misma administración. El nuevo sistema institucional en los reinos de la Corona de Aragón se fundamentaba en la instalación en la cumbre del poder del capitán general que ejercía el mando militar y presidía la Real Audiencia, con la cual formaba una suerte de gobierno dual conocido como el Real Acuerdo; el territorio fue dividido en corregimientos y los grandes municipios fueron reorganizados según el modelo castellano (fin de la autonomía y designación de sus cargos por la autoridad real); el intendente, cargo de nueva creación, se situó al frente de la Hacienda, se estableció un nuevo régimen contributivo (Equivalente en Valencia, Catastro en Cataluña, Única Contribución en Aragón, Talla en Baleares); se suprimieron las Cortes, las Diputaciones de Cortes y las Juntas de Brazos (salvo en Navarra) y se constituyeron unas únicas Cortes de Castilla y Aragón, según el modelo castellano que representaban no a los estamentos sino a unas determinadas ciudades con voto, y se derogó el privilegio de extranjería en la provisión de cargos de la Audiencia, por el que tradicionalmente se reservaban los mismos a los regnícolas. En Valencia, se suprimió el Derecho Civil privado, lo que no ocurrió en los demás reinos. En Cataluña, se exigió que se sustanciaran en castellano las causas de la Audiencia y se suprimieron todos los estudios superiores de las distintas universidades, que se concentraron en la Universidad de Cervera. Pese al componente punitivo visible en la propia letra de los Decretos y a la implantación violenta de la nueva realidad administrativa, la valoración de la Nueva Planta exige algunas precisiones. La aplicación de la Nueva Planta fue distinta en 1707, lógicamente precipitada e improvisada, a 1715-1716, mucho más madura y reflexionada. De los dos criterios que se barajaron —el radical de Macanaz, que postulaba un absolutismo ilimitado, con uniformización total según el modelo castellano; y el moderado de los Ametller o Patiño— se impuso el segundo. La situación foral previa era difícilmente sostenible, y el propio pretendiente a la Corona, el archiduque Carlos, postulaba un absolutismo muy posiblemente similar al que, a la postre, se implantó. La Nueva Planta no sólo afectó a la Corona de Aragón. Medidas como el despliegue de los intendentes subvirtieron la Planta castellana tanto como la Corona de Aragón. El catastro catalán se aplicaría a toda España con Ensenada años más tarde. Por otra parte, toda Europa, a lo largo del siglo xviii, caminaría en la misma dirección centralista, abierta por Felipe V (incluso el parlamentarismo inglés). En una de sus agudas crisis depresivas, Felipe V abdicó en marzo de 1724, en su hijo Luis I. Las razones de tal decisión fueron complejas, pero sin duda debieron contar sus escrúpulos religiosos y el afán de evasión de responsabilidades en pleno hundimiento psicológico. No parece que tenga lógica el presunto interés de desembarazar de obstáculos su camino hacia el trono de Francia. Luis XV gozaba de buena salud y era altamente improbable que se diera tal oportunidad. Su retiro en La Granja duró poco. Luis I murió de viruelas en agosto de 1724. En los pocos meses del reinado de Luis I, el control político de Don Felipe se dejó sentir en los hombres del primer gabinete ministerial de aquél, con la influencia del tándem Grimaldo-Orendain. El testamento de Luis I le devolvía la Monarquía a Felipe V y la reasunción del trono por éste supuso un relanzamiento de la influencia de Isabel de Farnesio y la búsqueda ansiosa de la salud del Rey con viajes frecuentes, como el que llevó a la Familia Real a Extremadura o la larga estancia en Sevilla, donde se alojó la Corte cinco años (1729-1733). Con Isabel Felipe V tuvo siete hijos: Carlos, el futuro Carlos III; Francisco, que sólo vivió un mes; María Ana Victoria, futura reina de Portugal; Felipe, futuro rey de Nápoles-Sicilia; María Teresa, que se casó con el Delfín de Francia; Luis Antonio Jaime, futuro arzobispo-cardenal de Toledo; y María Antonia Fernanda, futura reina-consorte de Cerdeña. Los primeros políticos después de la Nueva Planta fueron el parmesano Alberoni y el holandés Ripperdá. Su ocupación principal fue en la dirección de recuperar los territorios italianos perdidos en Utrecht. En este revisionismo, debió de contar la voluntad de Isabel Farnesio, quien pretendía obtener para sus hijos algún trono italiano, ya que la sucesión de España se hallaba asegurada, en principio, para los hijos del primer matrimonio del Rey. El fracaso de Alberoni tras la expectativa inicial que había generado la expedición a Cerdeña (invasión con un ejército de 40.000 hombres y derrota del cabo Passaro), se reflejó en la formación de la Cuádruple Alianza europea (Francia, Inglaterra, Holanda y el Imperio) contra España que supuso la ruptura de las alianzas de la Guerra de Sucesión aislando políticamente a España. La reacción de los aliados implicó la invasión de las Provincias Vascas y de Cantabria en mayo y junio de 1719, el saqueo de Vigo y Pontevedra y la ocupación por Francia del Valle de Arán hasta la Seu d’Urgell, plaza que no se podría recuperar hasta 1720 y que se erigió en uno de los núcleos de la resistencia austrina en Cataluña que se prolongó hasta 1725 (destacó, en este sentido, el maquis guerrillero de Carrasclet). Ripperdá logró articular el tratado de Viena de 1725 de España con Austria que supuso, en la práctica, el fin de la Guerra de Sucesión, en tanto que generó el retorno de buena parte del exilio austrino europeo a España y la apertura de relaciones diplomáticas entre Felipe V y el emperador Carlos VI, antes archiduque Carlos. A estos políticos aventureros les sucedieron los políticos tecnócratas reformistas españoles entre los que sobresalieron Patiño y Campillo. El primero fue el político más poderoso de España de 1726 a 1736; el segundo tuvo el máximo poder entre 1741 y 1743. Ambos fundamentaron su carrera política en su experiencia previa al frente de intendencias. El legado de ambos fue positivo: mejoras en la administración fiscal —los ingresos del Estado se triplicaron—, eficacia en el aprovisionamiento militar con reestructuración del ejército —se sustituyó el tercio por el regimiento, se inició la recluta forzosa de los quintos, la creación de la Guardia de Corps, base de la Guardia Real, o la construcción de nuevos arsenales en Cartagena y Ferrol—, extirpación del contrabando o el traslado de la Casa de Contratación de Sevilla a Cádiz, entre otras acciones. Y en política internacional, Patiño llevó a cabo una estrategia oscilante: asedio frustrado a Gibraltar en 1727, giro proinglés (Acta de El Pardo y tratado de Sevilla), acercamiento a Portugal (enlaces de Fernando y María Ana Victoria con infantes portugueses), segundo tratado de Viena, reconquista de Orán, primer Pacto de Familia (1733) e involucración de España en la guerra de Sucesión de Polonia, de lo que, a la postre, resultaría el reconocimiento de Carlos, hijo de Felipe, como rey de Nápoles y Sicilia. Campillo promovió por su parte la intervención de España en la Guerra de Sucesión de Austria y la firma del segundo Pacto de Familia (1743). La conclusión fue que en Italia se consiguió el ducado de Parma para otro hijo de Isabel Farnesio, el infante Felipe. Si el revisionismo de Utrecht en lo que se refiere a las posesiones italianas quedó relativamente satisfecho, no se logró en cambio la recuperación de Gibraltar y Menorca. La racionalización administrativa fue uno de los mejores logros de la política de Felipe V. Se articularon las secretarías de Despacho, se convirtió el viejo sistema polisinodial en sistema ministerial con cuatro áreas (Estado, Guerra, Marina e Indias y Justicia y Hacienda). Y en el ámbito de ultramar se creó el virreinato de Nueva Granada, se multiplicaron las visitas de control y se organizaron expediciones científicas, como las de Jorge Juan y Antonio de Ulloa. El regalismo, la política de absorción de la jurisdicción eclesiástica por la soberanía real, generó no pocas colisiones con el Papado. El documento más representativo de los criterios regalistas fue el Pedimento fiscal de Macanaz de 1713. El Concordato de 1717 con la Iglesia supuso una marcha atrás de la posición del Rey y el exilio forzoso de Macanaz. El Concordato de 1737 implicó un cierto avance en la política de rearmar los derechos del Real Patronato frente a la Iglesia, la capacidad del Rey para controlar los nombramientos eclesiásticos y para intervenir en la tramoya económica de los intereses de la Iglesia. La política económica del reinado de Felipe V se caracterizó por su voluntad reformista para intentar superar el retraso económico del que partía España y que reflejaban bien las encuestas de Campoflorido y las informaciones publicadas por Uztáriz. La Monarquía llevó a cabo una importante ejecución de obras públicas, la adopción de medidas proteccionistas (la introducción de tejidos producidos en Asia e imitados en Europa, con el nacimiento de la industria algodonera catalana reflejada en el surgimiento de fábricas de indianas dedicadas al tejido y estampado de algodón a base de materia prima hilada fundamentalmente en Malta), la creación de manufacturas reales —con las pañerías de Segovia y Guadalajara, la fábrica de algodón de Ávila, la cristalería de La Granja o las porcelanas del Buen Retiro de Madrid—, la erección de compañías privilegiadas de comercio, dentro de una política típicamente mercantilista potenciadora de los intercambios. La fiscalidad mejoró sensiblemente con los nuevos impuestos en la Corona de Aragón que al gravar las propiedades y no a los propietarios, redujo las exenciones que habían caracterizado tradicionalmente a los estamentos privilegiados. Se mantuvo la fiscalidad paralela de las rentas generales y de los estancos. Por último, el reinado de Felipe V representó un gran impulso para el proceso de renovación cultural de la Ilustración ya iniciado con la generación de los novatores a fines del siglo xvii. Ciertamente, continuó la actividad represiva de la Inquisición (1.467 procesados en el reinado de Felipe V) con su penosa influencia sobre la cultura del momento, pero el reformismo monárquico se dejó sentir en iniciativas culturales a la larga provechosas como la creación de la Universidad de Cervera —que contaría con figuras brillantes, como los filósofos Mateu Aymeric y Antonio Nicolau, el matemático Tomás Cerdá y, sobre todo, el jurisconsulto Josep Finestres—, el establecimiento de seminarios de nobles para elevar la formación de la nobleza española —Seminario de Nobles de Madrid, relanzamiento del Colegio de Cordelles de Barcelona— y el nacimiento de las Academias. La Real Academia Española, con origen en la tertulia del marqués de Villena, se creó en 1714 con gestión cultural temprana y fructífera de la que fueron buenos indicadores el Diccionario de Autoridades y la Ortografía. La Real Academia de la Historia se gestó en casa del abogado Julián Hermosilla y se aprobaron sus estatutos en 1738. Agustín de Montiano fue su director en esos años. La Real Academia de Bellas Artes, larvada en la tertulia del escultor Olivieri, tuvo sus primeros estatutos en 1744, aunque su definitiva constitución se produjo en 1752. El apoyo prestado a la Regia Sociedad de Medicina de Sevilla —derivada de la tertulia sevillana de Muñoz Peralta— fue también constante a lo largo del reinado. Felipe V fundó, asimismo, la Real Librería o Biblioteca Pública, abierta al público en 1712, que empezó nutriéndose de los libros del Rey (más de 6.000) y que sería el germen de la futura Biblioteca Nacional de Madrid. También en el reinado de Felipe V empezaron la Academia Médica Matritense, la Academia de Buenas Letras de Barcelona, el Real Colegio de Cirugía de Cádiz y la Academia de Buenas Letras de Sevilla. El dirigismo reformista se ejerció también en el ámbito artístico. La pasión constructiva de los Reyes se reflejó en la conservación de la herencia arquitectónica recibida de los Austria (Casa del Campo, Pardo, Zarzuela y, sobre todo, Buen Retiro), en la restauración de palacios (Balsaín) y la edificación del Palacio de la Granja y de Segovia y el Palacio Real de Madrid, tras la destrucción del Alcázar en 1734 por un incendio. Se promocionaron pintores como Houasse, Ranc y Van Loo, con algún pintor de cámara autóctono como Miguel Jacinto Meléndez. También hay que destacar en el legado artístico de Felipe V, la Real Fábrica de Vidrio o Cristales de La Granja y la Real Manufactura de Tapices de Santa Bárbara. La música alcanzó un extraordinario desarrollo, sobre todo tras la llegada a España del músico Domenico Scarlatti y del tenor Carlos Broschi, Farinelli que, a través de su prodigiosa voz, se convirtió en la mejor terapia de los problemas depresivos del Rey. El pensamiento experimentó signos visibles del desperezamiento lastrado por la resistencia de no pocos sectores reaccionarios ante los retos de la modernidad europea. Las figuras de Feijoo y Mayans representaron las dos principales corrientes intelectuales de la época. El primero defendió una conciencia nacional española que no es ni el mimetismo respecto a lo extranjero ni la falsa pasión hacia lo propio de los casticistas. Mayans fundamentó su sentido nacional en la exaltación de la tradición cultural hispánica, despojada de lo supersticioso o folclórico. Los principales hitos culturales del período fueron: la publicación del primer volumen del Teatro Crítico Universal de Feijoo; el nombramiento de Mayans como bibliotecario real, con el apoyo del cardenal Cienfuegos; la edición de los Pensamientos literarios que propuso Mayans a Patiño y que constituyó todo un programa modernizador; la edición de la Medicina vetus et nova de Andrés de Piquer; el comienzo de la publicación del Diario de los literatos de España, primer gran periódico ilustrado, que se inició en 1737 y concluyó en 1742. Una de las sombras que se proyecta sobre Felipe V es la presunta responsabilidad de la Monarquía en la imposición forzosa de la lengua castellana a costa de las lenguas vernáculas, en particular, el catalán. Es incuestionable que en el propio decreto de Nueva Planta se establecieron medidas coercitivas contra el catalán, pero también es notorio que la decadencia de la lengua catalana arrancó desde comienzos del siglo xvi, que la misma obedeció a múltiples factores y que, por último, la continuidad de la lengua catalana, no ya sólo ejercida en privado, sino a través de una literatura pública, es evidente. En 1727, los prelados del Principado disponen que no se permita explicar el Evangelio en otra lengua que la catalana. Contra los tópicos de la decadencia conviene recordar las múltiples ediciones de las obras clásicas de la literatura catalana que se llevan a cabo en el siglo xviii. Se editaron, asimismo, en ese siglo diversas obras de defensa del catalán (Ferreres, Eura, Bastero, Tudó...). No estuvo exento de limitaciones el reinado de Felipe V. La modernización fue superficial, se mantuvieron las estructuras heredadas del pasado sin transformación alguna en el régimen señorial y se conservaron los privilegios sociales. Pero en la valoración del reformismo de Felipe V debe tenerse presente que los logros acreditados y reconocidos de Carlos III no se hubieran alcanzado sin las semillas sembradas durante el reinado de Felipe V. Bibliografía M. de Berwick, Mémoires du Maréchal de Berwick, vol. II, Paris, Foucault, 1828 (Collection des Mémoires relatives à l’Histoire de France, vol. 66) G. Coxe, España bajo el reinado de la casa de Borbón, Madrid, Est. Tipográfico de D. F. de P. Mellado, 1846, 4 vols. M. Bruguera, Historia del memorable sitio y bloqueo de Barcelona y heroica defensa de los fueros y privilegios de Cataluña de 1713 y 1714, Barcelona, Fiol y Gros, 1871-1872, 2 vols. J. R Carreras Bulbena, Carles d’Àustria i Elisabeth de Brunswick-Wolffenbuttel a Barcelona i Girona, Barcelona, 1902 (reed. facs. Barcelona, 1993) J. R. 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Carlos III Carlos III. Madrid, 20.I.1716 – 14.XII.1788. Rey de Nápoles y de España. Biografía Nació el infante don Carlos entre las tres y las cuatro de la madrugada del 20 de enero de 1716, en el viejo Alcázar de Madrid. Era hijo de Felipe V (1683-1746) y de su segunda esposa, Isabel de Farnesio (1692-1766). El bautizo público y solemne tuvo lugar cinco días después, el 25 de enero de 1716, en el Real Monasterio de los Jerónimos, oficiado por el arzobispo de Toledo, Francisco Valero y Losa. El primogénito de Isabel de Farnesio llegaba al mundo con la todavía reciente paz, alcanzada tras la Guerra de Sucesión a la Corona de España, y, a las pocas semanas de la muerte, en Versalles, el 1 de septiembre de 1715, de su poderoso bisabuelo, Luis XIV de Francia. Sin embargo, aunque era hijo de reyes, nada hacía presagiar que reinaría en España. En la línea de sucesión al trono le precedían dos hermanos, Luis (1707-1724) y Fernando (1713-1759), hijos de la primera esposa de su padre, María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714). Viudo Felipe V a los treinta y un años, el 14 de febrero de 1714, después de trece de matrimonio, contraería nuevas nupcias apenas siete meses después, el 16 de septiembre de 1714, con Isabel de Farnesio, hija única de Eduardo III, duque de Parma, y de Dorotea Sofía, condesa palatina del Rin y duquesa de Baviera. Desde un principio, Isabel de Farnesio impulsó una compleja política dinástica, dirigida a evitar que su primogénito fuese un infante sin herencia. Contaba, para ello, con sus derechos sucesorios, aunque inciertos, como miembro perteneciente a dos poderosos linajes italianos, entonces en vías de extinción: el de los Farnesio y el de los Medici. Como hija y única heredera de Eduardo III, fallecido en 1693, aspiraba a la sucesión en los ducados de Parma y Piacenza (Plasencia), cuyo titular era su tío, el duque Francisco, pero cuyo heredero, su hermano Antonio, padecía una monstruosa obesidad, no siendo previsible, ni que disfrutase de una larga vida, ni que tuviese sucesión. Más lejanos eran sus derechos sucesorios al Gran Ducado de Toscana, a pesar de que Cosme III de Medici, al morir sin descendencia su primogénito Fernando, y no tener esperanzas de que su segundogénito, Juan Gastón, consiguiera descendencia, se mostrase favorable a que le sucediese un hijo del Monarca español. Y ello porque Isabel de Farnesio era hija del primogénito descendiente de Margarita de Medici, hermana del padre del gran duque, Cosme III. Siendo costumbre en la Corte de España que los infantes estuviesen, hasta los siete años, a cargo de mujeres, no siéndoles puesto cuarto separado y servicio de hombres hasta cumplir dicha edad, a los tres días de nacer el infante don Carlos recibió su nombramiento la aya, María Antonia de Salcedo, marquesa de Montehermoso. La tarea de enseñarle a leer y a escribir correspondió a su maestro, el francés Joseph Arnaud, junto con el padre Ignacio Laubrusel y el padre Saverio de la Conca, maestro de Moral, desde 1723. Al comunicar su alumbramiento, la Gazeta de Madrid de 21 de enero de 1716 destacó que el infante recién nacido era robusto de cuerpo. Una excelente salud sería, desde luego, principal característica del futuro Rey. También fue calificado, entonces, de hermoso. Su más destacado biógrafo, Carlos José Gutiérrez de los Ríos, VI conde de Fernán-Núñez (1742-1795), que fue su gentilhombre de cámara con ejercicio entre 1764 y 1772, precisa, a este respecto, que “había sido en su niñez muy rubio, hermoso y blanco”. Con el paso del tiempo, su rostro perdería la armonía, con el desarrollo de una muy prominente y distintiva nariz, y su tez se haría muy morena, como consecuencia del ejercicio de la caza, hasta el punto de que, sin camisa, “parecía que sobre un cuerpo de marfil se había colocado una cabeza y unas manos de pórfido”. Muy niño aún, el infante don Carlos acompañaría a su padre, y a su hermano Fernando, en una primera cacería real, que tuvo lugar en El Escorial, el 23 de noviembre de 1722. Pronto comenzó, por tanto, su inquebrantable afición cinegética. Cumplidos ya los siete años de edad, el 1 de agosto de 1723, al frente de su cuarto personal fue colocado, como ayo, el duque de San Pedro, y, como teniente de ayo, Francisco Antonio de Aguirre, hijo de la marquesa de Montehermoso. Junto al aprendizaje de las primeras letras, comenzaron a serle impartidas otras materias: Geografía, Cronología, Historia General y Sagrada, Historia de España y de Francia, Táctica Militar y Náutica. Bien dotado para los idiomas, además del castellano, llegó a hablar el francés y tres dialectos italianos (florentino, lombardo y napolitano), y a escribir en latín. Después de casado, en Nápoles, para complacer a la reina María Amalia, aprendería algo de alemán. La educación cortesana también incluía la equitación y el baile, y, en general, la música. Por esta última, en cambio, nunca sintió inclinación alguna. Siempre mostró, por el contrario, gran habilidad e interés por los oficios manuales (la relojería, la imprenta), y por los juegos, como el billar. Supo manejar el torno, llegando a fabricar diversos objetos personales, como el puño de su bastón. Destacó, asimismo, en el estudio de la Geometría y las Matemáticas, por su afición a las flores y los árboles, y por sus conocimientos de táctica militar y de fortificaciones. En marzo de 1724, tras el fallecimiento del gran duque de Toscana, Cosme III, fue reconocida la investidura eventual de don Carlos sobre dicho ducado, en virtud de los acuerdos de la Cuádruple Alianza (de 1718, entre Austria, Francia, Inglaterra y Holanda, para vigilar el cumplimiento, por España, del Tratado de Utrecht de 1713), por parte del emperador austríaco, Carlos VI. También por aquellas fechas se produjo un doloroso acontecimiento, directamente favorable para sus expectativas sucesorias, en este caso, en España. Felipe V había abdicado en favor de su hermanastro, Luis I, el 10 de enero de 1724, retirándose al recién construido palacio de San Ildefonso. Una decisión sorprendente, incluso dentro de los círculos cortesanos y diplomáticos, que no resultaría definitiva. Al fallecer Luis I, víctima de la viruela, el 31 de agosto, apenas transcurridos ocho meses, en el que sería bautizado después como reinado relámpago, Felipe V resolvió retornar al trono, y no que le sucediese el segundogénito de su matrimonio con María Luisa de Saboya, el infante don Fernando. Mientras tanto, la Familia Real iba haciéndose más numerosa, puesto que Isabel de Farnesio daría a luz siete veces: Francisco, en 1717, que sólo sobreviviría un mes; María Ana Victoria, el 31 de marzo de 1718, que llegaría a ser reina de Portugal, al casarse con José I; Felipe, el 15 de marzo de 1720, que contraería matrimonio, en 1739, con Luisa Isabel, primogénita de Luis XV de Francia, y que terminaría como duque de Parma, Plasencia y Guastalla, y cabeza de una nueva rama reinante, los Borbón-Parma, de la extensa familia borbónica; María Teresa, el 11 de junio de 1726, que llegaría a desposarse con el delfín de Francia; Luis Antonio, el 25 de julio de 1727, consagrado a la Iglesia, arzobispo de Toledo (1735) y cardenal (1741), una carrera que abandonaría, empero, para instalarse en la Corte, en 1754, y casarse morganáticamente con María Teresa Villabriga y Rozas, hija del conde de Torreseca, en 1776, lo que le alejaría del ya rey Carlos III, quien le obligó a residir en la villa abulense de Arenas de San Pedro; y, por último, el 17 de noviembre de 1729, María Antonia Fernanda, que obtendría el título de reina de Cerdeña al enlazar con Víctor Amadeo II de Saboya, en 1750. En 1728, cuando fray Jerónimo Benito Feijoo realizó su primer viaje a la Corte, para presentar el segundo tomo de su Teatro Crítico Universal, don Carlos, apenas un adolescente de doce años, le recibió en audiencia. El encuentro dejó patente huella en Feijoo, puesto que, en sus Cartas eruditas y curiosas (la número XXV), comenzadas a publicar desde 1742, no dejó de anotar un comentario sobre el carácter firme del infante, en el que había podido “observar mal avenida la apacibilidad del semblante con el rigor de la sentencia”. Con trece años de edad, en enero de 1729, acompañaría a sus padres en un viaje a Badajoz, cuyo destino era celebrar los desposorios de su hermana María Ana con José, príncipe del Brasil y heredero de la Corona de Portugal, y del infante Fernando, príncipe de Asturias y futuro Fernando VI, con Bárbara de Braganza (1711-1758), hija de Juan V de Portugal. Desde Extremadura, la Corte española no regresó a Madrid, sino que se encaminó hacia Andalucía, donde habría de permanecer aproximadamente un lustro. Aunque la excusa oficial era visitar la flota de las Indias, lo cierto es que Isabel de Farnesio quería distraer al Rey de sus ataques de melancolía, y aliviar sus desarreglos mentales. A Sevilla llegarían el 3 de febrero de 1729, alojándose en los Reales Alcázares. Precisamente en la capital hispalense fue firmado el tratado de 9 de noviembre de 1729, entre Inglaterra, Francia, Holanda y España, que expresamente reconocía los derechos sucesorios de don Carlos a los ducados de Parma y Plasencia. En este estado de cosas, diplomático, político y militar, el día en el que el infante don Carlos cumplía quince años, el 20 de enero de 1731, falleció sin descendencia el duque de Parma, Antonio de Farnesio. Su hora había sonado. En Sevilla, la Corte aprestó la ceremonia de solemne despedida del joven Soberano para el 20 de octubre de 1731. Contaba con Casa propia desde el 10 de octubre, al frente de la cual, como ayo y mayordomo mayor, estaba Antonio de Benavides, conde de Santisteban del Puerto, del que dependían más de sesenta servidores, entre ellos, como gentilhombre de cámara, José Miranda, duque de Arion, y futuro duque de Losada. La comitiva recorrió los pueblos y ciudades de España, y la costa mediterránea francesa, durante casi dos meses. En el puerto de Antibes le esperaba una poderosa escuadra anglo-española, bajo el mando conjunto del almirante Carlos Wagger y de Esteban Mari Centurione, marqués de Mari. Se hizo a la mar el 23 de diciembre, desembarcando en el puerto de Livorno (Liorna) el 26 de diciembre de 1731. El infante don Carlos pisaba tierra italiana, y, con casi dieciséis años, concluía su infancia y adolescencia políticas. Por medio de la Convención de Florencia, de 25 de julio de 1731, José Patiño, secretario de Estado y del Despacho de Guerra, Hacienda, Marina e Indias, y Juan Bautista de Orendain, secretario del Despacho de Estado, habían conseguido que el gran duque de Toscana, Juan Gastón de Medici, reconociese como príncipe heredero al infante don Carlos. Por eso, cuando entró en Florencia, el 9 de marzo de 1732, fue recibido por la Electriz Palatina viuda, Ana Luisa María, hermana de Juan Gastón, quien, enfermo en la cama, no permitió simbólicamente que le besara primero la mano, en señal de reconocimiento. En Pisa conoció a Bernardo Tanucci (1698-1783), lector de Derecho Público en la Universidad y asesor de los tribunales, a quien Felipe V nombraría asesor de cámara del infante don Carlos, y que éste, convertido aquél en su mentor y confidente, distinguiría con una relación de particular amistad, que culminaría con su designación como ministro de Gracia y Justicia, y de Estado, en Nápoles, la concesión del título de marqués, y el de regente del reino napolitano durante la minoría de edad de su hijo, Fernando I. Seis meses después de su llegada a Florencia, el 6 de septiembre de 1732, el infante don Carlos partió para la ciudad de Parma, a fin de tomar allí posesión de los ducados de Parma y Plasencia, que estaban gobernados, en su nombre, por la duquesa Dorotea de Neoburgo, abuela materna y tutora suya. La entrada solemne tuvo lugar el 9 de septiembre, haciendo lo mismo en el ducado de Plasencia el 22 de octubre de 1732. Como consecuencia de una nueva Guerra de Sucesión, ahora de Polonia (1733-1735), la península italiana se habría de convertir, muy pronto, en escenario bélico. Con ocasión de la misma, Felipe V y Luis XV suscribieron el Primer Pacto de Familia, en El Escorial, el 7 de noviembre de 1733. Con dieciocho años, el 20 de enero de 1734, el infante don Carlos fue declarado generalísimo de los ejércitos españoles en Italia, bajo la asistencia efectiva del reconquistador de la plaza de Orán, José Carrillo de Albornoz, III conde de Montemar. En febrero de 1734, las tropas borbónicas se encaminaron hacia Florencia, y después a Nápoles. Encabezando a los representantes napolitanos, el príncipe de Centola, el 9 de abril, hizo entrega de las llaves de la ciudad a don Carlos, quien, a su vez, proclamó a su padre como Monarca de aquel reino. Por su parte, Felipe V cedió solemnemente a su hijo, el 30 de abril de 1734, el reino conquistado de Nápoles, contando con el favor y aceptación del pueblo. Y ello, en teoría, porque el joven rey Carlos reunía en su persona los derechos sucesorios históricos de Fernando el Católico y de Luis XII de Francia, lo que significaba poner término formal a más de dos siglos de sometimiento, desde 1504, ora a España, ora a Austria. La entrada triunfal en la ciudad de Nápoles tuvo lugar el 10 de mayo de 1734, siendo multitudinario el recibimiento del pueblo, que prefería un Rey considerado propio, y no a simples virreyes enviados desde Madrid o Viena. Una vez conquistada la isla de Sicilia, en Palermo, el 3 de julio de 1735, en su iglesia catedral, fue coronado rey de Nápoles y de Sicilia. Nacía una Monarquía independiente, el reino de las Dos Sicilias, en la que su titular, Carlos VII de Nápoles y V de Sicilia, contaba sólo con diecinueve años. Durante los veinticinco años, entre 1734 y 1759, que Carlos fue rey de las Dos Sicilias, que le proporcionaron, por otro lado, una experiencia decisiva para su posterior labor de Rey en España, mantuvieron su autonomía ambos reinos, junto con sus respectivas leyes, instituciones y privilegios. Un reinado, el suyo, que ha sido considerado como el punto de partida de la historia moderna en la Italia meridional. Aunque Nápoles fue elegida como capital del nuevo reino, Carlos III (también así conocido en tierras napolitanas) se mostró siempre atento a los problemas de gobierno en Sicilia. Prueba de ello fue su protección a los comerciantes sicilianos, su decidida lucha contra el bandidaje, la provisión en sus naturales de los beneficios abaciales y episcopales, la construcción del Instituto del Buen Pastor, destinado a ejercer la caridad con los niños desamparados, o su respeto hacia el Parlamento de Sicilia. En el reino de Nápoles no había Inquisición, pero el feudalismo poseía gran fuerza, frente a un poder central debilitado. La Iglesia, rica y poderosa, veía acrecentada su influencia por la proximidad de la Corte pontificia. La triple inmunidad (personal, local o derecho de asilo, y real o amortización) de los eclesiásticos generaba continuos conflictos de jurisdicción, acogiéndose a lugar sagrado miles de delincuentes. De ahí que un primer éxito del rey Carlos fuese el Concordato de 1741, concluido con el papa Benedicto XIV, que permitió contener algo dichos excesos, reducir el número de conventos, y controlar la asignación de beneficios eclesiásticos. Menos afortunada fue su política de limitar, en 1738, las jurisdicciones de los numerosos señores feudales (barones) existentes. Cuantiosas sumas de dinero fueron gastadas, en 1736, para hacer más seguro y capaz el puerto de Nápoles, y la capital se benefició de la incontestable vocación edilicia y constructora del Monarca, bajo la dirección del arquitecto Luigi Vanvitelli. Entre los edificios públicos destacaron el teatro de San Carlos y el hospicio (Albergo dei Poveri). Y, entre los palacios reales, los de Capodimonte, Portici y Caserta. También fomentó el comercio y algunas industrias (de cerámica, vidrio, armas, tejidos), e impulsó los primeros trabajos de establecimiento del catastro. Sin olvidar su permiso a los judíos, otorgado por un edicto de 13 de febrero de 1739, para retornar al reino de Nápoles, de donde habían sido expulsados por Carlos V, pese a que supondría un fracaso, puesto que fueron pocos los que se acogieron a tal medida, revocada en 1742. El programa reformista alentado por el rey Carlos no tuvo adecuada expresión, pese a todo, en el Código carolino, una magna recopilación legislativa promulgada, con limitados alcances, en 1749. Obediente siempre a sus progenitores, don Carlos dejó en sus manos la elección de esposa. La elegida, joven y católica, fue María Amalia Walburga (1724-1760), hija primogénita de Federico Augusto III, elector de Sajonia y rey de Polonia, y de la archiduquesa austríaca María Josefa, hija, a su vez, del emperador José I de Austria. La boda se celebró, por poderes, el 9 de mayo de 1738, en la ciudad de Dresde. Para conmemorar su enlace matrimonial, el rey Carlos fundó la Real Orden de San Jenaro, patrón de Nápoles; al igual que, en 1772, para conmemorar el nacimiento del primer hijo varón del príncipe de Asturias, el futuro rey Carlos IV, crearía la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III. La reina María Amalia, de hondas convicciones religiosas, daría a luz en trece ocasiones, seis varones y siete mujeres: María Isabel (1740-1742), que no llegó a cumplir los dos años de vida; tampoco María Josefa Antonia (1742), que murió a los dos meses; ni María Isabel (1743-1750), que falleció a los siete años; María Josefa Carmela (1744), en cambio, aunque pequeña y contrahecha, sobrevivió, permaneciendo soltera hasta que murió, en Madrid, en 1808; María Luisa Antonia (1745) resultó más afortunada, puesto que se casó, en 1764, con el emperador Leopoldo II de Austria, hijo de la emperatriz María Teresa y de Francisco I de Lorena; murió en Viena, en 1792; Felipe Pascual (1747-1777), el primer varón, pero, deficiente físico y mental, que nunca pudo hablar, por lo que sería incapacitado; Carlos Antonio (1748-1819), que llegaría a ser rey de España, bajo el nombre de Carlos IV, y se casaría, en 1765, con María Luisa de Parma; tras María Teresa (1749-1750), muerta a los pocos meses, volvieron a nacer más varones, Fernando (1751-1825), que sería el sucesor de su padre en el reino de Nápoles, aunque no siempre mantuvo buenas relaciones con la Corte de España, y que contraería matrimonio con María Carolina, hija de María Teresa, emperatriz de Austria; Gabriel Antonio (1752-1788), hijo predilecto del rey Carlos, que acabaría casándose con María Ana Victoria, hija mayor de los reyes de Portugal; María Ana (1754-1755), que no sobreviviría un año; Antonio Pascual (1755), que se casaría con una sobrina suya, hija de su hermano Carlos IV, falleció en Madrid, en 1817; y Francisco Javier (1757-1771), que moriría a los catorce años. El mecenazgo artístico del rey Carlos alcanzó su más perdurable expresión en las excavaciones de Herculano y Pompeya. Aunque su emplazamiento ya era conocido, le corresponde el mérito de haber organizado, de forma sistemática, las tareas de recuperación de las ciudades sepultadas por el Vesubio en su famosa erupción del año 79 d. C. Con ocasión de la construcción de su palacio de Portici, en la ladera del Vesubio, comenzaron oficialmente las excavaciones de Herculano el 22 de octubre de 1738, bajo la dirección del ingeniero aragonés Roque Joaquín de Alcubierre. Los hallazgos fueron sucediéndose a ritmo creciente: arquitrabes de mármol, estatuas, trozos de bronce dorado, fragmentos de inscripciones, pinturas murales, mosaicos, papiros. Las excavaciones en Pompeya nada tuvieron de casuales, puesto que, a diferencia de Herculano, no había sido sepultada por la avalancha de fango volcánico, sino por la ceniza que cayó en gran abundancia sobre ella, que, apelmazada con el tiempo, dejó al descubierto las partes altas de algunos edificios. Comenzaron el 30 de marzo de 1748, siendo excavadas notables construcciones, como el anfiteatro, el teatro grande, el teatro pequeño u Odeón, el templo de Isis, o el cuartel de los gladiadores y su gran palestra. También dirigidas por Alcubierre, fueron iniciadas las excavaciones de Estabia, el 7 de junio de 1749. Para acoger los valiosos tesoros encontrados (monedas, joyas, lucernas, vasijas), el rey Carlos fundó en Portici dos importantes instituciones: la Real Academia Herculanense, en 1755, con la finalidad de estudiar e ilustrar tales descubrimientos arqueológicos, lo que se hizo publicando, entre otros, ocho tomos sobre las Antigüedades de Herculano, impresos, desde 1757, en la Real Imprenta de Nápoles; y el Real Museo Herculanense, creado en 1758, para exponer los diversos objetos encontrados, siendo el predecesor del posterior Museo Arqueológico de Nápoles. Bajo su patrocinio se había iniciado, conscientemente, el estudio de aquellas antigüedades romanas, que se convertirían en el modelo neoclásico de la cultura artística europea del siglo XVIII. Con la desaparición del emperador Carlos VI, el 20 de octubre de 1740, comenzó la Guerra de Sucesión a la Corona de Austria, puesto que algunas potencias europeas no querían reconocer como heredera a su hija, María Teresa de Austria. La alianza francoespañola cristalizaría en el Tratado de Fontainebleau, de 28 de octubre de 1743, el llamado Segundo Pacto de Familia, y, aunque en su articulado se preveía la neutralidad del reino de las Dos Sicilias, don Carlos no quiso mantenerse al margen de la contienda. A punto de ser hecho prisionero, en Velletri, el 11 de agosto de 1744, por las tropas austríacas, a la postre, sin embargo, la Paz de Aquisgrán, de 30 de abril de 1748, terminaría entronizando a su hermano Felipe como duque de Parma, Plasencia y Guastalla. Por lo que respecta al gobierno interior del reino de las Dos Sicilias, la reforma fiscal emprendida terminó por fracasar, consiguiéndose sólo la reversión de algunas rentas reales al patrimonio regio, y una gestión más directa de la real hacienda en el cobro de los tributos. Fue fundado, en 1751, el Banco de Nápoles, al tiempo que se intentaba unificar el sistema monetario. La agricultura, por el contrario, siguió siendo de mera subsistencia, y la ganadería, trashumante. Fueron los claroscuros del reinado carolino napolitano, tímidamente reformista. Un reinado que, para entonces, en 1759, iba ya a concluir. En España, la reina Bárbara de Braganza había muerto el 27 de agosto de 1758. Desde entonces, comenzó la lenta y terrible agonía de Fernando VI, recluido en el castillo de Villaviciosa de Odón. Sumido en la depresión y la locura, el Monarca estaba incapacitado, de hecho, para gobernar. No tenía sucesión, y no había previsión de que pudiese tenerla. Paralizado el gobierno, y hasta la administración ordinaria de la Monarquía española, el rey Carlos se mantenía, sin querer intervenir públicamente, informado de todo, a través de su embajador ante la Corte del Rey Católico, el príncipe de Yacci; del secretario del Despacho de Estado, Ricardo Wall; y de su madre, Isabel de Farnesio. Al fin, se decidió a dictar una Real Orden, el 5 de agosto de 1759, dirigida a los Reales Consejos de la Monarquía española, y, en especial, al de Castilla y al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, instando a ser informado de los asuntos de mayor gravedad, en los que fuese precisa resolución soberana. No en vano, Fernando VI le había reconocido, en un testamento otorgado el 10 de diciembre de 1758, como heredero universal suyo, al tiempo que nombraba como gobernadora provisional a la Reina madre. Todo concluyó, no obstante, al morir Fernando VI, en Villaviciosa de Odón, el 10 de agosto de 1759. La noticia llegó a Nápoles el 22 de agosto. Con sesenta y seis años, Isabel de Farnesio salió de su forzado retiro en el Real Sitio de San Ildefonso, y se encaminó a Madrid, para asumir su cargo de gobernadora interina. Carlos III fue proclamado rey de España y las Indias, en una ceremonia simbólica celebrada en Madrid, el 11 de septiembre de 1759. Puesto que diversos tratados (de Aquisgrán, de Aranjuez) habían establecido que don Carlos no podía unir las dos Coronas, de España y las Dos Sicilias, tras inhabilitar a su primogénito, el infante Felipe Pascual, duque de Calabria, incapacitado física y mentalmente para reinar, como se ha dicho, cedió la segunda a su hijo, el infante Fernando, un menor de ocho años que había de quedar bajo la tutela de un Consejo de Regencia, encabezado por Tanucci, el 6 de octubre de 1759. En una escuadra comandada por Juan Navarro, marqués de la Victoria, Carlos III de España se embarcó, rumbo al puerto de Barcelona, el 7 de octubre de 1759. El pueblo napolitano acudió masivamente a despedir a su rey, a su Carluccio. En lugar de aportar en Cartagena o Alicante, Carlos III quiso desembarcar en Barcelona, lo que hizo el 17 de octubre de 1759, como gesto político de reconciliación de la dinastía borbónica con los catalanes, a fin de borrar el recuerdo de la Guerra de Sucesión. Llegó Carlos III finalmente a Madrid, el 9 de diciembre de 1759, bajo una lluvia torrencial. La entrada solemne y oficial en la capital de la Monarquía no tuvo lugar, sin embargo, hasta seis meses después, el domingo, 13 de julio de 1760. A los pocos días, el 19 de julio, fueron celebradas Cortes en la iglesia de los Jerónimos, cuyo objetivo primordial fue el de que el reino prestase juramento de fidelidad a su nuevo Rey, al tiempo que éste se comprometía a defender las libertades y franquezas de sus ciudades y villas. Reconocido así, públicamente, como Soberano, mayor importancia tuvo que fuese proclamado su hijo, Carlos Antonio, que había nacido en Nápoles, príncipe de Asturias y heredero del trono, a pesar de que la llamada Ley sálica, establecida por su padre, Felipe V, en las Cortes de 1712-1713, luego recogida en el denominado Auto Acordado de 10 de mayo de 1713, preveía que el heredero debería nacer en España. Quedaba subsanado, así, este defecto de capacidad para reinar del futuro Carlos IV. Poco habría de durar la alegría del regreso para el nuevo Monarca, que contaba con cuarenta y cuatro años, ya que, cuando apenas llevaba once meses, falleció prematuramente la reina María Amalia de Sajonia, el 27 de septiembre de 1760, a los treinta y siete de edad. Hasta su muerte, Carlos III se mantendría viudo. Su madre, ya anciana, que no había logrado mantener tampoco buenas relaciones con la difunta Reina, también permanecería apartada del poder, en el palacio de La Granja, hasta su fallecimiento en julio de 1766. De inmediato, el Soberano perfiló algunas modificaciones, pequeñas, en el régimen de gobierno. Decisiones simbólicas suyas fueron la puesta en libertad de Melchor Rafael de Macanaz (1670-1760), que había sido fiscal del Consejo Real de Castilla con su padre, Felipe V, entre 1713 y 1715, y que se hallaba prisionero en el castillo de San Antón, en La Coruña; y de Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada (1702-1781), que había sido secretario de Estado y del Despacho de Guerra, Marina, Hacienda e Indias con su hermano, Fernando VI, entre 1743 y 1754, desterrado en Granada y en el Puerto de Santa María. Aceptando la herencia administrativa del anterior reinado, únicamente fue sustituido el titular de la Secretaría del Despacho de Hacienda por Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, su ministro de Hacienda en Nápoles, que el Monarca había traído consigo, el 8 de diciembre de 1759. Permanecieron los restantes secretarios del Despacho, en cambio, en sus anteriores cargos. En este primer equipo ministerial de Carlos III, fueron Wall y Esquilache los que asumieron el protagonismo político. Su política inicial, y la de sus ministros, se proyectó sobre tres campos principales: la Hacienda, el Ejército y la Marina. La política financiera partió del reconocimiento de las deudas de la Corona en el reinado de su padre, Felipe V, que Fernando VI se había negado a asumir. Las reformas en el Ejército y la Marina, la reorganización de sus cuerpos armados, y el fomento de la Marina, venían reclamadas por la situación internacional, en plena Guerra de los Siete Años (1756-1763). De la correspondencia que Carlos III mantuvo con Tanucci, a través de la cual estuvo siempre informado de los asuntos napolitanos, aconsejando u ordenando lo que se debía hacer, sobre todo, durante la minoridad de su hijo, Fernando I, se desprende que su propósito inicial era el de sostener una neutralidad armada. No resultaría posible. En vista de los éxitos militares británicos en el Canadá, Francia consiguió quebrantarla, ayudada por la actitud hostil inglesa. El Tercer Pacto de Familia fue suscrito el 15 de agosto de 1761, e Inglaterra declaró la guerra a España en diciembre de 1761. Con un ejército y una marina todavía no preparados, las consecuencias fueron desastrosas: fracaso en el asedio de Gibraltar, pérdida de la Florida, y ocupación de las plazas de La Habana y de Manila. El único éxito apreciable sería la toma de la colonia portuguesa de Sacramento, en la orilla oriental del Río de la Plata. El tratado de paz de París, de 10 de febrero de 1763, consagró a Gran Bretaña como la gran potencia hegemónica europea: España tuvo que devolver a Portugal la colonia de Sacramento, recuperar La Habana y Manila a cambio de entregar a Inglaterra ambas Floridas, oriental y occidental, y aceptar el corte del palo de tinte en Honduras. En compensación por tales pérdidas, Francia cedió a España la Luisiana. Comenzaba el reinado en España, por tanto, con una derrota exterior. Quizá, por eso mismo, los proyectos de reforma de la Monarquía española, tanto en el interior como en el exterior, como base de su recuperación, recibieron un impulso todavía más firme, con nuevos protagonistas. En sustitución de Wall, Jerónimo Grimaldi, futuro marqués de Grimaldi, fue nombrado secretario del Despacho de Estado el 1 de septiembre de 1763, al tiempo que Esquilache unía a su Secretaría de Hacienda la de Guerra. No mucho después, el 16 de enero de 1765, Manuel de Roda y Arrieta accedió a la Secretaría de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia. Con anterioridad, en 1762, Pedro Rodríguez Campomanes (1723-1802), futuro conde de Campomanes, había obtenido la fiscalía del Consejo Real de Castilla, al igual que, en 1766, José Moñino y Redondo (1728-1808), futuro conde de Floridablanca. Un italiano, Félix Gazzola, conde de Gazzola, fue designado, en 1764, para organizar y modernizar las enseñanzas en el Colegio de Artillería de Segovia. Las reformas interiores fueron propugnadas, principalmente, por Campomanes, aunque también por otros ministros y oficiales de la Monarquía (Aranda, Olavide), en muy diversos ámbitos: reducción del número de fueros o jurisdicciones exentas, y máxima expansión de la jurisdicción real u ordinaria; proyecto (junto con Francisco Carrasco, fiscal del Consejo de Hacienda) de una ley general de amortización, o de limitación de la adquisición de bienes raíces por parte del clero secular y regular; incorporación de señoríos y rentas a la Corona; establecimiento del derecho regio de retención de bulas y breves pontificios (regium exequatur), y restricción del derecho de asilo eclesiástico; reforma de la organización y funcionamiento de la administración de justicia, tanto en la Administración Central (Salas de Provincia y de alcaldes de Casa y Corte del Consejo de Castilla, Alcaldías de cuartel y de barrio), como en la Administración territorial (creación de la Audiencia Real de Extremadura, de una carrera de corregimientos y varas), y la Administración municipal (los nuevos oficios de diputados y procuradores síndicos personeros del común implantados en 1766, la mejora del abastecimiento de la Corte, la creación de la Contaduría General de Propios y Arbitrios); eliminación de las trabas que encorsetaban la producción gremial; implantación de la libertad del comercio de granos desde 1765, proyecto de una ley agraria, control de los privilegios del Honrado Concejo de la Mesta en la provincia de Extremadura, e introducción del comercio libre con los dominios de América, en 1765 y 1778; pretensión de conseguir una industria popular que permitiese compatibilizar la labranza con los oficios artesanos; fundación de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía, en cuyo fuero, de 1770, quedó recogido el ideal de una nueva organización municipal; atención de los marginados sociales (gitanos, chuetas, mendigos, vagos y ociosos, presidiarios, mujeres), a fin de convertirlos en súbditos útiles y productivos, incluyendo proyectos de erradicación de la mendicidad, y de consecución de una beneficencia organizada; mejora del reemplazo anual del ejército y de la matrícula del mar; organización y reforma de los planes de estudios de las Universidades (Salamanca, Valladolid, Alcalá), y supresión de los Colegios Mayores; fundación de Sociedades Económicas de Amigos del País, así como del Banco Nacional de San Carlos, en 1782, etc. Por otra parte, su reconocida afición edilicia, también en España, le mereció el sobrenombre de “mejor alcalde de Madrid”, en homenaje a la política de construcciones y de policía que caracterizó su reinado. Particularmente destacable fue el mejoramiento urbano de la Corte (empedrado de las calles, construcción de desagües y pozos ciegos, colocación de farolas), encargado al arquitecto panormitano Francesco Sabattini. Procuró convertir a Madrid, en fin, en la gran capital de la Monarquía española, embelleciéndola con diferentes monumentos y edificios (Museo de Historia Natural, Hospital General, Colegio de Cirugía, Observatorio Astronómico, Jardín Botánico). Gozaron las artes industriales, por igual, de su aprecio y protección. De ahí que instalase, en 1759, su fábrica de porcelana de Capodimonte en el Buen Retiro; que impulsase la Real Fábrica de Paños superfinos de Segovia, en 1762; o que velase por la fábrica de cristal de La Granja, fundada por Felipe V, y reacondicionada en 1773. También le interesó el fomento de la ciencia y la técnica, en especial, de la Botánica y la Medicina, para lo que envió a América varias expediciones científicas: la de Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón por el Perú y Chile (1777-1786), la de José Celestino Mutis por Nueva Granada (1782-1808), o la de Martín de Sessé y Lacasta y el mexicano José Mariano Mociño por la Nueva España (1787-1803). Indudablemente, cabe realizar una división en el reinado de Carlos III en España, tomando como año axial el de 1766. Y, más concretamente, la primavera de dicho año, cuando se produjo el llamado motín de (“contra”, en realidad) Esquilache, acompañado de los múltiples motines de provincias (Zaragoza, Bilbao, Guipúzcoa, Alicante, Cartagena, Guadalajara, Cuenca, Palencia, Córdoba), nacidos con ocasión del acaecido en la Corte. El aparente fútil pretexto para el estallido del motín madrileño fue la publicación, el 10 de marzo de 1766, de un bando que prohibía el uso de los tradicionales embozos, capas largas y sombreros redondos, que debían ser sustituidos por la capa corta o redingot y el sombrero de tres picos, a todos los habitantes de la Corte y los Sitios Reales, a fin de facilitar la identificación de quienes delinquiesen. En la tarde del Domingo de Ramos, 23 de marzo, estalló la revuelta popular, que reunió a una gran multitud. Desde la Plaza Mayor, el gentío se encaminó a la conocida como casa de las Siete Chimeneas, donde residía Esquilache, a quien se le culpaba de todo. Ausente el ministro, la casa fue saqueada, dirigiéndose luego los congregados al Palacio Real, al grito de “¡Viva el rey y muera Esquilache!”. Descartando la represión violenta, Carlos III terminó por salir al balcón del Palacio Real, y aceptar las condiciones de los amotinados: mantenimiento de la indumentaria española, cese de los ministros extranjeros (sobre todo, Esquilache), rebaja del precio del pan. Humillado, el Monarca decidió abandonar Madrid y marchó al Real Sitio de Aranjuez, donde permaneció ocho meses; no retornó a la capital hasta que su Ayuntamiento, los nobles y los gremios le rogaron formalmente que volviese, y hasta que el Consejo de Castilla declaró, mediante un Auto Acordado de 5 de mayo de 1766, revocados todos los indultos locales otorgados en los diversos motines provinciales, excepción hecha del particular concedido por el Rey al pueblo de Madrid. Desde entonces, Carlos III se aplicó a restablecer el principio de autoridad. Destituido Esquilache, en primer lugar, Pedro Pablo Abarca de Bolea, X conde de Aranda, fue designado capitán general de Castilla la Nueva y presidente del Consejo de Castilla y fue destituido el anterior gobernador, Diego de Rojas y Contreras, obispo de Cartagena. Desde su llegada a la Corte, procedente de Valencia, el 8 de abril de 1766, Aranda, junto con Campomanes y Moñino, se dedicó a restablecer el orden público, lo que desembocó en la Real Cédula de 6 de octubre de 1768 que disponía la división de la capital en cuarteles y barrios, al frente de los cuales estarían, para velar por la seguridad, los alcaldes de Casa y Corte. Ante el creciente número de pasquines, papeles anónimos y sátiras que inundaron la Corte, en los cuales se denunciaban los males y excesos del gobierno, un Real Decreto de 21 de abril de 1766 ordenó a Aranda que procediese a averiguar quiénes eran los autores del motín, mediante una pesquisa secreta. Así fue constituido el llamado “Consejo extraordinario”, o Sala particular del Consejo de Castilla, encargada de conocer y resolver sobre dicha pesquisa. En ella el protagonismo correspondió a Campomanes como fiscal. Aunque las causas de los motines de la primavera de 1766 siguen siendo confusas (coincidencia de una serie de malas cosechas con la supresión de la tasa del grano, lo que originó típicos motines de subsistencia; unido, en la Corte, al rechazo de los ministros extranjeros, y la actitud conspiradora de parte de la nobleza y del clero), lo cierto es que la víctima propiciatoria, como en Portugal (1759) o en Francia (1764), fue la Compañía de Jesús, muy influyente en la Iglesia, las Universidades e incluso en América, y a la que se acusaba de obstinada defensora de las doctrinas contrarias al poder temporal de los Reyes, dada su absoluta dependencia del Romano Pontífice. En un dictamen fiscal datado el 31 de diciembre de 1766, Campomanes solicitaba a Carlos III el extrañamiento del reino de los jesuitas y la ocupación de sus temporalidades en España y las Indias. Así se llevó a cabo, en virtud de una Real Pragmática de 2 de abril de 1767, que culminó con la extinción de la Compañía de Jesús, obtenida por Moñino del papa Clemente XIV, mediante el breve Dominus ac Redemptor noster, de 21 de julio de 1773. Pese a todo, aunque acusados (y castigados) oficialmente los jesuitas de haber instigado al pueblo a amotinarse, lo cierto es que los ministros de Carlos III fueron conscientes de que el hambre y la escasez de alimentos habían sido, en realidad, la causa principal, económica y no sólo política. Era necesario producir más cereales y fabricar más bienes, lo que explica sus posteriores medidas de política agraria, que culminaron en el Memorial ajustado sobre el establecimiento de una Ley Agraria, impreso en 1784, precedido de los intentos de mejorar la agricultura, recortando los excesivos privilegios del ganado mesteño (Memorial ajustado entre la Diputación de Extremadura y la Mesta, de 1771). Urgía abrir a la labranza más montes y dehesas, cediendo terrenos baldíos, de propios y concejiles, a nuevos labradores, como se procuró hacer con una Real Provisión de 26 de mayo de 1770, cuya aplicación constituyó un fracaso, acompañada de otras disposiciones con similar propósito. Igualmente representativa es una Real Cédula, de 18 de marzo de 1783, que declaró honrados diversos oficios mecánicos, como los de curtidor, herrero, zapatero, sastre, carpintero y otros análogos. Finalmente, la configuración de un ejército moderno se estimó imprescindible, también en aras de la seguridad interior, lo que originó las longevas Reales Ordenanzas Militares, promulgadas en 1768. Durante el decenio de 1766 a 1776, marcado por el motín y la caída de Esquilache, el gobierno de la Monarquía descansó en una serie de hombres y nombres: Grimaldi, como primer secretario del Despacho; Aranda y Campomanes en la presidencia y la fiscalía, respectivamente, del Consejo de Castilla; y, actuando coordinadamente con los dos anteriores en todo lo relativo a la política regalista, Roda, secretario del Despacho de Gracia y Justicia. La rivalidad entre Grimaldi y Aranda, máximos exponentes del poder enfrentado de las secretarías, ministerios o vía reservada al de los Consejos o vía colegiada, se tradujo en la disputa, dentro del mundo de las facciones cortesanas, de los “golillas” o letrados frente al denominado “partido aragonés”, que aglutinaba a quienes no eran juristas sino ministros u oficiales de capa y espada, pero, también, a los partidarios de Aranda. Una lucha por el poder que terminó con la designación de Aranda, el 13 de junio de 1773, como embajador ante el Rey cristianísimo, en París. La crisis que defenestró al primer secretario de Estado se fraguó, sin embargo, con el fracaso de la expedición a Argel, en el verano de 1775, promovida por Grimaldi y dirigida por Alejandro O’Reilly. Al dimitir Grimaldi, el 7 de noviembre de 1776, le sustituyó Floridablanca como secretario del Despacho de Estado. La marcha de Grimaldi supuso la desaparición de los extranjeros del gobierno de la Monarquía. Nada más tomar posesión de su cargo, Floridablanca hubo de aplicarse al despacho de graves asuntos, como el de la independencia de las trece colonias inglesas de Norteamérica. La renovación del Tercer Pacto de Familia, de 1761, llevada a cabo con Francia mediante la Convención de Aranjuez, de 12 de abril de 1779, situó a España al borde de la guerra con Inglaterra. No pudo mantener Floridablanca el papel que deseaba, de árbitro internacional, y, a instancias de Francia y con el apoyo de Carlos III, hubo de suscribir dicha Convención, que llevó a la declaración de guerra, y que concluyó, sin embargo, con la ventajosa Paz de Versalles, de 2 de septiembre de 1783, por la que España recuperó de Gran Bretaña la isla de Menorca y ambas Floridas, oriental y occidental. Una pésima consecuencia de la guerra fue, en cualquier caso, la emisión de deuda pública, cuyos títulos se denominaban vales reales, desde 1780, y que, a la larga, provocaron un endeudamiento crónico. A pesar de todo, durante los últimos años del reinado de Carlos III fue consolidando Floridablanca su predominio político, al confiarle el Monarca la dirección de la política exterior, e incluso la supervisión de la interior, con lo que se convirtió, de facto, en una especie de primer ministro. Una situación de preponderancia ministerial y política que desembocó, en 1787, en la creación de la Junta Suprema de Estado, prevenida en un Real Decreto de 8 de julio, acompañado, con esa misma fecha, de una Instrucción reservada. Redactada por Floridablanca, y revisada minuciosamente, e incluso enmendada de su puño y letra, por Carlos III, a lo largo de tres meses, con la asistencia del príncipe Carlos, y finalmente aprobada por el Soberano, constituye un completo programa de gobierno, interior y exterior, de la Monarquía española en la segunda mitad del siglo XVIII. La puesta en funcionamiento de la Suprema Junta de Estado, por parte de Floridablanca, parece ser la solución lógica para un Monarca que, tras casi treinta años de reinado en España y América, y, en total, casi cincuenta y cinco, contando los de Nápoles y Sicilia, se hallaba ya próximo a la muerte, cansado de sobrellevar sobre sus hombros la responsabilidad del poder. Sus últimos meses de vida resultaron, por lo demás, particularmente penosos. La enfermedad y la muerte hicieron presa en sus familiares más queridos. En el Real Sitio de San Ildefonso falleció de sobreparto, el 2 de noviembre de 1788, su nuera, esposa de su muy amado hijo Gabriel, la infanta portuguesa María Victoria, a causa de un ataque de viruelas. Contagiado de la misma enfermedad, sin haber cumplido los treinta y seis años, murió el infante don Gabriel el 23 de noviembre de 1788. Carlos III se resintió de tanta desgracia y, el 7 de diciembre de 1788, amaneció con calentura, que ya no remitió. Otorgó testamento ante el conde de Floridablanca, en su condición de secretario interino de Gracia y Justicia, en la mañana del sábado 13 de diciembre, sin poderlo firmar, dada su extrema debilidad. Dispuso que se le sepultase al lado de su esposa, la reina María Amalia. Le fue administrada la extremaunción a las cinco de la tarde y murió pasada la medianoche, en el domingo 14 de diciembre de 1788. El martes, 16 de diciembre, sus restos mortales fueron trasladados al monasterio de El Escorial, adonde llegaron al día siguiente, 17 de diciembre de 1788. Carlos III fue el primer Borbón español que quiso reposar junto a los reyes de la Casa de Austria, en señal de continuidad dinástica de la Monarquía hispana, y el primero, también, que se opuso, en sus disposiciones testamentarias, a que su cuerpo fuese embalsamado. Fue, en suma, el último Monarca español, cronológicamente hablando, del Antiguo Régimen, puesto que falleció antes de la Revolución Francesa de 1789. El retrato más íntimo de Carlos III que se conserva es el que dejó escrito el conde de Fernán-Núñez. Asevera que nada sentía más que el que le dejasen, pues, aseguraba que “él no abandonaba, ni dejaba a nadie, y que así no quería [que] lo dejasen”. De trato familiar y sencillo, y modesto vestido (de caza siempre, cuando se hallaba en el campo), procuraba mostrar un carácter muy contenido, dominio de sí mismo, sencillez y hasta campechanería en ocasiones. Muy religioso, devoto de la Inmaculada Concepción y de San Jenaro, de castas costumbres, austeras y rutinarias, Fernán-Núñez hace especial hincapié en su afabilidad con todos, también con las gentes humildes o con los criados. Célebre se hizo su frase de “primero Carlos que rey”, en referencia a su modo de entender los deberes de un soberano. Cabe recordar, por último, los juicios globales que mereció su reinado a tres espíritus críticos contemporáneos, de indisputable talla intelectual. En su Elogio de Carlos III (1788), Jovellanos concluía que había sido “la mano sabia y laboriosa que esclareció y entresacó a la nación de la influencia de los errores políticos”. Cabarrús, por su parte, en otro Elogio de Carlos III (1789), sostuvo que no había tenido “más norte que el de la felicidad de sus vasallos”. Y, en su Elogio fúnebre (1789), José Nicolás de Azara afirmó que había sido “en el trono lo que, siendo vasallo, hubiera querido que fuera su monarca”. Leer menos Bibliografía G. M. de Jovellanos, Elogio de Carlos III, leído a la Real Sociedad de Madrid por el socio Don ~, en la Junta plena del sábado 8 de noviembre de 1788, con asistencia de las Señoras asociadas. Impreso de acuerdo de la misma Sociedad, Madrid, Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1789 F. Cabarrús, Elogio de Carlos III, Rey de España y de las Indias, leído en la Junta General de la Real Sociedad Económica de Madrid de 25 de julio de 1789, por el socio Don ~, del Consejo de Su Magestad en el de Hacienda, Madrid, Imprenta de Antonio de Sancha, 1789 J. N. de Azara, Relación de las exequias que celebraron los españoles en su Iglesia de Santiago de Roma a la memoria del Rey Carlos III, de orden de su hijo el Rey Nuestro Señor Carlos IV, Roma, Marcos Pagliarini, 1789 F. Beccatini, Storia del Regno di Carlo III, Torino, 1790, 2 vols. W. Coxe, España bajo el reinado de la Casa de Borbón. Desde 1700 en que subió al trono Felipe V hasta la muerte de Carlos III acaecida en 1788, trad. y notas de J. de Salas Quiroga, Madrid, 1846-1847, 4 vols. A. Ferrer del Río, Historia del reinado de Carlos III en España, Madrid, Imprenta de los Señores Matute y Compagni, 1856, 4 vols. M. Danvila y Collado, Reinado de Carlos III, Madrid, 1890-1896, 6 vols. C. 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