Profesora

Dra. Mafalda Victoria Díaz-Melián de Hanisch

martes, 23 de marzo de 2021

Sociedad española tiempos modernos. a

 

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 


§2º.- Sociedad española tiempos modernos.

(i).-La sociedad española.

La sociedad de la España moderna (en el sentido de la Edad Moderna o del Antiguo Régimen) era un entramado de comunidades de diversa naturaleza, a las que los individuos se adscribían por vínculos de pertenencia: comunidades territoriales del estilo de la casa o el pueblo; comunidades intermedias como los señorío y las ciudades y su tierra (alfoz o comunidad de villa y tierra, de muy distinta extensión.); comunidades políticas o jurisdicciones amplias como las provincias, los adelantamientos, las veguerías, las intendencias o los reinos y coronas; comunidades profesionales como gremios artesanales, cofradías de pescadores, o las universidades; comunidades religiosas; etc.
Se contemplaba el reino con una analogía organicista, como un cuerpo encabezado por el rey, con su supremacía, con las distintas comunidades y órdenes que lo formaban como órganos, articulaciones y miembros.
Los hombres y mujeres estaban vinculados por lazos personales, como vínculos de familia y parentesco. Cada vínculo se regía por reglas comunes que debían gobernar su funcionamiento y su experiencia.
 En el antiguo régimen las comunidades eran jerárquicas, todo cuerpo tenía su autoridad, eran vínculos de integración y subordinación. Pero cada vínculo tenía un valor ambivalente, de dominación y paternalismo: debían garantizar la supervivencia de los individuos a la vez que mantenían relaciones sociales de subordinación.
 Lo que en el mundo contemporáneo se entienden como funciones públicas estaban en mayoría de los casos manos de particulares, ya sean casas, señoríos o en dominios del rey, teniendo una total autonomía un territorio de otro.
El mismo concepto de particular carecía de sentido, puesto que no existía una diferenciación efectiva entre lo público y lo privado en la sociedad pre-estatal o preindustrial.

Las etnias.

La sociedad española fue dando paso desde el siglo XV a una sociedad más homogénea. La expulsión de los judíos fue decretada por los Reyes Católicos el 30 de Marzo de 1492 para toda la población hebrea de corona de castilla y corona Aragón que no se convirtieron al catolicismo.
Pero en el siglo XVII se vieron numerosos casos judaizantes. (Judíos convirtieron al cristianismo seguían practicando su religión judía.)  Los musulmanes conversos que quedaron en España siguieron practicando sus ritos, lo que dio lugar a numerosos desordenes y rebeliones, que provoco que monarquía española los expulso de reinos peninsulares en siglo XVII.
En Aragón esta expulsión de musulmanes planteó la necesidad de repoblar los terrenos abandonados, debido a los graves desajustes que la medida provocó en la agricultura y en la población, fueron una de las causas de la decadencia de España.
Un elemento nuevo de la población española de la Edad Moderna fueron los gitanos, de procedencia desconocida (probablemente procedente de Egipto, egipciana).
En la Edad Moderna figuraron numerosos extranjeros que vinieron a vivir en España.

Estamentos de los reinos.


camila del carmen gonzález huenchuñir


La nobleza y el clero eran los estamentos privilegiados.

.-La nobleza.
ejecutoria de nobleza.

1º.-La nobleza seguía constituyendo el primer estamento social, dotado de privilegios especiales en España.
Los nobles tenían exención tributaria, exenciones del servicio militar obligatorio, exclusión de la pena de prisión por deudas, de tormento o de penas infamantes, del embargo de bienes, etc.). Además tenían privilegio de una jurisdicción especial.
Desde el siglo XVI la alta nobleza tendió a volverse más cortesana y se trasladó a villa y Corte de Madrid.

En la jerarquía nobiliaria se hallaban en primer grado los Grandes de España.

 Al constituirse este grado en 1520, sólo 25 linajes tenían dicho título – Alba, Medinaceli, Medina Sidonia, Infantado, Frías, Villena, Gandia, etc. Todos ellos poseían enormes extensiones de tierra, recibían el nombre de primos del rey y podían cubrirse permaneciendo en su presencia.
A los Grandes les seguía la nobleza titulada compuestos, asimismo, de condes, marqueses, etc., y fundamentalmente se distinguían de los Grandes de España porque no podían titularse primos del rey, sino sólo parientes, puesto que en posesiones de fincas y bienes muchas veces no había diferencia.
Las siguientes escalas de la nobleza las constituían los caballeros y los hidalgos.
 Los caballeros solían disponer de ingresos suficientes para poder vivir notablemente, lo que es sinónimo de vivir sin realizar trabajo con las manos.
Los hidalgos, en principio denominación genérica a todos los nobles, se fueron reduciendo para designar a los de categoría inferior, con poca o ninguna fortuna, y muchos de ellos quedaron reducidos a una forma de vida rural.
Nadie quería ser plebeyo. Se da una exaltación del espíritu de clase que no beneficia en nada a la vida económica porque el ideal principal de toda persona acomodada era el de vivir de renta o fundar un mayorazgo.
a) El mayorazgo como forma de propiedad privativa de la nobleza.
El mayorazgo consistía en que una cantidad determinada de bienes se apartaba del orden normal de sucesión, y dichos bienes quedaban vinculados a un orden sucesorio especial, que recaían notablemente en la primogenitura, con lo cual se evitaba la descomposición del patrimonio que servía de sostén a la familia propietaria del mayorazgo.
La sociedad reconocía los mayorazgos una manifestación de distinción y riqueza.
Así, se generalizó el intento de que los apellidos quedaron perpetuados a través de la constitución de mayorazgos, más o menos importantes según la posibilidad económica del que lo instauraba.
Fruto de ello fue que surgieron fuertes desigualdades entre el hijo que recibía el mayorazgo y los otros, que formaban parte de los no favorecidos por esta institución y se conocieron con el nombre de segundones y que pasaron a engrosar las filas de los dedicados a la milicia o a la carrera eclesiástica, profesiones vinculadas, en muchos casos, a la nobleza y que recogían a muchas de las personas precedentes de familias nobles a los que no les correspondía el mayorazgo.
b) Distribución geográfica de la nobleza.
En el centro y sur de España se hallaban los nobles más ricos y poderosos. En el Norte, en general, había mucha pequeña nobleza. Sólo en la franja cantábrica se hallaban la mitad del total de hidalgos de España.
En Aragón también predominaba la pequeña nobleza en las figuras de los infanzones aragoneses o los barones catalanes. También existía una poderosa nobleza, similar a los grandes de Castilla, formada por los ricos-hombres aragoneses.
A partir de las Cortes de 1538, celebradas en Toledo, dejó de existir una institución u órgano que les mantuviera unidos y que les permitiera, por tanto, ejercer presión interna sobre el monarca. Progresivamente, la nobleza se hizo cortesana, y en contraprestación recibieron nombramientos y concesiones importantes, además de continuar estando exentos del pago de casi la totalidad de los impuestos existentes.
El dinero pasa a ser progresivamente el gran motor efectivo de ascenso. Los que se enriquecían, procedentes del estado llano, procuraban ascender a hidalgos. Los hidalgos que podían, pasaban a caballeros. Los caballeros, a títulos, y los títulos a Grandes.
Ante las enormes dificultades financieras de la monarquía, no era difícil convertirse en señor de vasallos. Carlos V limitó a 25 el número de Grandes y a 35 el de títulos. En el siglo XVII, sólo Felipe IV creó 118 títulos, y Carlos II le superó limpiamente al otorgar durante su reinado 295.

El clero.
Vasco Vázquez de Quiroga y Alonso de la Cárcel
Primer obispo de Michoacán (México)

Introducción.

2º.-El clero constituyó, en la edad moderna, un grupo social muy numeroso y heterogéneo, existiendo gran diferencia entre clero regular y secular, u entre alto clero y bajo clero, dotados de privilegios análogos a los de la nobleza en el orden civil, penal, procesal y tributario.
A finales del siglo XVI había en Castilla alrededor de 75.000 religiosos.
El clero era un estamento más abierto a la sociedad, ya que podían incorporarse individuos sin atender a su condición social, aunque también era un grupo jerarquizado con distintos grados dentro de su estructuración.
El clero era, junto a la nobleza, parte del bloque social dominante. Dedicada al cuidado de la fe católica, la clerecía contribuía también, objetivamente, al mantenimiento del feudalismo desarrollado en su fase política del absolutismo ilustrado.
Afirmación especialmente cierta para su elite rectora, que junto a la nobleza titulada era la primera beneficiaria del modelo social imperante y su principal garante.
Grupo poco numeroso, pues no supuso nunca más allá del 2 por ciento de la población, dividido casi a la mitad entre seculares y regulares, mal repartido por el territorio peninsular al concentrarse allí donde conseguía mejores medios de subsistencia (especialmente el urbano), experimentó durante el siglo una ligera tendencia a su disminución absoluta y proporcional con respecto al conjunto de los españoles (unos 150.000 a mediados del siglo y unos 145.000 en 1797), merma que afectó algo más a los regulares merced a la expulsión de los jesuitas y a la política carolina favorable al aumento del clero con cura de almas.
Función social de iglesia.
Además de la salvaguarda de la religión católica, las funciones sociales a las que atendió la clerecía estuvieron bien delimitadas pese a su pluralidad. Tres eran las misiones esenciales.
En primer lugar, el clero debía educar a la población en unos determinados valores sociales que en ningún caso perturbaran el sistema. Antes al contrario, mediante el consenso (o la coacción, si era preciso) los clérigos debían imponer un credo de creencias que las diversas clases sociales tenían que compartir.
 En segundo término, los eclesiásticos contribuían a atemperar las diferencias económico-sociales existentes a través de la beneficencia y la mediación en los conflictos sociales. En este último caso, la clerecía adoptaba una postura de arbitraje que su prestigio social entre las diversas clases sociales le permitía. Así acabaron apaciguando algaradas y revueltas que de otra forma hubieran sido más peligrosas para el orden establecido.
Finalmente, los clérigos ayudaban a legitimar por vías diversas la dominación de clase de la nobleza y de ellos mismos, que eran también grandes propietarios de patrimonios rurales y urbanos.

Estamento abierto.

La clerecía era una clase fundamentalmente abierta que tuvo aportaciones de individuos procedentes de todos los grupos sociales, siendo relativamente usual que los hijos de sectores medios acomodados pudieran desempeñar cargos en la jerarquía eclesial, lo que no impedía a su vez que los puestos más relevantes de la misma estuvieran reservados principalmente para los vástagos segundones de la aristocracia que provenían de los colegios mayores.
 En el caso del bajo clero, los descendientes de campesinos y menestrales acomodados solían ser habituales, representando a menudo una salida profesional de reputada dignificación social y de rentas suficientes para llevar una vida más placentera que la existente en la unidad familiar.
En su seno, sin embargo, el colectivo eclesial estaba fuertemente jerarquizado, existiendo a la vez importantes solidaridades horizontales y significadas diferencias verticales. Una cosa era el episcopado o los capítulos catedralicios y otra bien diferente los curas párrocos o los frailes. De esta forma, cada cual ocupaba un lugar determinado en el escalafón cuyos modos de ascenso estaban bien delimitados.
Según la posición, cada miembro de la Iglesia respondía a un tipo de funciones, disfrutaba de un acceso diferente a los abundantes recursos económicos de que disponía la institución y poseía un grado de preparación intelectual y pastoral muy diverso. Esta realidad explica la existencia, larvada o explícita, de pugnas entre los diversos colectivos eclesiásticos. Por debates ideológicos, por derechos patrimoniales, por las rentas decimales, por cuestiones jurisdiccionales o por problemáticas políticas, el clero podía ponerse fácilmente a la greña. Los diversos avatares del siglo, especialmente a finales del mismo, fueron situando definitivamente a unos en el bando de la tradición y a otros en el del reformismo moderado donde también algunos clérigos creyeron ver el remedio para los males de España y de la Iglesia.
Sin embargo, estas diferencias internas no deben hacer olvidar que la clerecía poseía una fuerte y vertebrada identidad propia, especialmente notable entre sus elites, que establecía solidaridades horizontales esenciales frente a los otros grupos sociales. El clero se sentía unido en su obligación de moldear los valores sociales y domeñar las conciencias individuales (confesión auricular, púlpito, enseñanza, tribunal inquisitorial), actuando de agente de control social e ideológico al servicio de un orden del cual era directo beneficiario.

Privilegios fiscales.

La clerecía disfrutaba de privilegios fiscales que ocasionaban ventajas económicas considerables al tiempo que posibilitaban la cristalización legal de su superioridad político-social frente a otros colectivos. Los eclesiásticos compartían una idéntica posición institucional ante los medios de producción básicos; unos recursos que teóricamente eran de todos los miembros de la institución-Iglesia (al margen de los que cada cual disfrutara personalmente) y que les proporcionaba sustanciosas rentas. Además de los ingresos por los derechos de estola y del disfrute universal de los diezmos, la posesión de amplios patrimonios rústicos y urbanos así como la práctica del préstamo condujeron a la clerecía al establecimiento de relaciones económicas que en algunos casos (especialmente con los campesinos) fueron de dominación.
Finalmente, los clérigos estaban encuadrados en una misma institución generadora de normas comunes para todos sus miembros, tanto en el comportamiento interno como en la acción social. Una institución que actuaba como verdadero órgano colectivo frente al poder político, a la vez que generaba una autoconciencia de grupo diferenciado ante el resto de las clases sociales.
Esa implicación en la vida económica y social, esa tarea transmisora de valores sociales y de posturas ideológicas ocasionaron que las autoridades del absolutismo ilustrado tomaran el tema clerical como uno de sus puntos nodales en política social. El arma principal para librar ese combate fue el regalismo. La doctrina regalista abogaba por forjar una Iglesia nacional e independiente de Roma y por la supremacía de la Corona en los temas de orden temporal.

Reforma del clero.

Además, las autoridades borbónicas, especialmente en tiempos de Carlos III, aspiraron a regenerar el comportamiento del clero para que cumpliera mejor su misión pastoral y para que ayudara en la tarea de reformar el país. Con el objeto de conseguir estos logros se quiso formar una clerecía menos numerosa, bien repartida por el territorio, preparada pastoralmente y dedicada a la labor específica de una cura de almas sobria y eficaz. Estos objetivos ayudan a explicar la preocupación prioritaria por los curas párrocos y la mal disimulada animadversión por los regulares o por los clérigos que habían recibido la tonsura para disfrutar de algún beneficio eclesiástico.
Varios fueron los frentes de actuación y no demasiados los éxitos conseguidos, pues ni los seculares se pasaron masivamente a las filas reformistas, excepción hecha de algunos miembros de la elite eclesial, ni los regulares colaboraron en su propia mejora. Hubo acciones de gobierno encaminadas a reformar la estructura interna de la clerecía. En 1762 el Consejo de Castilla limitaba el número de religiosos a aquellos que pudiera mantenerse con dignidad dentro de un convento, cuestión que afectó sobre todo a trinitarios, mercedario y carmelita.
Asimismo, fijaba la edad mínima para profesar cualquier religión, obligaba al nombramiento de un general español al frente de cada orden religiosa y prohibía la ordenación de regulares españoles en el extranjero así como de foráneos en España. Al mismo tiempo, la condición económica del clero parroquial fue objeto de un Plan Beneficial firmado por Carlos III.
 El plan pretendía redistribuir las parroquias y dotar a cada párroco con una congrua mínima de 4.000 reales proveniente de los muchos beneficios simples que no estaban dedicados a la cura de almas, medida que tuvo un éxito superficial y relativo. También se quiso potenciar la preparación pastoral e intelectual de la clerecía con la creación de numerosos seminarios conciliares. Desde 1766 hasta finales del siglo, se formaron diecisiete nuevos seminarios reformados, amén de algunas bibliotecas en las respectivas sedes episcopales.

Otras acciones se dirigieron a las bases económicas del clero.

 La mayoría de los ilustrados vieron la amortización de tierras eclesiásticas como un atentado contra los principios de la economía civil, del crecimiento agrario y de la hacienda pública. Buena prueba de ello puede hallarse en el famoso Tratado de la Regalía de Amortización escrito por Campomanes en 1765. Aunque no fueron muchas las medidas tomadas para desamortizar tierras clericales, las progresivas dificultades del tesoro público llevaron a Carlos IV a firmar el primer decreto de desamortización (1798). La medida afectó a una sexta parte de las propiedades de la Iglesia castellana, especialmente a las posesiones cuyas rentas nutrían a las hermandades, hospitales, hospicios y asilos. Se produjo así un resultado antisocial, al afectar el decreto a instituciones asistenciales dedicadas a los sectores bajos de la sociedad precisamente cuando más necesitados estaban por los tiempos de crisis que corrían.

Reforma caridad.

Asimismo, los gobernantes insistieron en cambiar las formas y maneras de la caridad. En 1789 se instauraba un Fondo Pío Beneficial con objeto de conseguir que las limosnas espontáneas de cada prelado surgieran de un gravamen fijo sobre las rentas eclesiásticas. Además, se empezó a difundir la idea de que la beneficencia debía ser ejercida por el Estado con criterios vinculados a la bondad del trabajo y su utilidad pública. De hecho, los hospicios y las casas de caridad fueron vistos paulatinamente como lugares donde proveerse de una mano de obra barata a la que se podía especializar en algunas labores. La caridad fue dejando de ser una cuestión moral o de orden público para convertirse en un tema económico que el Estado y la ascendente burguesía querían controlar.

Reforma religiosidad popular.

Finalmente, autoridades borbónicas y obispos reformistas de filiación filojansenista coincidieron en la necesidad de reformar una religiosidad popular a menudo rayana en la superstición y el fanatismo. En esencia, se trataba de eliminar los excesos de barroquismo y sacralización, así como las prácticas superfluas y paganizantes que había en la liturgia española. Las cofradías, las fiestas religiosas populares y los gastos excesivos en estas manifestaciones fueron duramente criticados por personajes como Campomanes, Aranda o Cabarrús.
A lo largo del siglo se fue propagando la necesidad de cambiar el viejo modelo basado en la presencia social por otro de actividad religiosa socialmente útil. De este modo, frente a la religiosidad exterior, ritual y popular, nada escandalizada ante la Inquisición y de difícil control social, se fue oponiendo una práctica más individualizada e interiorizada, más rigurosa teológicamente y menos complaciente con el Santo Oficio.

Estado llano.
El almuerzo de Diego Velázquez
Tres representantes de Estado Llano

Introducción.

3.-El estado llano o pecheros no formaban una clase social heterogénea y estaba formado varios grupos muy diferentes entre si. Constituía la mayoría de población de España. Contemplaba desde los campesinos más pobres hasta la incipiente burguesía (burguesía de la inteligencia: letrados con cargos administrativos en su mayor parte; y la burguesía de los negocios).
Se puede clasificar:
-En primer lugar, la burguesía de las ciudades, grandes comerciantes, los burgueses dedicados a profesiones liberales y los letrados.
-En segundo lugar, los artesanos o menestrales.
-En tercer lugar, las clases rurales, constituidas por los pequeños propietarios libres, llamados villanos.
Los sectores más bajos los constituían los jornaleros o peones, que generalmente vivían de los trabajos que les salían y que casi siempre eran eventuales
Fuera de estos estamentos sociales estaban personas no libres. Los No libres formado por los prisioneros de guerra y los esclavos.
 En la Edad Moderna no faltaron los conflictos sociales entre nobles y estado llano.
Estado moderno protegía a la nobleza.

Diversas clases sociales del estado llano.

La inmensa mayor parte de la población española se encontraba jurídicamente en el denominado tercer estado, es decir, en las filas de los que sin privilegios jurídicos, sin práctico acceso al poder político, sin capacidad de moldear los valores sociales vitales, mantenían la monarquía con su trabajo.
Las clases trabajadoras.
Tres eran los sectores productivos más importantes y numerosos: campesinos, artesanos y pescadores. Ellos eran los que generaban la totalidad de la producción y los que dominaban buena parte de los intercambios.

La burguesía.

A su lado, sin embargo, existía un minoritario grupo de burgueses que pese a su escasez numérica tenía una indudable importancia para la economía del país. Atendiendo al tipo de actividad, a la naturaleza de sus rentas, al volumen de sus patrimonios, al grado de su cohesión social y a la intensidad de su presencia política, pueden distinguirse tres grupos:
Los hombres de negocios, en su mayoría comerciantes mayoristas agrupados en los consulados de comercio; los mercaderes minoristas representados por los cuerpos generales de comercio; y, finalmente, los profesionales que ejercían como médicos, notarios, abogados o altos funcionarios y que a menudo se encontraban encuadrados en academias o colegios.
Importancia de grandes comerciantes.
Los que tuvieron una presencia estratégicamente más relevante fueron los grandes comerciantes. Al calor del crecimiento económico del país y del aumento del tráfico mercantil fue consolidándose una burguesía comercial cuyos efectivos a finales del siglo no superaban los 7.000 individuos. Su relativa escasez numérica no debiera confundirse con su importancia económica y social. Aunque en las diversas regiones la gran burguesía tuvo comportamientos específicos, puede afirmarse la existencia de unos comunes denominadores entre los mayoristas.
La familia era el núcleo central de las operaciones económicas, allí donde se acumulaba el capital, se buscaban los socios y se forjaban las compañías. Y junto a la familia estaba la casa. Si la familia era un mundo de relaciones de parentesco cohesionado por el padre, la casa representaba la célula referencial que englobaba todo el potencial económico, la solvencia y la reputación profesional así como el prestigio social de los miembros activos e inactivos de la familia.
La burguesía comercial tuvo unos orígenes sociales muy variados. En general, fue un grupo con tendencia a la apertura que reclutaba a sus miembros entre los hijos de los propios mayoristas, de los minoristas ricos, de los artesanos con fortuna o entre los segundones de acomodadas familias de propietarios campesinos.
 Si las primeras inversiones especulativas se saldaban con éxito, el camino podía ser recorrido sin obstáculos infranqueables. Ahora bien, en el seno de los mayoristas existía una fuerte jerarquización. En bastantes poblaciones portuarias es posible establecer una figura piramidal cuyo vértice estaba ocupado por una aristocracia burguesa minoritaria, económicamente poderosa y socialmente endogámica, con tradición en la ciudad respectiva y que era el núcleo dirigente del sector burgués. Por debajo existían diversas graduaciones de otros comerciantes mayoristas menos poderosos, menos reputados y con vidas mercantiles más azarosas.

La procedencia geográfica de los mayoristas resultó también muy variada.

La combinación de efectivos autóctonos, nacionales y extranjeros (franceses, ingleses, italianos y holandeses) fue particular en cada urbe. En Alicante, Málaga o Canarias la presencia extranjera era masiva. En Cádiz o La Coruña su participación fue muy notable, siendo buena parte de los burgueses locales meros testaferros que no controlaban la vida comercial. Por el contrario, en otras plazas como Bilbao, Valencia o Barcelona la burguesía autóctona dominó la situación.
No faltaron tampoco las colonias de comerciantes españoles en distintas ciudades de la Península, especialmente vascos y catalanes, con una notoria predilección por Cádiz, donde se centraba el comercio colonial.
La fortuna de los grandes comerciantes se encontraba bastante diversificada con el decidido objetivo de reducir el riesgo de pérdidas. La actividad central era el tráfico mercantil a riesgo o comisión, de ahí su habitual apelativo historiográfico de burguesía comercial. Oficio de comprar y vender sin tienda abierta que efectuaban en una variada geografía: aunque tenían en el propio país su zona preferente no descartaban andar los caminos de Europa o surcar los mares hacia las colonias americanas.
Sin embargo, los grandes comerciantes no despreciaban invertir las primeras ganancias mercantiles en los más diversos negocios. Algunos tuvieron una presencia habitual en los arrendamientos urbanos o en los tratos con el Estado (arriendos de impuestos o intendencia militar). Fue también usual que los mayoristas frecuentaran el préstamo hipotecario, la negociación de letras de cambio, la compra de vales reales o la formación de compañías de seguros. Asimismo, la burguesía mercantil no tuvo vacilaciones en comprar propiedades inmuebles (rurales y urbanas) de las que extraer rentas y con las que salvaguardar sus economías en caso de dificultades comerciales o financieras.
 A veces participó en arrendamientos de derechos feudales, en otras ocasiones compró tierras para establecer a colonos o gestionar directamente su explotación. Y, en todo caso, el acceso al agro servía además para poder ascender en el escalafón social: tierras y colonos representaban un binomio de gran consideración en el momento de alcanzar los estratos bajos de la nobleza. Mucho más modesta fue la participación en actividades industriales.
 Y cuando se dio todo indica que, incluso en el caso de la industria algodonera catalana, la experiencia en tales empresas no fue dilatada. Así pues, la consigna del siglo fue la de sumar beneficios con rentas y cuando las cosas no iban bien sustituir los unos por las otras.
El auge de estos grupos en las ciudades costeras (Cádiz, Barcelona, Valencia, La Coruña o Bilbao) y en el propio Madrid, facilitó una cierta toma de conciencia de grupo social diferenciado que supo poner a su servicio, y para el diálogo con la administración, a las instituciones consulares creadas a lo largo del siglo, especialmente tras los decretos de libertad de comercio de 1778.
 Sin embargo, esta toma de conciencia no derivó nunca en un enfrentamiento directo con el sistema político vigente, algo que no requerían sus negocios ni se lo permitía su tipo de cultura y mentalidad. Únicamente en la crisis finisecular, cuando las colonias americanas empezaron a estar seriamente amenazadas, algunas voces burguesas comenzaron a cuestionar tímidamente el edificio de un absolutismo ilustrado que les había permitido llenar las arcas familiares durante la centuria.
En la mayor parte de las ciudades era asidua la presencia de una pequeña burguesía compuesta por mercaderes que atendían las necesidades de la venta al por menor en un número no superior a 15.000 al finalizar el siglo XVIII.
 Los principales mercaderes eran los de tejidos, especias y joyas. En todos los casos, la práctica mercantil a la menuda, centrada en la tienda y en el consumo local, era la actividad principal y casi exclusiva de estos mercaderes que no dedicaron particular atención al mundo de la producción. Ahora bien, en algunas ocasiones las ganancias en el mercadeo debieron ser significativas, puesto que no fue inusual que algunos minoristas, a menudo procedentes de ámbitos rurales, acabaran en las filas de los mayoristas. El caso de la burguesía comercial catalana fue paradigmático.
Personajes de la alta burguesía partieron del pequeño comercio para ir frecuentando paulatinamente otros negocios (arrendamientos urbanos, suministros al ejército, construcción de barcos) hasta poder dar el salto al tráfico de envergadura y proceder así al cierre, a veces tardío, de sus tiendas.
Con el paso del siglo, en una España corporativa como la siglo XVIII, los mercaderes porfiaron por institucionalizarse adecuadamente. Primero lo hicieron a través de gremios y colegios a imitación de los organismos artesanales clásicos. Pero más tarde, hacia mediados del siglo, el deseo de imitar a sus parientes mayores que habían creado los consulados, el ejemplo previo y triunfante de los Cinco Gremios Mayores de Madrid y el estímulo de unos gobiernos que deseaban agrupar a todos los mercaderes, lograron consolidar los cuerpos generales de comercio en las principales ciudades españolas supervisados por la Junta General de Comercio.
 Proceso institucional que no se hizo sin conflictividad, puesto que artesanos y mayoristas, por razones distintas, vieron con malos ojos las actividades de las nuevas corporaciones. Con todo, su escaso número, el apego a la tienda y la mentalidad conservadora de la mayoría de sus miembros fueron otros tantos obstáculos para hacer de esta pequeña burguesía un grupo estimulante para la economía y la sociedad española. Los evidentes casos de dinamismo empresarial que también se dieron no pudieron impedir el predominio de esta realidad.

Profesiones.

Por último, cabe recordar que el aumento de la demanda de servicios y la intensificación de la división social del trabajo posibilitaron el auge y consolidación de una serie de profesionales. Unos estaban empleados por el Estado, formando una abigarrada cohorte de altos funcionarios jerarquizados que tenían bien delimitadas las formas de acceso, las modalidades de ascenso en la carrera burocrática y las tasas de sus emolumentos, más bien modestas en los estratos inferiores.
La mayoría de estos funcionarios provenían de la Universidad dada su pertenencia a los colegios mayores (colegiales), instituciones duramente criticadas por los golillas, que eran los que disputaban las plazas que aquellos querían detentar en régimen de cuasi monopolio.
Otros profesionales se dedicaban a los servicios que las necesidades ciudadanas requerían. Médicos, cirujanos, notarios, abogados o profesores provenían también de las universidades, pero no era extraño que completaran su arte con la enseñanza práctica transmitida en el seno familiar.
Entre ellos, desde luego, poseían muy distintas funciones, rentas y acceso al poder público, con lo cual la posibilidad de crear instituciones que les amalgamaran fue difícil. Únicamente algunos profesionales urbanos lograron acomodarse en colegios (notarios) o academias (abogados o médicos), entidades de corte corporativo que englobaban a aquellas profesiones que no tuviesen relación con el trabajo mecánico y por tanto merecieran una mayor consideración social.

El Estado del Antiguo Régimen protegía los intereses nobiliarios.

Precisamente por eso además de absoluto ha sido denominado por algunos autores —P. Anderson, Kiernan, Porshnev, etc. — como nobiliario o señorial.
El monarca nunca pone en cuestión a su nobleza y tampoco a la inversa. El primero se preocupa de mimar a la segunda y mantener sus privilegios económicos, sociales, etcétera.
Naturalmente que eso de forma general, y visto como situación a largo plazo. Por supuesto que hay conflictos coyunturales.
De ahí que haya que romper con el tópico de que los Reyes Católicos terminan con el poder de su nobleza. Parece un error metodológico plantear el inicio y el desarrollo del Estado Moderno como la resolución de un conflicto de intereses entre el monarca y la nobleza del que salió victoriosa la Corona.
 Los miembros de la alta nobleza eran los primeros interesados en contar con un fuerte poder central que posibilitara el control social e hiciera difícil, cuando no imposible, la protesta de los grupos sociales menos ricos de los que obtenían sus rentas. (Campesinado)
 El llamado Estado Moderno protege, defiende y consolida los intereses nobiliarios... Por otro lado, sería un grave error, muy numeroso entre historiadores, el de concebir su evolución de una manera lineal. Los desarrollos no suelen ser así, sino que tienen sus progresos -término etéreo- y sus retrocesos.
Igualmente ocurre con la función de la nobleza y su papel en el Estado. Poco después de terminar la Reconquista olvida su carácter militar, comienza a actuar políticamente, con una intensidad que encuentra su punto más cálido en el siglo XVII, y gradualmente su papel se va reduciendo al ocupar exclusivamente cargos diplomáticos y honoríficos, tanto en la administración como en el Ejército, si bien esto de forma muy general, y como tal bastante distorsionado.

(ii).-La economía.

La economía española vario enormemente durante época moderna.
Economía durante los Austrias.
La economía española bajo los Austrias tiene dos tendencias, generales, diferentes: la expansión en el siglo XVI y la crisis en el siglo XVII.

Agricultura.

El tipo de agricultura dominante continúa siendo la tradicional de subsistencia, a la que llegan nuevos productos y en la que se integra el ganado y el bosque.
En el siglo XVI se observa un importante crecimiento de la producción, que se traduce en un aumento de la población, tanto rural como urbana. El aumento de la producción agrícola genera tensiones con la Mesta, ya que necesita superficie de expansión, que ocupa la ganadería extensiva. La superficie se gana comiendo terreno a los pastos, y reduciendo la superficie de barbecho, gracias a la asociación de cultivos, que empezaba a generalizarse en esta época.
Se hace necesaria más superficie de cultivo para la alimentación humana. Los bueyes, que se venían utilizando para arar las tierras y como animal de tiro, son sustituidos por mulas, mucho más rápidas y menos exigentes en la calidad de la comida (comen paja seca) pero, sin embargo, aran a una profundidad menor. No en todos los reinos hay un incremento de la población, ya que en Aragón, tras la expulsión de los moriscos en 1609, se sufre una crisis de fuerza de trabajo, y una reducción de la producción agrícola.
En el siglo XVII se produce una decadencia de la agricultura y un reajuste de las estructuras. Fenómeno que no ocurre en todas partes a la vez; dándose el caso de que unas zonas están en crisis, otras están saliendo y otras no han entrado aún.
En esta época se introducen en España productos nuevos, como el maíz, en Mondoñedo en 1645, o la patata. Se generaliza la asociación de cultivos, y de la ganadería con la agricultura, lo que a la larga supone el fin de la Mesta, ya que el ganado se hace sedentario y la producción ganadera más intensiva.
Industria.
La industria de los siglos XVI y XVII se debate entre la ubicación rural y la urbana; entre las condiciones de calidad que imponen los gremios, con sus privilegios y los precios más baratos del mundo rural; entre la prosperidad y la crisis; y con el proteccionismo de fondo, sobre todo en la importación de materias primas.
Durante el siglo XVI se observa un fuerte crecimiento de la industria; principalmente la textil; aunque continúa produciendo unos paños de segunda calidad. Las ordenanzas que se promulgan pretenden que los paños sean mejores, y quienes se ocupan de la calidad de ellos son los gremios. Pero la industria no está preparada para esa mejora de calidad, y tiende a instalarse en el campo, donde no llega la autoridad de los gremios. El proceso de ruralización se da, sobre todo, en el norte de la península, mientras que en el sur continúa siendo urbana, y también de mejor calidad. Será en las regiones del sur donde se introduzca el cultivo y la producción de seda, con técnicas italianas. Esta es una zona productora de tradición musulmana, Toledo es el primer centro sedero del país.
La industria metalúrgica, y particularmente la ferrería vasca, tiene un auge importantísimo. Sus productos se venden en toda Europa, en donde están considerados como productos de primera calidad, y donde desplazan a los productos de hierro autóctonos, por sus precios más baratos.
Pero la producción industrial española tuvo un importante vicio: los altos aranceles imponían un auténtico proteccionismo de la industria española, con lo que los productos industriales, a pesar de ser de inferior calidad no tenían competencia, y las industrias no consideraron que tuviesen que modernizarse. Cuando cayó el proteccionismo las industrias españolas se encontraron en grave desventaja.
El siglo  XVII fue un siglo de decadencia para una industria española obsoleta. La pérdida de guerras en Europa supuso el debilitamiento del proteccionismo. El control de los gremios se hace insoportable y antieconómico, por lo que la industria se ruraliza aún más. Se incrementan las importaciones de productos de todo tipo, que compiten con ventaja con los autóctonos, ya que son más baratos y de calidad homologable.

Comercio.

El comercio en los siglos XVI y XVII tiene, aún, muchos puntos en común con el medieval. Se mejora la red de caminos, con la construcción de posadas, ventas y mesones, lo que hace aumentar la seguridad. Se crea la Santa Hermandad (en 1476) que vela por la seguridad en los caminos. Se promulga una Reglamento de Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, que era la zona más despoblada de España, y la menos segura para el transporte. Y se privilegia a las asociaciones de carreteros (los que transportan grandes volúmenes de mercancías en carretas y por carreteras) y arrieros (los que transportan pequeños volúmenes de mercancía por caminos de herradura). Continúa habiendo carreteros y arrieros temporales, aunque también los hay profesionales, que suelen pertenecer a ciertas zonas, como los maragatos, o ciertas etnias, como los moriscos. Se intenta mejorar la red de canales y ríos navegables. Son muchos los proyectos que se emprenden en tiempos de Felipe II, la mayoría fracasados, como el proyecto de hacer navegable el Tajo desde Madrid hasta Lisboa. Se mejora la red de puertos, que estaba en manos privadas, y la circulación por los mares.
La navegación de cabotaje fue la que más mercancía movió, hasta el siglo XIX. El buen estado de los caminos era responsabilidad de los ayuntamientos, aunque frecuentemente sólo se adecentaban con motivo de una visita real.
El comercio se organiza alrededor de un sistema de ferias y mercados itinerantes. No existía un mercado nacional, muy al contrario, había multitud de aduanas e impuestos de paso. En el siglo XVI se observa la decadencia de la feria de Medina del Campo y del ciclo de ferias en torno al camino de Santiago. Apenas existen tiendas fijas, todas ellas son, en realidad, talleres en los que se vende la producción. En muchas ciudades se creó la lonja como lugar de contratación principal. Las ferias y mercados se continuaron haciendo en días fijos, pero el sistema se extendió a toda España. Los comerciantes iban de una ciudad a otra en circuitos locales o comarcales, aunque también había comerciantes con circuitos más amplios, regionales o nacionales.
Una parte importante de los ingresos de la corona venía del control del comercio con las Indias. Desde el primer momento se trató de controlar ese comercio con la creación de la Casa de Contratación (1503) y el Consulado de Sevilla (1543) en Sevilla, donde debían arribar todas las flotas y galeones que comerciasen con las Indias.
 La Casa de Contratación se ocupaba de organizar las flotas, que debían ir protegidas en convoyes, a causa de la piratería; y el Consulado de Sevilla controlaba a los comerciantes matriculados, que tenían permiso para negociar con las Indias. Pero no faltaron compañías privilegiadas que comerciaban con América al margen de la Casa de Contratación, aunque las del siglo XVII fracasaron.

Economía de los Borbones.

Los diversos gobiernos de casa de Borbones practicaron una política de fomento de la economía hispana. Para conseguir la felicidad material de los súbditos y resituar a España en el concierto internacional, era preciso aumentar las fuerzas productivas de la Monarquía.
La  política exterior e interior eran en realidad dos caras de la misma moneda. Una buena posición entre las potencias europeas salvaguardaba las colonias americanas facilitando la capacidad de comerciar y el desarrollo económico del país.
Un país con mayores posibilidades de producir y comerciar podía generar mayores recursos para la hacienda pública susceptibles de ser invertidos en los barcos, los ejércitos y los diplomáticos que debían asegurar la presencia internacional. La economía se convirtió, pues, en una pieza básica del programa de reformas que bastantes políticos e intelectuales españoles abanderaron.
Pero si los objetivos eran fáciles de trazar, los medios para conseguirlos resultaron complejos y difíciles de articular. Para defender las colonias americanas era menester construir una potente flota, para mantener los dominios italianos era preciso dotar adecuadamente al ejército. Ahora bien, con recursos escasos en una hacienda siempre deficitaria y con un sistema fiscal que ya no podía exigir más a los pecheros, los recursos destinados a las fuerzas armadas dejaban de invertirse en la creación o mejora de la infraestructura material y del fomento económico interior. La solución a esta disyuntiva no era fácil, dado que los cambios debían hacerse sin alterar esencialmente la estructura social ni el edificio político absolutista que sostenía a la Monarquía.
En este dilema, las autoridades reformistas optaron casi siempre por la vía de lo cuantitativo y no de lo cualitativo, de buscar el crecimiento rápido de las variables económicas sin atender demasiado a las formas del desarrollo, por la solución técnica antes que por la política. Casi siempre lo más importante fue obtener rápidamente recursos suficientes para seguir manteniendo la maquinaria del Estado y para hacer frente a los dictados de la política exterior con América como telón de fondo.
 Y más que inversión real y efectiva de dinero contante y sonante para el fomento económico (el escaso numerario se dedicó a la política exterior, lo que no dejaba de ser una inversión indirecta en la economía), los gobiernos reformistas confiaron en la posibilidad de transformación gradual de la economía española a través de la promulgación de leyes (decretos, cédulas, órdenes). Leyes justas y precisas amparadas por el rey y ejecutadas prestamente por un cuerpo político y un cuerpo burocrático que debía perfeccionarse.
Esta práctica legalista significaba que para los gobernantes del siglo lo correcto y pertinente era que la sociedad accionase sus recursos y que el Estado se limitase a regularlos bajo la sabia batuta de la razón aplicada. La realidad mostró con toda crudeza su mayor complejidad.
La economía española no obedecía a esquemas mecanicistas que creían poder poner en funcionamiento unos mundos estamentales y corporativos que resultaban en la práctica cuasi inmutables.
Con todo, no puede negarse que los diferentes equipos ministeriales pusieran una gran pasión en la tarea de incentivar la economía española para ponerla al día respecto a lo que estaba sucediendo en otros países europeos (Holanda, Inglaterra o Francia) y que algunos logros deban ser destacados, sobre todo por sus consecuencias de futuro.

Agricultura.

Parece bien comprobado que el telón de fondo que sostuvo el auge poblacional fue el crecimiento económico. Más concretamente, fue la vitalidad de las actividades agropecuarias lo que resultaría decisivo para posibilitar a largo plazo el aumento del número de los españoles. En términos generales, en la España del Setecientos puede apreciarse el juego dialéctico que en el sistema tardofeudal existía entre la demografía y la producción agraria.
Es evidente que la recuperación demográfica presionó para que se produjera un auge en la agricultura, pero al tiempo no es menos cierto que la expansión de la segunda posibilitó el mantenimiento al alza de la primera. De este modo, si la recuperación demográfica existente desde los últimos años del siglo XVIII pudo mantener su pulso fue gracias a que la producción agraria acudió en su sostenimiento.
En efecto, la agricultura era la principal ocupación de los españoles. En el Catastro de Ensenada queda bien reflejado cómo el 58% del producto bruto castellano provenía del sector agrario.
Y en el censo de Floridablanca se constata que al menos el 70% de la población trabajadora se dedicaba a las tareas rurales. Muchos españoles se casaban y tenían sus hijos contemplando el calendario agrícola; las cuentas de la vida y la muerte estaban directamente ligadas a los vaivenes de la producción agraria y a las fluctuaciones de los precios. Años de buenas condiciones climáticas suponían buenas cosechas, precios estables, mercados bien surtidos, rentas campesinas suficientes y posibilidades de hacer planes de futuro.
No es extraño, pues, que quienes deseaban mejorar el país se ocuparan con pasión de las deficiencias de la agricultura. Así lo hicieron políticos de la talla de Campomanes, Olavide o Jovellanos y pensadores económicos de la solidez de Lucas Labrada, Ignacio de Asso, Antonio Cavanilles o Eugenio Larruga.
En este ambiente de marcada dedicación a las cosas del campo, es fácil comprender que el concepto de reforma agraria acabara tomando cuerpo durante el siglo hasta que Jovellanos le diera forma definitiva en la presentación ante la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid de su Informe sobre la Ley Agraria (1794).
Un documento en el que el ilustre asturiano abogaba por la derogación de los obstáculos jurídicos (especialmente la vinculación de la tierra), sociales (la falta de preparación técnica) y naturales (la escasez de las obras públicas) que mantenían a la agricultura española en una situación de precariedad.
A pesar de los estorbos denunciados, la agricultura española aumentó su producción durante la centuria. Y lo hizo con especial relevancia en la primera mitad para mantenerse en un tono más discreto en la segunda y no estar exenta de progresivas dificultades en los últimos años del siglo. Coyunturas generales que vinieron a superponerse a las clásicas crisis de subsistencias que en las economías locales regulaban los recursos en relación a la población. En la mayoría de las regiones la expansión agrícola tuvo un carácter eminentemente extensivo.
Nuevas tierras, habitualmente de calidad inferior a las roturadas, fueron puestas en cultivo por los campesinos a través de una deforestación que todavía estamos lejos de calibrar, de la desecación de pantanos y albuferas (Cataluña y Valencia) y de ambiciosas construcciones hidráulicas (Canal Imperial de Castilla o Canal de Aragón) o de múltiples acequias, como fue el caso de la región murciana.
Así pues, la mayor producción agrícola fue resultado de la extensión antes que de la intensificación, que sólo se produjo en algunas agriculturas y productos que lograron conectar con una amplia comercialización (Valencia, Cataluña). En realidad, en el conjunto español, la productividad por unidad de superficie y tiempo empleado se mantuvo en niveles modestos, salvo excepciones, dado que los medios técnicos de producción continuaron en una situación de escaso desarrollo.
El arado romano prosiguió con su predominio; las mulas suplieron a los bueyes, pues eran más fáciles de alimentar aunque no araban con tanta profundidad; la falta de estabulación del ganado impidió un abono suficiente y de calidad que mejorase el rendimiento de las cosechas y ayudase a suprimir el sempiterno barbecho (como ocurría en algunos lugares de Inglaterra), que aun así tuvo un ligero retroceso en términos globales. Aunque nuevos cultivos, como el maíz y la patata, se habían introducido desde el siglo anterior en la cornisa cantábrica y en las tierras gallegas, no tuvieron una influencia decisiva en el resto del paisaje agrario peninsular.
Estas características básicas de la agricultura hispana condicionaron los límites del propio crecimiento agrario. Limitaciones que empezaron a manifestarse a partir de los años sesenta cumpliendo la ley de rendimientos decrecientes: producir más significaba cultivar tierras peores que, al no poder ser regadas y abonadas convenientemente, terminaban por reducir sus rendimientos anuales medios por unidad de superficie.
Sin embargo, los comportamientos y las soluciones buscadas no fueron idénticos en todos los lugares de la Monarquía. En la diversidad tuvieron mucho que decir, amén de las variadas condiciones climáticas y de las distintas culturas agrarias, las diferentes estructuras de la propiedad y las diversas relaciones de producción que se habían establecido en el ámbito rural de cada región. Es bien cierto que la institución del señorío impregnaba en términos generales el agro hispano, pero según las características propias de cada zona se fraguó un mundo particular de relaciones agrarias en torno a la posesión de la tierra y a la producción.
Efectivamente, en una propiedad de naturaleza compartida como era la feudal, el tipo de relaciones entre los señores propietarios y los campesinos arrendadores implicaba distintos grados de posesión real de la tierra.
 En el caso de la enfiteusis (valenciana o catalana) y del foro gallego, a menudo los campesinos devenían cuasi propietarios de la tierra dada la larga duración de los contratos agrarios establecidos: los campesinos terminaban por constituirse en los únicos organizadores de la empresa agraria. Por el contrario, en amplias zonas de Castilla y Andalucía la situación se invertía. Aquí, eran los señores los que tomaban las riendas de su propiedad, explotándola a través de colonos con contratos de arrendamiento a corto plazo o bien de jornaleros. Así mantenían intacta la disponibilidad sobre sus tierras, al tiempo que podían amoldar la renta a la coyuntura económica.
A partir de esta distinción principal, las situaciones podían diversificarse en cada región hasta darnos un cuadro de la propiedad agraria que contemplaba una mayoría de tierras bajo el régimen señorial (laico, eclesiástico o real) y un tipo de explotación basado especialmente en la unidad familiar, excepto en el caso de los latifundios andaluces. Cuando la familia precisaba fuerza de trabajo para la explotación de su propiedad o sus arriendos, acudía a los jornaleros asalariados que formaban un amplio grueso en la población agraria también utilizado por los detentadores de señoríos.
Con esta agricultura de gran diversidad y en general poco modernizada, tanto técnica como socialmente, lidiaron los diversos gobiernos reformistas. En realidad, fueron ellos los primeros en inaugurar una verdadera política agraria en la historia de España, sobre todo cuando a partir de los motines de 1766 comprobaron que el estancamiento podía significar preocupantes conflictos sociales y con ellos el fracaso de la propia empresa reformista.
El objetivo último de la política ilustrada fue conseguir más producción, más estabilidad social y más rentas para el Estado. Para ello, intentaron defender la creación de una mesocracia rural que, al frente de unidades de explotaciones familiares, contrapuestas a los grandes latifundios casi siempre criticados por los reformistas, produjeran para un mercado cada vez más liberado de trabas y más dirigido a beneficiar a los consumidores.
Para alcanzar estas metas de fondo, la política ilustrada se centró en dos grandes frentes de actuación. Primero, se arbitró la iniciativa legisladora para reformar la estructura de la propiedad y las relaciones de producción, para liberalizar el comercio de granos y para limitar los intereses ganaderos de la Mesta. Y segundo, los propios gobiernos tomaron algunas iniciativas colonizadoras de nuevas tierras (Sierra Morena), realizaron obras públicas destinadas a favorecer el regadío y el transporte de productos agrarios, fomentaron la denominada industria popular en el campo y, finalmente, porfiaron por difundir nuevas técnicas y cultivos mediante su divulgación en los diarios o a través de las sociedades patrióticas.
Toda esta serie de actuaciones tuvieron siempre un éxito relativo y a menudo acabaron en fracaso en medio de un contexto social que en nada facilitó los objetivos de los reformistas, por lo demás siempre prestos a dar marcha atrás cuando las medidas eran contestadas. Así, los repartos de tierras que se decretaron no pudieron salvar el inconveniente de que gran parte del labrantío de calidad estaba en manos de la nobleza y el clero, cuyas posesiones al ser inalienables restringían sobremanera el mercado de tierras. Ante esa dificultad se intentó el reparto de lotes municipales (que terminaron en manos de las oligarquías locales), el alargamiento de los contratos de los colonos y el aumento de los requisitos para el desahucio de los mismos.
En el caso de la abolición de la tasa del grano en 1765, puede comprobarse otra actuación reformista que pretendiendo una cosa acabó consiguiendo otra bien distinta. La medida perseguía adecuar los precios agrícolas al mercado para conseguir su elevación e incentivar a los cultivadores directos. Sin embargo, esta nueva disposición acabó permitiendo a los poderosos una mayor posibilidad de especulación dado que podían acaparar grandes cantidades de granos para su posterior venta en los meses de mejores precios.
No puede decirse, pues, que la política agraria reformista se viera coronada por el éxito. El miedo de los gobernantes a provocar desestabilización política, las contradicciones que generaban en los reformistas sus compromisos de clase y, finalmente, un contexto social nada favorable, ayudaron a que la empresa no llegase a buen puerto.
 Aunque hubiera planteamientos diferentes, pues no representaban lo mismo Campomanes con su creencia en la acción decisiva del Estado o Jovellanos con su confianza en las virtudes del libre juego de los intereses individuales, especialmente después de su lectura de Adam Smith, sí que puede afirmarse que todos compartían idénticos objetivos y que ni unos ni otros pudieron llevarlos a cabo: la creación de una mesocracia rural al frente de una agricultura dinámica y moderna fue más un deseo que una realidad.
La resistencia encarnizada de las clases privilegiadas y la existencia de una realidad agraria muy plural, obstáculos insuperables con una única y milagrosa ley, provocaron medidas legislativas ambiguas o contradictorias que acabaron beneficiando a los que más recursos económicos y jurídicos tenían. Jovellanos, en su Informe sobre la Ley Agraria dejaba una prueba meridiana de esta ambivalencia reformista al referirse al mayorazgo:
 "Apenas hay institución tan repugnante a los principios de una sabia y justa legislación, y sin embargo, apenas hay otra que merezca más miramiento a los ojos de la sociedad ¡Ojalá que logre presentarla a vuestra alteza en su verdadero punto de vista y conciliar la consideración que se le debe, con el grande objeto de este informe, que es el bien de la agricultura!"
 Ocurría, sin embargo, que el bien de la agricultura no estaba nada claro que fuera al mismo tiempo el de los grandes mayorazgos.
En definitiva, las ambiciosas ideas reformistas no podían llevarse a cabo si ponían en cuestión importantes aspectos del orden social vigente. Cualquier expropiación o tímido intento de desamortización de la tierra, como los realizados bajo Carlos III o con Godoy, conseguía la exacerbada oposición de las clases privilegiadas, que tenían sus bases económicas principales en las rentas derivadas del campo.
 Si por el contrario las medidas se dirigían a dar mayores libertades a los agentes agrarios, entonces las clases humildes, más indefensas ante el mercado, se rebelaban, pudiendo generar con sus protestas un peligro de estabilidad para la propia monarquía, como había sucedido en 1766. La contradicción era difícil de resolver. La cuestión de la reforma agraria pasó al siglo siguiente como una pesada losa para la historia de España.

Ganadería.

La ganadería vivió una etapa de relativa bonanza tanto en su vertiente trashumante como en la estante. Así, a mediados del siglo, el conjunto de la ganadería castellana se aproximaba a 31 millones de cabezas, de los cuales el ganado lanar representaba el 60 por ciento. Dentro del ovino continuaban teniendo una gran importancia los rebaños trashumantes que en los años ochenta disponían aproximadamente de 4,8 millones de cabezas.
En efecto, el Setecientos fue un gran siglo para la Mesta.
Desde el reinado de Felipe IV fue capaz de conservar importantes privilegios, tal vez a causa de su fidelidad en la contienda sucesoria, consiguiendo los ganados mesteños recuperar facilidades para el pastoreo en su trasiego entre las sierras castellanas y las llanuras manchegas, extremeñas o andaluzas. Gracias a ese continuo movimiento para buscar pastos y a una cuidada selección en el apareamiento de moruecos y ovejas, el ganado mesteño producía una excelente lana entrefina que era la preferida por los mercados extranjeros.
Este tipo de ganadería se repartía entre miles de propietarios castellanos, aunque la importancia de los mismos era muy desigual.
En especial, la nobleza segundona encuadrada en las órdenes militares fue la que consiguió mayor partido al disponer de sus propios pastos. De los más de 46.000 agremiados (18 por ciento transhumantes y 82 por ciento estantes) se calcula que 78 ganaderos de gruesos caudales poseían el 35 por ciento del total de las cabezas trashumantes.
La existencia de esta elite, representada por los Señores Ganaderos Trashumantes de Madrid, implicaba la marginalidad económica de las tierras de pastizales, como bien lo denunciaron para Extremadura los Memoriales Ajustados de 1746 y 1764.
Aunque en el caso de la ganadería estante no poseemos información cuantitativa fiable, es bien conocida la importancia que tenía en las pequeñas y medianas explotaciones campesinas. El ganado proporcionaba a la empresa familiar parte del abono, servicio de tiro para la labranza y la posibilidad segura de alimento, especialmente en los años de mala cosecha.
Además, en la explotación familiar la interrelación equilibrada entre el labrantío y los pastos era muy importante. Ello explica la existencia de ordenanzas municipales que regulaban el máximo de la cabaña entre 150 y 200 cabezas por vecino y que obligaban a que el ganado excedentario paciera en tierras comunales. No obstante, la convivencia entre tierras de labor y pastoreo implicó más de un conflicto.
 En un siglo en el que la expansión demográfica empujó a roturar más tierras, no iba a resultar inusual que se diera un enfrentamiento, a menudo explícito, entre los grandes propietarios de tierras y ganados quejosos de las nuevas roturaciones y los pequeños labradores con modestas cabañas que pedían labrar nuevas tierras.
Con todo, la ganadería estuvo marcada por una doble realidad. Grosso modo, la centuria fue buena para ella al tiempo que el aumento de la demografía ocasionó nuevas roturaciones (subida de los precios y la renta agraria) y con las mismas un retroceso de los pastizales que acabó afectando a la cabaña ganadera con el paso del siglo.
En el caso de la lana, no fue tanto que la demanda exterior se parase, fenómeno propio del siglo posterior, como que la subida de los precios agrícolas frente a los ganaderos hacía, en términos globales, que no fuese rentable exportar lana a cambio de importar cereales.

La industria.

Con un sector agropecuario poco innovador, que no fomentaba la liberalización de mano de obra, que no generaba grandes capitales en manos de una mesocracia rural, que mantenía unos altos precios en el trigo y que sometía a una situación de autoconsumo a los campesinos que formaban el grueso de la población, era difícil que se produjera el despegue revolucionario de la industria hispana.
A pesar de esta realidad, es igualmente cierto que el aumento paulatino de la demografía y los recursos alimenticios posibilitó una mayor demanda de bienes manufacturados, especialmente en la segunda mitad del siglo. Gracias a ese aumento de la demanda se pudo manifestar una cierta renovación de la industria sin que la misma condujera a ninguna revolución. Como en otros aspectos de la vida económica del país, se produjo un crecimiento sin desarrollo: la tradición y la innovación estuvieron por igual presentes en la actividad industrial, aunque la primera parece que tuvo más peso que la segunda.
La preocupación por el fomento de la industria nacional fue una constante entre los gobernantes del siglo. Al igual que a los problemas agrarios se intentó contestar con el Informe de Jovellanos, ante los temas industriales les llegó el turno a hombres como Bernardo Ward con su Proyecto económico y, sobre todo, a Campomanes con sus dos obras capitales: Discurso sobre el fomento de la industria popular (1774) y Discursos sobre la educación popular de los artesanos (1775).
Desde una óptica esencialmente mercantilista se pensaba que para mantener una balanza comercial favorable, manifestación emblemática de la riqueza de una monarquía, era preciso crear una industria nacional potente, capaz de competir con los productos extranjeros y de asegurar el abastecimiento a todos los dominios españoles, peninsulares y coloniales.
Para conseguir estos ambiciosos objetivos era necesario realizar tres tipos de acciones que acabaran con el decaimiento de las fábricas: estímulo y regeneración en los diversos grupos sociales, reforma del contexto socioeconómico y organizativo donde se desenvolvía la industria y, finalmente, revisión de las políticas gubernamentales realizadas anteriormente.
Es decir, suprimir la división entre oficios honrados y viles, eliminar la desidia y el conformismo de los artesanos, preparar técnicamente la mano de obra, renovar las corporaciones gremiales y amparar desde el gobierno a la industria nacional con incentivos fiscales y comerciales capaces de crear un empresariado industrial. Tomando el conjunto del siglo, la política reformista fue evolucionando de un mayor intervencionismo estatal inspirado por el mercantilismo a una mayor creencia en las virtudes de la libertad y la iniciativa privada defendidas por los planteamientos fisiocráticos y en mayor medida por liberales.
El diagnóstico no fue en absoluto equívoco; las soluciones en cambio fueron más difíciles de encontrar dado que la tradición tuvo un gran espesor y que el conjunto de la estructura económica española era poco propicio para el desarrollo de una industria nacional.
La industria artesanal fue la que caracterizó al sector secundario durante toda la centuria. De ubicación esencialmente urbana, se trataba de una organización tradicional en la que un maestro en su casa-taller, colaborando con uno o varios oficiales y aprendices, producía bien un artículo completo o bien la parte de una mercancía que precisaba luego la colaboración de otros talleres.
La regulación de la cantidad y la calidad de los productos la realizaban las corporaciones gremiales al establecer con minuciosidad toda una serie de ordenanzas. En la mayor parte de las grandes y medianas ciudades, el taller era el protagonista de la vida industrial. A veces ocupaban barrios enteros cuyas calles adoptaban el nombre de determinados oficios. Aunque algunas urbes modestas centraron su artesanía en un determinado producto, sobre todo el textil, habitualmente existían decenas de talleres dedicados a satisfacer la demanda local inmediata.
En una ciudad como Lleida, que a finales del siglo tenía unos 10.000 habitantes, se han llegado a contabilizar 60 oficios diferentes.
Las insuficiencias artesanales, especialmente en el mundo textil, habían favorecido desde los primeros siglos de la modernidad el desarrollo de la industria rural en bastantes lugares de la geografía española.
 No es fácil determinar el alcance de esta protoindustria, pero todo indica que la baratura de sus instalaciones y el carácter complementario que tenía respecto a la agricultura, facilitó bastante su relativo crecimiento. A finales del Setecientos, más de 7.000 telares y varios miles de productores se dispersaban por el amplio territorio castellano dedicados a la pañería, la lencería o la sedería.
Paralelamente, la segunda mitad de la centuria vio crecer las escuelas de hilar, donde miles de mujeres en su domicilio trabajaban para fábricas vecinas en los primeros pasos del proceso industrial (cardado e hilado).
Aun a pesar de su relativo auge, este tipo de industria doméstica no alcanzaría los niveles de desarrollo que estaba disfrutando en Inglaterra o Alemania. Aunque en el textil gallego, valenciano o catalán y en las ferrerías vascas tuvieron un cierto crecimiento, lo cierto es que sólo sirvieron para acumular capital en las manos de algunas decenas de comerciantes y, sobre todo, para complementar los ingresos agrícolas de los campesinos.
 Esta última parecía ser una de las principales virtudes que Campomanes veía en el fomento de esta industria por él llamada popular: "... el verdadero interés del Estado consiste en mantener la industria en caseríos y lugares chicos". La situación gallega debía hacerse paradigmática frente a la barcelonesa que, como veremos, acumulaba y proletarizaba en algunas fábricas a importantes cantidades de trabajadores asalariados, con el consiguiente peligro potencial de alterar a largo plazo la estructura social existente.
El escaso éxito de la industria rural a causa de la parca asistencia de capitales, de la relativa vetustez de los medios técnicos y de la falta de competitividad, favoreció la creación, en un contexto de fervor mercantilista, de manufacturas concentradas apoyadas por el Estado, al estilo de lo realizado por Colbert en la Francia del siglo anterior. De esta forma fueron tomando vida las sucesivas manufacturas reales. Muchas de estas fábricas nacieron al calor de las necesidades estatales. Algunas lo fueron por imperativos militares.
 Tal es el caso de la construcción naval en los tres grandes arsenales (El Ferrol, Cádiz y Cartagena) o de las fábricas siderúrgicas de Liérganes y La Cavada dedicadas a proveer de material bélico a las fuerzas armadas.
 Otras surgieron pensando en obtener recursos para la hacienda pública. De este cariz fueron la fábrica de tabacos de Sevilla o las de naipes de Málaga y Madrid. En ocasiones se intentó hacer frente a la demanda de artículos de lujo generada por las clases adineradas sin tener que depender del extranjero.
Así, aparecieron las instalaciones fabriles de tapices en Santa Bárbara, de cristales en San Ildefonso o de porcelanas en el Buen Retiro. Por último, también desde el Estado se pensó en cubrir las necesidades textiles de artículos de consumo popular instalando fábricas de lana (San Fernando de Henares, Brihuega, Guadalajara), de seda (Talavera de la Reina), de lencería (San Ildefonso y León) o de algodón (Ávila).
Resulta evidente que algunas manufacturas reales generaron importantes concentraciones de capital y trabajo, cubrieron una demanda y produjeron avances técnicos y laborales dignos de tener en cuenta. Ahora bien, económicamente no resultaron viables. En unos casos porque la demanda de sus artículos era parca, en otros porque los precios debían responder a criterios políticos, en las más de las ocasiones porque no pudieron competir con otros productos extranjeros ni dentro ni fuera de España.
 Además, como quiera que representaran un gran dispendio para el erario público, los gobernantes tuvieron muchas vacilaciones en cuanto a los apoyos que debían prestarse. Aun con esos inconvenientes, debe situarse en su haber el incentivo que representaban para las comarcas donde se ubicaban sus instalaciones, convirtiéndose de hecho en verdaderos polos de creación de empleo en lugares económicamente aletargados. Una evidencia parece imponerse, la participación directa del Estado en la gestión industrial no fue un éxito pero sirvió al menos para cubrir demandas concretas y dar empleo en comarcas ciertamente deprimidas.
Las autoridades borbónicas también mostraron su empeño industrial participando en fábricas mixtas con capital privado, instalaciones que eran privilegiadas con franquicias fiscales o incentivos para la comercialización. A iniciativa del Estado (que participaba con préstamos o con emisión de acciones) o de particulares, se constituyeron diversas empresas dedicadas a la industria lanera y sedera. De este tipo fueron iniciativas exclusivamente fabriles como la Fábrica de Paños Finos de Segovia o con intereses comerciales como la Real Compañía de Comercio y Fábricas de Extremadura, la Real Compañía de Comercio y Fábricas de Zaragoza o la Compañía de San Carlos de Burgos. La experiencia no fue muy satisfactoria y dichas empresas industriales sólo parecieron remontar el vuelo cuando pasaron completa y definitivamente a manos privadas, que es lo que ocurrió con la mayoría.
Ahora bien, la mayor parte de la producción industrial española estuvo en manos privadas. Algunas de estas empresas llevaron el nombre de fábricas reales, que significaba el disfrute de una serie de franquicias a condición de que sus dueños supieran mantener un mínimo de calidad susceptible de ser imitado por el resto de los fabricantes. En algunos casos estas fábricas estuvieron gestionadas por corporaciones que instalaban sus propias empresas industriales con el objeto de proceder posteriormente a la comercialización de sus productos.
El ejemplo más claro fue el de los Cinco Gremios Mayores de Madrid, que llegaron a regentar fábricas de seda (Valencia), cintería y listonería (Valdemoro) y holandillas (Madrid). Asimismo, tuvieron la titularidad de las manufacturas reales de Guadalajara, Talavera y San Carlos.
A pesar de estos casos, más numerosas fueron las fábricas de propiedad particular. Algunas estuvieron simbólicamente creadas por nobles, como ocurrió con la fábrica de tapices, hilados y tejidos de algodón del duque del Infantado en Pastrana o con la de tafetanes y medias de seda que instaló el conde de Aguilar en la Rioja.
Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones se trataba de adinerados maestros gremiales que decidían dar el salto a una empresa libre de las ordenanzas gremiales o bien de un emprendedor empresario que terminaba por crear importantes concentraciones fabriles. Este último es el caso de la fábrica de Valdemoro de José Aguado (que después pasó, como hemos visto, a los Cinco Gremios Mayores) o de las diversas iniciativas del famoso comerciante y asentista naval Juan Fernández de Isla. En este sentido, las empresas de mayor enjundia fueron la Mantelería de la Coruña establecida por los holandeses Adrián Roo y Baltasar Kiel en el último cuarto del siglo anterior, la fundición instalada por Antonio Raimundo Ibáñez en Sargadelos y el establecimiento del Nuevo Baztán creado de la mano de Juan de Goyeneche.
No obstante, entre este tipo de manufacturas organizadas con el esfuerzo del capital privado y el apoyo ocasional de la hacienda, las fábricas de algodón de Cataluña resultaron una de las mayores y más importantes novedades del siglo.
Creadas en primera instancia por los grandes mayoristas catalanes y posteriormente asumida la iniciativa por fabricantes especializados en las tareas textiles, las fábricas de indianas tuvieron una decidida actitud de encaramiento hacia el mercado peninsular o colonial, efectuaron tímidas pero significadas transformaciones técnicas, desvincularon la producción del mundo gremial y emprendieron nuevas formas de gestión fabril. Además, tuvieron importantes repercusiones sociales. Por un lado, crearon un sector empresarial con progresiva conciencia de clase y ligado en exclusiva al mundo industrial.
Por otro, permitieron forjar un incipiente proletariado industrial concentrado en Barcelona. Todos estos factores posibilitaron un cambio en el modo de producción: producir no sólo para el consumo local sino para la demanda exterior sobre la base del trabajo asalariado.
Con todo, debe recordarse que la industria española estuvo durante todo el siglo presa de sus elevados costes de producción y, por tanto, de sus escasas posibilidades de conquistar mercados. Dificultades en la obtención de materias primas, exceso de impuestos, pobreza tecnológica y limitaciones gremiales, provocaron una producción escasa (a pesar de su crecimiento absoluto) y de no gran calidad que difícilmente podía competir con la extranjera, ni siquiera en la nación propia. Los fabricantes vendían tarde, poco y mal.
Y en estas condiciones, el margen de beneficios era escaso y la reinversión por consiguiente precaria. Todo un círculo vicioso a causa del cual la industria hispana terminaba siendo poco atractiva para unos capitales que veían en la agricultura rentas más constantes y seguras y en el comercio ganancias más considerables con parecido riesgo.

Comercio.

En la búsqueda del deseado fomento económico, el comercio ocupó entre los gobernantes una posición de primera línea puesto que para muchos representaba la medida del progreso económico de la nación: el estado de las fuerzas productivas de la monarquía tenía en el tráfico mercantil el mejor barómetro.
 El esperado aumento de la producción agraria e industrial se vinculó a la posibilidad de conseguir nuevos mercados. Y aún más: la política internacional no sólo era el mantenimiento formal de los oropeles dinásticos, sino una manera de conseguir que la economía nacional se fortaleciese a través de buenos tratados comerciales.
Los esfuerzos por promover la actividad mercantil estaban justificados en la mentalidad de unas autoridades fuertemente influenciadas por la idea de conseguir una balanza comercial favorable a España. La creación de juntas de comercio y consulados, el reforzamiento de la Junta General de Comercio, el impulso para la creación de compañías privilegiadas o los decretos de libertad de comercio con América, fueron otros tantos ejemplos de una política sinceramente preocupada por la reactivación comercial.
La tarea no era fácil. Las condiciones generales de la economía y la sociedad española no eran ciertamente las más idóneas para auspiciar la eficaz articulación de un mercado interior que ayudara a dinamizar el comercio hispano. Sin embargo, parece evidente que el incremento de la población, la agricultura y la industria, unido a una coyuntura económica bonancible en el contexto internacional, provocaron un aumento considerable de los intercambios tanto en el ámbito interior como exterior, este último principal preocupación de unas autoridades sabedoras de que en las colonias estaba la principal fuente de riqueza de la Corona.
El comercio interior de España, esto es, de una provincia a otra, es bien poca cosa. Esta sentencia del francés Alexandre de Laborde a principios del XIX, era una expresión bastante certera para describir el mercado interior español durante la centuria ilustrada. En efecto, el radio habitual de los intercambios en poco superaba el ámbito local o comarcal a través de los mercados y ferias que por doquier se celebraban.
 El autoconsumo campesino era elevado puesto que los hombres del campo se abastecían alimentariamente, producían parte de su propia vestimenta y la mayoría de los utensilios de trabajo o del hogar. Y lo poco que no era de elaboración propia, lo compraban a los artesanos locales.
Además, las clases productoras tenían poca capacidad de consumo después de saldar sus cuentas con los señores, la Iglesia o el Estado. Y las rentas acumuladas por los poderosos tampoco representaron un tirón definitivo para el consumo. En estas circunstancias, el conjunto de la demanda nacional vivía en una situación de relativo aletargamiento respecto a lo que ocurría en otros países europeos. La penuria de la mayoría de los españoles y la desigual distribución de la propiedad y la renta, era los problemas centrales para elevar la demanda y el consumo.
A estos principales inconvenientes, se unía una serie de estorbos que dificultaban la articulación del mercado interior. Inconvenientes a los que las autoridades borbónicas trataron de poner remedio aun a sabiendas de que se topaban con los intereses corporativos y con la necesidad de movilizar unos recursos que la hacienda real no tenía.
En cuanto a las facilidades para la libre circulación de productos, los gobernantes pusieron su empeño en eliminar las aduanas interiores entre los antiguos reinos, objetivo conseguido desde 1717 con la única excepción del caso vasco. Sin embargo, no tuvieron tanto éxito con los peajes interiores (portazgos, pontazgos y barcajes) que siguieron prácticamente intocados al estar buena parte de ellos en manos de la nobleza titulada.
 En 1757 se procedió a la anulación de los derechos de rentas generales que gravaban las mercancías con el objetivo de incentivar la libertad de su tráfico. En 1765 se decretaba la abolición de la tasa del grano con la intención de agilizar el tráfico de cereales.
A pesar de estos esfuerzos, la práctica del comercio prosiguió fuertemente reglamentada durante el siglo por el Estado, los gremios y las autoridades locales. Así, por ejemplo, la hacienda pública continuó manteniendo por razones fiscales una serie de estancos en régimen de monopolio, entre los que destacaban el tabaco y la sal.
La Casa de los borbones crearon la bandera  de la mercante española.
Trasporte.

Finalmente, debe recordarse asimismo la deficiente situación en la que se encontraba el transporte, pieza vital en todo intento de incrementar las fuerzas productivas nacionales. En este sentido, tras unos primeros esfuerzos en la primera mitad del siglo (el puerto de Guadarrama, la carretera de Burgos a Santander por Reinosa), fue en tiempos de Carlos III cuando los planes viarios tomaron un impulso definitivo a través de un modelo radial que pretendía unir Madrid con las principales capitales, llegándose a construir unos 1.200 kilómetros.
 También se iniciaron una serie de carreteras interregionales y se emprendió la construcción de más de 700 puentes, de numerosos canales dedicados a estimular la comercialización agraria (Manzanares, Imperial de Aragón, Castilla) y el arreglo de bastantes puertos marítimos (Valencia, Bilbao, Barcelona) por los que navegó una flota mercante que llegó a alcanzar unas 175.000 toneladas, su nivel más alto desde los mejores años del Quinientos.
Todos estos esfuerzos tuvieron una relativa recompensa. Las manufacturas catalanas se extendieron por muchos rincones de la geografía hispana; la lencería gallega cruzó los campos de buena parte de Castilla; la sedería valenciana rebasó asiduamente los límites de su región; la lana castellana continuó la ruta del Cantábrico hasta tierras europeas; el pescado capturado con las artes de arrastre surtió el litoral y el interior; la siderurgia vasca encontró su salvaguarda en el propio mercado español. A pesar de las deficiencias estructurales comentadas, el comercio interior aumentó durante el siglo. Sin embargo, la mayor densidad de los intercambios no consiguió dar una mejor articulación al mercado interior hasta convertirlo en un verdadero mercado nacional.

Como conclusión.

Durante el siglo XVIII, la economía española paso de economía regional basada antiguos reinos a una economía de escala nacional, Lográndose la  unificación  económicamente el mercado interno de España.

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