Profesora

Dra. Mafalda Victoria Díaz-Melián de Hanisch

jueves, 6 de mayo de 2021

Los abogados de la época indiana (I) a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;Paula Flores Vargas ; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo;  Soledad García Nannig; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 




SUMA.

 I. La organización burocrática y el derecho.
 II. Origen social y formación intelectual.
III. ¿Quiénes y cuántos eran los abogados?
 IV. Ocupación, honor y remuneración.
 V. ¿La traición de los abogados? 
VI. Bibliografía.



Dos ejemplos de Abogados ilustrísimos de la época indiana.




OIDOR Antonio de Querejazu y Mollinedo


Antonio Hermenegildo de Querejazu y Mollinedo (Lima, 1711 - 1792), magistrado y funcionario colonial criollo peruano.

Biografía

Hijo del maestre de campo Antonio de Querejazu y Uriarte y Juana Agustina de Mollinedo y Azaña. Realizó sus estudios en el Real Colegio de San Felipe (1724) y en la Universidad de San Marcos, de la que se graduó de doctor en Leyes y abogado.
Nombrado Presidente de la Audiencia de Charcas, ejercitó las funciones respectivas durante nueve años y cuatro meses; y con títulos de oidor supernumerario de la Audiencia de Lima (1744) y consejero honorario del Consejo de Indias, volvió a su ciudad natal. En 1748, fue investido con el hábito de caballero de la Orden de Santiago.
Gracias a su experiencia política y sus vinculaciones personales logró una influencia tan notoria que en su tiempo fue juzgado como “el hombre más poderoso del Virreinato”. Poco antes de morir se le concedió el título de camarero honorario de la Cámara del Consejo (1791).
Acumuló una gran fortuna, basado en múltiples intereses comerciales ultramarinos como en importantes propiedades rurales en distintos pisos ecológicos y de diferente actividad. Fueron estas la hacienda de Santa Rosa de Urrutia, en el valle del Cóndor; otra en Cañete; una estancia con 46.000 cabezas de ganado en Tarma llamada San Lorenzo de Atocsaico, y una hacienda de coca en las inmediaciones de La Paz, llamada Coroico Viejo. Heredó el mayorazgo de San Pascual Bailón, impuesto sobre el fundo de Cañete
Juan Ruiz de Alarcón
ABOGADO Y LITERATO INDIANO


(Taxco, 1581​-Madrid, 4 de agosto de 1639) fue un escritor novohispano del Siglo de Oroque cultivó distintas variantes de la dramaturgia. Entre sus obras destacan la comedia La verdad sospechosa, que constituye una de las obras claves del teatro barroco hispanoamericano, comparable a las mejores piezas de Lope de Vega o Tirso de Molina.
Su producción literaria se adscribe al género de la comedia de carácter. Forjó un estilo construido a partir de personajes con identidades muy bien definidas, profundas y difíciles de entender en una primera lectura. Domina el juego de palabras y las asociaciones ingeniosas entre estas y las ideas. El resultado es un lenguaje lleno de refranes y capaz de expresar una gran riqueza de significados.
El pensamiento de Alarcón es moralizante, como corresponde al período barroco.​ El mundo es un espacio hostil y engañoso, donde prevalecen las apariencias frente a la virtud y la verdad. Ataca a las costumbres y vicios sociales de la época, en lo que se distinguió notablemente del teatro de Lope de Vega, con el que no llegó a simpatizar. Es el más psicólogo y cortés de los dramaturgos barrocos y sus obras se mueven siempre en ámbitos urbanos, como Las paredes oyen y Los pechos privilegiados. Su producción, escasa en cantidad si se compara con la de otros dramaturgos contemporáneos, posee una gran calidad y unidad de conjunto y fue muy influyente e imitada en el teatro extranjero, particularmente en el francés.
Todo ello le ha valido a Alarcón ser considerado un influyente dramaturgo del barroco español. No fue bien valorado por sus contemporáneos y su obra permaneció en el olvido hasta bien entrado el siglo xix, cuando fue rescatada por Juan Eugenio Hartzenbusch. A pesar de que su producción se desarrolló en España, el pensamiento generado en la Nueva España a causa de sus obras fue importante para su posterior apogeo y el influjo de las tradiciones entre ambas regiones resulta inherente a la forma de reflejar el estilo de vida en dichas épocas.

Biografía 

Era hijo de una familia acomodada de ascendencia española, ilustre sobre todo por el apellido materno. Su padre tenía una posición definida en la minería del Real de Minas de Tasco. Estudió en la Universidad de México desde 1592 y se trasladó a España en 1600, donde se graduó de bachiller en Cánones en el mismo año, y en Leyes en 1602 (Universidad de Salamanca). Pero su estancia en España se hizo pronto económicamente difícil y sólo obtuvo apoyo de un pariente sevillano, Gaspar Ruiz de Montoya; después de ejercer sin título la abogacía en Sevilla, logró repatriarse, aunque tuvo que hacerlo probablemente en el séquito del arzobispo fray García Guerra en 1608, tras haber intentado inútilmente la vuelta en el año anterior.
Obtuvo el título de licenciado en Leyes en la Universidad mexicana en 1609, fracasó en sus aspiraciones al profesorado universitario en tres intentos y trabajó en empleos menores, para embarcar de nuevo rumbo a España en 1613. Quizá porque su familia había venido a menos, el joven licenciado no regresaría a su país de origen. Habiendo iniciado ya su labor literaria, las dificultades con que tropezó en la península ibérica lo impulsaron a entregarse de lleno al teatro. Cuando logra colocarse como relator interino en el Consejo de Indias (1626), parece acabarse la producción literaria que le había dado personalidad, pero que había sido también la causa de sus amarguras y sinsabores. En 1633 se le confirmó en propiedad el cargo.

La inquina que Ruiz de Alarcón despertó en España y, sobre todo, en las grandes figuras del denominado Siglo de Oro, no puede explicarse por el simple hecho de que tuviera un físico desgraciado; su joroba podía justificar, tal vez, algunas burlas inclementes, pero en absoluto la acerba crítica, cuyos motivos deben buscarse, quizás, en la indiscutible calidad de un autor cuyas obras amenazaban la preeminencia y el éxito teatral y literario de sus ilustres contemporáneos. La hostilidad con que fue acogido en el ambiente literario español el gran dramaturgo mexicano ha motivado muy diversas reacciones en la crítica moderna hispanoamericana.
Es cierto que la reacción hostil fue amplia e intensa. Tuvo que padecer las sátiras de Francisco de Quevedo, el cual, tras asegurar que la "D" de su firma no se refería al "don" sino que esbozaba sólo la mitad de su retrato, llegó a llamarle "hombre formado de paréntesis". Luis de Góngora, por su parte, lo acusó de plagio. Y alguien tan sereno y tan ponderado como fray Gabriel Téllez, que inmortalizó el seudónimo de Tirso de Molina, le dedicó una décima que no le ahorra insultos como "poeta entre dos platos", o juicios a su apariencia y a su obra que se resumen en estos dos versos: "Porque es todo tan mal dicho / como el poeta mal hecho". Tampoco se anduvieron con remilgos Lope de Vega o Mira de Amescua, que llegaron a ser detenidos cuando la representación de El Anticristo produjo un monumental escándalo.
Pero el hecho de movilizar en su contra a genios de la altura de Lope de Vega, Góngora, Quevedo y Tirso de Molina es un homenaje muy singular y supone una valía sólo comparable al homenaje que dicha hostilidad representa. Si a ello se añade que el dramaturgo mexicano logró interesar a la familia real y acabó por imponerse, el genio de Ruiz de Alarcón se mostró digno de sus agresores, a quienes contestó cumplidamente en algunos casos.
Se ha comentado también "su escasa fecundidad", y tampoco la observación resulta exacta, pues el dramaturgo mexicano se entrega al teatro porque las circunstancias lo empujan, y deja al parecer de escribir para la escena cuando resuelve sus problemas económicos; es decir, no es un profesional del tipo de Lope. Que haya escrito algunas comedias antes de su segundo viaje a España no resta verosimilitud a la afirmación, como tampoco se la restaría el hecho de que algunos escritos suyos resultaran posteriores a su nombramiento para el Consejo de Indias. Considerando que las veinte comedias por él publicadas y las otras tres que indudablemente son suyas fueron en su mayoría escritas en un período de quince años, resulta muy relativamente escasa la fecundidad del artista.

El teatro de Juan Ruiz de Alarcón

En 1628 publicó la primera parte de sus comedias, en número de ocho: Los favores del mundo, La industria y la suerte, Las paredes oyen, El semejante a sí mismo, La cueva de Salamanca, Mudarse por mejorarse, Todo es ventura y El desdichado es fingir; y en 1634, otras doce en una segunda parte: Los empeños de un engaño, El dueño de las estrellas, La amistad castigada, La manganilla del Melilla, Ganar amigos, La verdad sospechosa, El Anticristo, El tejedor de Segovia, Los pechos privilegiados, La prueba de las promesas, La crueldad por el honor y El examen de maridos.
Apareció sin fecha Quien mal anda en mal acaba; se publicó en 1646 La culpa busca la pena y el agravio la venganza, y en 1653, No hay mal que por bien no venga. Son de peso las razones que se aducen para negarle la paternidad de una primera parte de El tejedor de Segovia, muy inferior a la segunda y seguramente escrita con posterioridad.
Su teatro cumple con el canon de la comedia española de la época: galanes aventureros, pretendientes irreflexivos y muy delicados en asuntos de honor, mujeres inconstantes, criados inoportunos y enredos difíciles de resolver. Al mismo tiempo, exalta valores morales como la piedad y la amistad sinceras. Lo que en otros es valentía, rudeza y galanura, en él es inteligencia, cortesía, bondad; el sentido del honor en su teatro es menos exigente, más humano, como procede en el hombre que se ha forjado en un país en formación; tiene para él más importancia la conducta que la sangre (Sólo consiste en obrar / como caballero el serlo, dice don Beltrán en La verdad sospechosa).
El dramaturgo mexicano se caracteriza por su ponderación, su equilibrio, su corrección en el lenguaje y en el verso, su sentido humano de la moral, en una palabra, su discreción, calidades en las que supera al resto de los dramaturgos españoles, aunque no alcanza a los mejores en habilidad para utilizar los recursos escénicos. Al reducir la intensidad de las situaciones habituales del teatro español, lo humaniza y permite vislumbrar elementos distintivos y precursores del romanticismo.

Destaca en sus obras un estilo contenido y tramas bien pensadas que dejan poco lugar al absurdo. Su extremado cuidado en la construcción de sus comedias conduce siempre a un encadenamiento lógico de todas las escenas de la obra. Se da un predominio de los personajes sobre la acción; por este motivo sus comedias suelen desarrollarse en ambientes íntimos y familiares. De ahí que su teatro pueda calificarse como de "caracteres", ya que prevalece el análisis de la interioridad o psicología de los personajes y el trazado minucioso de éstos. El perfil de los personajes no es el fruto de unos rasgos arquetípicos fríos y abstractos, sino de una descripción llena de sutiles pinceladas que componen un fresco rebosante de matices y espiritualidad.

Sus obras desprenden además un didactismo o enseñanza moral (vicios sociales, ideales de vida, defectos de conducta), pero que emanan del propio texto sin necesidad de violentarlo para conseguir este propósito. La acción tiene plena coherencia y el desarrollo de los personajes guarda una perfecta lógica evolutiva. En cada uno de sus trabajos se advierte su formación humanística y gran conocimiento de los clásicos.

La crítica es unánime al señalar como sus obras maestras Las paredes oyen y La verdad sospechosa. Su indudable influencia en el teatro clásico francés (Corneille), italiano (Carlo Goldoni) y español (Agustín Moreto y Leandro Fernández de Moratín, entre otros) colocan al dramaturgo hispanomexicano en uno de los más altos lugares del teatro universal.



Trabajo.

 El título del presente trabajo es históricamente correcto para referirnos a los abogados hispanoamericanos durante el imperio español, pues nos referimos a una época en la cual no habíamos cedido a Estados Unidos de América el adjetivo "americano" y los abogados se concebían a sí mismos como funcionarios de la monarquía española. Eran, por ejemplo, "abogados de la Audiencia de Charcas", o "de los Consejos Reales". Esta denominación no sólo designaba el ámbito territorial de su ejercicio profesional sino una lealtad institucional y política.
El periodo que cubre nuestra indagación va desde el siglo XVI a la primera década del siglo XIX. La denominación hoy usual es de la época colonial, pero cabe advertir que la designación no es enteramente correcta, pues jurídicamente se trataba de reinos de la Corona de Castilla, y quienes se consideraban a sí mismos españoles americanos no se sentían ciudadanos de segunda clase en los vastos dominios de la monarquía española. Como veremos luego, esto es parte del problema que analizaremos, pues a partir de la segunda mitad del siglo XVIII la corona española comenzó a establecer restricciones que, en definitiva, condujeron a la Independencia.
El tiempo que nos interesa analizar con mayor profundidad es justamente el siglo XVIII y nuestra perspectiva es la inserción político social de los abogados. Pero es inevitable que tengamos que ofrecer un contexto histórico e institucional sin el cual nuestro tratamiento sería incomprensible. Los estudios sobre abogados tienden a centrarse en los papeles políticos de los abogados o sobre su ocupación en el ámbito jurídico (véase Halliday & Karpik, 1997). En este trabajo proponemos relacionar la ocupación, el conocimiento y el papel político, destacando los elementos contextuales que permitan comprender mejor esa relación.
La España que descubre y conquista los territorios americanos era un país en vías de consolidación como nación y como monarquía absoluta. Es conocida la enorme importancia de los juristas en la construcción del orden burocrático que caracterizó la España del silo XVI (Maravall, 1972, 1977). Es natural que esto haya determinado las características de la conquista y colonización, y la importancia del derecho y los abogados desde el mismo inicio del periodo.
Los exploradores y conquistadores mismos firmaban contratos con la Corona de Castilla (capitulaciones) que determinaba con gran detalle las obligaciones y privilegios de los contratantes, quedando siempre a salvo el superior dominio del rey (Zavala, y Hernán Cortés, pero prácticamente cada conquistador firmaba uno. En él se especificaban sus prerrogativas y se sometía a una regulación considerablemente detallada de sus acciones. Hubo frecuentes disputas sobre los derechos de los conquistadores. La tendencia general fue la concesión de importantes privilegios que luego las autoridades reales limitaban en la medida en que se consolidaba la conquista. El régimen que resultó puede considerarse un patrimonialismo burocrático, en el sentido de que las Indias se consideraron directamente vinculadas al rey y sometidas a su voluntad, pero el dominio se expresaba a través de una organización burocrática (Sarfatti, 1966).

La juridificación de la conquista puede ser percibida no sólo en las capitulaciones, sino en la discusión sobre la legitimidad de los títulos de la monarquía española para conquistar los reinos y territorios recientemente descubiertos, y sobre todo los derechos de los indígenas. La abundante legislación producida por los reyes para regular los distintos aspectos de la conquista y de la vida en América (o leyes de indias) es seguramente el elemento más conocido y estudiado de esa juridificación, como lo ha señalado Malagón Berceló (1966, 81), fue "una colonización de gente de leyes".
La ubicua presencia de los escribanos es otro de los indicadores. Colón, en su primer viaje, fue acompañado por el escribano Rodrigo de Torres (Luján, 1982, 30). De hecho los escribanos acompañan a los descubridores y levantan actas de la fundación de las ciudades. Cortés fue un estudiante de derecho en Salamanca y luego escribano en Santo Domingo antes de convertirse en conquistador de México (Malagón Barceló, 1966, 88 y ss.). La posición de escribano es equivalente a la de un notario o del secretario de un organismo público, según el tipo de escribanía que se desempeñara.1 Frecuentemente el escribano no tenía una educación jurídica formal, especialmente en los primeros siglos de la colonización, pero ellos debían ser examinados en sus conocimientos legales y su habilidad para la escritura por escribanos establecidos o por la audiencia.2 Hubo siempre una literatura para escribanos que contiene considerable información jurídica, aparte de esquemas de los documentos más usuales. 
La obra Práctica civil y criminal e institución de escribanos de Monterroso y Alvarado3 estaba entre los libros usados por los conquistadores (Leonard, 1992), lo cual indica un conocimiento del derecho práctico más allá de quienes tenían ocupaciones estrictamente jurídicas. En todo caso, los escribanos de Indias produjeron una cantidad oceánica de documentación jurídica que ha facilitado el estudio de la colonización española.
Nuestro trabajo versa sobre los abogados. La figura que nos interesa analizar es la de aquellos que recibieron una educación jurídica formal y cuyo conocimiento del derecho estaba certificado por las universidades y las audiencias (o altos tribunales) de la época. Nos ocuparemos de los escribanos y de oras ocupaciones jurídicas, como la de procuradores y tinterillos, sólo tangencialmente y en su relación con los abogados. 
Nuestra investigación se propone describir cuál era la formación intelectual y la inserción social de estos personajes. Adelantemos aquí que eran muy importantes y que se desempeñaban casi indistintamente como abogados, en el sentido actual del término, y como jueces o asesores de tribunales y organismos públicos. Nuestro problema de investigación es averiguar si contribuyeron a la consolidación del estado en las Indias y si protegieron los derechos de los colonos, los indígenas, los africanos importados como esclavos, y del grupo mayoritario que resultó de la mezcla de todas las razas.

Por esta razón optamos por comenzar con la organización burocrática y el derecho antes de analizar la formación intelectual y la inserción social de los abogados.
No es superfluo destacar que este trabajo no tiene ninguna pretensión de apoyarse sobre fuentes primarias, sino que se construye sobre el trabajo de historiadores y juristas que me han antecedido. De hecho, no hubiera sido posible sino existiera una vasta bibliografía que me permite intentar una síntesis. 
La selección de países y ejemplos e debe fundamentalmente a la disponibilidad de esa bibliografía. Por ello debe ser juzgado como una obra inconclusa. Estoy seguro que los estudios que descubra o los que me señalen lectores acucioso permitirán corregirlo.

I. 
LA ORGANIZACIÓN BUROCRÁTICA Y EL DERECHO

La España que emprende la tarea conquistadora en el siglo XVI se está configurando como un Estado moderno, como una monarquía absoluta burocratizada que usa intensivamente el derecho y a los juristas en su tarea de organizar la sociedad y gobernarla (Maravall, 1972). Es natural que esa experiencia en el uso del derecho y de los juristas sea transferida muy rápidamente al esfuerzo de organizar el gobierno en los territorios americanos recientemente incorporados a la Corona española. 
En el empeño de usar el derecho en el gobierno de las Indias, los monarcas españoles usaron abundantemente la legislación, establecieron muy prontamente tribunales letrados y se sirvieron de un número importante de juristas para las tareas jurisdiccionales y muchas otras taras de gobierno. El papel del derecho y los letrados está en la raíz de la llamada "tradición centralista" de América Latina (Véliz, 1980), es decir de la temprana burocratización que conoció el llamado imperio español.

1. Derecho y legislación

Al final del siglo XV España realiza una unidad política dinástica, pero no podía hablarse de un derecho español o de una unidad aparte de la política que impone la consolidación de las coronas en una misma dinastía. La Corona de Castilla había venido ganando territorios tanto por la incorporación de distintos reinos como por la conquista de toros que estaban en manos de los moros. El último de ellos fue el de Granada, conquistado en 1492, año también del primer viaje de Colón. La Corona de Aragón regía sobre pueblos con distintos ordenamientos jurídicos: el aragonés, el catalán, el valenciano y el mallorquín, aparte del derecho de otras posesiones en el Mediterráneo. 
La manera como una corona adquiría un reino determinaba en gran medida su régimen jurídico. Los reinos unidos aeque principaliter conservaban su derecho, que el monarca debía respetar. Los reinos incorporados por accesión -especialmente por conquista-, no tenían tal prerrogativa y debían someterse al derecho que decidiera el monarca, usualmente el del reino principal (Manzano, 1948).
En 1530 el emperador Carlos V decidió que se aplicara en las Indias la legislación de Castilla, tal como lo establecían las Leyes de Toro (1505). Esta disposición fue ratificada por Felipe II y por Felipe IV en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias (libro 2, título 1, ley 2). Esto estaba justificado por considerarse que se trataba de una conquista derivada de la guerra de los indígenas americanos. Este tema se discutía, aunque debe señalarse que la justicia de la guerra a los indígenas americanos. Este tema no se discutía, aunque debe señalarse que l justicia de la guerra y los títulos que la Corona española tenía para su presencia exclusiva en los nuevos territorios fue tema de importantes debates (Hanke, 1965).
También se debatió en España la política a seguir en relación con los indígenas. Había quienes veían sólo idolatría y barbarie en las culturas indígenas con las que entraron en contacto. Un ejemplo de ello fue el informe del virrey del Perú, Francisco Toledo. La consecuencia de esa visión era el esfuerzo de extirpar costumbres y estructuras. Otros, más tolerantes o pragmáticos, percibieron bondades en la organización social y en muchas costumbres indígenas; además percibieron que un grupo mayor, si no utilizaban las estructuras locales de poder y control. Esta discusión llevó al emperador a ordenar en agosto de 1555 que se respetaran las buenas costumbres y estatutos de los indígenas que no fuesen contrarios a la religión católica y a las disposiciones reales (Recopilación de Leyes de Indias 2,1,4).

La orden de respetar la legislación real especialmente promulgada para los nuevos territorios y las leyes de Castilla ha dado lugar a que los juristas especializados en el derecho colonial ("indianistas") hayan elaborado un orden de prelaciones de las fuentes del derecho durante el periodo colonial. Los propios ordenamientos legislativos dan una orden de prelación para su aplicación. El primero en hacerlo fue el Ordenamiento de Alcalá (de 1348) que destaca el poder del rey para legislar y ordenar la aplicación de ese ordenamiento4 en primer lugar. En su defecto remiten al Fuero Real y a los fueros municipales, siempre que estuvieren en uso, y por último remite a las Siete Partidas, que ordena publicar. Las compilaciones posteriores repiten el orden poniéndose a la cabeza de él: así lo hacen las Leyes de Toro (de 1505). La legislación indiana sigue esta tradición y se pone al tope de la jerarquía, remitiéndose luego a las Leyes de Toro.
La tarea de jerarquizar las fuentes es complicada si somos respetuosos de los textos y el espíritu de la época, porque en la época existía la convicción que la costumbre era importante y que las grandes interpretaciones de los textos romanos tenían también su papel. Por ejemplo, Juan II de Castilla ordenó en 1427 que no se citaran autores posteriores a Juan Andrés y Bartolo, lo cual muestra que la cita de autores era frecuente en las disputas de la época. Los reyes católicos ordenaron en 1499 que en materia canónica se prefiriera Juan Andrés y, en su defecto, el Abad de Sicilia (Nicola Tudeschi). 
En materia civil Baldo seguía a Bartolo. Recordemos también que la costumbre indígena y la costumbre en general tenían su papel. En consecuencia, no puede esperarse que hubiera una prelación estricta entre los distintos tipos de ordenamiento ni entre cuerpos legislativos.
El problema teórico que interesa analizar es por qué los monarcas españoles ordenan aplicar sus leyes, especialmente sus compilaciones legislativas y dan un orden de prelación entre las distintas compilaciones. Para los juristas de hoy esto debería ser sorprendente porque los legisladores del presente generalmente no consideran necesario ordenar que se apliquen sus leyes ni establecen órdenes de prelación de manera expresa. Al contrario, derogan la legislación anterior. Sin duda, estamos ante una concepción distinta de la ley que ha debido poner en guardia a los juristas.
El punto que interesa destacar es que la insistencia en que se aplique preferentemente la legislación que se está otorgando implica un cambio importante en la concepción del derecho y la ley. La concepción medieval de la ley es la declaración del derecho o lo justo. El rey es el custodio de la ley y la declara, pero no debe innovar. Es una concepción bastante más cercana de lo que hoy consideramos el papel del juez, o la función jurisdiccional (Stein, 1988; Quaglioni, 1988; Maravall, 1972, II, 405 y ss.). En la baja Edad Media se produce un cambio de mentalidad: la legislación comienza a verse como constituyendo al derecho. En esta nueva concepción el rey tiene una potestad de constituir o cambiar las reglas. 
De allí que los reyes comiencen a tener una actividad legislativa importante y expresen claramente su poder de cambiar las reglas legales (Maravall, 1972). Sin embargo, esto no produce una identificación entre la ley positiva y el derecho. La orden real de que su ley se aplique es la expresión del deseo de estar en control, de poder configurar las reglas sociales, pero los reyes están conscientes de que están construyendo sobre un saber milenario. Por esto remiten a los autores más prestigiosos y a los sabios antiguos, como lo hace expresamente el Ordenamiento de Alcalá citado. Esta manera de percibir el derecho explica también que en las universidades de los siglos XVI y XVII se estudie el derecho romano, como lo hemos visto en el capítulo precedente, y se preste atención a la obra de juristas como Bartolo y Baldo, lo mismo que a los grandes canonistas (Moccia, 1988).

La técnica legislativa medieval y de los primeros siglos de la Edad Moderna es muy distinta a la usual en los siglos XIX y XX. Las fronteras entre legislación, administración y jurisdicción no eran claras. El lenguaje era también menos preciso. Las Siete Partidas es una obra mucha más entretenida que el Código de Comercio o la Ley de Propiedad Intelectual. Hay expresión de los resultados que se esperan con la regulación, exhortaciones, consejos, recomendaciones a funcionarios y hasta pequeños relatos. Lo mismo ocurre en una recopilación como las Leyes de Indias. Existe una mentalidad casuista y la legislación de la época corresponde a esa mentalidad (Tau Anzoátegui, 1992a, 1992b). Por ello las leyes se redactan con vista a determinados casos o situaciones concretas que el estilo prolijo de la legislación generalmente pone de manifiesto.
Del siglo XVI en adelante, los reyes tienen una actividad legislativa muy abundante, lo cual plantea graves dificultades para el conocimiento de la legislación. Por esto los grandes monumentos legislativos posteriores son "recopilaciones" que corresponden al deseo de ordenar la actividad legislativa dispersa. La tarea recopilativa pone severas limitaciones, pues la ordenación que se hace de las leyes es meramente tópica. No desaparecen los elementos accidentales de la legislación original. Por ello la recopilación no tiene las características sistemáticas de un código ni guarda tampoco un orden cronológico. Su lectura es complicada y no es fácil orientarse en ella, aun en las ediciones posteriores que agregan índices que no tenían las primera ediciones. La Recopilación de las leyes de los reinos de Indias, de 1681, tiene esas características.
El llamado derecho indiano que leemos en la multitud de manuales en la materia toma como referencia principal el contenido de esa recopilación. Sin embargo, es conveniente observar que los juristas de la época no lo tomaron como un código que derogara la legislación indiana anterior o que el mismo Consejo de Indias o las audiencias lo tomaron como un derecho fijo, que no podía modificarse. Hubo relativamente muy pocas ediciones en el siglo XVIII,5 lo que revela que probablemente no se le usó mucho en la práctica. Las ediciones se hicieron en la segunda mitad del siglo cuando muchas de sus disposiciones estaban obsoletas y probablemente tenían más un valor simbólico que práctico. Cuando la obra fue enviada a América a final del siglo XVII tuvo una recepción más bien hostil (Tau Anzoátegui, 1992b, 235).6 
No se estudiaba en las universidades y rara vez se encuentra citada en los escritos forenses. Es mucho más frecuente la cita de las Siete Partidas, que aparece en el último lugar en la lista de prelación de fuentes del derecho castellano. Por otra parte, el panorama de la legislación aplicable en Indias era mucho más complejo que el derecho recopilado: había legislación castellana no recopilada (las Ordenanzas de Bilbao por ejemplo) y legislación provincial indiana (los acuerdos de las audiencias). Por ello la propuesta de los indianistas más acuciosos es llamar derecho indiano al efectivamente aplicado en las Indias y prestar menos atención a la Recopilación de las Leyes de Indias y a la legislación castellana recopilada (Tau Anzoátegui, 1997).

Quienes han estudiado la cultura jurídica del periodo colonial a través de las bibliotecas de los juristas y de los fondos bibliográficos de la época presentan la imagen de unos juristas que consultaban las obras principales de las distintas corrientes del pensamiento jurídico europeo, imbuido de la tradición romanista y canónica (Barrientos Grandón, 1993). La Recopilación de las Leyes de Indias y las compilaciones privadas de la legislación indiana parecen haber tenido una presencia menor, según Barrientos Grandón (1993:59 y ss), aunque lamentablemente este autor no cuantifica su análisis. en la práctica judicial el uso de las Siete Partidas fue constante y se continuó hasta el siglo XIX, mientras que las Leyes de Indias parecen haber sido citadas mucho más escasamente (Barrientos Grandón, 1993, 235 y ss.). Volveremos sobre estos temas cuando analicemos los estudios jurídicos y los libros para la práctica del derecho.
Por ahora conviene retener que en el periodo colonial la consulta de la legislación es extraordinariamente complicada y difícil, dadas las características de la legislación misma, la relativa escasez de los textos legislativos y la escasez de bibliotecas públicas. El saber de los abogados no era legalista. Luego analizaremos las características de ese saber y de la cultura jurídica.


2. Burocracia y tribunales


Desde el inicio del periodo de la conquista y la colonización, los monarcas españoles mostraron su interés de tener un claro control político y económico sobre los territorios americanos. Las primeras autoridades fueron designadas por vía de capitulaciones o contratos con exploradores y conquistadores. Potencialmente esto ha podido generar el surgimiento de un régimen señorial, pero claramente no fue ésta la vía escogida. Se adoptaron instituciones de gobierno y justicia de Castilla (en menor medida de Aragón) y, en definitiva, la monarquía absoluta que se estaba constituyendo en España, se extendió a las Indias. Los reyes también se cuidaron de tener un control sobre las autoridades eclesiásticas a través del patronato.
A pesar de las distancias, dificultades de comunicación y los limitados medios organizativos de la época, los reyes españoles lograron tener un control muy considerable sobre los territorios americanos. Las críticas que se han hecho al régimen colonial son más por su excesivo centralismo y la lentitud burocrática impuesta por las dificultades de comunicación. Nunca se ha criticado la renuencia a ejercer la autoridad. El dominio se mantuvo sin dificultades mayores. Luego analizaremos la crisis en la cual ese dominio se perdió.
La organización territorial de las Indias no se hizo de una vez por todas a raíz de los primeros viajes de exploración. Al contrario, fue en la medida en que avanzó la ocupación del territorio como se fueron estableciendo los órganos de gobierno junto con la definición de sus funciones. En la doctrina de la época la distinción de funciones parece haber estado clara (García Gallo, 1972, 661 y ss.). 
El gobierno temporal, el gobierno espiritual o eclesiástico, la justicia y la hacienda, eran las principales tareas y áreas funcionales de la monarquía. Había también ámbitos municipales y corporativos de gobierno. En la práctica, había frecuente acumulación de funciones y la distinción podía perder claridad (Méndez Calzada, 1944, 47 y ss.).

Había también cierta especialización de las personas para el desempeño de las funciones. Los hombres "de capa y espada", es decir con oficio militar y una cierta nobleza, eran los llamados para las funciones militares (capitanes generales). Usualmente no tenían una formación jurídica, pero podían contar con asesores letrados. Las funciones eclesiásticas estaban reservadas a los religiosos. 
Una parte importante de ellos, especialmente en la cúpula del poder eclesiástico, tenía formación jurídica, notablemente en derecho canónico. Los letrados tenían el monopolio de los altos oficios de la justicia y una importancia general en todas las funciones de gobierno, donde generalmente eran llamados como asesores.
Los más altos tribunales de Indias eran las audiencias. De sus decisiones sólo se podía recurrir ante el rey, o más exactamente, al Consejo de Indias. Las audiencias estaban presididas por el virrey, gobernador o autoridad política y podían actuar como cuerpos asesores para determinadas decisiones de gobierno (Ruiz Guiñazú, 1916, Polanco Alcántara, 1992). Sin embargo, el presidente no podía intervenir en los casos de justicia cuando no era letrado, lo cual era la regla general. 
Era pues un tribunal, aunque con importantes funciones políticas y legislativas que hoy generalmente no tienen los tribunales. Para la mayor parte de los casos civiles y penales era un tribunal de apelación; podía conocer también los casos de quienes sintieran que un acto de la autoridad política le hubiera causado injuria (o daño en contra del derecho). Hoy llamaríamos contencioso-administrativa esa competencia.
La cronología en la creación de las audiencias refleja el temprano interés de la Corona en proveer de audiencias a los nuevos dominios. La de Santo Domingo se creó en 1511, México en 1527, Panamá en 1538 (suprimida en 1543 y restablecida en 1563), Lima en 1542, Guatemala (Los Confines) en 1543, Santa Fe (Bogotá) en 1547, Guadalajara en 1556, Charcas en 1559, Quinto en 1565, Chile en 1565 (suprimida en 1574 y restablecida en 1609), Buenos Aires en 1661 (suprimida en 1671 y restablecida en 1783), Caracas y Cuzco en 1786 (Polanco Alcántara, 1992). Puede apreciarse que la mayor parte de las audiencias fueron establecidas en el siglo XVI y que las dificultades de comunicación o políticas llevaron a supresiones y restablecimientos.
 El siglo XVII fue parco en creaciones. En el siglo XVIII hay una reorganización importante con la creación de cargo de regente y la promulgación de la Real Instrucción de Regentes, un verdadero instructivo para el funcionamiento de las audiencias en Indias. En ese siglo se crearon igualmente tres audiencias.

La audiencia estaba integrada por letrados, que desempeñaban las funciones de jueces (oidores) o de fiscal -representante de los intereses de la Corona-. El número de oidores podía varias entre tres y ocho, según la importancia de la audiencia. Los fiscales generalmente eran uno o dos. Podía existir oidores supernumerarios, que excedían al número establecido pero que tenían también las funciones y rango de oidores. En 1776 se creó el cargo de regente, quien presidía la audiencia cuando actuaba en funciones personal letrado de apoyo, los relatores, y otro que no necesariamente tenía una formación jurídica universitaria, pero que conocían la práctica del derecho (procuradores, escribanos) (Gálvez Montero, 1990). 
Los regentes y oidores constituyeron una élite del gobierno y la justicia de la América española y como tales han despertado el interés de los historiadores. Por ello conocemos con considerable detalle su origen social, su formación intelectual, su carrera y muchos otros aspectos de sus biografías (López Bohórquez, 1984; Lohmann Villena, 1974; Burkholder & Chandler, 1977).
La designación de los oidores correspondía al rey, pero desde el siglo XVII y hasta 1750 el cargo podía ser comprado, conforme con una práctica frecuente de la época. Esto no implica que los requerimientos de preparación intelectual fueron obviados, aunque probablemente se prestaba menos atención a los detalles. La relativa desproporción entre el precio pagado y el ingreso formal generado por el cargo ha generado la sospecha de algunos historiadores (Lohmann Villena, 1974) aunque otros parecen convencidos que el ideal de magistrados honestos, cultos, modestos e imparciales que se refleja en la legislación fue realizado en la práctica "más de lo que puede pensarse" (Polanco Alcántara, 1992, 70).7
Burkholder y Chandler (1977) trazaron la biografía colectiva de 63 personas que ejercieron el cargo de oidor en las Indias. Aproximadamente el 60% de ellos eran nacidos en España y el resto "criollos" o nacidos en América. Entre estos últimos eran frecuentes los hijos de los altos funcionarios, incluidos oidores, nacidos en España. En el análisis temporal, existía una probabilidad que los criollos fueran designados en el siglo XVII y primera mitad del XVIII. En el período 1750-1808 sólo el 23% de los designados fueron criollos (ibidem, 145). Los criollos fueron también los únicos que compraron los cargos de oidor, mientras éstos se pudieron comprar. 
En realidad, la política de prohibición de venta de los cargos de oidor ejecutada desde 1750, y otras prohibiciones considerablemente estrictas (como la de casarse con mujeres radicadas en el distrito de la audiencia, tener propiedades en ella, asistir a fiestas y entierros, excepto como corporación) tuvieron como propósito tener un mejor control político sobre los territorios coloniales y lograr la imparcialidad de los miembros de la audiencia como jueces, cortando cualquier lazo con la sociedad local. 

Entre esas medidas de control estuvo la prohibición a los "hijos del país" de acceder a la posición de oidor. Es decir, los nativos de la jurisdicción de la audiencia no podían aspirar a ser oidores en ella. En la práctica, todas estas políticas han podido aumentar el control de la Corona -como lo sugiere el mismo título de Burkholder y Chandler (1977)-, y lograr una justicia más imparcial, pero, en la perspectiva que aquí interesa, dificultó enormemente que los hijos de familia establecidas en el país por largo tiempo pudieran optar a la posición de oidor. La gestión en España para presentar la candidatura para un alto cargo en Indias era enormemente costosa y estaba fuera del alcance de la mayor parte de las familias criollas. Como lo muestran Burkholder y Chandler (1977), existía la tendencia a favorecer a los graduados de determinadas universidades en España (Salamanca, Valladolid, Alcalá). 
A su vez eran los hijos de los funcionarios de los grandes consejos en España los preferidos para el ingreso como colegiales (becarios) en esas universidades. Esto permite suponer que había redes informales locales que excluían de hecho a los nacidos en América y graduados en las universidades americanas. El resultado fue que, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, los letrados criollos percibieron -con razón- que estaban excluidos de los cargos de oidor, así como de los otros cargos políticos importantes.

Por debajo de la audiencia podían existir salas especiales, como la "sala del crimen", y funcionarios provinciales, como las justicias mayores, corregidores, o alcaldes mayores. En el ámbito municipal o local había una justicia ejercida por personas designadas por los gobierno municipales, los alcaldes ordinarios.8 En general, estos cargos eran desempeñados por honoratiores; es decir, por personas de prestigio social e importancia política en sus comunidades que no recibían un salario (aunque podían cobrar ciertas tasas). Con frecuencia no eran letrados pero en caso de que éstos existieran en la comunidad la tendencia era a consultarlos como asesores. Esa asesoría tampoco comportaba una remuneración regular importante.
Además de la justicia ordinaria existía una pluralidad de tribunales especiales eclesiásticos (incluyendo del Santo Oficio o inquisición), de comercio, de naufragios, de bienes de difuntos, de la Real Hacienda, de tierras, de minas, de correos (Soberanes Fernández, 1980; Ferrés, 1944). Existieron los juzgados generales de indios en México y Perú (Borah, 1970, 1983) y el Tribunal de la Acordada (MacLachlan, 1974), en México. Existieron órganos disciplinarios o de resolución de conflictos en las corporaciones. En algunos tribunales, como los de comercio y minas, estaba prohibida la presencia de abogados, pero éstos generalmente eran consultados como asesores por los jueces (Molina Martínez, 1986). En general, la justicia en las Indias ofrece un cuadro abigarrado y complejo. 
La tendencia es una justicia por honoratiores, en la cual los abogados participan como asesores de los jueces y seguramente como asesores de algunas de las partes. Como veremos luego, la posición de abogado comportaba honor pero escaso lucro. Antes veamos quiénes aspiraban a ese honor y cuáles eran sus méritos y conocimientos.

II. 
ORIGEN SOCIAL Y FORMACIÓN INTELECTUAL

Los primeros abogados en los territorios de la América española vinieron de España y la corriente migratoria se mantuvo por todo el periodo colonial aunque el número no parece haber sido importante. En este trabajo nuestro interés mayor estará en los abogados de origen americano y formados en la Colonia misma. De allí que esta sección esté dedicada a los estudios universitarios de derecho, pues salvo por un corto periodo en México, desde la fundación de la audiencia hasta la fundación de la universidad, los estudios universitarios fueron requisito para convertirse en abogado.
Los monarcas españoles tuvieron un sostenido interés en la creación de universidades y estudios jurídicos en América. En 1538 se creó la de Santo Domingo; en 1551 se crearon la de San Marcos, en Lima, y la de México, en 1586, en Quito; en 1594, Bogotá; en 1598, Cuzco; en 1622, la de San Francisco Javier de Chuquisaca (o Charcas, hoy Sucre); en 1681 la de San Carlos de Guatemala; en 1721, la de Caracas; en 1728, La Habana; en 1738, la de San Felipe Chile; en 1761, Córdoba, Argentina; en 1791, la de Guadalajara. La literatura no siempre coincide en los años de fundación, pues generalmente se creaba primero una institución como seminario, que luego se convertía en universidad, o se creaba una universidad que luego se demoraba en funcionar9 (García Gallo, 1977, 1997:242; Rodríguez Cruz, 1973; Lanning, 1940). 
Todas las universidades mencionadas tenían al menos dos cátedras en el área jurídica referentes al derecho romano (o civil como se le denominaba en la época) y al derecho canónico. Otras instituciones, como los seminarios o, en el siglo XVIII, las academias de derecho real y práctico, podían proveer educación jurídica. Por ejemplo, en Caracas se enseñó el derecho en 1715 y 1716, antes de que comenzara a funcionar la universidad en 1724 (Pérez Perdomo, 1981). Este rasgo distingue la colonización española de la portuguesa: en Brasil no se crearon universidades ni estudios jurídicos como una política expresa para mantener el vínculo colonial. La elite brasileña enviaba sus hijos a estudiar en Coimbra (Venáncio Filho, s.f.; Bastos, 2000).

¿Quiénes eras los estudiantes?

 Las constituciones o estatutos de cada universidad eran explícitos: sólo podían admitirse los cristianos viejos blancos, "limpios de sangre", es decir, sin mezcla de las malas razas de moros, judíos, negros o pardos. También se excluía a los hijos naturales y a los hijos de personas que hubieran desempeñado oficios viles o mecánicos (Silva, 1992; Leal, 1963).10 Cada estudiante tenía que propiciar un pequeño proceso en el cual testigos bajo juramento tenían que informar de los antecedentes familiares del candidato. Las autoridades universitarias tomaban gran cuidado en la calidad del estudiante y las limitaciones se aplicaban igualmente a los españoles peninsulares. 
Por ejemplo, el clérigo español Alberto Benito de Soto fue rechazado en el Colegio del Rosario en Bogotá en 1687 "por no haber en la ciudad personas de Puerto de Lucar que declaren acerca del conocimiento de los ascendientes paternos". 
Posteriormente se lo admitió bajo condición de traer toda la filiación paterna en término de dos años (Silva, 1992, 205). El procesillo no era una mera formalidad: las autoridades universitarias prestaban atención a la calidad de los testigos y al tenor de lo que declaraban.
Como es bien conocido el mestizaje bastante general en la América española, el requerimiento de "limpieza de sangre" no parece haber sido fácil de cumplir, aunque cabe advertir que las definiciones raciales no son exactamente equivalentes a las nuestras. Según el periodo histórico, la rama paterna podía ser más importante y una madre o abuela indígena podría no disminuir la calidad de blanco, aunque el color de la piel reflejara otra cosa. Esto dio lugar a no pocas disputas, pues los antecedentes indígenas podían ser un obstáculo importante. 
En el mismo Colegio del Rosario un testigo mencionó en 1720 que Nicolás Betancur tenía "sangre de la tierra" (indígena), por lo cual el claustro decidió "averiguar por información de oficio y con testigos de toda excepción, la limpieza de sangre, nobleza y legitimidad... con testimonio de la mayor graduación" (Silva, 1992: 205).
Las autoridades universitarias podían ser más estrictas que el mismo monarca. En el siglo XVIII determinados tipos de pardos podían comprar su condición de blancos. En 1803 la Universidad de Caracas se negó a admitir a Lorenzo Mexías Bejarano, cuyo padre había sido dispensado de la condición de pardo. El rey debió dictar una cédula ordenando que se lo admitiera y prohibiendo que se lo vejara so pretexto de color diferente (Leal, 1963, 323). Situaciones similares vivieron en Nueva Granada Cristóbal Polo, en 1755, y José Ponceano Ayarza, en 1794 (Uribe-Uran, 2000, 23).11
Un indicador importante de la posición social de los estudiantes era la ocupación del padre. Silva (1992, 209) destaca que entre 219 candidatos a obtener colegiatura en el Colegio del Rosario (Bogotá) entre 1660 y 1800, el 20% era hijo de militares, otro tanto de funcionarios de la Real Audiencia o de la Real Hacienda, el 16% de alcaldes, el 10% de miembros de cabildo. 
Ocupaciones menores como escribanos, procuradores, boticarios, están muy débilmente representadas. En Caracas, el 31% de los padres de los estudiantes eran hacendados (Leal, 1963, 338).
La educación universitaria, que incluía la jurídica, estaba pues reservada a las familias de origen español con largo asentamiento en la Colonia y a los hijos de los altos funcionarios coloniales, generalmente de origen español peninsular. Estaban excluidas las "malas razas" y los "blancos de orilla", es decir, los inmigrantes llegados recientemente de España, pobres en busca de fortuna, que vivían en las afueras de la ciudad donde también vivían los pardos.
Los requerimientos académicos para ingresar a los estudios jurídicos no variaron en el periodo colonial: se requerían los estudios elementales de gramática latina y retórica y después los estudios generales (o de artes), que incluían filosofía y matemáticas. Estos estudios conducían al título de "bachiller en artes", requisito para los estudios mayores. Los estudios jurídicos estaban en esta categoría. Una vez producido el ingreso, el estudiante debía pasar cinco años en las cátedras jurídicas para obtener el grado debachiller en derecho. Podía aspirar luego a los títulos de licenciado y doctor. Los requerimientos de tiempo podían ser dispensados, pero el examen fue siempre exigido.
Lamentablemente hay poca información sobre el número de estudiantes. Los datos que tenemos para Bogotá y Caracas muestran números bastante reducidos. Las matrículas de las cátedras jurídicas en Caracas, entre 1789 y 1811 aparecen entre 35 y 83 estudiantes (Pérez Perdomo, 1981, 62). En Bogotá la cifra es más difícil de precisar, pues los estudiantes estaban divididos en colegios y sólo tenemos cifras para algunos de ellos. Entre 1778 y 1795 las cifras varían entre 8 y 33 en el Colegio del Rosario (Silva, 1992, 151). Las cifras de graduados confirman los números relativamente bajos. En Bogotá, en la Universidad de Santo Tomas de Aquino se graduaron 76 bachilleres en leyes y 302 en cánones entre 1768 y 1808 (Silva, 1992:155). 
Como era posible el grado en ambos derechos, la cifra de graduados es menor a 378. Esto hace un promedio de unos 8 o 9 graduados por año.12 Las cifras equivalentes en Caracas para el periodo entre 1760 y 1810 es de 109 y 145, lo cual harían un total 254, o aproximadamente 5 por año (Pérez Perdomo, 1981, 64). Con seguridad las cifras han debido ser superiores en México y Lima, pero la extrema selectividad social garantizaba cifras bajas.
En cambio, disponemos de más información de qué se estudiaba, los métodos de enseñanza, los exámenes y las ceremonias de grados (véase por ejemplo Mendieta y Núñez, 1956; González Echenique, 1954; Tau Anzoátegui, 1992; Barrientos Grandón, 1993; Leal, 1963; Pérez Perdomo, 1981). Fundamentalmente se estudiaba el derecho romano y el canónico. Hubo algunas diferencias significativas según la importancia de la Universidad y el periodo histórico. Las universidades más grandes disponían de seis cátedras jurídicas: tres para cada uno de los derechos. Las cátedras de derecho romano versaban sobre el Corpus Iuris Civilis: Instituta, Vísperas de Leyes (Código) y Prima de Leyes (Digesto o Pandectas). Las de derecho canónico sobre los grandes textos canónicos del derecho y las decretales. Las universidades menos dotadas tenían sólo dos cátedras, una para cada derecho.
Conocemos también relativamente bien el método de la enseñanza. La base era la lectura del texto o fragmento del gran libro objeto de estudio. Se trataba de la lectura detenida y el dictado del texto, acompañado de explicaciones de las dificultades de comprensión que surgieran. En segundo lugar estaban las disputas en las cuales un estudiante sostenía unas conclusiones, es decir, mantenía una opinión sobre un punto controvertido después de explicar la controversia. Otros estudiantes estaban invitados a participar en el ejercicio argumentando en favor o en contra de la conclusión sostenida. El ponente debía defender su conclusión. Al final el profesor debía hacer la determinatio. El tiempo para argüir estaba cuidadosamente regulado y la capacidad de recitar de memoria largos textos en latín era apreciado como conocimiento del derecho (Mendieta Núñez, 1956; Pérez Perdomo, 1981).

Los exámenes eran muy solemnes, con asistencia de público, y tenían la estructura de una disputatio en la cual participaban graduados en orden inverso a su tiempo de graduación. Aprobados los exámenes, la ceremonia del grado era el paso siguiente. Para el grado de bachiller la ceremonia era relativamente sencilla, con un acto solemne en el aula magna de la universidad y una disertación del graduado (González Echenique, 1954, 112 y ss). 
El de licenciado era mucho más solemne, implicaba desfiles por la ciudad vistiendo los trajes de la corporación, con música y en caballos enjaezados. Todo esto implicaba pagos y gastos muy considerables (véase Mendieta y Núñez, 1956; Leal, 1963, González Echenique, 1954, 113 y ss).
En el siglo XVIII, las principales transformaciones fueron la mayor importancia de las Instituta y una mayor atención al derecho real, aun en ausencia de una cátedra específica. La Instituta se usó originariamente como un texto introductorio sencillo, su carácter se prestó para que se lo transformara en una explicación racionalizada del derecho, usando la edición de Vinnius, comentada por Heineccius, dos autores de la llamada "escuela del derecho natural y de gentes".13 
La Instituta era originariamente una obra didáctica, bastante bien ordenada, que por su brevedad y estructura se prestó para que se le diera una interpretación racionalizada, destacando los supuestos principios generales sobre los que se apoyaría. En cambio el Digesto y el Código, que son obras casuistas y no especialmente bien ordenadas, cayeron en relativa desgracia.
La atención a la "legislación patria" fue otra tendencia del pensamiento ilustrado. El estudio del derecho real no era concebido como explicación de la legislación vigente sino más bien de los principios que inspiran la legislación, usando las reglas legislativas como ejemplo de aplicación de esos principios (Tau Anzoátegui, 1992). Las Siete Partidas fue privilegiada como la gran obra de derecho real, aunque estaba de última en el orden formal de prelaciones legislativas. Se apreciaba en ella su orden y relativa concisión.
Con frecuencia el derecho real se enseñó en academias separadas de la universidad y también con la ocasión de la enseñanza de las reglas de derecho romano. Ellas fueron creadas por las audiencias y sustituyeron parcialmente el requisito de pasantía en la formación de los abogados. En América Latina se crearon a partir de 1776 en Charcas, Santiago, Caracas, Lima, México y Guatemala, siguiendo el modelo de Madrid (Tau Anzoátegui, 1992, 225).
Desde el punto de vista metodológico se acentuó la explicación de principios y la discusión de caos perdió importancia, aunque no desapareció.
Veamos un reporte de qué se estudiaba en el informe que presentó en 1803 Juan Germán Roscio, profesor de instituta en Caracas (García Chuecos, 1937, 96 y 97):
La Constitución no impone sino la obligación de explicar en esta cátedra los cuatro libros de la Instituta de Justiniano desde las tres hasta las cuatro de la tarde; pero como aquí no hay otra jurisprudencia civil, es necesario ampliar las lecciones sobre todas aquellas materias propias de las catedráticos de Prima y Vísperas para enseñanza del derecho de los romanos, con las luces que prestan los comentarios de Arnoldo Vinnius y Antonio Pérez. Esta fue la conducta que observaba en la regencia de la expresada cátedra mi maestro y antecesor el difunto doctor Juan Francisco Zárate, haciendo por sí solo lo que hacen tres en otras universidades bien surtidas y dotadas: y no contento con la exposición de las Pandectas, Instituto y Código, sin faltar al estatuto y asignación de la cátedra, dictaba y explicaba el derecho real de España e Indias, añadiendo las leyes patrias pertenecientes al título, materia o parágrafo de la lectura diaria, tanto las concordantes como las contrarias, modificativas o derogatorias. 
Por consecuencia de esto, en los actos literarios o disputas públicas proponía siempre entre los puntos de Instituta un título de las Partidas: y de este modo, con la única investidura de Catedrático de Instituta lo era también, verdaderamente hablando, de unos vasallos que no debían ser gobernados ni juzgados por otras leyes que las españolas, casi todas aquellas de que no se halla noticia alguna de los Digestos y Códigos del Imperio Romano. Yo he seguido constantemente las huellas de mi preceptor desde el día 9 de febrero de 1798 en que, por fallecimiento suyo, el Venerable Claustro me hizo el honor de confiarme en propiedad esta Cátedra de Instituta; cuyas relaciones con otras artes y ciencias exigen muchas veces su tratado y doctrina en cuanto a conducentes al mejor conocimiento y auxilio de las cuestiones civiles.
Nótese que en la descripción que hace Roscio de la enseñanza de su maestro menciona "las disputas públicas". Es probable que existieran a comienzo del siglo XIX, pero probablemente no tenían la importancia de los siglos anteriores. La consecuencia de preferir el sistema sobre el caos fue la mayor importancia de la explicación del profesor. La clase magistral, como se la ha llamado luego, fue una innovación en el siglo XIX y está íntimamente vinculada a la concepción del derecho como sistema normativo. Esta orientación hacia el sistema y la explicación del profesor parece haber dominado también en las academias de jurisprudencia, o de "derecho real y práctico" como se las llamó en su tiempo, aunque no tenemos muchos datos como fue la metodología de enseñanza en esas instituciones.
Por último conviene destacar la importancia del derecho como saber en la sociedad colonial. El derecho estaba vinculado a la justicia, virtud política por excelencia, que se refería a lo que a cada uno nos corresponde. En la sociedad de estatus que era la colonial, esto tenía resonancias muy importantes pues se ocupaba de definir cuál era la posición de cada uno en la sociedad y el alcance o limite de poder de las personas o funcionarios. Su saber tenía el prestigio de la antigua Roma y versaba, además de los grandes textos romanos, sobre la legislación de los reyes, concilios y papas. La persona educada en derecho tenía un saber superior, de enorme relevancia para la vida colectiva, pero arcano para la mayoría, pues se expresaba en grandes libros, la mayor parte de los cuales estaban en latín. Como poseedores de ese saber superior, se podía esperar de ellos una conducta virtuosa, saber y conducta estaban íntimamente asociados en la mentalidad de la época.
En resumen, los graduados en derecho pertenecían a los estratos más altos de la sociedad, tenían un saber libresco y memorístico, con capacidad de citar grandes textos en latín, un idioma incomprensible para la mayor parte de la población. Tenían capacidad para argumentar con elocuencia frente a casos específicos. Su pertenencia al mundo del saber se exhibía periódicamente en desfiles suntuosos o actos públicos. 
En una sociedad claramente estratificada y largamente analfabeta estos signos exteriores de saber y respeto daban un lugar privilegiado a los graduados universitarios. Los exámenes y ceremonias de graduación tenían una enorme importancia ritual: era la manera de señalar quiénes tenían ese saber superior, arcano y a la vez tan importante para la vida social.

III. 
¿QUIÉNES Y CUÁNTOS ERAN LOS ABOGADOS?

Había prohibiciones generales que venían de las Siete Partidas. No podrían ser abogados las mujeres,14 los locos, los desmemoriados, los ciegos "de los dos ojos", los sordos "que no oyessen nada", los pródigos, los enjuiciados por adulterio, traición, homicidio u otro delito de gravedad semejante. Tampoco podían ser abogados los que lidiaren con bestias bravas por un precio. Los reyes católicos prohibieron el ejercicio también a los herejes, sus hijos y sus nietos. Esto incluía a los herejes "reconciliados" o aceptados de nuevo en el seno de la Iglesia (González Echenique, 1954, 223). Tales prohibiciones no interesan aquí pues tampoco podían estudiar derecho y el grado de bachiller en derecho fue un requerimiento para obtener de la audiencia la autorización como abogado. La única excepción a ese requerimiento que conocemos fue el corto periodo en que establecida la audiencia de la Nueva España no se habían constituido los estudios jurídicos (Mendieta y Núñez, 1956).
El grado universitario en derecho no era suficiente para la obtención del título de abogado. Éste era otorgado por la audiencia a aquellos graduados en derecho (en leyes o cánones) que demostraran una pasantía de cuatro años (en algunas épocas y sitios, dos) con un abogado conocido y presentaran un examen solemne en la audiencia, en el cual les correspondía argumentar en un juicio que le asignaran. La parte referente a los hechos debía hacerse en castellano y la legal en latín. 
En el último tercio del siglo XVIII, la participación en los trabajos de las academias de derecho real y práctico, en aquellas ciudades donde éstas existían, fue también un requisito que sustituía parcialmente el de pasantía. Cumplidos los requisitos ante la audiencia, y pagado el impuesto de "media anata",15 tenía que ser admitido en el colegio de abogados, que actuaba como corporación profesional. El colegio requería nuevas demostraciones de limpieza de sangre. Después debía sentarse en estrados con el traje de los abogados para que sus colegas y el público lo conocieran en su nueva calidad.
¿Quiénes se tomaban las molestias adicionales y qué significaba la calidad de abogado? No todos los graduados en derecho tenían interés en convertirse en abogados. En primer lugar estaban quienes profesaran órdenes religiosas o estuvieran ordenados in sacris, quienes tenían limitaciones severas para actuar como abogados. Recordemos que una parte importante de los estudiantes y graduados en derecho pertenecían a esta categoría. La categoría era muy numerosa porque el grado en derecho facilitaba el ascenso dentro de la burocracia eclesiástica y la administración de la Iglesia. En segundo lugar, como analizaremos luego, las personas de la alta nobleza tampoco tenían interés en convertirse en abogados.
El tema de quiénes eran los abogados tiene así dos subtemas, 1) cuál era la motivación para optar por la carrera y 2) cuál era el número. Vamos a considerarlo en el orden inverso al enunciado.
Los testimonios de la época son considerablemente contradictorios. Hay determinados momentos en que no se deseaba que existieran abogados o se consideraba que ya había demasiados. En otros momentos, a veces muy cercanos. Tanto la falta, la escasez o el exceso parece que se derivaban determinados perjuicios para la población.
En el tiempo, la preocupación por los daños que podían producir los abogados parece haber sido muy temprana. En 1509 se les prohibió pasar a las Indias sin licencia especial, en 1521 se regula su número en Cuba (Uribe-Uran, 2000, 21; Ruiz Guiñazú, 1916, 330 y ss). Las prohibiciones no sólo venían de la Corona. En 1526 el cabildo de México ordenó "que los letrados no aboguen ni aconsejen so pena por la primera vez de 50 pesos de oro para las cámaras e fisco de S.M.; e por la segunda 1.000, aplicados de la misma forma e privados completamente de juicios de abogacía; e por la tercera, pierdan todos sus bienes y salgan desterrados de esta Nueva España" (véase por Ruiz Guiñazú, 1916, 333). 

Sin embargo, a comienzos del siglo XVI no había escuelas de derecho y el número de abogados que habían viajado a las Indias, con las limitaciones de la prohibición de 1509, seguramente no era muy alto. En 1613 no había abogados en Buenos Aires. Cuando el cabildo de la ciudad se enteró que tres se dirigían a ella, ordenó que se les prohibiera el paso, por el temor de que promovieran conflictos y pleitos. Como lo señaló el regidor Corro (citado por Ruiz Guiñazú, 1916, 333), con letrados "no faltan pleitos, trampas y marañas, y otras disensiones de que han resultado a los pobres vecinos y moradores desinquietudes, gastos y pérdidas de hacienda".

Ruiz Guiñazú (1916, 332) atribuye estas restricciones a la insistencia de los conquistadores, quienes veían limitadas su conducta abusiva y excesivamente rapaz con la acción de los abogados que reclamaban los derechos de los afectados. El argumento no es demasiado convincente pues, como puede esperarse, los abogados actuaban en favor de distintas partes, incluidos conquistadores como Cortés (Ruiz Guiñazú, 1916, 334). Pero es cierto que en algunos momentos las relaciones entre algunos letrados y los conquistadores fueron más que tensas. 
En los primeros años de la conquista de Chile, Francisco de Aguirre le mandó a cortar la nariz y darle palos y cuchilladas al licenciado de las Peñas por haber fallado en su contra en un arbitraje (González Echenique, 1954, 71, 311 y ss). García Hurtado de Mendoza atacó con su espada en las calles de Concepción a su teniente y asesor letrado, el licenciado Ortiz, y ordenó que le quitaran la vara de la justicia, es decir, lo destituyó como juez (idem).
Hubo también abogados que actuaron como conquistadores. Uribe-Uran (2000, 20) menciona 11 abogados que actuaron en la conquista de la Nueva Granada entre 1500 y 1550. Jiménez de Quezada, uno de ellos, fue fundador de Bogotá, y debió enfrentar los litigios de otro abogado, Fernández Gallego (idem).
Así como había la preocupación por los litigios provocados por los abogados, existía también la preocupación contraria por el desorden de los pleitos y por la falta de justicia por la ausencia de abogados que puedan llevar las causas. De allí las peticiones de los cabildos y otras autoridades coloniales para la creación de universidades con estudios de derecho (Ruiz Guiñazú, 1916, 330). En la práctica, el número absoluto de abogados parece haber sido bastante bajo en el siglo XVI y la mayor parte de ellos parecen haber ocupado cargos en las audiencias, los cabildos y otros órganos de la administración colonial, aunque en la época no todos los cargos de juez o funcionario comportaban la prohibición total de ejercicio como abogado.
La vida de los abogados en este periodo parece llena de conflictos y peligros muy considerables. La biografía de Gabriel Sánchez de Ojeda, el primer abogado criollo que actuó en Buenos Aires (Cutolo, 1964), muestra esas dificultades y peligros. El Santo Oficio lo persiguió por haber sostenido tesis regalistas heréticas y ser enemigo del Santo Oficio, por lo cual fue desterrado a Tucumán en 1608. En 1622 fue acusado de haber actuado como juez y parte en el proceso contra un escribano. Fue condenado de nuevo al destierro y a pagar una multa de mil pesos de plata. Al final fue embargado y perdió sus bienes, incluyendo su valiosa biblioteca y dos esclavos negros. Años después confesó a sus amigos que lo hizo para complacer a Juan de Vergara, sin cuya adquiescencia no se podía vivir en el Buenos Aires de la época.
En esta primera etapa existe una ambigüedad o tensión producida por los fuertes conflictos que producen situaciones de ocupación de nuevos territorios y constituciones de organizaciones políticas y la falta de instituciones o personas que puedan resolver estos conflictos. Los letrados eran percibidos como las personas que podían y debían asumir ese papel, pero la falta de un respaldo político para sus decisiones hacía propenso que la parte perjudicada no aceptara la decisión y acusara al letrado de ignorancia o deshonestidad. De allí la necesidad de disponer de letrados, y en consecuencia de crear estudios de derecho, a la vez de poner limitaciones para que los letrados pasaran a las Indias o la prohibición que se radicaran en determinados territorios.16
Respecto al siglo XVII y comienzos del XVIII la información es escasa.17 En las colonias de las cuales tenemos datos, los abogados eran muy pocos. En 1694 la Audiencia de Bogotá señala la necesidad de abogados en esa ciudad, pues había muy pocos (Uribe-Uran, 2000, 21). En Caracas no hubo abogados hasta comienzos del siglo XVIII. En 1733 había un juez letrado y cuatro abogados (Pérez Perdomo, 1981, 47). En Buenos Aires hacia 1760 actuaban nueve abogados incluyendo Baltazar Maziel, un clérigo que gustaba ejercer la profesión a pesar de las limitaciones de su estado (Mariluz Urquijo, 1988, 176). Es probable que las cifras fueran algo mayores en México, Lima y Santo Domingo, donde había estudios de derecho desde mediados del siglo XVI, pero no hemos localizado estudios o cifras en los cuales apoyarnos.
La impresión es que los abogados eran pocos y tendían a ocupar cargos importantes o de relativa importancia en la burocracia colonial. El único grupo analizado que conocemos es el de colegiales de San Bartolomé, en Santa Fe de Bogotá, entre 1605 y 1719. De 52 graduados cuya ocupación se conoce, 4 llegaron a ser oidores, 5 gobernadores, 15 alcaldes ordinarios, 15 funcionarios de hacienda o de la audiencia sin especificación de rango, y 8 abogados (Silva, 1992). No sabemos si todas estas personas eran graduadas en derecho o abogados, por llama la atención el número elevado de funcionarios, incluyendo altos funcionarios. Aparentemente quienes deseaban ejercer como abogados tenían suficientes asuntos e ingresos. Por ejemplo, la biografía de Maziel (Mariluz Urquijo, 1988) muestra a un abogado activo y ocupado a mediados del siglo XVIII en Buenos Aires, a pesar de ser clérigo. Sus ingresos eran de unos 2,000 pesos anuales, una suma alta en la época.
A finales del periodo colonial la vida de los abogados tiene a ser más tranquila, a juzgar por la biografía de algunos abogados distinguidos (Levene, 1941; Halperin Donghi, 1994) y la biografía de un buen número de abogados admitidos en el colegio de Caracas, desde su creación en 1788 hasta los primeros años del siglo XIX (Parra Márquez, 1952, 1973). El ejercicio de la abogacía tenía sus peligros: el abogado caraqueño Miguel José Sanz fue expulsado a Puerto Rico, en 1809, por un pleito de su yerno -a quien asesoraba como abogado- con el marquez de Toro (Parra Márquez, 1952, 266; Pérez Vila, 1997). La guerra de la independencia los lanzó de nuevo a graves conflictos y desventuras.
A finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX hubo preocupación por el exceso de abogados. Expresión de esta preocupación es el auto acordado del Consejo de Indias del 22 de diciembre de 1802 en el cual se señala que para evitar las consecuencias que "con grave perjuicio del público, buen gobierno y administración de justicia ocasiona la multitud de abogados en los dominios de Indias", se ordenó a las audiencias americanas que informaran sobre el número de abogados en su respectivo distrito y sobre el que convendría que hubiese (Levene, 1959; González Echenique, 1954, 74). Gracias a tal disposición y a la respuesta de las audiencias conocemos el número de abogados para comienzos del siglo XIX.
El análisis refleja cifras relativamente similares en las distintas audiencias respeto de las cuales tenemos datos. las audiencias de México y Guadalajara tenían en 1802 un total de 432 abogados, pero sólo 243 estaban activos en la profesión. En la ciudad de México había 123 y en Guadañara 18 que ejercían (Tanck de Estrada, 1982, 223). La población de la Nueva España en la época era de unos 6 millones, lo cual hacía 7 abogados por 100.000 habitantes (4 si contamos sólo los activos). En Santiago de 1797 había 77 abogados, de los cuales ejercían 33 (González Echenique, 1954, 74). Esto hace unos 11 abogados por 100.000 habitantes (4 si se cuentan sólo los activos). En Lima había 91 abogados en 1790, pero no parece haber habido muchos más en el resto del Perú (Burkholder y Chandler, 1977). Esta última afirmación no parece válida para Arequipa, que contaba con 57 abogados en 1800 (Ramos Núñez, 1993, 30).18 En la Habana hacia 1792 había 85 abogados (Arenal Fenochi, 1980, 541). Suponiendo que éstos fueran todos los que habitaban Cuba y estimando la población en medio millón, el cálculo es de 17 por 100.000 habitantes.19
 En Buenos Aires se habían recibido 98 abogados desde el establecimiento de la audiencia en 1785 hasta 1802 (Levene, 1959, 11). Como la población del Virreinato de Río de la Plata era de 1.3 millones, puede estimarse unos 8 abogados por 1000.000 habitantes. 20Desde 1802 hasta 1810 se recibieron 54 abogados más. Uribe Uran (2000, 25) calcula la cifra de 130 a 150 abogados en 1806 en la Nueva Granada (Colombia). Con una población algo menor de los 2 millones, el indicador es de 7 por 100.000 habitantes. En Venezuela en 1805 había 105 abogados, de los cuales 56 residían en Caracas, según informe del decano. Como la población de Venezuela era de un millón de habitantes, el indicador es de 10 por 100.000 habitantes (Pérez Perdomo, 1981, 72-74). En Puerto Rico habían 3 o 4 abogados en 1790 y el número era de 12 cuando se creó el colegio de abogados en 1840 (Delgado Cintrón, 1970,7 y 8).
No tenemos indicación si las cifras para Argentina, Colombia y Venezuela incluyen todos los abogados o sólo los activos. Parece probable que sea lo primero. En todo caso, se puede hacer un cálculo grueso de un promedio de unos 8 ó 9 abogados (tal vez 4 o 5 activos) por 100.000 habitantes en la América española hacia 1.800. Este cálculo coincide con el de Burkholder y Chandler (1977, 117), quienes han estimado en unos 1.000 los abogados existentes en la América Hispana en 1808. Si se estima la población total en unos 12.5 millones (Lockhart & Schwartz, 1983), el indicador que tenemos es de 8 por 100.000 habitantes.
¿Se consideraba que había suficientes abogados en las distintas jurisdicciones? Las apreciaciones sobre el tema varían. Por ejemplo, en 1784 el oidor de México Vicente Herrera, pidió al rey que limitara el número de abogados porque los 227 de la ciudad eran excesivos. Los informes de las audiencias de México y Guadalajara, por el contrario, consideraban que el número en 1802 no era excesivo y que no tenía por qué reducirse. En Guadalajara había 18 letrados y la Audiencia estimaba que debería haber 24. En muchas ciudades de "tan vasto reino" no había abogados (Tanck de Estrada, 1982, 23; Arenal Fenochio, 1980). En Puerto Rico, en la "exposición" de 1970 del presbítero Ruiz Peña a Carlos IV solicitando el establecimiento de cátedras de derecho en la isla señala que la falta de abogados causa graves perjuicios, pues los legos papelistas con "mil errores e ignorancias confunden la justicia de las partes" (Delgado Cintrón, 1970, 7), mientras que según los regidores del Ayuntamiento de San Juan, la ciudad está bastante bien provista de letrados.21 En el Río de la Plata la Audiencia llegó a la conclusión que el número apropiado para la ciudad de Buenos Aires era de 24; en las capitales de intendencia, 8; y en las demás ciudades, 6 (Levene, 1959, 10). Lamentablemente Levene no nos indica cuál sería la cifra total según este cálculo y si se consideraba adecuado el número que había. En otros países se consideraba que el número era excesivo. En 1767 el virrey del Perú escribió al rey quejándose de la "multitud de abogados de oscuro nacimiento y malas costumbres" (citado por Arenal Fenochio, 1980, 539), pero lamentablemente no hemos localizado el número, ni tenemos mayor información sobre las costumbres. El gobernador de la Isla de Cuba informó que en La Habana (hacia 1792) había 85 abogados, cuando en su concepto, serían suficientes 15 o 20 (Arenal Fenochio, 1980, 541).22

 En Caracas de 1796 había 59 abogados y un grupo ya listo para incorporarse, lo que preocupaba al decano del Colegio, quien propuso el número se limitara a 50 abogados autorizados para ejercer en Caracas. La Audiencia prohibió la incorporación de nuevos abogados en 1802 y 1803, pero siguieron incorporándose abogados que señalaban que no iban a vivir en Caracas (Pérez Perdomo, 1981).
Como puede apreciarse, la preocupación por el exceso ("multitud") de abogados no parece tener una relación directa con grandes números y es posible que el Consejo de Indias estuviera reflejando más una realidad peninsular que americana,23 aunque también las opiniones de los virreyes, oidores y otras autoridades indianas han podido ser influyentes. En la perspectiva de un investigador de hoy, los números son lo suficientemente bajos para que las voces de exceso de abogados en la América española llamen a la reflexión. En el mismo sentido van las opiniones de quienes consideran que todavía no hay suficientes abogados, pero estiman que el número adecuado está cercano a alcanzarse. 
Una comparación con otras profesiones puede ilustrar mejor el punto: a comienzos del siglo XIX, en la Nueva Granada había 3.504 sacerdotes, 485 oficiales militares (con un total de unos 11.500 militares y milicianos), y entre 130 y 150 abogados (Uribe-Uran, 2000, 25). Sin embargo, el Consejo de Indias no parece haber estado preocupado por la abundancia de sacerdotes o militares sino de abogados.
La pregunta de investigación es por qué existe esa percepción de exceso de abogados, o por qué se consideraba que el número suficiente no era mucho mayor que el existente. También es relevante preguntarse cuáles eran los males sociales que se temían del exceso.

III. 
¿QUIÉNES Y CUÁNTOS ERAN LOS ABOGADOS?

Había prohibiciones generales que venían de las Siete Partidas. No podrían ser abogados las mujeres,14 los locos, los desmemoriados, los ciegos "de los dos ojos", los sordos "que no oyessen nada", los pródigos, los enjuiciados por adulterio, traición, homicidio u otro delito de gravedad semejante. Tampoco podían ser abogados los que lidiaren con bestias bravas por un precio. Los reyes católicos prohibieron el ejercicio también a los herejes, sus hijos y sus nietos. Esto incluía a los herejes "reconciliados" o aceptados de nuevo en el seno de la Iglesia (González Echenique, 1954, 223). Tales prohibiciones no interesan aquí pues tampoco podían estudiar derecho y el grado de bachiller en derecho fue un requerimiento para obtener de la audiencia la autorización como abogado. La única excepción a ese requerimiento que conocemos fue el corto periodo en que establecida la audiencia de la Nueva España no se habían constituido los estudios jurídicos (Mendieta y Núñez, 1956).
El grado universitario en derecho no era suficiente para la obtención del título de abogado. Éste era otorgado por la audiencia a aquellos graduados en derecho (en leyes o cánones) que demostraran una pasantía de cuatro años (en algunas épocas y sitios, dos) con un abogado conocido y presentaran un examen solemne en la audiencia, en el cual les correspondía argumentar en un juicio que le asignaran. La parte referente a los hechos debía hacerse en castellano y la legal en latín. 
En el último tercio del siglo XVIII, la participación en los trabajos de las academias de derecho real y práctico, en aquellas ciudades donde éstas existían, fue también un requisito que sustituía parcialmente el de pasantía. Cumplidos los requisitos ante la audiencia, y pagado el impuesto de "media anata",15 tenía que ser admitido en el colegio de abogados, que actuaba como corporación profesional. El colegio requería nuevas demostraciones de limpieza de sangre. Después debía sentarse en estrados con el traje de los abogados para que sus colegas y el público lo conocieran en su nueva calidad.
¿Quiénes se tomaban las molestias adicionales y qué significaba la calidad de abogado? No todos los graduados en derecho tenían interés en convertirse en abogados. En primer lugar estaban quienes profesaran órdenes religiosas o estuvieran ordenados in sacris, quienes tenían limitaciones severas para actuar como abogados. Recordemos que una parte importante de los estudiantes y graduados en derecho pertenecían a esta categoría. La categoría era muy numerosa porque el grado en derecho facilitaba el ascenso dentro de la burocracia eclesiástica y la administración de la Iglesia. En segundo lugar, como analizaremos luego, las personas de la alta nobleza tampoco tenían interés en convertirse en abogados.
El tema de quiénes eran los abogados tiene así dos subtemas, 1) cuál era la motivación para optar por la carrera y 2) cuál era el número. Vamos a considerarlo en el orden inverso al enunciado.
Los testimonios de la época son considerablemente contradictorios. Hay determinados momentos en que no se deseaba que existieran abogados o se consideraba que ya había demasiados. En otros momentos, a veces muy cercanos. Tanto la falta, la escasez o el exceso parece que se derivaban determinados perjuicios para la población.
En el tiempo, la preocupación por los daños que podían producir los abogados parece haber sido muy temprana. En 1509 se les prohibió pasar a las Indias sin licencia especial, en 1521 se regula su número en Cuba (Uribe-Uran, 2000, 21; Ruiz Guiñazú, 1916, 330 y ss). Las prohibiciones no sólo venían de la Corona. En 1526 el cabildo de México ordenó "que los letrados no aboguen ni aconsejen so pena por la primera vez de 50 pesos de oro para las cámaras e fisco de S.M.; e por la segunda 1.000, aplicados de la misma forma e privados completamente de juicios de abogacía; e por la tercera, pierdan todos sus bienes y salgan desterrados de esta Nueva España" (véase por Ruiz Guiñazú, 1916, 333). 

Sin embargo, a comienzos del siglo XVI no había escuelas de derecho y el número de abogados que habían viajado a las Indias, con las limitaciones de la prohibición de 1509, seguramente no era muy alto. En 1613 no había abogados en Buenos Aires. Cuando el cabildo de la ciudad se enteró que tres se dirigían a ella, ordenó que se les prohibiera el paso, por el temor de que promovieran conflictos y pleitos. Como lo señaló el regidor Corro (citado por Ruiz Guiñazú, 1916, 333), con letrados "no faltan pleitos, trampas y marañas, y otras disensiones de que han resultado a los pobres vecinos y moradores desinquietudes, gastos y pérdidas de hacienda".

Ruiz Guiñazú (1916, 332) atribuye estas restricciones a la insistencia de los conquistadores, quienes veían limitadas su conducta abusiva y excesivamente rapaz con la acción de los abogados que reclamaban los derechos de los afectados. El argumento no es demasiado convincente pues, como puede esperarse, los abogados actuaban en favor de distintas partes, incluidos conquistadores como Cortés (Ruiz Guiñazú, 1916, 334). Pero es cierto que en algunos momentos las relaciones entre algunos letrados y los conquistadores fueron más que tensas. 
En los primeros años de la conquista de Chile, Francisco de Aguirre le mandó a cortar la nariz y darle palos y cuchilladas al licenciado de las Peñas por haber fallado en su contra en un arbitraje (González Echenique, 1954, 71, 311 y ss). García Hurtado de Mendoza atacó con su espada en las calles de Concepción a su teniente y asesor letrado, el licenciado Ortiz, y ordenó que le quitaran la vara de la justicia, es decir, lo destituyó como juez (idem).
Hubo también abogados que actuaron como conquistadores. Uribe-Uran (2000, 20) menciona 11 abogados que actuaron en la conquista de la Nueva Granada entre 1500 y 1550. Jiménez de Quezada, uno de ellos, fue fundador de Bogotá, y debió enfrentar los litigios de otro abogado, Fernández Gallego (idem).
Así como había la preocupación por los litigios provocados por los abogados, existía también la preocupación contraria por el desorden de los pleitos y por la falta de justicia por la ausencia de abogados que puedan llevar las causas. De allí las peticiones de los cabildos y otras autoridades coloniales para la creación de universidades con estudios de derecho (Ruiz Guiñazú, 1916, 330). En la práctica, el número absoluto de abogados parece haber sido bastante bajo en el siglo XVI y la mayor parte de ellos parecen haber ocupado cargos en las audiencias, los cabildos y otros órganos de la administración colonial, aunque en la época no todos los cargos de juez o funcionario comportaban la prohibición total de ejercicio como abogado.
La vida de los abogados en este periodo parece llena de conflictos y peligros muy considerables. La biografía de Gabriel Sánchez de Ojeda, el primer abogado criollo que actuó en Buenos Aires (Cutolo, 1964), muestra esas dificultades y peligros. El Santo Oficio lo persiguió por haber sostenido tesis regalistas heréticas y ser enemigo del Santo Oficio, por lo cual fue desterrado a Tucumán en 1608. En 1622 fue acusado de haber actuado como juez y parte en el proceso contra un escribano. Fue condenado de nuevo al destierro y a pagar una multa de mil pesos de plata. Al final fue embargado y perdió sus bienes, incluyendo su valiosa biblioteca y dos esclavos negros. Años después confesó a sus amigos que lo hizo para complacer a Juan de Vergara, sin cuya adquiescencia no se podía vivir en el Buenos Aires de la época.
En esta primera etapa existe una ambigüedad o tensión producida por los fuertes conflictos que producen situaciones de ocupación de nuevos territorios y constituciones de organizaciones políticas y la falta de instituciones o personas que puedan resolver estos conflictos. Los letrados eran percibidos como las personas que podían y debían asumir ese papel, pero la falta de un respaldo político para sus decisiones hacía propenso que la parte perjudicada no aceptara la decisión y acusara al letrado de ignorancia o deshonestidad. De allí la necesidad de disponer de letrados, y en consecuencia de crear estudios de derecho, a la vez de poner limitaciones para que los letrados pasaran a las Indias o la prohibición que se radicaran en determinados territorios.16
Respecto al siglo XVII y comienzos del XVIII la información es escasa.17 En las colonias de las cuales tenemos datos, los abogados eran muy pocos. En 1694 la Audiencia de Bogotá señala la necesidad de abogados en esa ciudad, pues había muy pocos (Uribe-Uran, 2000, 21). En Caracas no hubo abogados hasta comienzos del siglo XVIII. En 1733 había un juez letrado y cuatro abogados (Pérez Perdomo, 1981, 47). En Buenos Aires hacia 1760 actuaban nueve abogados incluyendo Baltazar Maziel, un clérigo que gustaba ejercer la profesión a pesar de las limitaciones de su estado (Mariluz Urquijo, 1988, 176). Es probable que las cifras fueran algo mayores en México, Lima y Santo Domingo, donde había estudios de derecho desde mediados del siglo XVI, pero no hemos localizado estudios o cifras en los cuales apoyarnos.
La impresión es que los abogados eran pocos y tendían a ocupar cargos importantes o de relativa importancia en la burocracia colonial. El único grupo analizado que conocemos es el de colegiales de San Bartolomé, en Santa Fe de Bogotá, entre 1605 y 1719. De 52 graduados cuya ocupación se conoce, 4 llegaron a ser oidores, 5 gobernadores, 15 alcaldes ordinarios, 15 funcionarios de hacienda o de la audiencia sin especificación de rango, y 8 abogados (Silva, 1992). No sabemos si todas estas personas eran graduadas en derecho o abogados, por llama la atención el número elevado de funcionarios, incluyendo altos funcionarios. Aparentemente quienes deseaban ejercer como abogados tenían suficientes asuntos e ingresos. Por ejemplo, la biografía de Maziel (Mariluz Urquijo, 1988) muestra a un abogado activo y ocupado a mediados del siglo XVIII en Buenos Aires, a pesar de ser clérigo. Sus ingresos eran de unos 2,000 pesos anuales, una suma alta en la época.
A finales del periodo colonial la vida de los abogados tiene a ser más tranquila, a juzgar por la biografía de algunos abogados distinguidos (Levene, 1941; Halperin Donghi, 1994) y la biografía de un buen número de abogados admitidos en el colegio de Caracas, desde su creación en 1788 hasta los primeros años del siglo XIX (Parra Márquez, 1952, 1973). El ejercicio de la abogacía tenía sus peligros: el abogado caraqueño Miguel José Sanz fue expulsado a Puerto Rico, en 1809, por un pleito de su yerno -a quien asesoraba como abogado- con el marquez de Toro (Parra Márquez, 1952, 266; Pérez Vila, 1997). La guerra de la independencia los lanzó de nuevo a graves conflictos y desventuras.
A finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX hubo preocupación por el exceso de abogados. Expresión de esta preocupación es el auto acordado del Consejo de Indias del 22 de diciembre de 1802 en el cual se señala que para evitar las consecuencias que "con grave perjuicio del público, buen gobierno y administración de justicia ocasiona la multitud de abogados en los dominios de Indias", se ordenó a las audiencias americanas que informaran sobre el número de abogados en su respectivo distrito y sobre el que convendría que hubiese (Levene, 1959; González Echenique, 1954, 74). Gracias a tal disposición y a la respuesta de las audiencias conocemos el número de abogados para comienzos del siglo XIX.
El análisis refleja cifras relativamente similares en las distintas audiencias respeto de las cuales tenemos datos. las audiencias de México y Guadalajara tenían en 1802 un total de 432 abogados, pero sólo 243 estaban activos en la profesión. En la ciudad de México había 123 y en Guadañara 18 que ejercían (Tanck de Estrada, 1982, 223). La población de la Nueva España en la época era de unos 6 millones, lo cual hacía 7 abogados por 100.000 habitantes (4 si contamos sólo los activos). En Santiago de 1797 había 77 abogados, de los cuales ejercían 33 (González Echenique, 1954, 74). Esto hace unos 11 abogados por 100.000 habitantes (4 si se cuentan sólo los activos). En Lima había 91 abogados en 1790, pero no parece haber habido muchos más en el resto del Perú (Burkholder y Chandler, 1977). Esta última afirmación no parece válida para Arequipa, que contaba con 57 abogados en 1800 (Ramos Núñez, 1993, 30).18 En la Habana hacia 1792 había 85 abogados (Arenal Fenochi, 1980, 541). Suponiendo que éstos fueran todos los que habitaban Cuba y estimando la población en medio millón, el cálculo es de 17 por 100.000 habitantes.19
 En Buenos Aires se habían recibido 98 abogados desde el establecimiento de la audiencia en 1785 hasta 1802 (Levene, 1959, 11). Como la población del Virreinato de Río de la Plata era de 1.3 millones, puede estimarse unos 8 abogados por 1000.000 habitantes. 20Desde 1802 hasta 1810 se recibieron 54 abogados más. Uribe Uran (2000, 25) calcula la cifra de 130 a 150 abogados en 1806 en la Nueva Granada (Colombia). Con una población algo menor de los 2 millones, el indicador es de 7 por 100.000 habitantes. En Venezuela en 1805 había 105 abogados, de los cuales 56 residían en Caracas, según informe del decano. Como la población de Venezuela era de un millón de habitantes, el indicador es de 10 por 100.000 habitantes (Pérez Perdomo, 1981, 72-74). En Puerto Rico habían 3 o 4 abogados en 1790 y el número era de 12 cuando se creó el colegio de abogados en 1840 (Delgado Cintrón, 1970,7 y 8).
No tenemos indicación si las cifras para Argentina, Colombia y Venezuela incluyen todos los abogados o sólo los activos. Parece probable que sea lo primero. En todo caso, se puede hacer un cálculo grueso de un promedio de unos 8 ó 9 abogados (tal vez 4 o 5 activos) por 100.000 habitantes en la América española hacia 1.800. Este cálculo coincide con el de Burkholder y Chandler (1977, 117), quienes han estimado en unos 1.000 los abogados existentes en la América Hispana en 1808. Si se estima la población total en unos 12.5 millones (Lockhart & Schwartz, 1983), el indicador que tenemos es de 8 por 100.000 habitantes.
¿Se consideraba que había suficientes abogados en las distintas jurisdicciones? Las apreciaciones sobre el tema varían. Por ejemplo, en 1784 el oidor de México Vicente Herrera, pidió al rey que limitara el número de abogados porque los 227 de la ciudad eran excesivos. Los informes de las audiencias de México y Guadalajara, por el contrario, consideraban que el número en 1802 no era excesivo y que no tenía por qué reducirse. En Guadalajara había 18 letrados y la Audiencia estimaba que debería haber 24. En muchas ciudades de "tan vasto reino" no había abogados (Tanck de Estrada, 1982, 23; Arenal Fenochio, 1980). En Puerto Rico, en la "exposición" de 1970 del presbítero Ruiz Peña a Carlos IV solicitando el establecimiento de cátedras de derecho en la isla señala que la falta de abogados causa graves perjuicios, pues los legos papelistas con "mil errores e ignorancias confunden la justicia de las partes" (Delgado Cintrón, 1970, 7), mientras que según los regidores del Ayuntamiento de San Juan, la ciudad está bastante bien provista de letrados.21 En el Río de la Plata la Audiencia llegó a la conclusión que el número apropiado para la ciudad de Buenos Aires era de 24; en las capitales de intendencia, 8; y en las demás ciudades, 6 (Levene, 1959, 10). Lamentablemente Levene no nos indica cuál sería la cifra total según este cálculo y si se consideraba adecuado el número que había. En otros países se consideraba que el número era excesivo. En 1767 el virrey del Perú escribió al rey quejándose de la "multitud de abogados de oscuro nacimiento y malas costumbres" (citado por Arenal Fenochio, 1980, 539), pero lamentablemente no hemos localizado el número, ni tenemos mayor información sobre las costumbres. El gobernador de la Isla de Cuba informó que en La Habana (hacia 1792) había 85 abogados, cuando en su concepto, serían suficientes 15 o 20 (Arenal Fenochio, 1980, 541).22

 En Caracas de 1796 había 59 abogados y un grupo ya listo para incorporarse, lo que preocupaba al decano del Colegio, quien propuso el número se limitara a 50 abogados autorizados para ejercer en Caracas. La Audiencia prohibió la incorporación de nuevos abogados en 1802 y 1803, pero siguieron incorporándose abogados que señalaban que no iban a vivir en Caracas (Pérez Perdomo, 1981).
Como puede apreciarse, la preocupación por el exceso ("multitud") de abogados no parece tener una relación directa con grandes números y es posible que el Consejo de Indias estuviera reflejando más una realidad peninsular que americana,23 aunque también las opiniones de los virreyes, oidores y otras autoridades indianas han podido ser influyentes. En la perspectiva de un investigador de hoy, los números son lo suficientemente bajos para que las voces de exceso de abogados en la América española llamen a la reflexión. En el mismo sentido van las opiniones de quienes consideran que todavía no hay suficientes abogados, pero estiman que el número adecuado está cercano a alcanzarse. 
Una comparación con otras profesiones puede ilustrar mejor el punto: a comienzos del siglo XIX, en la Nueva Granada había 3.504 sacerdotes, 485 oficiales militares (con un total de unos 11.500 militares y milicianos), y entre 130 y 150 abogados (Uribe-Uran, 2000, 25). Sin embargo, el Consejo de Indias no parece haber estado preocupado por la abundancia de sacerdotes o militares sino de abogados.
La pregunta de investigación es por qué existe esa percepción de exceso de abogados, o por qué se consideraba que el número suficiente no era mucho mayor que el existente. También es relevante preguntarse cuáles eran los males sociales que se temían del exceso.

1 comentario:

  1. “El mejor abogado no es aquel que siempre se pasa leyendo libros, tomando cursos y estudiando más... sino aquel que sin leer tantos libros, tomar tantos cursos, ni seguir estudiando más aplica todos sus conocimientos obtenidos día a día en el mejor campo de enseñanza y aprendizaje, la practica diaria de su profesión.”

    ResponderEliminar

Tiempo

Tiempo

El derecho romano I a

  Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivo...