Profesora

Dra. Mafalda Victoria Díaz-Melián de Hanisch

domingo, 21 de marzo de 2021

Gobierno y administración en Edad Moderna Española.

 

Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Álvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 


Parte II
Gobierno y administración.
Escudo de Felipe II

(i).- El orígenes medievales del Estado moderno.

Las monarquías de Europa occidental alcanzaron hacia 1500 las condiciones necesarias para dirigir los destinos de gran parte del mundo, y ello de forma creciente desde entonces. Esto fue posible porque en Edad Media "reinventaron" un Estado que "se demostró mucho más logrado que la mayoría de los modelos previos" (R. B. Strayer).
Hacia el año 1300, las monarquías del Occidente europeo poseían ya "los elementos básicos del Estado", pero fue en Inglaterra, Francia y los reinos hispánicos donde la evolución hacia el Estado Moderno se produjo más rápidamente (R. B. Strayer). Como génesis medieval del Estado moderno se entiende el proceso por el que las monarquías occidentales pasaron, durante la Baja Edad Media, de una organización feudovasallática a otra centralizada de características estatales y absolutistas.
 Esta larga y compleja evolución (que culminará en el siglo XVIII) puede estructurarse para el Bajo Medievo en tres etapas (B. Guennée): un periodo inicial entre los siglos XIII y XIV; una etapa de estancamiento entre mediados de este siglo y el primer tercio del XV a causa de la crisis generalizada; y un periodo de consolidación irreversible desde mediados del siglo XV.
La construcción del Estado Moderno supuso la afirmación territorial de la autoridad monárquica frente a obstáculos interiores y rivales exteriores, una creciente centralización política y económica, la extensión y ampliación de la capacidad decisoria de la administración real (burocratización) y la consolidación de la monarquía autoritaria como eje central de un sistema político complejo. Pese a sus limitaciones, hacia 1500 las monarquías occidentales habían establecido firmemente las bases del Estado centralizado y absolutista.

El nacimiento de Estado nacional español.

La unión real de las coronas de Castilla y Aragón provoco el nacimiento del Estado Español. El estado español nace edad moderna como un estado político y jurídicamente descentralizado, y su forma política era monarquía hereditaria, los súbditos estaban sometidos al rey por vínculos de naturaleza jurídico-pública, existiendo por tanto una tendencia a eliminar cualquier vinculación privada que pudiera debilitar dicho lazo, los naturales de los distintos reinos se consideraban extranjeros entre sí, no teniendo en común nada más que ser súbditos del mismo rey.
El proceso de centralización del poder político en manos del monarca como personificación del Estado, vino también apoyado por el crecimiento y desarrollo de la administración central del Estado.

Forma de gobierno.

La monarquía española en los tiempos modernos fue una Monarquía autoritaria. Genéricamente se denomina así a las monarquías europeas que durante la Edad Moderna alcanzaron un fuerte grado de centralización del poder político en manos de la institución real.
Se considera, generalmente historia, pues, que la monarquía española tiene su origen en la unión personal y dinástica entre reina Isabel I de Castilla y rey Fernando II de Aragón, llamados Reyes Católicos (Catholicos reges, et principes) por el papado desde el 4 de mayo de 1493 en razón de la conquista de la Península Ibérica al Islam y el proyecto evangelizador del Nuevo Mundo; y que procuraron llevar una política de acción común.
La Reina Juana I de Castilla, hija de los Reyes Católicos, heredó la corona de Castilla al morir su madre, la reina Isabel. El matrimonio de Juana con Felipe el Hermoso de Austria hizo peligrar la política que habían llevado los Reyes Católicos, pero Felipe I murió prematuramente, y el rey Fernando II de Aragón, padre de Juana, la inhabilitó definitivamente por locura y se ocupó de la regencia castellana hasta su muerte.
Entonces, Juana heredó también la Corona de Aragón, tras fracasar el intento de su padre de concebir un heredero con su segunda esposa, Germana de Foix, que le permitiese heredar aquella corona y separarla de la Corona de Castilla, pero dada la incapacidad de la reina Juana, su hijo Carlos se asumió como rey junto con su madre. Madre e Hijo fueron los primeros reyes del nuevo estado hispano.
De esta forma el rey Carlos I de Austria  consolidó la unión de ambas coronas, siendo otorgado titulo “rey Católico de las Españas” (en latín Hispaniarum Rex Catholicus) por el papa León X en la bula del 1 de abril de 1516. Recién en el siglo XIX los monarcas españoles tomaron el titulo de “Rey de España” en forma oficial.
El Rey Felipe II  acceder el trono por abdicación de su padre, y usó en los documentos oficiales y en  monedas la fórmula abreviada de “rey de las Españas y de las Indias" (En latín Hispaniarum et Indiarum Rex), y tras la crisis sucesoria en corona de Portugal (1580) accedió al trono de Portugal.

Sucesión al trono de la monarquía.

Estas reglas de sucesión al trono siguieron en el orden legitimado en las 7 Partidas.
La sucesión en el trono de las Españas e Indias sigue el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos.
Este orden sucesorio significa que la corona corresponde, sucesivamente, a los hijos varones del Rey y a sus descendientes, a las hijas del Rey y sus descendientes, a los hermanos y hermanas del Rey y a los demás parientes, siempre en orden de edad y con preferencia de los varones sobre las mujeres entre las personas con igual grado de parentesco.
El rey Felipe V, al subir al trono tras la Guerra de Sucesión Española, hizo promulgar la ley semi-sálica a las Cortes de Castilla en 1713: según las condiciones de la nueva ley, las mujeres sólo podrían heredar el trono de no haber herederos varones en la línea principal (hijos) o lateral (hermanos y sobrinos).
El rey Carlos IV de España hizo aprobar a las Cortes en 1789 una disposición para derogar la ley y volver a las normas de sucesión establecidas por el código de las Partidas. Sin embargo, la Pragmática Sanción real no llegó a ser publicada hasta que su hijo Fernando VII de España la promulgó en 1830, desencadenando el conflicto dinástico del Carlismo.

Capital de la monarquía.

Alcazar_de_Madrid_siglo_XVII


Los orígenes de madrid han sido objeto de continua revisión histórica. El hallazgo de un posible enterramiento de tipo visigodo, no conservado, llevó a algunos investigadores a considerar que el posterior asentamiento fortificado musulmán de Maǧrīţ (del siglo IX) se habría asentado sobre un vicus visigodo del siglo VII, posiblemente llamado Matrice o matriz ('arroyo');​ si bien son muchos otros los que consideran que la evidencia es, a día de hoy, demasiado escasa y oscura como para poder afirmar nada al respecto. Las excavaciones arqueológicas también han desvelado restos de villas de época romana, así como de otros restos que se remontan a los carpetanos y al periodo prerromano en general.
No sería hasta el siglo XI cuando Madrid fue incorporada al Reino de León, tras su sitio y toma por Alfonso VI de León en 1085. Fue designada sede de la Corte por el rey Felipe II en 1561, convirtiéndose en la primera capital permanente de la monarquía española y ha mantenido la capitalidad del país desde entonces, salvo por breves intervalos de tiempo. La ciudad estaba en centro de península y era lugar estratégico para ser sede del gobierno.
En esta ciudad residió el rey y su corte y las autoridades judiciales y administrativas españolas.

Litografía del siglo XIX representando el traslado a Madrid de la Corte por Felipe II en 1561


Durante el reinado de Carlos I, Madrid estaba integrado por dos núcleos principales: el recinto comprendido dentro de la muralla cristiana, de origen medieval, y los arrabales. El casco urbano se extendía, de oeste a este, desde el Palacio Real hasta la Puerta del Sol; y, de norte a sur, desde la plaza de Santo Domingo hasta la plaza de la Cebada.
A partir de 1561, con la capitalidad, la ciudad creció de forma vertiginosa, expandiéndose principalmente hacia el este. El plano de Madrid realizado por Pedro Teixeira en el año 1656, casi un siglo después del establecimiento de la Corte, da una idea precisa de las dimensiones del casco urbano, en tiempos de Felipe IV (r. 1621–1665).
La villa estaba rodeada por una cerca, mandada construir por el citado monarca en el año 1625, levantada, hacia el norte, sobre las actuales calles de Génova, Sagasta, Carranza y Alberto Aguilera (conocidas popularmente como los bulevares); hacia el sur, sobre las rondas de Toledo, Valencia y Embajadores; hacia el este, sobre los paseos del Prado y Recoletos; y hacia el oeste, sobre los terraplenes del valle del río Manzanares.
Extramuros, se situaban los jardines, parajes agrestes y recintos palaciegos del Buen Retiro, en la parte oriental de la ciudad; de la Casa de Campo, en la occidental; y del El Pardo, en la noroccidental.
La cerca de Felipe IV sustituyó a una anterior, promovida por Felipe II (r. 1556–1598) y que enseguida quedó obsoleta. Fue erigida para detener el crecimiento desordenado que estaba experimentando la ciudad y actuó como una auténtica barrera urbanística, que limitó la expansión de la urbe hasta el siglo XIX. Fue derribada en 1868.
A grandes rasgos, el espacio comprendido dentro de la cerca de Felipe IV se corresponde en la actualidad con el distrito Centro. Su superficie es de 523,73 hectáreas y comprende los barrios administrativos de Cortes, Embajadores, Justicia, Palacio, Sol y Universidad.

Las tareas de gobierno se centralizan en el Alcázar Real, conjunto de edificaciones situadas en los terrenos que más adelante ocuparán el Palacio Real y la plaza de Oriente. Paralelamente se aumenta la superficie de otro palacio en el extremo este de la ciudad, más allá de la cerca. Se trata del palacio del Buen Retiro, empezado a construir por los Reyes Católicos (que también trasladaron a sus proximidades el monasterio de San Jerónimo el Real, situado anteriormente cerca del Manzanares, zona de la actual estación de Príncipe Pío), del que se conservan sus jardines, el Salón del Reino y el Salón de Baile, conocido, este último, como el Casón del Buen Retiro y utilizado actualmente por el Museo del Prado.

(ii).-El gobierno y administración durante casa de Austria.

Origen de familia real.


El castillo de Habsburgo, en alemán Habsburg (el nombre original era “Habichtsburg”, castillo del azor) es un castillo situado en la localidad suiza de Habsburg, cantón de Argovia, cerca del río Aar. 


El nombre proviene del castillo suizo Habichtsburg (Castillo del azor), la residencia familiar de los Habsburgo durante los siglos XI, XII y XIII en el antiguo ducado de Suabia, hoy en día Suiza (Suiza no existía entonces en su forma actual, y las tierras suizas formaban parte principalmente del Sacro Imperio Romano Germánico).
El castillo de Habichtsburg, "burgo del halcón", dio su nombre a la casa de Habsburgo, una de las principales dinastías reales de la historia de Europa.
El origen de la casa de Habsburgo, llamada en España de Austria, se remonta al año 1020, cuando Werner, obispo de Estrasburgo, y su cuñado el conde Radbot, construyeron el castillo de Habichtsburg o Habsburgo en Aargau (en la posterior Suiza). Gontrán el Rico, abuelo de Radbot, es el antepasado más antiguo que se conoce, y probablemente se identifica con el conde Gontrán, que se rebeló contra el rey Otón I en el 950. En el siglo XI, el hijo de Radbot, Werner I, tomó el título de conde de Habsburgo y fue abuelo de Alberto III, muerto en 1200, conde de Zurich y landgrave de alta Alsacia.
 Desde el sudoeste de Alemania (principalmente Alsacia, Brisgovia, Argovia y Turgovia) la familia extendió su influencia y asentamientos a los extremos del sudeste del Sacro Imperio Romano Germánico, aproximadamente lo que es hoy en día Austria (1278–1382). En sólo dos o tres generaciones, los Habsburgo habían logrado obtener un alcance inicialmente intermitente en el trono imperial que duraría siglos.
Después del matrimonio de Maximiliano I con María, heredera de Borgoña (que controlaba los Países Bajos) y el matrimonio de su hijo Felipe el Hermoso con Juana, heredera de España y su recién fundado imperio.
Escudo de Armas de Felipe II a Carlos II


La Casa de Austria es el nombre con el que se conoce a la dinastía Habsburgo reinante en la Monarquía Hispánica en los siglos XVI y XVII; desde la Concordia de Villafáfila (27 de junio de 1506) en que Felipe I el Hermoso es reconocido como rey consorte de la Corona de Castilla, quedando para su suegro Fernando el Católico la Corona de Aragón; hasta la muerte sin sucesión directa de Carlos II el Hechizado (1 de noviembre de 1700), que provocó la Guerra de Sucesión Española.

Forma de gobierno.

La estructura de gobierno de la Monarquía Hispánica durante gobierno de casa de Austria (siglos XVI a XVII) se define como polisinodial.
Se denomina régimen polisinodial a la organización política de las monarquías absolutas de los reinos de España durante el gobierno de Austrias. El mecanismo de funcionamiento básico era la elevación de una consulta al monarca, quien resolvía según su parecer.
 Su origen se remonta a la Edad Media en los órganos consultivos de las coronas de Castilla, Aragón y Navarra.), es decir, con multiplicidad de Consejos que asesoraban al rey quien ostentaba el poder. Derivan del Consilium o Curia Regis, reunión de notables que aconsejaban la toma de decisiones políticas a los monarcas alto medievales en cumplimiento del deber de consilium, que junto con el auxilium (ayuda militar) eran el resumen de los compromisos del vasallo con su señor.
A mediados del siglo XIV, en la Corona de Castilla ya estaba organizado en torno al llamado Consejo Real o Consejo de Castilla.
La multiplicación de Consejos comienza como consecuencia de la unión de las coronas ibéricas, corona de Castilla y León, y su expansión territorial a finales del siglo XV.

España era una unión dinástica.

No se unen los territorios, sino sólo las personas de los reyes, que aunque actúan como reyes en cada reino, no pueden aplicar las leyes del que más les favorezca en el otro. Es necesario un Consejo por Corona: Castilla, Aragón, Italia, Frandes, Indias.
Los idiomas, las leyes, las costumbres y los sistemas políticos y sociales seguían intactos en cada territorio, sólo la defensa a ultranza del catolicismo daba el punto de uniformidad. Proyectos de centralización política como la «Unión de Armas» del Conde-Duque de Olivares tensionaron el modelo hasta producir la crisis de 1640, con la separación definitiva de Portugal y transitoriamente de Cataluña.
Por otro lado, desde el principio la centralización administrativa y el aumento del poder real hizo necesaria la delegación de las funciones de la indivisible autoridad del rey en una maquinaria que mantuviera en funcionamiento un Estado en formación, enorme y complejo.
Figuras individuales, como los secretarios y los validos eran la parte más resolutiva y ágil, pero también arbitraria, de tal aparato; mientras que instituciones colegiadas, estables y mucho más reflexivas, los Consejos, se encargaban de dar continuidad y estabilidad a la política de la Monarquía.
 La frase más repetida ante muchas consultas era «no conviene hacer novedad por ahora». El uso y abuso de memoriales, papel sellado y complejos procedimientos parecía ser una de las aportaciones españolas al mundo: la burocracia.
 Una de las primeras consecuencias fue la acumulación de innumerables legajos cuya ordenación y conservación fue enseguida encomendada al Archivo General de Simancas, que aún conserva tal función.
Desde un primer momento los Consejos fueron entendidos como altos tribunales de justicia donde se veían los pleitos o conflictos propios de su específica competencia. Esta tarea de justicia determinó que los Consejos no pudieran definir muy bien sus funciones; de hecho, las tareas propias de gobierno y administración se solaparon muchas veces con las de justicia, faceta ésta donde se expresaba mejor la soberanía regia.
Los consejos, por otro lado, nunca tuvieron atribuciones ejecutivas, ni jamás suplantaron la capacidad decisoria de la corona. Esta siempre ejercitó la soberanía efectiva, la cual se expresaba a través de las manifestaciones por las que discurría la toma de decisiones.
 El modo de ejercer tales funciones se hacía desde el sistema «de consulta». Reunido el Consejo, estudiaba el pleito o el asunto en cuestión, elaboraban un dictamen y lo elevaba, a modo de consulta, a Su Majestad para que éste, finalmente, decidiese.

Clase de consejo.

Los Consejos, una vez cristalizada y desarrollada su evolución, se estructuraron en dos grandes bloques: los Consejos territoriales, que representaban la estructura institucional y constituciones de los diversos reinos, y los Consejos temáticos o de materias, cuya especialización estaba plenamente definida en función de la naturaleza de los mismos.
El Consejo de Castilla era la columna vertebral: se encargaba del gobierno interior de los reinos de la Corona de Castilla, su parte más importante tanto en extensión (la parte central y occidental de la Península Ibérica, a excepción de Portugal) como en población y riqueza.
 También era el conjunto territorial jurídicamente más cohesionado y en el que la autoridad del rey tenía menos trabas y podía extraer más impuestos, con la excepción de los territorios forales, fundamentalmente las tres provincias vascas.
Otros consejos territoriales eran el Consejo de Aragón, el Consejo de Navarra, el Consejo de Italia y el Consejo de Flandes. Cada uno de estos territorios tenía unas leyes distintas que aplicar y unos niveles de privilegios personales, estamentales y territoriales muy diferente, en general más desfavorable al poder real que en el caso castellano.
Había consejos temáticos, como el Consejo de Hacienda, Consejo de Estado, Órdenes Militares y el Inquisición.
El Consejo de Indias sería un caso mixto, a la vez territorial y temático, y desde luego que ejercía su jurisdicción sobre el territorio más importante en términos geográficos y el más sensible económica y estratégicamente.
El nombramiento de Consejeros fue una tarea delicada a la que los reyes se dedicaban con especial cuidado, ya que, sobre todo en los primeros tiempos, querían evitar la acumulación de poder político en manos de los grandes, las familias aristocráticas que habían protagonizado las guerras civiles castellanas de los siglos XIII al XV.
La alternativa era apoyarse más en los letrados, universitarios de extracción baja nobleza o incluso conversos, que sólo tendrían interés en aumentar el poder del rey, además de seguir la interpretación absolutista heredada del derecho romano.
No obstante, fue la alta nobleza y el alto clero las que ocupaban en su mayoría los puestos en los consejos, aunque nunca de modo que una familia en concreto se creyera con derecho de propiedad sobre tales cargos, cosa que sí ocurría en la administración municipal, con los regidores, puestos en manos de la oligarquía local o patriciado urbano.

Los consejos de monarquía hispánica.

Existían los siguientes consejos de la monarquía.

1º.- Consejo de Inquisición.

La jurisdicción del Consejo de Inquisición se extendía más allá de los límites de Castilla, abarcando el conjunto de España. Tiene como objetivo velar por la pureza del catolicismo, luchar contra las herejías, especialmente del protestantismo y controlar a los judíos conversos. Está compuesto por un presidente (el inquisidor general) y seis consejeros (los inquisidores apostólicos).

2º.-Consejo de Cruzada.

El Consejo de Cruzada en el año 1525 estaba formado por un presidente, dos consejeros del Consejo de Castilla, un regente del Consejo de Aragón y un consejero del Consejo de Indias.
Se encargaba de administrar las aportaciones que por las bulas de cruzada, los subsidios y el excusado hacía la Santa Sede para la defensa de la fe católica y la guerra contra los infieles.
3º.-Consejo de Órdenes Militares.

El Consejo de Órdenes tuvo como función la administración de la justicia de los caballeros de las órdenes, así como la designación de los mismos. Esta formado por un presidente y seis consejeros.

4º.-Consejo de Hacienda.

El Consejo de Hacienda tenía como objetivo recaudar impuestos, administrarlos y velar que se cumpla su recaudación; para ello dispone de cuatro tribunales:
El Consejo de Hacienda, el Tribunal de Millones, el Tribunal de Oidores y la Contaduría Mayor de Cuentas.

5º-El Consejo de Aragón o Consejo Supremo de la Corona de Aragón.

Consejo de Aragón tenía jurisdicción sobre los territorios pertenecientes a la corona de Aragón: Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca, Nápoles, Sicilia y Cerdeña.
Consejo de Aragón se presenta como la restauración del Consejo Real de Aragón.
El consejo era un órgano inoperante: la pragmática de su creación, el 14 de noviembre de 1494 se presenta como la restauración de ese órgano no funcional creado para hacer frente a un nuevo problema, el absentismo del monarca.

Así, la corona de Aragón será gobernada por tres instituciones:

En primer lugar, los Virreyes, que actuarán como alter ego del monarca en todos los territorios que posee. Cada reino posee un virrey.
Luego están las Audiencias que tienen dos atribuciones básicas en Aragón. Por un lado, son tribunales de justicia real, y actuarán como consejo asesor del Virrey.
Por encima de todo el sistema se encuentra el propio Consejo de Aragón creado para fortalecer el poder del monarca y solucionar el absentismo regio.

Funciones.

El Consejo de Aragón va a tener como función principal la de administración de la Corona, además de ser el alto tribunal de justicia real. Actúa también como nexo entre el rey y los virreyes. No es un órgano del reino, sino del rey para controlar al reino.

Composición.

A la cabeza del Consejo está el vicecanciller de la Corona de Aragón, que es la misma figura que el presidente en Castilla. En este caso será siempre un jurista, que será el que redacte los documentos que salen del consejo.
Después encontramos los regentes, que son el equiparable de los consejeros en la Corona de Castilla. Son seis regentes, dos del reino de Aragón, dos del reino de Valencia y dos del principado de Cataluña.
A partir de 1626, se incorporó además de un regente en representación de Cerdeña. Todos los miembros del Consejo de Aragón son aragoneses excepto el Tesorero General, que es quien se encarga de gestionar el patrimonio real. La última figura del Consejo de Aragón es la del protonotario, es el que tiene los sellos del reino y es quien autoriza los documentos. Es el primer notario del Estado.

6º.-Consejo de Italia.

Consejo de Italia u oficialmente el Consejo Supremo de Italia era el organismo que atendía los asuntos italianos para la monarquía española de los Austrias.
La gobernación de la monarquía española de los Austrias, se realizaba a través de órganos especializados llamados consejos y el régimen se llama régimen polisinodial. Viniendo los reinos de Nápoles y Sicilia a la corona a través de la corona de Aragón, fue el Consejo de Aragón quien al inicio trataba los asuntos de Italia. La complejidad motivó que Felipe II en 1556, separara el Consejo de Italia del Consejo Supremo y Real de Aragón.
Posteriormente se añadieron los asuntos del Estado de Milán.
Estaba compuesto por un presidente, seis regentes: dos por el Reino de Nápoles, dos por el Reino de Sicilia y dos por el Milanesado -en los tres casos un regente español y otro italiano-, además de los alguaciles y secretarios.
Entre sus competencias destacan todos los nombramientos civiles y militares de estos estados, los asuntos de justicia y hacienda.

7º.-Consejo de Portugal.

Este consejo residía en la corte de Felipe II, se encarga de la administración de justicia, designación de cargos eclesiásticos y del nombramiento de oficiales en el reino de Portugal. Estaba formado por un presidente y un número variable de consejeros, todos ellos portugueses.

8º.-Consejo de Flandes.

Tiene como función el nombramiento de cargos, la administración de justicia y de hacienda en Flandes y Borgoña. Para ello cuenta con un presidente y un número variable de consejeros.

8º.-Consejo de Indias.

Ver capítulo de las Indias.

9º.-Consejo de Cámara de castilla.

La cámara de Castilla era el consejo supremo de la corona de Castilla, que se componía del presidente o gobernador del Consejo de Castilla y de algunos de sus ministros sin número fijo (dos o más, siempre miembros del Consejo de Castilla), además de un secretario real. Fue fundado por Juana la Loca y por el emperador Carlos V.
Su origen está en el Despacho de la Cámara que ya funcionaba en el reinado de los Reyes Católicos. Desde 1528 comienzan a redactarse instrucciones para regular su funcionamiento. En las de 1588 se habla de tres secretarías: de cámara o gracia, de oficios de justicia y de patronato real.
La extensión territorial de su actuación era la Corona de Castilla y el recién incorporado reino de Navarra; y a partir de 1707 también la Corona de Aragón, para la que se creó una nueva secretaría.
Al ser una comisión reducida del Consejo de Castilla, pero separado de éste, funcionaba como despacho secreto y reservado. Se encargaba de aconsejar al rey en la administración de la gracia o merced real, concepto jurídico propio del poder que ejercen los reyes por su mera voluntad.
Sus atribuciones eran las de:
  • 1).-Proponer al rey personas para las plazas de los consejos, cancillerías y audiencias y otros oficios de justicia.
  • 2).-Proponer los arzobispos, obispos y otras prebendas y dignidades eclesiásticas
  • 3).-Expedir las gracias de Grandes de España y otros altos empleos
  • 4).-Convocar las cortes del reino para el juramento de los reyes y príncipes herederos y otros asuntos públicos de la mayor consideración.
  • 5).-Muchas otras mercedes y regalías:
  • Perdones, legitimaciones, licencias de mayorazgo, exenciones de villazgo, cartas de naturaleza, licencias para minas o molinos...
  • 6).-Asuntos relacionados con los mayorazgos.
Aunque sus decisiones no necesitaban ser remitidas a ninguna otra instancia, las gracias concedidas en la cámara que lesionaran derechos de terceros podían dar origen a un recurso de retención en el Consejo de Castilla.

10º.-Consejo de Guerra.

El Consejo Supremo de Guerra era el organismo de gobernación encargado de las cuestiones militares y navales en monarquía española de los Austrias. Sin número fijo, formaban parte de este Consejo los consejeros de Estado y otros consejeros expertos en asuntos militares, tanto los nombramientos, como los pertrechos, fronteras, contrabando, hospitales y la justicia militar para los asuntos de fuero propio militar.
Su ámbito de actuación afectaba al total de la Monarquía actuando, en la práctica, en todos los territorios donde había tropas españolas. Su función principal estaba enfocada a la defensa de la Península y de los presidios de África y las islas del Mediterráneo y el Atlántico. Se ocupaba de los temas administrativos de la guerra, pero no de las cuestiones tácticas o estratégicas.

Componían el Consejo Supremo de Guerra:

La Junta de Armadas (encargada de la fábrica de armadas y de navíos: tonelaje y oficiales, conservación y bastimentos, artillería naval, municiones...);
La Junta de Galeras (fábrica, provisiones y pertrechos de ellas);
La Junta de Presidios (conservación, guarnición, provisión, pertrechos y municiones; conducción de los condenados);
El Capitán General de la Artillería.
El Comisario General de Infantería y Caballería.
La Secretaría de Mar.
La Secretaría de Tierra.

11º.-Consejo de Castilla.

Consejo de Castilla (Real y Supremo Consejo de Castilla) era la columna vertebral y principal centro de poder de la estructura de gobierno de la Monarquía Hispánica durante la Edad Moderna (siglos XVI a XIX), que se define como polisinodal, es decir, con multiplicidad de Consejos.

Historia.

Como Consejo Real, el Consejo de Castilla era la segunda dignidad del reino, tras el rey. Fue considerado como el arquetipo del consejo o sínodo y de su estructura y organización, de forma que todos los demás calcaron de éste las suyas. Fue creado en 1385 por Juan I tras el desastre de la batalla de Aljubarrota.
En un principio contaba con 12 miembros, cuatro de cada uno de los siguientes estamentos: representantes del clero, de las ciudades y de la nobleza. En 1442 la nobleza aumentó su influencia, consiguiendo una reforma que aumentaba a 60 el número de miembros.
En las Cortes castellanas de Toledo de 1480 los Reyes Católicos lo dotaron de mayor entidad jurídica e institucional, así como regularon la naturaleza de la composición de sus miembros: un presidente (eclesiástico), dos o tres nobles y ocho o nueve letrados. Tras esta reforma el Consejo quedó muy vinculado a la voluntad real. Se trataba de una composición en la que se consideraba necesaria la existencia de una representación equilibrada de los estamentos. Dentro del Consejo, y desde época de Juana la Loca, había a su vez una institución aún más poderosa, la Cámara de Castilla, que actuaba como supervisora. Con Felipe II (1598) y con Felipe V, se hicieron sustanciales reformas.
Heredero y sinónimo del Consejo Real (la institución medieval que aconsejaba las decisiones políticas a tomar por el rey), con la ampliación territorial de los Reyes Católicos y la multiplicación del número de los Consejos territoriales y temáticos, el Consejo de Castilla pasó a especializarse en el gobierno interior de los reinos de la Corona de Castilla, la parte más importante de la Monarquía tanto en extensión (la parte central y occidental de la Península Ibérica, a excepción de Portugal) como en población y riqueza. También era el conjunto territorial jurídicamente más cohesionado y en el que la autoridad del rey tenía menos trabas y podía extraer más impuestos, con la excepción de los territorios forales situados al norte, especialmente las tres provincias vascas.
 Bajo el reinado de Carlos I, el Consejo de Estado se independizaría por el auge de la política exterior.
El siglo XVIII, con el cambio de dinastía, la Guerra de Sucesión Española y los Decretos de Nueva Planta, significó un aumento del poder del Consejo de Castilla. Es el periodo en el que Melchor de Macanaz llega a ser su fiscal.
La segunda mitad del XVIII y el comienzo del XIX (hasta la Guerra de Independencia en que la discontinuidad de la Monarquía obliga a reinventar el sistema político con la Constitución de Bayona en un bando y la Constitución de Cádiz en el otro) pueden considerarse como su periodo de esplendor, lo que atestiguan personajes como Campomanes o Jovellanos, fiscales de este organismo al servicio del Despotismo Ilustrado de Carlos III y Carlos IV.
Como sala de jurisdicción particular sobre el lugar residencia del Rey (fijado en Madrid desde Felipe II), contaba con la Sala de Alcaldes de la Casa y Corte de Su Majestad.

Algunas fechas notables.

  • 1º.-6 de marzo de 1701: Felipe V establece que el Consejo quede formado por el Presidente o Gobernador, 20 oidores y el fiscal, para sus cuatro salas, confirmando el decreto de Carlos II de 17 de julio de 1691.
  • 2º.-10 de noviembre de 1713, confirmado y ampliado por declaraciones de 1 de mayo y 16 de diciembre de 1714: se da nueva planta a los consejos. El de Castilla pasa a tener cinco salas.
  • 3º.-9 de junio de 1715: visto que la nueva planta ha ocasionado desórdenes y confusión, se vuelen a establecer los consejos según el modelo tradicional. El de Castilla queda de la siguiente forma: el Presidente recupera todas sus preeminencias, prerrogativas y honores anteriores, se fija en 22 el número de consejeros, 8 en la sala de gobierno, cuatro en la de justicia, otros cuatro en la de provincia, cinco en la de mil y quinientas, y uno en la presidencia de la de alcaldes de casa y corte.
  • 4º.-1785: Se deslinda de las normativas específicas para prensa, a partir de entonces, reguladas por el Juzgado de Imprentas. Esto supuso un alivio a la libertad de comunicación, ya que el Juzgado era más proclive al Monarca y menos conservador que el Consejo.

12º.-El consejo de estado.

El Rey Carlos I de España, decidió crear un consejo propio para los asuntos externos de la Monarquía debido a la gran actuación exterior que marcó su reinado.
 Empezó a funcionar en 1526, cuando Solimán el Magnífico amenazaba Austria. Fue el único Consejo que no tenía presidente, pues era el propio Rey quien asumía esa función.
Sus consejeros no eran especialistas en leyes sino expertos en relaciones internacionales, como el Duque de Alba o Nicolás Perrenot.
 Los consejeros eran, por tanto, miembros de la alta nobleza y del alto clero. En tiempos de Felipe II en ocasiones el monarca no presidía los consejos y, en su lugar, enviaba a su Secretario Antonio Pérez.
Su misión era asesorar al Rey sobre la política exterior y tenía el control de las embajadas de Viena (dinastía familiar de los Austrias), Roma, Venecia, Génova, y de las principales potencias de Europa: Francia, Inglaterra y Portugal.
A diferencia del Consejo de Castilla, en el que el Rey escuchaba a los consejeros y ejecutaba las conclusiones que le presentaban, en el Consejo de Estado era el propio Rey el que exponía los puntos a debatir, escuchaba a sus consejeros y, posteriormente, el mismo monarca tomaba las decisiones que habían de tomarse.

Las Juntas.

Son Juntas “ad hoc”, o junta extraordinarias, es decir, reuniones de carácter temporal, para que le asesorasen sobre una cuestión concreta. Juntas Permanentes su intemporalidad no se extinguían una vez que dictaminaban sobre un asunto. Adquirieron perpetuidad y configuración jurídica. Juntas Supremas gozaban de una gran importancia en el engranaje administrativo moderno. Por último estaban las Juntas de Gobierno, que eran órganos intermedios que presentan rasgos de intemporalidad.

Secretarios reales.

El trabajo de los secretarios que llevaban a cabo la gestión diaria de los asuntos había sido siempre imprescindible, y produjo la formación de una clase de letrados que permitió el ascenso social desde posiciones no privilegiadas o (más comúnmente) la baja nobleza. Existían, como es lógico, desde la Baja Edad Media, y algunos secretarios reales alcanzaron una elevada confianza de los reyes que no delegaron en validos.
Estos secretarios se llaman Secretarios del Despacho Universal, encargados de centralizar toda la documentación procedente de los Consejos.

El valido.

El valido fue una figura política (El valimiento) propia del Antiguo Régimen en la Monarquía Hispánica, que alcanzó su plenitud bajo los llamados Austrias menores en el siglo XVII. No puede considerarse como una institución, ya que en ningún momento se trató de un cargo oficial, puesto que únicamente servía al rey mientras éste tenía confianza en la persona escogida.
Aunque no es un cargo con nombramiento formal, el de valido era el puesto de mayor confianza del monarca en cuestiones temporales.
Es importante el matiz, porque las cuestiones espirituales eran competencia del confesor real, figura de importancia política nada desdeñable. Las funciones que ejercía un valido eran las de máximo nivel en la toma de decisiones políticas, más que un consejero, pues en la práctica gobernaba en nombre del rey, en un momento en el que las monarquías autoritarias han concentrado un enorme poder en su figura. Si el rey no puede o no quiere gobernar por sí mismo, es imprescindible el valido.
Se utilizan como sinónimos los términos favorito o privado.

Las Cortes de la monarquía española.

En época moderna existieron cortes de corona de Castilla, de Corona de Aragón y reino de Navarra.
Las Cortes Castellanas tendieron hacia su decadencia sometidas al poder real.
Las Cortes de la Corona de Aragón, que se configuraron en esta etapa como órganos de resistencia y conservaron sus facultades legislativas. En Castilla, desde 1538, la nobleza y el alto clero, no asistían a las Cortes. La frecuencia de celebración de Cortes dependía de la voluntad del rey, si bien la tendencia fue distanciar las reuniones.
En reino de Navarra presidía el Virrey o su representante.
Llegados al siglo XVII, se suprimieron las Cortes de Aragón, al incorporarse a las de Castilla, formando las llamadas Cortes Nacionales. Las Cortes se limitaron a ratificar las decisiones reales. La Diputación de Cortes es quizás el elemento más característico de este periodo.
 En Cataluña el origen de esta institución está en la Diputación del General o de la Generalitat que actuaba frente al rey. La formaban un exiguo número de diputados nombrados por las Cortes. Entre sus competencias, además de comprobar el cumplimiento de las leyes y de ocuparse de los subsidios, de denunciar los Contrafueros y dar el Pase Foral. Debían actuar de acuerdo con las instrucciones recibidas de las Cortes.
En Castilla la Diputación de Cortes apareció tarde, no teniendo la importancia que tuvieron las otras.

El oficio público y su control.

Dada la acentuación de la práctica de venta de oficios va a ser esencial el desarrollo de mecanismos de control del oficio público: Pesquisas y Visitas, si se producen durante el desempeño del cargo, y Juicios de residencia, si el control se produce una vez finalizado el desempeño de l cargo.
 Estos mecanismos de control también se trasladaron a las Indias. Deben darse una serie de circunstancias como abuso de autoridad, malversaciones de caudales, abandono del oficio o desobediencia al rey.
  • 1).-Considerar la visita como un procedimiento más amplio que la pesquisa, la cual estaba limitada a las denuncias de particulares.
  • 2)-Considerar que la visita depura responsabilidades civiles y administrativas, mientras que la pesquisa va dirigida a esclarecer aspectos relacionados con la jurisdicción criminal.
  • 3).-Considerar que el objeto de la visita eran los organismos y el de la pesquisa los oficiales.
La Pesquisa va dirigida a inquirir sobre actos determinados, generalmente delictivos, realizados por oficiales, que son denunciados por particulares y su tramitación supone la suspensión en el desempeño del oficio. El Juicio de Residencia fue un procedimiento de control de la actividad de los funcionarios que se realiza cuando termina el desempeño de la función.

La administración territorial.

España durante casa de Austria estaba dividía  política y administrativamente en reinos agrupados en dos coronas: La corona de Castilla y Aragón. El sistema de ordenación del territorio de los Austrias es demasiado complejo y poco eficaz, para un Estado moderno del siglo XVIII.

  • 1).-La corona de castilla estaba centralizada políticamente y jurídicamente, solamente las provincias vascas y el reino de Navarra conservaban una autonomía política y administrativa.
Los reinos de corona eran: Reinos de Castilla, de León, de Sevilla, de Navarra, de Granada, de Toledo, Córdoba,  de Murcia, de Jaén, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, de  Galicia, y Navarra,  Señorío de Vizcaya (provincias vascas),  y el señorío de Molina; Principado de Asturias.
  • 2).-La corona de Aragón estaba divida reinos y un condado, cada una estas entidades territoriales conservan  una fuerte autonomía política y administrativa. Los reinos eran: Reinos de Aragón, de, Menoría, Mallorca, de Valencia, y el condado de Barcelona;


Los señoríos.

Los reinos hispanos están divididos en señoríos que nacieron durante el largo  periodo mediaval de la reconquista. Era muy frecuente que los territorios de los señoríos sean territorios fragmentados y abecés separados, de tamaño muy diferente. Había algunos señoríos enormes y otro muy chico. Esta estructura territorial es muy poco eficiente para la  administración y el gobierno del territorio.
Los señoríos se dividan en varias clases dependiendo de quién sea el titular del señorío. El rey era titular de la mayor parte de señoríos de la monarquía hispana. (Señorío de realengo)
También dependía de poder tenia los señorío, existían señoríos tenían muy poco poder y otros señores tenia atribuciones de horca y cuchillo.
La monarquía hispánica trato de recuperar los señoríos que habían sido tomado por los particulares en forma irregular durante la edad media, interpuso demanda ante los tribunales de justicia recuperar esos señoríos.


La administración de los señoríos de realengo.

A efectos gubernativos los reinos ibéricos se dividía en corregimientos que era unidad territorial que agrupaban solo territorios de los señoríos de realengo. Los otros señoríos estaban fuera de división de corregimientos.
En 1610 hay 68 corregimientos y tres adelantamientos. En 1610 el territorio de señoríos de realengo se divide en cinco partidos, que comprenden entre 13 y 18 corregimientos, más los adelantamientos, más los maestrazgos y un priorato.
En 1690 los partidos aumentan a nueve, pero esta cifra cambiará muchas más veces durante casa de Austria.

Delegación del Poder Real.

Se podía delegar el poder real en persona del virrey o gobernadores, era el encargado de administrar y gobernar, como representante y en nombre del rey, los territorios o reino.
La figura tuvo especial importancia en la Corona española a partir de los Reyes Católicos y su nieto Carlos V, por la enorme acumulación de territorios y reinos que, por su dispersión y la imposibilidad de comunicaciones rápidas no podía gestionarse de forma centralizada.
Los letrados en administración real.
El trabajo de los consejeros de consejos reales, los secretarios reales y las audiencias que llevaban a cabo la gestión diaria de los asuntos públicos había sido siempre imprescindible, y produjo la formación de una clase de letrados que permitió el ascenso social desde posiciones no privilegiadas (o más comúnmente la Baja nobleza).
Tal cosa provocaba no pocas envidias y recelos entre los Grandes (a quienes los consejos testamentarios de algunos reyes a sus herederos recomendaban tener cerca de la Corte y en misiones diplomáticas o militares, pero alejados de cargos en los que pudieran gobernar por sí mismos).
Al mismo tiempo, garantizaba a los reyes la fidelidad de quienes eran sus «hechuras» y no debieran tener más ambición que la de conservar el favor del rey que les había encumbrado. En una sociedad en que el origen familiar, y no el mérito ni el trabajo es la justificación de la posición social, nunca por sí mismos hubieran podido aspirar a tanto. Puestos de esa naturaleza existían, como es lógico, desde la Baja Edad Media, y algunos secretarios reales (varios de origen vasco) alcanzaron una elevada confianza de los reyes que no delegaron en validos.
El papel social de estos y otros funcionarios de algún modo fue semejante a la nobleza de toga francesa, que tenía funciones judiciales.
Tradicionalmente se ha proclamado con no disimulado orgullo que en España la administración de justicia no llegó a tener cargos vanales como en Francia, pero de todas formas para una gran parte del territorio recaía en la jurisdicción señorial que sí podía venderse, con los señoríos.

Administración local.

Los señoríos se dividían en municipios.
Desde el reinado de los Austrias se hace patente la decadencia del Municipio  Castellano de realengo, al perder su carácter autónomo por efecto del fuerte control del poder real a través oficiales reales.
 Durante la Baja Edad Media, el Ayuntamiento asumió funciones que correspondían al Concejo abierto, situándose al frente del municipio.
Los municipios van a ser controlado a través del Corregimiento, que se convertirá en el eje de la administración local. Fueron los Reyes Católicos los que enviaban Corregidores a los municipios más importantes para sustituir a los Alcaldes de fuero.
En realidad solamente municipios principales van ser controlado poder real, el resto de municipalidades realengo no fueron controladas por poder real. Falto un aparato administrativo de control.
Los municipios señoriales van seguir siendo controlados por los señores. Dependía de clase de señorío el poder tenía municipio señorial. Unos municipios tenia mucho poder como corporación municipal y otros casi nada poder.


Los corregidores.

Introducción jurídica del oficio de corregidor y alcalde mayor.

Etimológicamente la voz corregidor procede de la latina corrector, el que corrige, y en efecto, ésta es la originaria función de la autoridad así nombrada, la de corregir los males administrativos de territorio jurisdiccional o corregimiento.
La voz alcalde es árabe, «el juez», igualmente con misión judicial, y el término mayor expresa su categoría superior a los alcaldes ordinarios o menores, en cuanto que a aquéllos toca conocer en apelación las sentencias civiles y criminales dictadas por éstos. Ambas instituciones locales o municipales tienen precedentes castellanos.
Los corregimientos nacen en virtud de una petición de los procuradores en las Cortes de León (1339) en las que solicitaban de rey Alfonso XI que, con el fin de terminar con los abusos comprobados en la administración de las poblaciones realengas, se nombrase por el rey un juez temporal con la misión de corregir las tropelías y volver a restaurar la justicia. A este juez se le denomina corregimientos.
 El éxito conseguido induce a la corona a implantarlos en todas las poblaciones de realengo, por lo que éstas pierden a sus respectivos alcaldes ordinarios elegidos anualmente por los regidores y son sustituidos por autoridades nombradas por el monarca, lo que ocasiona protestas de los que ven mermadas sus atribuciones forales en gobierno y justicia municipales, y de los que consideran a los corregimientos una intromisión regia en los ayuntamientos.
Un claro ejemplo es Sevilla, donde las discordias entre dos familias nobles, Guzmanes y Ponces de León, sembraron durante años la zozobra a causa de la mala administración de los caudales públicos, nepotismo y lenidad en la aplicación de las leyes y en la administración de la justicia, dando lugar a que el rey pusiese en Sevilla un corregidor. (Luego se le llamaría asistente) para que concluyera con las revueltas anárquicas y reinstaurase el imperio de la ley sin distingos de partidos ni banderías.
 Los corregidores, por tanto, están al frente de los municipios de realengo de modo permanente desde los Reyes Católicos, especialmente en las ciudades importantes, aunque alguna, excepcionalmente, prosigue con el ayuntamiento tradicional de alcaldes ordinarios y regidores.
Los alcaldes mayores se encuentran comúnmente en las poblaciones de señorío.
Una simplista división de las poblaciones castellanas (trátese de ciudades, villas o lugares) es en realengas, donde la autoridad la ejerce el monarca directamente, y de señorío (eclesiástico, nobiliario o de una Orden militar), en la que el señor asume en la población la autoridad directa, quedando al rey la indirecta y soberana.
 Mas como este señor no es letrado o perito en Derecho, precisa para ejercitar la justicia del asesoramiento de un alcalde (letrado) llamado mayor, dado que es superior a los restantes alcaldes menores.
El tratadista J. Castillo de Bobadilla define perfectamente ambos tipos de poblaciones, señalando que en las de señorío hay siempre alcaldes mayores (nunca corregidor, salvo la excepción de Gijón) y en las ciudades realengas desde fines del siglo xv, la principal autoridad municipal es el corregidor; y si hay alcaldes_ mayores, son exclusivamente para lo judicial, como magistrados ante quienes se apela de las justicias menores.

Historia.

Un Corregidor era un funcionario real, instituido en Castilla por Enrique III en torno a 1393, cuya misión era representar a la Corona en el ámbito local en municipios de realengo.
Tenían variedades  funciones: civiles, militares, hacienda, judiciales y representación de la monarquía a nivel municipal, gestionar el desarrollo económico y administrativo de los municipios, presidir los ayuntamientos, dando validez a sus decisiones, era de juez en primera o segunda instancia, le correspondía la administración de justicia, excepto en los casos de Corte, el mantenimiento del orden en la ciudad y en el corregimiento, la defensa de la jurisdicción real frente a los señores y, en caso de guerra, era el jefe de las milicias de la ciudad. etc.,  (se llamaban alcaldes mayores)
Muchas de sus funciones fueron trasferidas a intendentes de ejército y provincia durante casa Borbón.

El merino.

El merino era un cargo administrativo existente en las Coronas de Castilla y de Aragón y en el reino de Navarra durante las edades Media y Moderna. El merino era la figura encargada de resolver conflictos en sus territorios, cumpliendo funciones que en la actualidad son asignadas a los jueces.
 Además administraba el patrimonio real y tenía alguna función militar. Se encargaba de las cosechas, arrendamientos del suelo y caloñas (multas que se imponían por ciertos delitos o faltas).
Los merinos podían ser nombrados directamente por el rey (merino mayor, con amplia jurisdicción en su territorio), o por otro merino (merino menor, con jurisdicción limitada a territorios más pequeños).

El nombramiento de merinos mayores fue muy habitual entre los diferentes reyes españoles a partir del siglo XIV. Este cargo también se conoce con el nombre de adelantado mayor, usándose más corrientemente el de merino mayor para los territorios del norte, mientras que en los del sur (Andalucía y Murcia) se empleaba el de adelantado.






ANEXO



LA ORGANIZACIÓN MUNICIPAL EN LA EDAD MODERNA



Por debajo del lejano poder central, la vida política cotidiana se desarrolla en el marco de las ciudades y villas que han impuesto su autoridad a las aldeas y pueblos de alrededor y territorio circundante. Desaparecido prácticamente el Concejo abierto, se afirma el Concejo cerrado y la dirección recae en manos de oligarquías nobiliarias que se disputan el control de las ciudades, especialmente las de voto en Cortes.
 Como ha escrito DOMÍNGUEZ ORTIZ «había mucho que ganar y mucho que perder en aquellos microcosmos hirvientes de pasión que eran los pueblos de Castilla».
El poder real no permanece impasible ante esta consolidación del poder ciudadano y trata de controlarlo a través sobre todo de la figura del Corregidor y de otras medidas como la adoptada en 1610 mediante un Auto Acordado que dividía todos los municipios castellanos en cinco partidos inspeccionados por otros tantos miembros de la Sala de Gobierno del Consejo de Castilla, cuya finalidad era la de alinear los municipios bajo un patrón manejable y común.

Desde el punto de vista institucional se produce el tránsito del Regimiento al Ayuntamiento, la configuración del mismo supone pasar a un régimen cerrado en el que desaparecen las prácticas electivas, perdiéndose asimismo el sistema de mitad de oficios (oligarquización).
Aparecen nuevos cargos, oficios y funciones municipales que expanden el poder en todos los aspectos de la vida local.
El Cabildo o Ayuntamiento estaba compuesto por un número variable de regidores, elegidos o designados mediante sorteo, aunque de ordinario fueron nombrados por el Rey con carácter vitalicio entre miembros de la nobleza ciudadana. Ya en pleno siglo xvi la práctica totalidad de los municipios importantes estaban dominados por los oligarcas locales.
Históricamente pudo haber sido un contrapeso a esta asamblea nobiliaria la existencia de los Jurados, elegidos por el pueblo para defender sus intereses y controlar la actuación de los regidores, sin embargo en Castilla estos oficios se convirtieron también en vitalicios y hereditarios, «desdibujándose -como dice J. A. ESCUDERO- esa función representativa del gran sector social de las clases medias, y quedando en cierta forma asimilados a los regidores. Teóricamente unos y otros acaparaban el poder ciudadano y concurrían al Consejo Municipal que era presidido por el Corregidor. No obstante en modo alguno puede hablarse de equiparación ya que los Regidores pertenecían a una categoría social superior y su poder era prácticamente decisorio. En Murcia por ejemplo tenían voz pero no voto.
Podemos entonces hablar de un proceso de aristocratización municipal en la Edad Moderna a través de la perpetuación de los regimientos: me permitían detenerme en este punto, que personalmente considero como el más crucial e importante del período que estamos tratando. Me explico, la venta de oficios de Regidores contribuyó en Castilla a que quedaran en manos de los poderosos capaces de adquirirlos, si bien es posible que se produjera un interesante fenómeno social, al poder igualmente acceder al gobierno municipal burgueses enriquecidos que bien pudieran romper el hermetismo del control nobiliario, no obstante este hecho no fue tan decisivo, ya que -personalmente también he tenido la oportunidad de estudiarlo para Murcia- los llamémosles «burgueses enriquecidos», adquirían normalmente esos regimientos como forma de ennoblecimiento.
Se impone, pues, hacer una pequeña historia sobre la venalidad de oficios municipales: durante el reinado de Alfonso XI el gobierno de las ciudades y villas experimentó el tránsito del Concejo abierto al del regimiento. El Rey nombra a un número de Regidores que constituyen una asamblea reducida, el regimiento, en cuyo seno se realizan las elecciones, administran, supervisan cuentas, etc.. Al principio el nombramiento se hacía por tiempo indeterminado, otorgado por el Rey o por propuesta del Concejo, como era el caso de Murcia, pero pronto prosperó el hacerse vitalicios, y seguidamente o a la par, el nombramiento se vio mediatizado por los intereses privados, y desde el reinado de Juan II, introdujeron la práctica de la llamada renuncia, esto es, propuesta del renunciante según modelo canónico de la resignatio in favorem.
El primer paso estaba dado, pero los oficios todavía no eran propiedad, sólo usufructo vitalicio.
Segundo paso: se trataba de comprar los oficios por juro de heredad -la llamada perpetua y plena propiedad-, Enrique IV enajenó o vendió muchísimos -de ahí el sobrenombre de las «mercedes»-, los Reyes Católicos al parecer frenaron este proceso, y Carlos V y Felipe II volvieron a las andadas, pero con Felipe II y sobre todo con Felipe IV se acrecentaron, esto es, se creaban nuevos para vender y perpetuar.
Sea como fuere, de las dos maneras, renuncia o venta, los regimientos quedaron enajenados de la Corona y absolutamente privatizados, y al margen del pago de las medias annatas, etc.. se convirtieron en cosas de propiedad privada.
El propietario lo transmitía inter vivos o monis causa, a persona física o jurídica -donde el desglose entre propiedad de oficio y titularidad era más claro-, podían ser vinculados en la mejora del quinto y tercio del mayorazgo, sujetos a censo, etc.. lo que significaba la pérdida del control regio sobre el gobierno de las ciudades, sólo quedaba el Corregidor.
La verdad es que la venalidad favoreció la perpetuación y la renovación al mismo tiempo. Los nobles controlaron de manera absoluta el regimiento, alcanzando su cénit en el mismo siglo XVIII  a través de la compra del Estatuto de Nobleza para la Ciudad, pero, no olvidemos que los privilegios de hidalguía también se compraban.
En el siglo xvm no hay acrecentamiento, pero pasan casi todos a ser perpetuos.
El aspirante a Regidor debía acudir a la Cámara de Castilla con la documentación necesaria en la cual se demostraban los requisitos de índole económica y de nobleza, siendo la Cámara la que tras los informes de los Comisarios Regidores de Estatuto, procedería a la expedición del título, debiéndose pagar la media annata.
El control regio de la vida municipal se realizaba como ya hemos dicho a través del Corregidor, gracias a una pragmática de 9 de julio de 1500 se definen virtualmente sus funciones, llegando a ser un personaje independiente del municipio donde actúa, pero dependiente del Rey que le nombra y le controla, esto quedará plasmado especialmente tras el Auto Acordado referido anteriormente, de 1610, por el que los Consejeros del Real de Castilla se convertían en Supervisores de los corregimientos.

Las competencias del Corregidor son amplias: es representante y delegado político del Rey, nombrado para un tiempo limitado -una especie de Gobernador civil en el distrito de la ciudad- y disfrutaba de unas atribuciones judiciales y a la vez militares. Así pues, es Delegado real, interlocutor con el Alto Tribunal, autoridad militar y Gerente del orden público, ostentando poderes de control en los abastecimientos y precios, e interviene también en la administración económica municipal. 
Es a su vez Delegado de rentas reales y autoridad judicial en lo civil y en lo penal. Convoca y dirige las reuniones del Cabildo y ejecuta luego los acuerdos adoptados. Representaba de alguna manera la normativa de la legislación general del Estado siempre en pugna con la «autonomía municipal», deudora de las Ordenanzas Municipales que regulaban la vida local. De cualquier forma los acuerdos se adoptaban por mayoría y el Corregidor sólo gozaba del voto de calidad, pero la historiografía ha puesto de manifiesto su poder efectivo a la hora de enfrentarse a los Regidores.

Los Corregidores podían ser letrados o militares -de capa y espada-, estos último por su escasa formación jurídica eran asistidos por los Alcaldes mayores, para lo civil y criminal. El cargo estaba retribuido a costa de la hacienda municipal y complementado con los llamados derechos del poyo. Pero jamás fue vendido.
En otro orden de cosas, la oligarquía municipal era beneficiaría de la fiscalidad municipal, gracias a sus numerosas exenciones, desviando parte del producto hacia los sectores privilegiados, o lo que es lo mismo, constituían una vía de distribución del excedente al margen de la esfera de la producción. Resulta esto último consecuencia de la cohabitación del poder central y la oligarquía local, ya que éstas se incardinan en la estructura social y política con una extraordinaria capacidad de adaptación a los intereses del Estado como vehículos de la fiscalidad, adquiriendo una forma de poder nada despreciable como lo era el administrativo y fiscal. 
Las causas fundamentales del endeudamiento municipal se pueden centrar en las malas cosechas, en la suscripción de censos con cargo a los propios, las llamadas sacas para el abastecimiento del Ejército y de la Corte, la compra de baldíos a la Corona, el tanteo y compra de oficios y de jurisdicción, la compra y gestión de alcabalas, tercias y cientos, así como de juros, títulos de la ciudad, pleitos, pago de millones, donativos y repartimientos (normalmente instituyendo censos con cargo a propios hasta su redención), y un largo etcétera que demuestra el extraordinario peso de la presión fiscal, es decir, pagar más con menos al Rey y los acreedores.
 Los oligarcas acomodaron dicha presión fiscal a sus propios intereses, suscribiendo censos y convirtiéndose en acreedores de su propio municipio, lo que suponía un beneficio económico que se sumaba al político.
Así, pues, la deuda inducía a una mayor presión fiscal, lo que explica la proliferación de impuestos indirectos sobre el consumo en forma de arbitrios; éstos, durante los siglos xvn y xviii, pasaron de ser casi inexistentes a constituir casi el 80 por 100 de los ingresos municipales. En cuanto al endeudamiento, podemos dar un dato más que significativo: según las Respuestas Generales del Catastro del Marqués de la Ensenada, en 1769 el 22 por 100 de los ingresos totales se aplicaban para pagar réditos de censos.
Mucho se podría hablar de las actitudes sociales y políticas de este grupo que, paradójicamente, la Corona necesitaba para mantener el aparato fiscal.
En otro orden de cosas, hablaremos ahora del control económico municipal que se realizaba a través de las ordenanzas municipales, centrándose en las áreas de producción y de circulación de bienes; en cuanto a estos se refiere, se pueden distinguir cuatro aspectos:

  • 1. Intervención sobre pesos y medidas, obligatoriedad de pesar el grano antes de llevarlo a moler a las eceñas, pagándose derechos por las moliendas.
  • 2. Intervención en materia de precios -fijando los precios y tasas-, existiendo instituciones que dependen del Ayuntamiento, como el Repeso y la Alhóndiga, depósito de granos.
  • 3. Control de mercados y ferias por medio de los fieles ejecutores que velaban por el cumplimiento de las condiciones de venta de determinados artículos. Para facilitar ciertos intercambios se eximía a los habitantes del pago de la alcabala por las transacciones realizadas el día del mercado.
  • 4. Política de abastecimiento o control sobre productos de venta libre y abastos monopolizados.
La distribución de la tarea de gobierno y administración local se realizaba a través del sistema de Comisiones y Diputaciones, que tenían un carácter delegado del pleno del Ayuntamiento para «propios», rentas, obras, abastos, puentes y caminos, etc., dándose cuenta de ellos en los Cabildos ordinarios y extraordinarios que se dirimían por pluralidad de votos.

En cualquier caso se hace imprescindible hacer alguna referencia al siglo XVIII, ya que por los Decretos de Nueva Planta se aplica el régimen castellano a la Corona de Aragón, lo que sin duda uniformó y revistió de tintes aristocráticos al Municipio, especialmente el catalán. Los nombramientos de Regidores hechos por el Rey recayeron en la aristocracia urbana.
La figura del Intendente es la que representa de forma paradigmática la clase de Oficial administrativo borbónico, institución de desigual y sinuosa historia, cuya connotación preferente será la relativa a cuestiones de Hacienda y Guerra, relegando, hasta las reformas de Carlos III, a un segundo plano a los propios Corregidores. A partir de entonces, los Corregidores se consolidaron como correa de transmisión del poder central, por ello se cuidó mucho la selección de sus titulares para que garantizaran la buena marcha de la nueva política administrativa. Se les dio un preciso contenido jurídico durante el reinado de Carlos III, hasta convertirlos en verdaderos funcionarios. De la misma manera, la figura del Alcalde mayor se potenciará y entrará en la segunda mitad del siglo en una fase de expresión jurídica e institucional semejante a la de los Corregidores.
Se conoce también el interés supremo por el régimen municipal.

A la creación de la Contaduría General de Propios y Arbitrios, en 1760, siguió, en 1765, la Real Pragmática sobre la libertad de granos, directamente relacionada con la política de abastecimiento de los pueblos españoles. En 1766 se creaban los Diputados y personeros del común; en 1768, los Alcaldes de cuartel y de barrio, en Madrid; en 1769 esta medida se hace extensible a todas las ciudades donde residieran Chancillerías y Audiencias Reales, etc. Medidas que obedecían a justos motivos de índole económica -especulación de alimentos de primera necesidad, monopolios...-, de índole social -mantenimiento del orden público, consecuencias nocivas de la patrimonialización de los oficios municipales (oligarquización)- y de índole propiamente administrativa -como la racionalización municipal, control de sus propios y arbitrios, etc

EL MODELO GADITANO.
Cortes de Cadiz.

Responde, tal y como ha subrayado C. CASTRO, a los siguientes criterios: representatividad ciudadana, división de poderes, racionalidad y máxima eficacia de la administración con coste mínimo (pág. 57). Con modificaciones introducidas por el liberalismo doctrinario, a veces casi definitivas, en cuanto deformaban el sentido inicial, será el prototipo político administrativo de la España contemporánea.
Se partió, en un primer momento, de una nueva distribución provincial y municipal, creándose nuevos Municipios con tal de que contaran con más de 1.000 habitantes, con lo cual se apostó definitivamente por la fragmentación, especialmente tras 1835, en que se redujo esta cifra a 100 vecinos, y en 1845, a 30. 
La intención primigenia era favorecer la participación del ciudadano en el Gobierno, convirtiéndose los Ayuntamientos en vehículos de las nuevas ideas, sirviendo dicha fragmentación como «multiplicador constitucional», y siendo, en último término, las antiguas cabezas municipales, tradicionalmente dominadas por una prepotente oligarquía, las primeras perjudicadas en el control del poder y las rentas. En suma, la implantación de Ayuntamientos constitucionales se llevaría a cabo no sin dificultades objetivas que derivaban de la extraordinaria diversidad nacional, siendo éstas más graves en las zonas rurales de población dispersa, donde la uniformidad era más complicada.
El Decreto de 6 de agosto de 1811, por el que se incorporaban los señoríos a la Corona, aunque de facto no afectó a la propiedad de la tierra, sí supuso el fin del derecho de los señores a nombrar oficios municipales y una unificación en el sistema de provisión: como ha señalado J. GARCÍA FERNÁNDEZ, este Decreto supuso un paso decisivo en la reestructuración política del Municipio por establecer la electividad democrática en más de la mitad de los pueblos de España, una insinuante descentralización, y un compromiso político que permitió el mantenimiento de la propiedad agraria en manos de la nobleza terrateniente, a diferencia de Francia, donde la venta de bienes nacionales creó una poderosa burguesía agraria (pág. 243).

Tras las larguísimas discusiones de la comisión constitucional, por los artículos 310, 311 y 312 se erigían Ayuntamientos en todos los pueblos con más de 1.000 habitantes, la Ley determinaría el número de componentes, los Alcaldes, Regidores y Procurador o Procuradores Síndicos se elegirían mayoritariamente por los vecinos, todos ellos elegibles a través de elecciones en dos grados, estableciéndose la duración y huecos pertinentes, y lo que es más importante, todas las regidurías y oficios municipales perpetuados desaparecerían sin compensación alguna. Pero si cupiera alguna duda sobre la ruptura con la tradicional organización municipal, ésta quedaba saldada con la desaparición de las figuras del Corregidor y Alcalde mayor, sustituidos por un Jefe político directamente nombrado por el poder central. Con todo ello queda cerrado el círculo de lo que los Diputados de Cádiz querían que fuera el Municipio y el papel que debía desempeñar en la nueva concepción del Estado. En este sentido parece clara la determinación de involucrar directamente los Municipios al poder central.

En cuanto al régimen electoral, conviene precisar que las elecciones se celebrarían anualmente en dos tiempos, esto es, a través de un número de compromisarios proporcional al de vecinos, siendo el Jefe político el responsable de su ejecución y, a la vez, catalizador frente a los bandos locales. En definitiva, el debate entre moderados y liberales en torno a la organización municipal se saldó con el encaje del régimen local a la acción del Estado.
La figura del Alcalde es delimitada como resultado de la separación de funciones, quedando como responsable del orden público y Presidente del Ayuntamiento, sometido no sólo a la supervisión de la Diputación Provincial, sino a la tutela efectiva del Jefe político, primera autoridad provincial. En cuanto a las competencias se refiere, se mantuvo el meticuloso control sobre las haciendas locales. Señala GARCÍA FERNÁNDEZ que, frente el modelo revolucionario francés de 1789, «el modelo liberal español de 1812-1813 ignora pura y llanamente la existencia de un área de competencias privativas del Municipio e instaura un sistema en el que cualquier competencia es ejercitada por el Ayuntamiento por delegación del poder ejecutivo, a través del Jefe político» (pág. 278). La Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias, de 1813, es aplicación de los principios centralizadores y uniformistas de la Constitución. 
Es por eso que, a fin de cuentas, resulta difícil, pese al carácter revolucionario, hablar de un poder municipal al margen de unas directrices político-administrativas diseñadas por la acción del Estado, con buen número de elementos de origen francés recogidos, más que del período revolucionario, del sistema napoleónico.
 La democracia liberal de las Cortes de Cádiz cedió a un poder ejecutivo que impidió la verdadera representación ciudadana, tal y como las recientes investigaciones atestiguan, al encontrar que los municipalidades seguían siendo los mismos perros con distinto collar. No podemos olvidar la tendencia que existió en las Cortes de Cádiz por convertir los  bienes patrimoniales del Municipio en propiedad privada, que estuvo en la base de su programa de desvinculación y desamortización. El endeudamiento secular de los Ayuntamientos pasaría entonces por el fomento de la propiedad individual y la amortización de la deuda pública.
Ahora bien, el camino para la consolidación de los Ayuntamientos constitucionales dependía de la inestabilidad del propio régimen político. Efectivamente, el 25 de junio de 1814 se liquidaba de un plumazo la obra de Cádiz, restableciéndose los Ayuntamientos que había en 1808. La vuelta al sistema tradicional es inconcusa tras la supresión de las Diputaciones Provinciales, la reintegración de los señoríos jurisdiccionales y la reposición de los regimientos y oficios municipales enajenados.
Como es sabido, la reacción absolutista de Fernando Vil anuló por dos veces la obra emprendida por las Cortes de Cádiz y, por ende, la reorganización municipal. Es por eso fundamental tener en cuenta en todo momento el contexto sociopolítico en que se inscribe la problemática municipal para comprender la oposición de las clases privilegiadas al constitucionalismo doceañista. No es de extrañar, como ya llevamos dicho, el inmediato desmantelamiento de la administración municipal en 1814. 
En 1820, con el retorno del Monarca al sendero constitucional, se vuelve de nuevo al régimen municipal diseñado por las Cortes de Cádiz, con más fuerza aún, si cabe, por el extraordinario peso político de los Ayuntamientos para combatir a la reacción absolutista. Una de las primeras decisiones consistió en renovar los Decretos enajenadores de propios y baldíos. La Ley para el gobierno económico-político de las provincias, de 1823, hace desvanecer los tímidos intentos descentralizadores y consolida el centralismo; como recuerda GARCÍA FERNÁNDEZ
«la Instrucción de 1823 establece la estructura básica del sistema municipal español hasta nuestros días».
El período que va de la segunda restauración (1823) hasta la revolución de la Granja de 1836 no puede sustraerse a que la realidad político-social española es diferente y no es posible una mera vuelta atrás. Las oligarquías locales debían asumir el carácter movilizador de los Ayuntamientos, de ahí ese sentido híbrido que caracteriza el último tramo del reinado de Fernando VIl en lo que al régimen municipal se refiere.

Desde 1836 hasta el inicio de la década moderada se produjo una nueva vuelta a la situación de 1823, si bien los progresistas tuvieron que ceder en las indemnizaciones a los propietarios de oficios. La Constitución de 1837 articuló el sistema de elecciones a través de un sufragio directo y censitario. Con la caída de Espartero se desvanecen definitivamente las posibilidades de una descentralización relativa efectivamente, el Ayuntamiento moderado articula el encaje de la oligarquía local en un Estado que, aun asumiendo logros liberales, diseña una organización política de contenido autoritario. El mejor ejemplo de lo que acabamos de decir lo supone, sin duda, el rígido sufragio censitario que permitía votar tan sólo a los mayores contribuyentes. Las elecciones pasaban de los intereses populares para convertirse en una cuestión propia del juego político, o, mejor dicho, de los partidos políticos, a través de los caciques locales. Los progresistas aceptaron el sufragio moderadamente censitario, pero los moderados siempre intentarían elevar la cuota.

 No puede hablarse de poder municipal, sino de administración local. De ahí la importancia de la figura del Alcalde; precisamente lo que marcará la diferencia durante el siglo xix será su origen -si es o no elegido por los ciudadanos- y su mayor o menor independencia. En 1856 y 1868 se producirán nuevas rebajas en el rígido control municipal implantado por los moderados. En fin, el Municipio es el fin de una cadena administrativa; el caciquismo y las consecuencias, aun todavía sin valorarse en sus justos términos de la desamortización de Madoz con sus ventas indiscriminadas por la fe ciega en la propiedad privada, son elementos que deben servirnos de reflexión acerca de lo que pudo haber sido, y desgraciadamente no fue, el sueño gaditano sobre la representatividad ciudadana.



La desamortización española.




La desamortización española fue un largo proceso histórico, económico y social iniciado a finales del siglo XVIII con la denominada «Desamortización de Godoy» (1798) —aunque hubo un antecedente en el reinado de Carlos III— y cerrado bien entrado el siglo XX (16 de diciembre de 1924). Consistió en poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o ceder) y que se encontraban en poder de las llamadas «manos muertas», es decir, la Iglesia católica y las órdenes religiosas —que los habían acumulado como habituales beneficiarias de donaciones, testamentos y abintestatos— y los llamados baldíos y las tierras comunales de los municipios, que servían de complemento para la precaria economía de los campesinos. 
Dicho con las palabras de Francisco Tomás y Valiente, la desamortización española presentó «las características siguientes: apropiación por parte del Estado y por decisión unilateral suya de bienes inmuebles pertenecientes a «manos muertas»; venta de los mismos, y asignación del importe obtenido con las ventas a la amortización de los títulos de la deuda».

En otros países sucedió un fenómeno de características más o menos parecidas.​ La finalidad prioritaria de las desamortizaciones habidas en España fue conseguir unos ingresos extraordinarios para amortizar los títulos de deuda pública —singularmente vales reales— que expedía el Estado para financiarse —o extinguirlos porque en alguna ocasión también se admitieron como pago en las subastas—. Asimismo persiguió acrecentar la riqueza nacional y crear una burguesía y clase media de labradores que fuesen propietarios de las parcelas que cultivaban y crear condiciones capitalistas (privatización, sistema financiero fuerte) para que el Estado pudiera recaudar más impuestos.
La desamortización fue una de las armas políticas con las que los liberales modificaron el sistema de la propiedad del Antiguo Régimen para implantar el nuevo Estado liberal durante la primera mitad del siglo XIX.

Desamortización durante el Antiguo Régimen

Los ilustrados mostraron una gran preocupación por el atraso de la agricultura española y prácticamente todos los que se ocuparon del tema coincidieron en que una de las causas principales del mismo era la enorme extensión que alcanzaba en España la propiedad amortizada en poder de las «manos muertas» —la Iglesia y los municipios, de un modo fundamental— porque las tierras que poseían estaban en general mal cultivadas, además de que quedaban al margen del mercado, pues no se podían enajenar —ni vender, ni hipotecar, ni ceder— con el consiguiente aumento del precio de la tierra «libre», y no tributaban a la Hacienda Real por los privilegios de sus propietarios.​ El conde de Floridablanca, ministro de Carlos III, en su famoso Informe reservado de 1787 se quejaba de los «perjuicios principales de la amortización»:​

El menos inconveniente, aunque no sea pequeño, es el de que tales bienes [amortizados] se sustraigan a los tributos; pues hay otros dos mayores, que son recargar a los demás vasallos y quedar los bienes amortizados expuestos a deteriorarse y perderse luego que los poseedores no puedan cultivarlos o sean desaplicados o pobres, como se experimenta y ve con dolor en todas partes, pues no hay tierras, casas ni bienes raíces más abandonados y destruidos que los de capellanías y otras fundaciones perpetuas, con perjuicio imponderable del Estado.
Una de las propuestas que hicieron los ilustrados, especialmente Pablo de Olavide y Gaspar Melchor de Jovellanos, fue poner en venta los bienes llamados baldíos. Se trataba de tierras incultas y despobladas que pertenecían «de cualquier modo» a los ayuntamientos y que se solían destinar a pastos para el ganado.

Para Olavide, la protección que se había dado hasta entonces a la ganadería era una de las causas del atraso agrario, por lo que propugnaba que «todas las tierras deben reducirse a labor» y por eso los baldíos debían venderse en primer lugar a los "particulares ricos" porque disponen de medios para cultivarlas, aunque una parte debía reservarse a los campesinos que tuvieran dos pares de bueyes. Con el dinero obtenido se constituiría una «Caja provincial» que serviría para la construcción de obras públicas —caminos, canales, puentes...—. De esta forma se conseguirían «vecinos útiles, arraigados y contribuyentes, logrando al mismo tiempo la extensión de la labranza, el aumento de la población y la abundancia de los frutos».

La propuesta de Jovellanos respecto de los bienes de los municipios era mucho más radical, ya que a diferencia de Olavide, que solo proponía la venta de los baldíos respetando con ello la parte más importante de los recursos de los ayuntamientos, también incluía en la privatización las "tierras concejiles", por lo que se sobreentiende que también incluiría los bienes de propios, que eran las tierras que procuraban más rentas a las arcas municipales. Jovellanos, partidario ferviente del liberalismo económico —«el oficio de las leyes... no debe ser excitar ni dirigir, sino solamente proteger el interés de sus agentes, naturalmente activo y bien dirigido a su objeto», afirmó—, defendió la venta «libre y absoluta» de estos bienes, sin hacer distinciones entre los posibles compradores —no le preocupaba como a Olavide que esas tierras pasaran a manos de unos pocos potentados— porque, como señaló Francisco Tomás y Valiente, para Jovellanos «la liberación de baldíos y tierras concejiles es un bien en sí mismo, pues al dejar de estar tales tierras amortizadas, pasan a depender del «interés individual» y pueden ser inmediatamente puestas en cultivo». Las ideas de Jovellanos influirán notablemente en los liberales que pusieron en marcha las desamortizaciones del siglo XIX gracias a la enorme difusión que tuvo su Informe sobre la ley agraria publicado en 1795, mucho mayor que la del «Plan» de Olavide, que solo fue parcialmente conocido en el Memorial ajustado de 1784.
En cuanto a las tierras de la Iglesia, los ilustrados no defendieron la desamortización de sus tierras, sino que propugnaron que se limitara, por medios «dulces y pacíficos» en palabras del conde de Floridablanca, la adquisición de más tierras por parte de las instituciones eclesiásticas, aunque esta propuesta tan moderada fue rechazada por la Iglesia y también por la mayoría de los miembros del Consejo Real cuando se sometió a votación en junio de 1766. 
Los dos folletos donde se argumentaba la propuesta fueron incluidos en el Índice de libros prohibidos de la Inquisición: el Tratado de la regalía de Amortización de Pedro Rodríguez de Campomanes, publicado en 1765, y el Informe sobre la ley agraria de Jovellanos, publicado en 1795. 
"La moderación del reformismo ilustrado se pone muy claramente de manifiesto en este punto [que solo defiendan la limitación o paralización en el futuro de la amortización eclesiástica]; y la resistencia de la Iglesia a hacer concesiones en el terreno económico —anuncio de su actitud en tiempos venideros— es ya entonces muy firme".

Medidas desamortizadoras de Carlos III

Las tímidas medidas desamortizadoras acordadas durante el reinado de Carlos III hay que situarlas en el contexto de los motines que tuvieron lugar en la primavera de 1766 y que son conocidos con el nombre de motín de Esquilache. La medida más importante fue una iniciativa del corregidor-intendente de Badajoz, que para aplacar la revuelta ordenó entregar en arrendamiento las tierras municipales a los «vecinos más necesitados, atendiendo en primer lugar a los senareros y braceros que por sí o a jornal puedan labrarlas, y después de ellos a los que tengan una canga de burros, y labradores de una yunta, y por este orden a los de dos yuntas con preferencia a los de tres, y así respectivamente». 
El conde de Aranda, recién nombrado ministro por Carlos III, inmediatamente extendió la medida a toda Extremadura mediante la real provisión de 2 de mayo de 1766, y al año siguiente a todo el reino. En una orden de 1768 que la desarrollaba, se explicaba que la medida estaba destinada a atender a los jornaleros y campesinos más pobres, pues buscaba el «común beneficio».

Sin embargo, esta medida —que no es propiamente una desamortización, porque las tierras seguían siendo propiedad de los municipios y solo eran entregadas en arrendamiento a los particulares— estuvo vigente apenas tres años, pues fue derogada el 26 de mayo de 1770. En la real provisión que la sustituyó, se dio prioridad en los arrendamientos «a los labradores de una, dos y tres yuntas», con lo que la finalidad social inicial desapareció. Para justificarlo se aludía a los «inconvenientes que se han seguido en la práctica de las diferentes provisiones expedidas anteriormente sobre repartimiento de tierras», en referencia a que muchos jornaleros y campesinos pobres que habían recibido lotes de tierras, no las habían podido cultivar adecuadamente —dejando de pagar los censos— porque carecían de los medios necesarios para ello (las concesiones no fueron acompañadas de créditos que les permitieran adquirirlos). La consecuencia de todo ello fue que las tierras de los municipios pasaron a las oligarquías de los municipios, a esos "particulares ricos" de los que se hablaba en el "Plan" de Olavide, quien había criticado abiertamente las primeras medidas porque estimaba que los braceros carecían de medios para poner en plena explotación las tierras que se les entregasen —cuando el propio Olavide dirija el proyecto de Nuevas Poblaciones de Andalucía y Sierra Morena, los repobladores recibirán lo mínimo necesario para poder comenzar a cultivar las tierras que les habían sido concedidas, junto con la exención de pagar impuestos y censos durante los primeros años—.

En conclusión, como destacó Francisco Tomás y Valiente, los políticos de Carlos III «actuaron movidos más por razones económicas (poner en cultivo tierras incultas) que por otras de índole social, que o no aparecen en sus planes y en los preceptos legales, o cuando surgieron en éstos se vieron sofocadas en primer lugar por la falta de medios adecuados para su aplicación real, y en segundo término (como ya vieron Cárdenas y Joaquín Costa) por la resistencia que la «plutocracia provinciana» opuso a cualquier reforma social. Con todo, las medidas desamortizadoras de Carlos III e incluso los correlativos planes de quienes entonces se ocuparon de esta cuestión, poseen en común una característica importante y positiva: su conexión con un más amplio plan de reforma o regulación de la economía agraria.

«Desamortización de Godoy»

Durante el reinado de Carlos IV (1788-1808) tuvo lugar la llamada «Desamortización de Godoy», aunque quien la puso en marcha en septiembre de 1798 fue Mariano Luis de Urquijo junto con el Secretario de Hacienda, Miguel Cayetano Soler, que ya había ocupado ese cargo durante el gobierno de Manuel Godoy —apartado del poder seis meses antes—.

Fue iniciada en 1798 cuando Carlos IV obtuvo permiso de la Santa Sede para expropiar los bienes de la Compañía de Jesús (suprimida en 1773) y de obras pías que, en conjunto, venían a ser una sexta parte de los bienes eclesiásticos. En ella se desamortizaron bienes de los jesuitas, de hospitales, hospicios, Casas de Misericordia y de Colegios Mayores universitarios e incluía también bienes no explotados de particulares.
Como ha destacado Francisco Tomás y Valiente, con la "desamortización de Godoy" se da un giro decisivo al vincular la desamortización a los problemas de la deuda pública, a diferencia de lo ocurrido con las medidas desamortizadoras de Carlos III que buscaban, aunque de forma muy limitada, la reforma de la economía agraria. Las desamortizaciones liberales del siglo XIX seguirán el planteamiento de la "desamortización de Godoy" y no el de las medidas de Carlos III.

Desamortizaciones liberales del siglo XIX

José Bonaparte decretó el 18 de agosto de 1809 la supresión de «todas las Órdenes regulares, monacales, mendicantes y clericales» (sic), cuyos bienes pasarían automáticamente a propiedad de la nación. 
Así "muchas instituciones religiosas quedaron disueltas de hecho (al margen de toda consideración jurídica canónica). La mecánica de la guerra produjo también con frecuencia idénticos efectos en muchos conventos, monasterios y «casas de religiosos»".
José Bonaparte realizó también una pequeña desamortización que no implicó la supresión de la propiedad, sino la confiscación de sus rentas para el avituallamiento y gastos de guerra de las tropas francesas, de forma que se devolvieron en 1814.

Cortes de Cádiz (1810-1814)

Después de un intenso debate que tuvo lugar en marzo de 1811, los diputados de las Cortes de Cádiz reconocieron la enorme deuda acumulada en forma de vales reales durante el reinado de Carlos IV y que el Secretario de Hacienda interino José Canga Argüelles estimó en 7000 millones de reales. Tras rechazar que los vales reales solo fueran reconocidos por su valor en el mercado, muy por debajo de su valor nominal —lo que hubiera supuesto la ruina de sus poseedores y la imposibilidad de obtener nuevos créditos—, se aprobó la «Memoria» presentada por Canga Argüelles que proponía desamortizar determinados bienes de «manos muertas» que se pondrían a la venta. En las subastas el importe de los dos tercios del precio de remate había de pagarse en «títulos de la deuda nacional» —lo que incluía los vales reales del reinado anterior y los nuevos «billetes de crédito liquidados» que se habían emitido desde 1808 para sufragar los gastos de la guerra de la independencia—. El dinero en efectivo obtenido en las subastas también se dedicaría al pago de los intereses y de los capitales de la «deuda nacional».

En el decreto de 13 de septiembre de 1813, en el que quedó plasmada la propuesta de Argüelles, se denominaba «bienes nacionales» a las propiedades que iban a ser incautadas por el Estado para venderlas en pública subasta. Se trataba de los bienes confiscados o por confiscar a los «traidores», como Manuel Godoy y sus partidarios, y a los «afrancesados»; los de la Orden de San Juan de Jerusalén y de las cuatro órdenes militares españolas (Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa); los de los conventos y monasterios suprimidos o destruidos durante la guerra; las fincas de la Corona, salvo los Sitios Reales destinados a servicio y recreo del rey; y la mitad de los baldíos y realengos de los municipios.

Sin embargo, según Francisco Tomás y Valiente, "este decreto de 13 de septiembre de 1813, que en cierto modo constituye la primera norma legal general desamortizadora del siglo XIX, apenas pudo aplicarse debido al regreso de Fernando VII y del Estado absoluto en 1814. Pero junto con la «Memoria» de Canga Argüelles encierra todos los principios y mecanismos jurídicos de la posterior legislación desamortizadora".

Mayor aplicación alcanzó el muy debatido decreto de las Cortes del 4 de enero de 1813, por el que se desamortizaban «todos los terrenos de baldíos o realengos y de propios y arbitrios» de los municipios con la finalidad de proporcionar «un auxilio a las necesidades públicas, un premio a los beneméritos defensores de la patria, y un socorro a los ciudadanos no propietarios». 
Para alcanzar estos tres fines a la vez (fiscal, patriótico-militar y social) se dividirían los bienes a desamortizar en dos mitades. La primera estaría vinculada al pago de la "deuda nacional", por lo que serían vendidas en pública subasta, admitiéndose el pago «por todo su valor» en títulos de créditos pendientes desde 1808 o subsidiariamente en vales reales. La segunda mitad se repartiría en lotes de tierras gratuitas en favor de los que hubiesen prestado servicios en la guerra (finalidad patriótico militar) y a los vecinos sin tierras (finalidad social), aunque estos últimos, a diferencia de los "premios patrióticos", debían pagar un canon y si dejaban de hacerlo, perdían el lote asignado definitivamente, lo que invalidaba en gran parte la finalidad social proclamada en el decreto y en gran medida daba la razón a aquellos diputados que, como José María Calatrava o Vicente Terrero, se habían opuesto al decreto, especialmente a la venta de los bienes de propios, patrimonio sobre el que descansa «el gobierno económico y la policía rural de los pueblos».​ Terrero afirmó durante uno de los debates:
Me opongo a la venta de propios y baldíos... ¿para quién será el fruto de semejantes ventas? Acabo de oírlo: para tres o cuatro poderosos, que con harto poco estipendio engrosarían con perjuicio común sus propios intereses.

Trienio Liberal (1820-1823)

Tras la restauración de la Constitución de 1812 en 1820, los gobiernos del Trienio Liberal (1820-1823) tuvieron que hacer frente de nuevo al problema de la deuda que no se había resuelto durante el sexenio absolutista (1814-1820). Y para ello las nuevas Cortes revalidaron el decreto de las Cortes de Cádiz del 13 de septiembre de 1813 mediante el decreto de 9 de agosto de 1820 que añadió a los bienes a desamortizar las propiedades de la Inquisición española recién extinguida. Otra novedad del decreto de 1820 sobre el de 1813 era que ahora en el pago de los remates de las subastas no se admitiría dinero en efectivo, sino solo vales reales y otros títulos de crédito público, y por su valor nominal (a pesar de que su valor en el mercado era muy inferior). Por eso Francisco Tomás y Valiente lo consideró como el decreto "más extremista" de los que vinculaban desamortización con deuda pública.

A causa del bajísimo valor de mercado de los títulos de la deuda respecto de su valor nominal, "el desembolso efectivo realizado por los compradores fue muy inferior al importe del precio de tasación (en alguna ocasión no pasó del 15 por ciento de este valor). Ante tales ventas escandalosas, hubo diputados en 1823 que propusieron su suspensión y la entrega de los bienes en propiedad a sus arrendatarios. Uno de estos diputados declaró «que por defecto de la enajenación, las fincas han pasado a manos de ricos capitalistas, y éstos, inmediatamente que han tomado posesión de ellas, han hecho un nuevo arriendo, generalmente aumentando la renta al pobre labrador, amenazándole con el despojo en el caso de que no la pague puntualmente». Pero no obstante aquellos resultados y estas críticas, el proceso desamortizador siguió adelante, sin modificar su planteamiento".

Por una orden de 8 de noviembre de 1820 (que sería sustituida por un decreto de 29 de junio de 1822), las Cortes del Trienio también restablecieron el decreto de 4 de enero de 1813 de las Cortes de Cádiz sobre la venta de baldíos y bienes de propios de los municipios.
La desamortización eclesiástica, a diferencia de las Cortes de Cádiz que no legisló nada al respecto, sí fue abordada por las Cortes del Trienio en relación con los bienes del clero regular. El decreto de 1 de octubre de 1820 suprimió «todos los monasterios de las órdenes monacales; los canónigos regulares de San Benito, de la congregación claustral tarraconense y cesaraugustana; los de San Agustín y los premonstratenses; los conventos y colegios de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, Montesa y Alcántara; los de la Orden de San Juan de Jerusalén, los de la de San Juan de Dios y los betlemitas, y todos los demás hospitales de cualquier clase». Sus bienes muebles e inmuebles quedaron «aplicados al crédito público» por lo que fueron declarados "bienes nacionales" sujetos a su inmediata desamortización. Unos días después, por la ley de 11 de octubre de 1820, se prohibía adquirir bienes inmuebles a todo tipo de "manos muertas", con lo que se hacía realidad la medida propugnada por los ilustrados del siglo XVIII, como Campomanes o Jovellanos.

Desamortización de Mendizábal (1836-1837)

La de Juan Álvarez Mendizábal junto con la de Pascual Madoz constituyen las dos desamortizaciones liberales más importantes.

El gobierno del conde de Toreno aprobó la Real Orden de Exclaustración Eclesiástica del 25 de julio de 1835 por la que se suprimían todos los conventos en los que no hubiera al menos doce religiosos profesos.​ Tras la dimisión del conde de Toreno en septiembre de 1835, Mendizábal pasó a ser presidente del Consejo de Ministros. 
El 11 de octubre se decretó la supresión de todos los monasterios de órdenes monacales y militares. Los siguientes decretos serían, simplemente, un desarrollo del Decreto del 11 de octubre. El 19 de febrero de 1836 se decretó la venta de los bienes inmuebles de esos monasterios y el 8 de marzo se amplió la supresión a todos los monasterios y congregaciones de varones. El Reglamento del 24 de marzo especificaba todos los cometidos de las juntas diocesanas encargadas de cerrar los conventos y monasterios y, en general, de todo lo necesario para la aplicación del Decreto del 8 marzo.​

La división de los lotes se encomendó a comisiones municipales, por lo que éstas se aprovecharon de su poder para hacer manipulaciones y configurar grandes lotes inasequibles a los pequeños propietarios, pero pagables, en cambio, por las oligarquías muy adineradas que podían comprar tanto grandes lotes como pequeños.
Los pequeños labradores no pudieron entrar en las pujas y las tierras fueron compradas por nobles y burgueses urbanos adinerados, de forma que no pudo crearse una verdadera burguesía o clase media en España.
Los terrenos desamortizados por el gobierno fueron únicamente los pertenecientes al clero regular, esto es, a las órdenes religiosas. La Iglesia tomó la decisión de excomulgar tanto a los expropiadores como a los compradores de las tierras, lo que hizo que muchos no se decidieran a comprar directamente las tierras y lo hicieron a través de intermediarios o testaferros.

Desamortización de Espartero (1841)

El 2 de septiembre de 1841 el recién nombrado regente, Baldomero Espartero, impuso la desamortización de bienes del clero secular (el no vinculado a ninguna orden religiosa), proyecto que elaboró Pedro Surra Rull. Esta ley durará escasamente tres años y al hundirse el partido progresista la ley fue derogada.
En 1845, durante la Década Moderada, el Gobierno intentó restablecer las relaciones con la Iglesia, lo que lleva a la firma del Concordato de 1851.

Desamortización de Madoz (1854-1856)

Durante el bienio progresista (al frente del que estuvo nuevamente Baldomero Espartero junto a O'Donnell) el ministro de Hacienda Pascual Madoz realiza una nueva desamortización (1855) que fue ejecutada con mayor control que la de Mendizábal. El jueves 3 de mayo de 1855 se publicaba en La Gaceta de Madrid y el 3 de junio la Instrucción para realizarla.

Se declaraban en venta todas las propiedades principalmente comunales del ayuntamiento, del Estado, del clero, de las órdenes militares (Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa y San Juan de Jerusalén), cofradías, obras pías, santuarios, del ex infante Don Carlos, de los propios y comunes de los pueblos, de la beneficencia y de la instrucción pública, con las excepciones de las Escuelas Pías y los hospitalarios de San Juan de Dios, dedicados a la enseñanza y atención médica respectivamente, puesto que reducían el gasto del Estado en estos ámbitos. Igualmente se permitía la desamortización de los censos pertenecientes a las mismas organizaciones.
Se declaran en estado de venta, con arreglo a las prescripciones de la presente ley, y sin perjuicio de cargas y servidumbres a que legítimamente estén sujetos, todos los predios rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes: al Estado, al clero, a las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Montesa y San Juan de Jerusalén, a cofradías, obras pías y santuarios, al secuestro del exinfante Don Carlos, a los propios y comunes de los pueblos, a la beneficencia, a la instrucción pública. Y cualesquiera otros pertenecientes a manos muertas, ya estén o no mandados vender por leyes anteriores.
Esta desamortización fue la que alcanzó un mayor volumen de ventas y tuvo una importancia superior a todas las anteriores. Sin embargo, los historiadores se han ocupado tradicionalmente mucho más de la de Mendizábal, cuya importancia reside en su duración, el gran volumen de bienes movilizados y las grandes repercusiones que tuvo en la sociedad española.

Tras haber sido motivo de enfrentamiento entre conservadores y liberales, llegó un momento en que todos los partidos políticos reconocieron la necesidad de rescatar aquellos bienes inactivos, a fin de incorporarlos al mayor desarrollo económico del país. Se suspendió la aplicación de la ley el 14 de octubre de 1856, reanudándose dos años después, el 2 de octubre de 1858, siendo O'Donnell presidente del Consejo de Ministros. Los cambios de gobierno no afectaron a las subastas, que continuaron hasta finales de siglo. 
En 1867 se habían vendido en total 198 523 fincas rústicas y 27 442 urbanas. El Estado ingresó 7 856 000 000 de reales entre 1855 y 1895, casi el doble de lo obtenido con la desamortización de Mendizábal. Este dinero se dedicó fundamentalmente a cubrir el déficit del presupuesto del Estado, amortización de deuda pública y obras públicas, reservándose 30 millones de reales anuales para la reedificación y reparación de las iglesias de España.
La ley Madoz de 1855 supone la fusión de las normas desvinculadoras tanto en el campo de la desamortización civil como en el religioso y representa la última disposición que va a regir y mantener en vigor estas políticas expropiadoras a lo largo del siglo XIX.
Tradicionalmente se ha llamado al período de que tratamos desamortización civil, nombre inexacto, pues si bien es cierto que se subastó gran número de fincas que habían sido propiedad comunal de los pueblos, lo cual constituía una novedad, también se vendieron muchos bienes hasta entonces pertenecientes a la Iglesia, sobre todo las que estaban en posesión del clero secular.
En conjunto, se calcula que de todo lo desamortizado, el 35 % pertenecía a la iglesia, el 15 % a beneficencia y un 50 % a las propiedades municipales, fundamentalmente de los pueblos.
El Estatuto Municipal de José Calvo Sotelo de 1924 derogó definitivamente las leyes sobre desamortización de los bienes de los pueblos y con ello la desamortización de Madoz.

Consecuencias.

Sociales

Si generalizáramos y dividiéramos España en una zona sur con predominio del latifundismo y una franja norte en la cual existe una mayoría de explotaciones medias y pequeñas, podríamos concluir, de acuerdo con los trabajos de Richard Herr, que el resultado de la desamortización fue concentrar la propiedad en cada región en proporción al tamaño existente previamente, por lo que no se produjo un cambio radical en la estructura de la propiedad.​ Las parcelas pequeñas que se subastaron fueron compradas por los habitantes de localidades próximas, mientras que las de mayor tamaño las adquirieron personas más ricas que vivían generalmente en ciudades a mayor distancia de la propiedad.

En la zona meridional, de predominio latifundista, no existían pequeños agricultores que tuvieran recursos económicos suficientes para pujar en las subastas de grandes propiedades, con lo cual se reforzó el latifundismo. Sin embargo, esto no ocurrió en términos generales en la franja norte del país.

Otra cuestión diferente es la privatización de los bienes comunales que pertenecían a los municipios. Muchos campesinos se vieron afectados al verse privados de unos recursos que contribuían a su subsistencia —leña, pastos, etc.—, por lo cual se acentuó la tendencia emigratoria de la población rural, que se dirigió a zonas industrializadas del país o a América. Este fenómeno migratorio alcanzó niveles muy altos a finales del siglo XIX y principios del XX.

Otra de las consecuencias sociales fue la exclaustración de miles de religiosos que fue iniciada por el gobierno del conde de Toreno que aprobó la Real Orden de Exclaustración Eclesiástica de 1835 (25 de julio) por la que se suprimían todos los conventos en los que no hubiera al menos doce religiosos profesos. Ya bajo el gobierno de Mendizábal se precisó (11 de octubre) que solo subsistirían ocho monasterios en toda España. Finalmente, el 8 de marzo de 1836, apareció un nuevo decreto que suprimía todos los conventos de religiosos (con algunas excepciones, como escolapios y hospitalarios), y un año después se dictó otro más (29 de julio de 1837) que hacía lo propio con los conventos femeninos (salvo los de las Hermanas de la Caridad).

Así relató A. Fernández de los Ríos veinte años después la exclaustración que dirigió en Madrid Salustiano de Olózaga:

La operación se hizo con suma facilidad: la mayor parte de los frailes estaban provistos de vestidos profanos, y pocos pidieron compañía para salir de los conventos, de los cuales se marcharon con la presteza de quien anticipadamente tuviera dispuesta y organizada la mudanza. A las once de la mañana, todos los alcaldes habían dado parte de haber cumplido el primer extremo de su misión, el de desocupar los conventos: don Manuel Cantero, que ejercía las funciones de alcalde, era el único de quien nada se sabía. Olózaga le escribió estas líneas: «Todos han dado ya parte de haber despachado menos Vd.». Cantero contestó: «Los demás solo han tenido que vestirlos; yo tengo que afeitarlos». Cantero tenía razón: en su distrito había ciento y tantos capuchinos de la Paciencia.
Julio Caro Baroja ha llamado la atención sobre la figura del viejo fraile exclaustrado pues, a diferencia del joven que trabajó donde pudo o se sumó a las filas carlistas —o la de los milicianos nacionales—, vivió «soportando su miseria, escuálido, enlevitado, dando clases de latín en los colegios, o realizando otros trabajillos mal pagados».

Así pues, como ha señalado Caro Baroja, además de las económicas, la supresión de las órdenes religiosas, tuvo unas «consecuencias enormes en la historia social de España». Caro Baroja cita al liberal progresista Fermín Caballero quien en 1837, poco después de la exclaustración, escribió:

La extinción total de las órdenes religiosas es el paso más gigantesco que hemos dado en la época presente; es el verdadero acto de reforma y de revolución. A la generación actual le sorprende no hallar por parte alguna las capillas y hábitos que viera desde la niñez, de tan variadas formas y matices como eran multiplicados los nombres de benitos, gerónimos, mostenses, basilios, franciscos, capuchinos, gilitos, etc., ¡pero no admirarán menos nuestros sucesores la transformación, cuando tradicionalmente solo por los libros sepan lo que eran los frailes y cómo acabaron, y cuando para enterarse de sus trajes tengan que acudir a las estampas o a los museos! ¡Entonces sí que ofrecerán novedad e interés en las tablas El diablo predicador, La fuerza del sino y otras composiciones dramáticas en que median frailes!
Donde también se pueden apreciar las consecuencias sociales de la desamortización fue en el cambio del aspecto exterior de las ciudades, que fue "laificado" —término empleado por Julio Caro Baroja—. Madrid, por ejemplo, gracias a Salustiano de Olózaga gobernador de la capital que mandó derribar diecisiete conventos, dejó de estar "ahogada por una cadena de conventos".

Económicas

Saneamiento de la hacienda pública, que ingresó más de 14 000 millones de reales procedentes de las subastas.
Se produjo un aumento de la superficie cultivada y de la productividad agrícola; asimismo, se mejoraron y especializaron los cultivos gracias a nuevas inversiones de los propietarios. En Andalucía, por ejemplo, se extendió considerablemente el olivar y la vid. Todo ello sin embargo influyó negativamente en el aumento de la deforestación.
La mayoría de los pueblos sufrieron un revés económico que afectó negativamente a la economía de subsistencia, pues las tierras comunales que eran utilizadas fundamentalmente para pastos pasaron a manos privadas.

Culturales

Muchos cuadros y libros de monasterios fueron vendidos a precios bajos y acabaron en otros países, aunque gran parte de los libros fueron a engrosar los fondos de las bibliotecas públicas o universidades. También muchos fueron a parar a manos de particulares, que sin tener noción del valor real de los mismos, se perdieron para siempre. Quedaron abandonados numerosos edificios de interés artístico, como iglesias y monasterios, con la subsecuente ruina de los mismos, pero otros en cambio se transformaron en edificios públicos y fueron conservados para museos u otras instituciones.

Políticas e ideológicas

Uno de los objetivos de la desamortización fue permitir la consolidación del régimen liberal y que todos aquellos que compraran tierras formaran una nueva clase de pequeños y medianos propietarios adeptos al régimen. Sin embargo no se consiguió este objetivo, al adquirir la mayor parte de las tierras desamortizadas, particularmente en el sur de España, los grandes propietarios, como ya se ha comentado.
La mitad de las tierras que se vendían habían formado parte del comunal, las tierras comunes a los campesinos y gente rural. Las zonas rurales aún hoy suponen el 90 % del territorio de España. Las tierras comunales completaban la precaria economía de los campesinos, ya que suponían recolección de frutos o pasto y eran mantenidas y gestionadas por toda la comunidad.
Su desamortización significaba la destrucción de sistemas de vida y organizaciones populares de autogestión centenarias.

Ecológicas

Desde el punto de vista del medio natural, la desamortización supuso el paso a manos privadas de millones de hectáreas de montes, que acabaron siendo talados y roturados, causando un inmenso daño al patrimonio natural español, lo cual aún hoy es perceptible. En efecto, el coste de las reforestaciones, en curso desde hace setenta años, supera en mucho a lo que entonces se obtuviera de las ventas.
Las desamortizaciones del siglo XIX fueron seguramente la mayor catástrofe ecológica sufrida por la península ibérica durante los últimos siglos, particularmente la llamada «desamortización de Madoz». En esa desamortización, enormes extensiones de bosques de titularidad pública fueron privatizadas. Los oligarcas que entonces compraron las tierras, en su mayor parte, pagaron las tierras haciendo carbón vegetal el bosque mediterráneo adquirido. Así esquilmaron todos los recursos de esos montes inmediatamente después de adquirirlos, y buena parte de la deforestación ibérica se originó en esa época, causando la extinción de gran número de especies vegetales y animales en esas regiones.

Otras

En el aspecto urbanístico, la desamortización de los conventos contribuyó a la modernización de las ciudades. Se pasó de la ciudad conventual, con grandes edificios religiosos, a la ciudad burguesa, con construcciones de más altura, ensanches y nuevos espacios públicos.
Los antiguos conventos se transformaron en edificios públicos —museos, hospitales, oficinas, cuarteles—, otros se derribaron para ensanches y nuevas calles y plazas, y algunos se convirtieron en parroquias o tras subasta pasaron a manos privadas.


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