Profesora

Dra. Mafalda Victoria Díaz-Melián de Hanisch

miércoles, 24 de marzo de 2021

La Iglesia española I a

 

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 

Escudo de Felipe II rey de las Españas e Indias

(iii).-La Iglesia española.

Introducción.

Las tendencias unificadoras del estado centralista español encontraron en la religión católica el más firme apoyo y aliado. La unidad de la fe era ahora una un imperativo del Estado.
 Las sucesivas expulsiones del territorio español (La expulsión de los judíos y después de moriscos) que no se convirtieron al cristianismo, provoco que se agravare más la crisis económica que sufría España, por la escasez de mano de obra y pérdida producción de agricultura.
Inquisición española.
La disidencia en asuntos religiosos fue competencia de una institución peculiar: la Inquisición española, posiblemente la única común a toda España, además de la corona, y que al no tener jurisdicción en los reinos europeos (los intentos de sofocar el protestantismo en Flandes mediante su implantación fueron una de las causas del éxito de su revuelta  realmente puede considerársela como una confirmadora de la personalidad nacional, extremo en que insistió la propaganda anti española conocida como  leyenda  negra.
Su implantación territorial, con tribunales en ciudades estratégicamente elegidas y sobre todo con una red de informantes (Los familiares) fue extraordinariamente eficaz en España. (Aunque ay decir que la inquisición no pudo por razones geográficas controlar zonas rurales del reino.
Su papel político en ocasiones escapaba de la habitual sujeción al poder civil que la solía instrumentalizar y llegó a poner en aprietos a éste (Procesos al Obispo Carranza, en el siglo XVI, y a Macanaz y Olavide, ya en el siglo XVIII.
El papel de la Inquisición y de los estatutos de limpieza de sangre  en la conformación de la mentalidad  del cristiano viejo fue lo más parecido que pudo llegarse a la conformación de una conciencia nacional  en la España de los primeros siglos de la Edad Moderna.
Los Reyes Católicos habían solicitado del Papa la reinstauración de la Inquisición en España para vigilar la ortodoxia del dogma y a los cristianos sospechosos de Luteranismo. Paulatinamente la inquisición fue extendiendo sus competencias hasta convertirse en un órgano de control y represión de conductas, no solo contra la religión o la moral, sino también de una determinada concepción del orden social y político.

Tribunal de santa inquisición española.

La Inquisición española o Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fue una institución fundada en 1478 por los Reyes Católicos para mantener la ortodoxia católica en sus reinos, que tiene precedentes en instituciones similares existentes en Europa desde el siglo XIII.  La Inquisición española estaba bajo el control directo de la monarquía. No se abolió definitivamente hasta 1834, durante el reinado de Isabel II.
La Inquisición, como tribunal eclesiástico, sólo tenía competencia sobre cristianos bautizados. Durante la mayor parte de su historia, sin embargo, al no existir en España ni en sus territorios dependientes libertad de cultos, su jurisdicción se extendió a la práctica totalidad de los súbditos del rey de España.

Orígenes

Precedentes.
La institución inquisitorial no es una creación española. Fue creada por medio de la bula papal Ad abolendam, emitida a finales del siglo XII por el papa Lucio III como un instrumento para combatir la herejía albigense en el sur de Francia. Existieron tribunales de la Inquisición pontificia en varios reinos cristianos europeos durante la Edad Media. En la Corona de Aragón operó un tribunal de la Inquisición pontificia establecido por dictamen de los estatutos Excommunicamus del papa Gregorio IX en 1232 durante la época de la herejía albigense; su principal representante fue Raimundo de Peñafort. Con el tiempo, su importancia se fue diluyendo, y a mediados del siglo XV era una institución casi olvidada, aunque legalmente vigente.
En Castilla no hubo nunca tribunal de la Inquisición Pontificia. Los encargados de vigilar y castigar los delitos de fe eran los diferentes obispados, por medio de la Inquisición episcopal. Sin embargo, durante la Edad Media en Castilla se prestó poca atención a las herejías.
Contexto
Gran parte de la Península Ibérica había sido dominada por los árabes, y las regiones del sur, particularmente los territorios del antiguo Reino de Granada, tenían una gran población musulmana. Hasta 1492, Granada permaneció bajo dominio árabe. Las grandes ciudades, en especial Sevilla y Valladolid, en Castilla, y Barcelona en la Corona de Aragón, tenían grandes poblaciones de judíos, que habitaban en las llamadas «juderías».
Durante la Edad Media, se había producido una coexistencia relativamente pacífica —aunque no exenta de incidentes— entre cristianos, judíos y musulmanes, en los reinos peninsulares. Había una larga tradición de servicio a la Corona de Aragón por parte de judíos. El padre de Fernando, Juan II de Aragón, nombró a Abiathar Crescas, judío, astrónomo de la corte. Los judíos ocupaban muchos puestos importantes, tanto religiosos como políticos. Castilla incluso tenía un rabino no oficial, un judío practicante.
No obstante, a finales del siglo XIV hubo en algunos lugares de España una ola de antisemitismo, alentada por la predicación de Fernan Martínez, archidiácono de Écija. Fueron especialmente cruentos los pogromos de junio de 1391: en Sevilla fueron asesinados cientos de judíos, y se destruyó por completo la aljama, y en otras ciudades, como Córdoba, Valencia o Barcelona, las víctimas fueron igualmente muy elevadas..
Una de las consecuencias de estos disturbios fue la conversión masiva de judíos. Antes de esta fecha, los conversos eran escasos y apenas tenían relevancia social. Desde el siglo XV puede hablarse de los judeoconversos, también llamados «cristianos nuevos», como un nuevo grupo social, visto con recelo tanto por judíos como por cristianos. Convirtiéndose, los judíos no solamente escapaban a eventuales persecuciones, sino que lograban acceder a numerosos oficios y puestos que les estaban siendo prohibidos por normas de nuevo cuño, que aplicaban severas restricciones a los judíos.
Fueron muchos los conversos que alcanzaron una importante posición en la España del siglo XV. Conversos eran, entre muchos otros, los médicos Andrés Laguna y Francisco López Villalobos, médico de la corte de Fernando el Católico; los escritores Juan del Enzina, Juan de Mena, Diego de Valera y Alfonso de Palencia y los banqueros Luis de Santángel y Gabriel Sánchez, que financiaron el viaje de Cristóbal Colón.
Los conversos —no sin oposición— llegaron a escalar también puestos relevantes en la jerarquía eclesiástica, convirtiéndose a veces en severos detractores del judaísmo. Incluso algunos fueron ennoblecidos, y en el siglo XVI varios opúsculos pretendían demostrar que casi todos los nobles de España tenían ascendencia judía. La revuelta de Pedro Sarmiento (Toledo, 1449) tuvo como principal elemento movilizador el recelo de los cristianos viejos hacia los cristianos nuevos, sustanciado en los estatutos de limpieza de sangre que se extendieron por multitud de instituciones, prohibiéndoles su acceso.
Causas
No hay unanimidad acerca de los motivos por los que los Reyes Católicos decidieron introducir en España la maquinaria inquisitorial. Los investigadores han planteado varias posibles razones:
1).-El establecimiento de la unidad religiosa. Puesto que el objetivo de los Reyes Católicos era la creación de una maquinaria estatal eficiente, una de sus prioridades era lograr la unidad religiosa. Además, la Inquisición permitía a la monarquía intervenir activamente en asuntos religiosos, sin la intermediación del Papa.
2).-Debilitar la oposición política local a los Reyes Católicos. Ciertamente, muchos de los que en la Corona de Aragón se resistieron a la implantación de la Inquisición lo hicieron invocando los fueros propios.
3)-Acabar con la poderosa minoría judeoconversa.
En el reino de Aragón fueron procesados miembros de familias influyentes, como Santa Fe, Santángel, Caballería y Sánchez. Esto se contradice, sin embargo, con el hecho de que el propio Fernando continuase contando en su administración con numerosos conversos.

4).-Financiación económica.

Puesto que una de las medidas que se tomaba con los procesados era la confiscación de sus bienes, no puede descartarse esa posibilidad.

La actividad de la Inquisición.
Retrato del Cardenal Inquisidor Don Fernando Niño de Guevara (1596-1601), de El Greco , que dio pie a la novela El Greco pinta al Gran Inquisidor (1936) de Stefan Andre.

Comienzos
El dominico sevillano Alonso de Hojeda convenció a la reina Isabel, durante su estancia en Sevilla entre 1477 y 1478, de la existencia de prácticas judaizantes entre los conversos andaluces.
Un informe, remitido a solicitud de los soberanos por Pedro González de Mendoza, arzobispo de Sevilla, y por el dominico segoviano Tomás de Torquemada, corroboró este aserto. Para descubrir y acabar con los falsos conversos, los Reyes Católicos decidieron que se introdujera la Inquisición en Castilla, y pidieron al Papa su consentimiento.
 El 1 de noviembre de 1478 el Papa Sixto IV promulgó la bula Exigit sinceras devotionis affectus, por la que quedaba constituida la Inquisición para la Corona de Castilla, y según la cual el nombramiento de los inquisidores era competencia exclusiva de los monarcas. Sin embargo, los primeros inquisidores, Miguel de Morillo y Juan de San Martín, no fueron nombrados hasta dos años después, el 27 de septiembre de 1480, en Medina del Campo.
En un principio, la actividad de la Inquisición se limitó a las diócesis de Sevilla y Córdoba, donde Alonso de Hojeda había detectado el foco de conversos judaizantes. El primer auto de fe se celebró en Sevilla el 6 de febrero de 1481: fueron quemadas vivas seis personas. El sermón lo pronunció el mismo Alonso de Hojeda de cuyos desvelos había nacido la Inquisición. Desde entonces, la presencia de la Inquisición en la Corona de Castilla se incrementó rápidamente; para 1492 existían tribunales en ocho ciudades castellanas: Ávila, Córdoba, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y Valladolid.
Establecer la nueva Inquisición en los territorios de la Corona de Aragón resultó más problemático. En realidad, Fernando el Católico no recurrió a nuevos nombramientos, sino que resucitó la antigua Inquisición pontificia, pero sometiéndola a su control directo. La población de estos territorios se mostró reacia a las actuaciones de la Inquisición. Además, las diferencias de Fernando con Sixto IV hicieron que éste promulgase una nueva bula en la que prohibía categóricamente que la Inquisición se extendiese a Aragón. En esta bula, el Papa reprobaba sin ambages la labor del tribunal inquisitorial, afirmando que
Muchos verdaderos y fieles cristianos, por culpa del testimonio de enemigos, rivales, esclavos y otras personas bajas y aun menos apropiadas, sin pruebas de ninguna clase, han sido encerradas en prisiones seculares, torturadas y condenadas como herejes relapsos, privadas de sus bienes y propiedades, y entregadas al brazo secular para ser ejecutadas, con peligro de sus almas, dando un ejemplo pernicioso y causando escándalo a muchos.
Sin embargo, las presiones del monarca aragonés hicieron que el Papa terminara suspendiendo la bula, e incluso que promulgara otra, el 17 de octubre de 1483, nombrando a Torquemada inquisidor general de Aragón, Valencia y Cataluña. Con ello, la Inquisición se convertía en la única institución con autoridad en todos los reinos de la monarquía hispánica, y en un útil mecanismo para servir en todos ellos a los intereses de la corona.
 No obstante, las ciudades de Aragón continuaron resistiéndose, e incluso hubo conatos de sublevación, como en Teruel en 1484–85. Sin embargo, el asesinato en Zaragoza del inquisidor Pedro Arbués, el 15 de septiembre de 1485, hizo que la opinión pública diese un vuelco en contra de los conversos y a favor de la Inquisición. En Aragón, los tribunales inquisitoriales se cebaron especialmente con miembros de la poderosa minoría conversa, acabando con su influencia en la administración aragonesa.
Entre los años 1480 y 1530 la Inquisición desarrolló un período de intensa actividad. Las fuentes discrepan en cuanto al número de procesos y de ejecuciones que tuvieron lugar en esos años.
Henry Kamen arriesga una cifra aproximada, basada en la documentación de los actos de fe, de 2.000 personas ejecutadas. De ellos, la inmensa mayoría eran conversos de origen judío.
La Inquisición y la expulsión de los judíos.
Aunque los judíos que continuaban practicando su religión no fueron objeto de persecución por parte del Santo Oficio, se recelaba de ellos porque se creía que incitaban a los conversos a judaizar: en el proceso del Santo Niño de La Guardia, en 1491, fueron condenados a la hoguera dos judíos y seis conversos por un supuesto crimen ritual de carácter blasfemo.
El 31 de marzo de 1492, apenas tres meses después de la conquista del reino nazarí de Granada, los Reyes Católicos promulgaron el Decreto de la Alhambra sobre expulsión de los judíos de todos sus reinos. Se daba a los súbditos judíos de plazo hasta el 31 de julio de ese mismo año para elegir entre aceptar el bautismo y abandonar definitivamente el país, aunque les permitía llevarse todas sus propiedades, siempre que no fueran en oro, plata o dinero.
La razón dada para justificar esta medida en el preámbulo del edicto era la «recaída» de muchos conversos debido a la proximidad de judíos no conversos que los seducían y mantenían en ellos el conocimiento y la práctica del judaísmo.
Una delegación de judíos, encabezada por Isaac Abravanel, ofreció una alta compensación económica a los Reyes a cambio de la revocación del edicto. Según se cuenta, los Reyes rechazaron la oferta por presiones del inquisidor general, quien irrumpió en la sala y arrojó treinta monedas de plata sobre la mesa, preguntando cuál sería esta vez el precio por el que Jesús iba a ser vendido a los judíos. Al margen de la veracidad de esta anécdota, sí parece que la idea de la expulsión procedió del entorno de la Inquisición.
La cifra de los judíos que salieron de España no se conoce, ni siquiera con aproximación. Los historiadores de la época dan cifras elevadísimas (Juan de Mariana habla de 800.000 personas, e Isaac Abravanel de 300.000). Sin embargo, las estimaciones actuales reducen significativamente esta cifra (Henry Kamen estima que, de una población aproximada de 80.000 judíos, aproximadamente la mitad —unos 40.000— optaron por la emigración). Los judíos españoles emigraron principalmente a Portugal (de donde volverían a ser expulsados en 1497) y a Marruecos.
 Más adelante, los sefardíes, descendientes de los judíos de España, establecerían florecientes comunidades en muchas ciudades de Europa, como Amsterdam, y el Norte de África, y, sobre todo, en el Imperio otomano.
Los que se quedaron engrosaron el grupo de conversos que eran el objetivo predilecto de la Inquisición. Dado que todo judío que quedaba en los reinos de España había sido bautizado, si continuaba practicando la religión judía, era susceptible de ser denunciado. Puesto que en el lapso de tres meses se produjeron numerosísimas conversiones —unas 40.000, si se acepta la cifra de Kamen— puede suponerse con lógica que gran parte de ellas no eran sinceras, sino que obedecían únicamente a la necesidad de evitar el decreto de expulsión.
El período de más intensa persecución de los judeoconversos duró hasta 1530; desde 1531 hasta 1560, sin embargo, el porcentaje de casos de judeoconversos en los procesos inquisitoriales bajó muy significativamente, hasta llegar a ser sólo el 3% del total.
 Hubo un rebrote de las persecuciones cuando se descubrió un grupo de judaizantes, en 1588, en Quintanar de la Orden, y en la última década del siglo XVI volvieron a aumentar las denuncias. A comienzos del siglo XVII comienzan a retornar a España algunos judeoconversos que se habían instalado en Portugal, huyendo de las persecuciones que la Inquisición portuguesa, fundada en 1532, estaba realizando en el país vecino.
Esto se traduce en un rápido aumento de los procesos a judaizantes, de los que fueron víctimas varios prestigiosos financieros. En 1691, en varios autos de fe, fueron quemados en Mallorca 36 chuetas o judeoconversos mallorquines.
A lo largo del siglo XVIII se reduce significativamente el número de judeoconversos acusados por la Inquisición. El último proceso a un judaizante fue el de Manuel Santiago Vivar, que tuvo lugar en Córdoba en 1818.

Represión del protestantismo.

La llegada en 1516 a España del nuevo rey Carlos I fue vista por los conversos como una posibilidad de terminar con la Inquisición, o al menos de reducir su influencia. Sin embargo, a pesar de las reiteradas peticiones de las Cortes de Castilla y de Aragón, el nuevo monarca mantuvo intacto el sistema inquisitorial.
Durante el siglo XVI, sin embargo, la mayoría de los procesos no tuvieron como objetivo a los falsos conversos. La Inquisición se reveló un mecanismo eficaz para extinguir los escasos brotes protestantes que aparecieron en España. Curiosamente, gran parte de estos protestantes eran de origen judío.
El primer proceso relevante fue el que se siguió contra la secta mística conocida como los «alumbrados» en Guadalajara y Valladolid. Los procesos fueron largos, y se resolvieron con penas de prisión de diferente magnitud, sin que ninguno de los integrantes de estas sectas fuese ejecutado.
 No obstante, el asunto de los «alumbrados» puso a la Inquisición sobre la pista de numerosos intelectuales y religiosos que, interesados por las ideas erasmistas, se habían desviado de la ortodoxia (lo cual es llamativo porque tanto Carlos I como Felipe II fueron admiradores confesos de Erasmo de Rotterdam). Éste fue el caso del humanista Juan de Valdés, que debió huir a Italia para escapar al proceso que se había iniciado contra él, o del predicador Juan de Ávila, que pasó cerca de un año en prisión.
Los principales procesos contra grupos luteranos propiamente dichos tuvieron lugar entre 1558 y 1562, a comienzos del reinado de Felipe II, contra dos comunidades protestantes de las ciudades de Valladolid y Sevilla. Estos procesos significaron una notable intensificación de las actividades inquisitoriales. Se celebraron varios autos de fe multitudinarios, algunos de ellos presididos por miembros de la realeza, en los que fueron ejecutadas alrededor de un centenar de personas.
 Después de 1562, aunque los procesos continuaron, la represión fue mucho menor, y se calcula que sólo una decena de españoles fueron quemados vivos por luteranos hasta finales del XVI, aunque se siguió proceso a unos doscientos. Con los autos de fe de mediados de siglo se había acabado prácticamente con el protestantismo español, que fue, por otro lado, un fenómeno bastante minoritario.

La censura.

En el marco de la Contrarreforma, la Inquisición trabajó activamente para evitar la difusión de ideas heréticas en España mediante la elaboración de sucesivos índices: se publicaron índices en 1551, 1559, 1583 y luego, en el siglo XVII, en 1612, 1632 y 1640.
Estos índices eran listas de libros prohibidos por razones de ortodoxia religiosa que ya eran comunes en Europa una década antes de que la Inquisición publicara el primero de los suyos que era, en realidad, una reimpresión del publicado en la Universidad de Lovaina en 1550, con un apéndice dedicado a los libros españoles . Los índices incluían una enorme cantidad de libros de todo tipo, aunque prestaban especial atención a las obras religiosas y, particularmente, a las traducciones vernáculas de la Biblia.
Se incluyeron en el índice, en uno u otro momento, muchas de las grandes obras de la literatura española. También varios escritores religiosos, hoy considerados santos por la Iglesia Católica, vieron sus obras en el índice de libros prohibidos. En principio, la inclusión en el índice implicaba la prohibición total y absoluta del libro, so pena de herejía, pero con el tiempo se adoptó una solución de compromiso, consistente en permitir las ediciones expurgadas de algunos de los libros prohibidos.
A pesar de que en teoría las restricciones que el Índice imponía para la difusión de la cultura en España eran enormes, algunos autores, como Henry Kamen, opinan que un control tan estricto fue imposible en la práctica y que existió mucha más libertad en este aspecto de lo que habitualmente se cree.

La cuestión es polémica.

Uno de los casos más destacados —y más conocidos— en que la Inquisición chocó frontalmente con la actividad literaria es el de Fray Luis de León, destacado humanista y escritor religioso, de origen converso, que sufrió prisión durante cuatro años (entre 1572 y 1576) por haber traducido el Cantar de los Cantares directamente del hebreo.

La Inquisición y los moriscos.

La Inquisición no afectó en exclusiva a judeoconversos y protestantes. Hubo un tercer colectivo que sufrió sus rigores, aunque en menor medida. Se trata de los moriscos, es decir, los conversos provenientes del Islam. Los moriscos se concentraban sobre todo en tres zonas: en el recién conquistado reino de Granada, en Aragón y en Valencia. Oficialmente, todos los musulmanes de Castilla se habían convertido al cristianismo en 1502; los de Aragón y Valencia, por su parte, fueron obligados a convertirse por un decreto de Carlos I en 1526.
Muchos moriscos mantenían en secreto su religión; pese a ello, en las primeras décadas del siglo XVI, época de intensa persecución de conversos de origen judío, apenas fueron perseguidos por la Inquisición. Había varias razones para ello: en los reinos de Valencia y de Aragón la gran mayoría de los moriscos estaban bajo jurisdicción de la nobleza, y perseguirles hubiera supuesto ir frontalmente contra los intereses económicos de esta poderosa clase social.
 En Granada, el problema principal era el miedo a la rebelión en una zona particularmente vulnerable en una época en que los turcos señoreaban el Mediterráneo. Por esta razón, con los moriscos se ensayó una política diferente, la evangelización pacífica, que nunca fue seguida con los judeoconversos.
No obstante, en la segunda mitad del siglo, avanzado ya el reinado de Felipe II, las cosas cambiaron. Entre 1568 y 1570 se produjo la revuelta de las Alpujarras, una sublevación que fue reprimida con inusitada dureza. Además de las ejecuciones y deportaciones de moriscos a otras zonas de España que tuvieron lugar entonces, la Inquisición intensificó los procesos a moriscos.
A partir de 1570, en los tribunales de Zaragoza, Valencia y Granada los casos de moriscos eran con mucho los más abundantes. Sin embargo, no se les aplicó la misma dureza que a los judeoconversos y los protestantes, y el número de penas capitales fue proporcionalmente menor.
La permanente tensión que causaba el numeroso colectivo de los moriscos españoles hizo que se buscase una solución radical y definitiva, y el 4 de abril de 1609, bajo el reinado de Felipe III, se decretó la expulsión de los moriscos, que se realizó en varias etapas, hasta 1614, y durante la cual salieron de España cientos de miles de personas. Muchos de los expulsados eran cristianos sinceros; todos, por supuesto, estaban bautizados y eran oficialmente cristianos.
Una mínima parte de los moriscos de España permaneció en la Península, y durante el siglo XVII la Inquisición siguió algunas causas contra ellos, pero tuvieron una importancia muy limitada: según Kamen, entre 1615 y 1700 los casos contra moriscos constituyeron sólo el 9% de los juzgados por la Inquisición.

Otros delitos.

Aunque la Inquisición fue creada para evitar los avances de la herejía, se ocupó también de una amplia variedad de delitos que sólo indirectamente pueden relacionarse con la heterodoxia religiosa. Sobre el total de 49.092 procesados en el período de 1560 a 1700 de los que hay registro en los archivos de la Suprema fueron juzgados los siguientes delitos: judaizantes (5.007); moriscos (11.311); luteranos (3.499); alumbrados (149); supersticiones (3.750); proposiciones heréticas (14.319); bigamia (2.790); solicitaciones (1.241); ofensas al Santo Oficio (3.954); varios (2.575).
Estos datos demuestran que no sólo fueron perseguidos por la Inquisición los cristianos nuevos (judeoconversos y moriscos) y los protestantes, sino que muchos cristianos viejos sufrieron su actividad por diferentes motivos.
El apartado de supersticiones incluye los procesos relacionados con la brujería. La caza de brujas en España tuvo una intensidad mucho menor que en otros países europeos (especialmente Francia, Inglaterra y Alemania).
 Un caso destacado fue el proceso de Logroño, en que se juzgó a las brujas de la localidad navarra de Zugarramurdi. En el auto de fe que tuvo lugar en Logroño los días 7 y 8 de noviembre de 1610 fueron quemadas seis personas, y otras cinco en efigie.
 En general, sin embargo, la Inquisición mantuvo una actitud escéptica hacia los casos de brujería, considerando, a diferencia de los inquisidores medievales, que se trataba de una mera superstición sin base alguna. Alonso de Salazar Frías, que después del proceso de Logroño llevó un edicto de gracia a varias localidades navarras, indicó en su informe a la suprema que: «No hubo brujas ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de ellos».
Bajo el rubro de «proposiciones heréticas» se incluían todos los delitos verbales, desde la blasfemia hasta afirmaciones relacionadas con las creencias religiosas, la moral sexual o el clero. Muchas personas fueron procesadas por afirmar que la «simple fornicación» (relación sexual entre solteros) no era pecado, o por poner en duda diferentes aspectos de la fe cristiana, tales como la presencia real de Cristo en la Eucaristía o la virginidad de María. También el propio clero era acusado en ocasiones de proposiciones heréticas. Estos delitos no llevaban aparejadas generalmente penas demasiado graves.
La Inquisición era competente además en muchos delitos contra la moral, a veces en abierto conflicto de competencias con los tribunales civiles. En particular, fueron muy numerosos los procesos por bigamia, un delito relativamente frecuente en una sociedad en la que no existía el divorcio. En el caso de los hombres, la pena solía ser de cinco años de galeras. La bigamia era asimismo un delito frecuente entre las mujeres. También se juzgaron numerosos casos de solicitación sexual durante la confesión, lo que indica que el clero era estrechamente vigilado.
Mención aparte merece la represión inquisitorial de dos delitos sexuales que en la época solían asociarse, por considerarse ambos, según el derecho canónico, contra naturam: la homosexualidad y el bestialismo. La homosexualidad, denominada en la época «sodomía», era castigada con la muerte por los tribunales civiles.
 Era competencia de la Inquisición sólo en los territorios de la Corona de Aragón, desde que en 1524 Clemente VII, en un breve papal, concediera a la Inquisición aragonesa jurisdicción sobre la sodomía, estuviese o no relacionada con la herejía. En Castilla no se juzgaban casos de sodomía, a no ser que tuvieran relación con desviaciones heréticas. El tribunal de Zaragoza se distinguió por su severidad juzgando este delito: entre 1571 y 1579 fueron juzgados en Zaragoza más de un centenar de hombres acusados de sodomía, y al menos 36 fueron ejecutados; en total, entre 1570 y 1630 se dieron 534 procesos, y fueron ejecutadas 102 personas.

Organización.
Escudo de la Inquisición española. A ambos lados de la cruz, la espada simboliza
el trato a los herejes, la rama de olivo la reconciliación con los arrepentidos. Rodea el
 escudo la leyenda «EXURGE DOMINE ET JUDICA CAUSAM TUAM. PSALM. 73»,
que en latín significa: Álzate, oh Dios, a defender tu causa, salmo 73 (74)

A pesar de ser competente en asuntos religiosos, la Inquisición fue un instrumento al servicio de la monarquía. En general, sin embargo, esto no significaba que fuese absolutamente independiente de la autoridad papal, ya que para su actividad debía contar, en varios aspectos, con la aprobación de Roma. Aunque el Inquisidor General, máximo responsable del Santo Oficio, era designado por el rey, su nombramiento debía ser aprobado por el Papa.
El Inquisidor General era el único cargo público cuya competencia alcanzaba a todos los reinos de España (incluyendo los virreinatos americanos), salvo un breve período (1507–1518) en que existieron dos inquisidores generales, uno en la Corona de Castilla, y otro en la de Aragón. Tanto fue así, que en ciertas ocasiones la corona utilizaba a la Inquisición para detener a personas que habían sido condenadas en Castilla y se encontraban en zonas protegidas por fueros.
A lo largo de su existencia, se produjeron distintas fricciones entre Roma y los Reyes de España por el control de la Inquisición. Sixto IV había promulgado una bula en 1478 por la que daba a la corona española plenos poderes para el nombramiento y destitución de los inquisidores, pero al enterarse de los abusos cometidos por estos en Sevilla, revocó la bula en 1482, haciendo que los inquisidores se sometieran a los obispos de sus diócesis. 

Ante la protesta elevada por Fernando el Católico, el Papa llegó a decir que «la inquisición llevaba tiempo actuando no por celo de la fe y salvación de las almas, sino por la codicia de la riqueza, y muchos verdaderos y fieles cristianos [...] han sido encerrados [...] torturados y condenados como herejes relapsos, privados de sus bienes y propiedades, [...] dando un ejemplo pernicioso y causando escándalo a muchos».

 Como respuesta a ello, el rey acusó al Papa de favorecer a los conversos, y se permitió decirle esto:
 «Tenga cuidado [...] de no permitir que el asunto vaya más lejos, y de revocar toda concesión, encomendándonos el cuidado de esta cuestión» . 
Ante tanta resolución, Sixto IV se echó atrás y dejó en manos de la corona el control de la Inquisición. En 1483 el Papa concedió a los conversos una bula que revocaba todos los casos de apelación, que debían ser presentados ante Roma, pero once días más tarde la suspendió, alegando que había sido engañado.
Otra cuestión conflictiva fue el caso de las cartas a Roma. Como la constitución del tribunal permitía al acusado apelar a Roma, esto hicieron los conversos en numerosas ocasiones, y como las respuestas fueran tan contradictorias a las sentencias, el Rey Católico acabó por amenazar con muerte a quien apelara sin permiso real y otorgó a la Inquisición el derecho a escuchar apelaciones.
Así, la Santa Sede renunciaba a otra cuestión más en el gobierno del tribunal. También tuvo que claudicar ante la presión ejercida por éste para que se pudiera procesar a Bartolomé de Carranza, aun siendo él obispo (los obispos eran las únicas personas al margen del Santo oficio) y ser acusado injustamente .

Consejo de la Suprema y General Inquisición

El Inquisidor General presidía el Consejo de la Suprema y General Inquisición (generalmente abreviado en «Consejo de la Suprema»), creado en 1488, formado por seis miembros que eran nombrados directamente por el rey (el número de miembros de la Suprema varió a lo largo de la historia de la Inquisición, pero nunca fue mayor de diez). Con el tiempo, la autoridad de la Suprema fue creciendo, y debilitándose el poder del Inquisidor General.
La Suprema se reunía todas las mañanas de los días no feriados, y además los martes, jueves y sábados, dos horas por la tarde. En las sesiones matinales se trataban las cuestiones de fe, mientras que por la tarde se reservaban a los casos de sodomía, bigamia, hechicería, etc.
Dependientes de la Suprema eran los diferentes tribunales de la Inquisición, que en sus orígenes eran itinerantes, instalándose allí donde fuera necesario para combatir la herejía, pero que más adelante tuvieron sedes fijas. En una primera etapa se establecieron numerosos tribunales, pero a partir de 1495 se manifiesta una tendencia a la concentración.
En la Corona de Castilla se establecieron los siguientes tribunales permanentes de la Inquisición: En 1482 en Sevilla y en Córdoba; En 1485 en Toledo y en Llerena; En 1488 en Valladolid y en Murcia; En 1489 en Cuenca; En 1505 en Las Palmas de Gran Canaria; En 1512 en Logroño; En 1526 en Granada; En 1574 en Santiago de Compostela.
Para la Corona de Aragón funcionaron sólo cuatro tribunales: Zaragoza y Valencia (1482), Barcelona (1484) y Mallorca (1488).
Fernando el Católico implantó la Inquisición Española también en Sicilia (1513), con sede en Palermo, y en Cerdeña.
En Indias, en 1569 se crearon los tribunales de Lima y de México, y en 1610 el de Cartagena de Indias.
Composición de los tribunales.
Cada uno de los tribunales contaba al inicio con dos inquisidores, un «calificador», un alguacil y un fiscal. Con el tiempo fueron añadiéndose nuevos cargos.
Los inquisidores eran preferentemente juristas, más que teólogos, e incluso en 1608 Felipe III estipuló que todos los inquisidores debían tener conocimientos en leyes. Los inquisidores no solían permanecer mucho tiempo en el cargo: para el tribunal de Valencia, por ejemplo, la media de permanencia en el cargo era de unos dos años.
La mayoría de los inquisidores pertenecían al clero secular (sacerdotes), y tenían formación universitaria. Su sueldo era de 60.000 maravedíes a finales del siglo XV, y de 250.000 maravedíes a comienzos del XVII.
El procurador fiscal era el encargado de elaborar la acusación, investigando las denuncias e interrogando a los testigos.
Los calificadores eran generalmente teólogos; a ellos competía determinar si en la conducta del acusado existía delito contra la fe.
Los consultores eran juristas expertos que asesoraban al tribunal en cuestiones de la casuística procesal.
El tribunal contaba además con tres secretarios: el notario de secuestros, quien registraba las propiedades del reo en el momento de su detención; el notario del secreto, quien anotaba las declaraciones del acusado y de los testigos; y el escribano general, secretario del tribunal.
El alguacil era el brazo ejecutivo del tribunal: a él competía detener y encarcelar a los acusados.
Otros funcionarios eran el nuncio, encargado de difundir los comunicados del tribunal, y el alcalde, carcelero encargado de alimentar a los presos.
Además de los miembros del tribunal, existían dos figuras auxiliares que colaboraban en el desempeño de la actividad inquisitorial: los familiares y los comisarios.
Los familiares eran colaboradores laicos del Santo Oficio, que debían estar permanentemente al servicio de la Inquisición. Convertirse en familiar era considerado un honor, ya que suponía un reconocimiento público de limpieza de sangre y llevaba además aparejados ciertos privilegios. Aunque eran muchos los nobles que ostentaban el cargo, la mayoría de los familiares eran de extracción social popular.
Los comisarios, por su parte, eran sacerdotes regulares que colaboraban ocasionalmente con el Santo Oficio.
Uno de los aspectos más llamativos de la organización de la Inquisición es su forma de financiación: carentes de un presupuesto propio, dependían exclusivamente de las confiscaciones de los bienes de los reos. No resulta sorprendente, por tanto, que muchos de los encausados fueran hombres ricos. Que la situación propiciaba abusos es evidente, como se destaca en el memorial que un converso toledano dirigió a Carlos I:
Vuestra Majestad debe proveer ante todas cosas que el gasto del Santo Oficio no sea de las haciendas de los condenados, porque recia cosa es que si no queman no comen.
El funcionamiento de la Inquisición.
Debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que la Inquisición no funcionó en modo alguno de forma arbitraria, sino conforme al derecho canónico. Sus procedimientos se explicitaban en las llamadas Instrucciones, elaboradas por los sucesivos inquisidores generales Torquemada, Deza y Valdés.
Acusación.
Cuando la Inquisición llegaba a una ciudad, el primer paso era el «edicto de gracia». Tras la misa del domingo, el inquisidor procedía a leer el edicto: se explicaban las posibles herejías y se animaba a todos los feligreses a acudir a los tribunales de la Inquisición para descargar sus conciencias.
Se denominaban «edictos de gracia» porque a todos los autoinculpados que se presentasen dentro de un «período de gracia» (aproximadamente, un mes) se les ofrecía la posibilidad de reconciliarse con la Iglesia sin castigos severos. La promesa de benevolencia resultaba eficaz, y eran muchos los que se presentaban voluntariamente ante la Inquisición.
La autoinculpación no era suficiente: se hacía necesario también acusar a todos los cómplices, con lo cual la Inquisición contaba con una inagotable provisión de informantes. Con el tiempo, los «edictos de gracia» fueron sustituidos por los llamados «edictos de fe», suprimiéndose esta posibilidad de reconciliación voluntaria.
Las delaciones eran anónimas, y el acusado no tenía ninguna posibilidad de conocer la identidad de sus acusadores. Éste era uno de los puntos más criticados por los que se oponían a la Inquisición (por ejemplo, las Cortes de Castilla, en 1518). En la práctica, eran frecuentes las denuncias falsas para satisfacer envidias o rencores personales. Muchas denuncias eran por motivos absolutamente nimios.
La Inquisición estimulaba el miedo y la desconfianza entre vecinos, e incluso no eran raras las denuncias entre familiares.
Detención.
Tras la denuncia, el caso era examinado por los «calificadores», quienes debían determinar si había herejía, y a continuación se procedía a detener al reo. En la práctica, sin embargo, eran numerosas las detenciones preventivas, y se dieron situaciones de detenidos que esperaron hasta dos años en prisión antes de que los «calificadores» examinasen su caso.
La detención del acusado implicaba el secuestro preventivo de sus bienes por la Inquisición. Los bienes del detenido se utilizaban para pagar los gastos de su propio mantenimiento y las costas procesales, y a menudo los familiares del acusado quedaban en la más absoluta de las miserias. Sólo en 1561 se dictaron instrucciones para remediar esta situación.
Todo el procedimiento era llevado en el secreto más absoluto, tanto para el público como para el propio reo, que no era informado de cuáles eran las acusaciones que pesaban sobre él. Podían pasar meses, o incluso años, sin que se le informase acerca de por qué estaba encerrado. El preso permanecía aislado, y durante el tiempo que duraba su prisión no se le permitía acceder a la misa ni a los sacramentos.
 Los calabozos de la Inquisición no eran peores que los de la justicia ordinaria, e incluso hay ciertos testimonios de que en ocasiones eran bastante mejores. Algunos detenidos morían en prisión, como era frecuente en la época.
Proceso.
El proceso inquisitorial se componía de una serie de audiencias, en las cuales declaraban tanto los denunciantes como el acusado. Se asignaba al acusado un abogado defensor —miembro del tribunal—, cuya función era únicamente asesorar al acusado y animarle a decir la verdad. La acusación era dirigida por el procurador fiscal.
 Los interrogatorios al acusado se realizaban en presencia del notario del secreto, que anotaba minuciosamente las palabras del reo (los archivos de la Inquisición, en relación con los de otros sistemas judiciales de la época, llaman la atención por lo completo de su documentación). Para defenderse, el acusado tenía dos posibilidades: «abonos» (encontrar testigos favorables) o «tachas» (demostrar que los testigos de la acusación no eran fiables).
Para interrogar a los reos, la Inquisición hizo uso de la tortura, pero no de forma sistemática. Se aplicó sobre todo contra los sospechosos de judaísmo y protestantismo, a partir del siglo XVI. Por poner un ejemplo, Lea estima que entre 1575 y 1610 fueron torturados en el tribunal de Toledo aproximadamente un tercio de los encausados por herejía. En otros períodos la proporción varió notablemente. La tortura era siempre un medio de obtener la confesión del reo, no un castigo propiamente dicho. Se aplicaba sin distinción de sexo ni edad, incluyendo tanto a niños como a ancianos.
Los procedimientos de tortura más empleados por la Inquisición fueron la «garrucha», la «toca» y el potro. El suplicio de la garrucha consistía en colgar al reo del techo con una polea con pesos atados a los tobillos, ir izándolo lentamente y soltar de repente, con lo cual brazos y piernas sufrían violentos tirones y en ocasiones se dislocaban. La toca, también llamada «tortura del agua», consistía en introducir una toca o un paño en la boca a la víctima, y obligarla a ingerir agua vertida desde un jarro para que tuviera la impresión de que se ahogaba. El potro era el instrumento de tortura más utilizado.
Una vez concluido el proceso, los inquisidores se reunían con un representante del obispo y con los llamados «consultores», expertos en teología o en derecho canónico, en lo que se llamaba «consulta de fe». Se votaba el caso, y se emitía la sentencia, que debía ser unánime. En caso de discrepancias, se hacía necesario remitir el informe a la Suprema.

Sentencia.

Los resultados del proceso podían ser los siguientes:
1).-El acusado podía ser absuelto.
 Las absoluciones fueron en la práctica muy escasas.
2).-El proceso podía ser «suspendido», con lo que en la práctica el acusado quedaba libre, aunque bajo sospecha, y con la amenaza de que su proceso se continuase en cualquier momento. La suspensión era una forma de absolver en la práctica sin admitir expresamente que la acusación había sido errónea.
3).-El acusado podía ser «penitenciado». Considerado culpable, debía abjurar públicamente de sus delitos (de levi si era un delito menor, y de vehementis si el delito era grave), y condenado a un castigo. Entre éstos se encontraban el sambenito, el destierro (temporal o perpetuo), multas o incluso la condena a galeras.
4).-El acusado podía ser «reconciliado». Además de la ceremonia pública en la que el condenado se reconciliaba con la Iglesia Católica, existían penas más severas, entre ellas largas condenas de cárcel o galeras, y la confiscación de todos sus bienes. También existían castigos físicos, como los azotes.
5).-El castigo más grave era la «relajación» al brazo secular, que implicaba la muerte en la hoguera. Recibían este castigo los herejes impenitentes y los «relapsos» (reincidentes).
La ejecución era pública. Si el condenado se arrepentía, se le estrangulaba mediante el Garrote vil antes de entregar su cuerpo a las llamas. Si no, era quemado vivo.
Eran frecuentes los casos de los que, bien por haber sido juzgados in absentia, bien por haber fallecido antes de que terminase el proceso, eran quemados en efigie.
La distribución de las penas varió mucho a lo largo del tiempo. Según se cree, las condenas a muerte fueron frecuentes sobre todo en la primera etapa de la historia de la Inquisición (según García Cárcel, el tribunal de Valencia condenó a muerte antes de 1530 al 40% de los procesados, pero después el porcentaje bajó hasta el 3%)
Pedro_Berruguete_
Sainto Domingo_
Presidiendo un Auto-de-Fe_1495

Los autos de fe.
Si la sentencia era condenatoria, implicaba que el condenado debía participar en la ceremonia denominada auto de fe, que solemnizaba su retorno al seno de la Iglesia (en la mayor parte de los casos), o su castigo como hereje impenitente. Los autos de fe podían ser privados («auto particular») o públicos («auto público» o «auto general»).
Aunque inicialmente los autos públicos no revestían especial solemnidad ni se pretendía una asistencia masiva de espectadores, con el tiempo se convirtieron en una ceremonia solemne, celebrada con multitudinaria asistencia de público, en medio de un ambiente festivo. El auto de fe terminó por convertirse en un espectáculo barroco, con una puesta en escena minuciosamente calculada para causar el mayor efecto en los espectadores.
Los autos solían realizarse en un espacio público de grandes dimensiones (en la plaza mayor de la ciudad, frecuentemente), generalmente en días festivos.
Los rituales relacionados con el auto empezaban ya la noche anterior (la llamada «procesión de la Cruz Verde») y duraban a veces el día entero. El auto de fe fue llevado a menudo al lienzo por pintores: uno de los ejemplos más conocidos es el cuadro de Francesco Rizzi conservado en el Museo del Prado y que representa el celebrado en la Plaza Mayor de Madrid el 30 de junio de 1680
El último auto de fe público tuvo lugar en el año 1691.
Decadencia de la Inquisición
La llegada de la Ilustración a España desaceleró la actividad inquisitorial. En la primera mitad del siglo XVIII se quemó en persona a 111 condenados, y en efigie a 117, la mayoría de ellos los denominados «judaizantes». En el reinado de Felipe V el número de autos de fe fue de 728. Sin embargo, en los reinados de Carlos III y Carlos IV sólo se quemó a cuatro condenados.
Con el Siglo de las Luces la Inquisición se reconvirtió: la nuevas ideas ilustradas eran la amenaza más próxima y debían ser combatidas. Las principales figuras de la Ilustración Española fueron partidarias de la abolición de la Inquisición.
Muchos de los ilustrados españoles fueron procesados por el Santo Oficio, entre ellos Olavide, en 1776; Iriarte, en 1779; y Jovellanos, en 1796.
En la nueva tarea, la Inquisición trató de acentuar su función censora de las publicaciones, pero encontró que Carlos III había secularizado los procedimientos de censura y, en muchas ocasiones, la autorización del Consejo de Castilla chocaba con la más intransigente postura inquisitorial.
 Siendo la propia Inquisición parte del aparato del Estado por estar presente en el mencionado Consejo de Castilla, generalmente era la censura civil y no la eclesiástica la que terminaba imponiéndose.
Esta pérdida de influencia se explica también porque la penetración de obras extranjeras ilustradas se hacía a través de miembros destacados de la nobleza o el gobierno, personas influyentes a quienes era muy difícil interferir. Así entró en España, por ejemplo, la Enciclopedia Metódica, gracias a licencias especiales otorgadas por el Rey.
Número de víctimas.
Los historiadores modernos han emprendido el estudio de los fondos documentales de la Inquisición. En los archivos de la Suprema, se conservan, en los informes que anualmente debían remitir todos los tribunales locales, las relaciones de todas las causas desde 1560 hasta 1700.
 Ese material proporciona información de 49.092 juicios, que han sido estudiados por Gustav Henningsen y Jaime Contreras. Según los cálculos de estos autores, sólo un 1,9% de los procesados fueron quemados en la hoguera.
Los archivos de la Suprema apenas proporcionan información acerca de las causas anteriores a 1560. Para estudiarlas, es necesario recurrir a los fondos de los tribunales locales, pero la mayoría se han perdido. Se conservan los de Toledo, Cuenca y Valencia. Dedieu ha estudiado los de Toledo, donde fueron juzgadas unas 12.000 personas por delitos relacionados con la herejía.
Ricardo García Cárcel ha analizado los del tribunal de Valencia. De las investigaciones de estos autores se deduce que los años 1480-1530 fueron el período de más intensa actividad de la Inquisición, y que en estos años el porcentaje de condenados a muerte fue bastante más significativo que en los años estudiados por Henningsen y Contreras.
García Cárcel estima que el total de procesados por la Inquisición a lo largo de toda su historia fue de unos 150.000. Aplicando el porcentaje de ejecutados que aparece en las causas de 1560-1700 —cerca de un 2%— podría pensarse que una cifra aproximada puede estar en torno a las 3.000 víctimas mortales.
Sin embargo, muy probablemente esta cifra deba corregirse al alza si se tienen en cuenta los datos suministrados por Dedieu y García Cárcel para los tribunales de Toledo y Valencia, respectivamente. Es probable que la cifra total esté entre 3.000 y 5.000 ejecutados. Sin embargo, es imposible determinar la exactitud de esta cifra, y, a causa de las lagunas en los fondos documentales, es poco probable que nunca se sepa con seguridad el número exacto de los ejecutados por la Inquisición.
Stephen Haliczer, uno de los profesores universitarios que trabajaron en los archivos del Santo Oficio, dice que descubrió que los inquisidores usaban la tortura con poca frecuencia y generalmente durante menos de 15 minutos. De 7.000 casos en Valencia, en menos del 2% se usó la tortura y nadie la sufrió más de dos veces. Más aún, el Santo Oficio tenía un manual de procedimiento que prohibía muchas formas de tortura usadas en otros sitios de Europa. Los inquisidores eran en su mayoría hombres de leyes, escépticos en cuanto al valor de la tortura para descubrir la herejía.
Relaciones entre Estado y la Iglesia.
La iglesia en la monarquía Católica era una institución diferente pero no separada del poder civil, que la servía y la utilizaba a la vez: la consecución del «máximo religioso» a finales del siglo XV, que justificó la expulsión de judíos y el bautismo forzoso de los moriscos.
La política europea de los Habsburgo, y la afirmación de Felipe II «prefiero perder mis estados a gobernar sobre herejes» no sólo fue un desangrarse sin sentido en beneficio de la fe católica, sino un encadenamiento de respuestas tácticas y estratégicas que entran dentro de la lógica imperial.

Patronato.

Las relaciones estado iglesia, que originan el nacimiento de la diplomacia  a finales de la Edad Media no se establecieron sin conflictos: el regalismo o predominio del Monarca Católico sobre la Iglesia dentro de sus fronteras presidió siempre su relación tanto con la iglesia local como con el Papa, que tenía en la nunciatura apostólica mucho más que una simple embajada (extraía notables rentas y ejercía una gran influencia política, además de religiosa).
Como contrapartida, la injerencia de la potencia hegemónica —España— en Roma —centro de las relaciones internacionales— era constante: desde la preparación de los conclave, en los que se imponían a veces candidatos tan claros como Adriano de Utrecht, preceptor de Carlos I, hasta la invasión,  Saco de Roma de  1527), pasando por las alianzas puntuales a favor como Liga Santa de 1511 y 1571, o en contra Liga de Cognac de 1526.
El control político del clero iba más allá de la simple colaboración: nombramiento de obispos obtenido con el derecho de presentación, la participación en las rentas eclesiásticas (Las tercias reales del Diezmo, un impuesto más importante que cualquiera de los civiles) y, ya en el siglo XVIII, presión sobre sus propiedades mismas (La llamada «primera desamortización»).
En América, las bulas Alejandrianas hacían que el control fuera aún mayor.
Prueba de la profunda religiosidad que se supone al Católico monarca  era la extremada importancia que se concedía a la elección del confesor real, todo un poder en la Corte por su capacidad de acceso a la persona del rey (a veces considerado poco menos que un valido), y que se acostumbraba nombrar entre los miembros de una orden religiosa (sucesivamente Franciscano, Jerónimos, Dominicos, jesuitas...) interpretándose el nombramiento de nuevo confesor como un acto de gobierno de primer orden, cuyo significado era analizable en términos políticos como expresión de la confianza que al rey merecía una u otra facción, sirviendo de cauce de la discrepancia (de una manera diferente, pero paralela a como los distintos partidos políticos se relacionaban con el rey en una monarquía parlamentaria no democrática).
La influencia de los confesores regios era sólo un aspecto del enorme prestigio de que gozaba la Iglesia, quizás el más poderoso de los grupos de presión, según la terminología actual. Pero su autoridad era más social que política. Defendía sus intereses y exenciones, incluso los menos justificables; sin embargo, en sus choques contra un poder civil impopular solía tener las simpatías del pueblo.
Algunos predicadores criticaron la actuación de los gobernantes; no pocos trataron de influirlos con sus escritos; más de uno consiguió puestos relevantes... Basta recordar el papel principalísimo que jugó el cardenal Portocarrero en las luchas por la sucesión al trono.
 Pero la Iglesia, como cuerpo jerárquico, no tuvo una actuación política definida.
En cuanto al resto de la administración, el clero (que seguía siendo, como en la Edad Media, el segmento más instruido de la población) era utilizado extensivamente: desde la presidencia del consejo de Castilla, que se confiaba sistemáticamente a un obispo, hasta las peticiones de información estadísticas que se dirigían a los párrocos.
Iglesia era sociedad perfecta, según su propia teología (El agustinismo político), la Iglesia se encontraba inextricablemente unida en cuanto institución con la sociedad estamental: El clero y la nobleza son la misma clase, los privilegiados, y la justificación del predominio social y económico de ambos frente a burguesía y campesinos es una clara y consciente parte mundana de su misión espiritual. En iglesias y monasterios los miembros de la nobleza, que suelen haber hecho donaciones sustanciosas, se sientan en lugares preferentes (al igual que sus lugares de enterramiento).
Sus hijos segundones de nobleza (de ambos sexos) entran a cubrir los principales puestos, cubiertos con sustanciosas dotes. Las mandas testamentarias obligan a realizar la mayor parte de las misas por su salvación eterna. Las mismas tierras de la Iglesia son de manos muertas, es decir, están vinculadas a ese fin.
 Incluso los no privilegiados que alcanzaban una posición económica desahogada encontraban más interesante que la inversión de capital la imitación de estas estrategias de origen nobiliario (lo que se ha denominado la «traición de la burguesía»).

Señoríos eclesiásticos.

Los campesinos que formaban parte de los señoríos eclesiásticos no disfrutaban de condiciones económicas o jurídicas más suaves que los de un señorío laico. Además, todos —en señorío y en realengo— estaban obligados a pagar los impuestos religiosos (diezmos y primicias), y en una extensa zona de Galicia, León y Castilla, se pagaba además el voto de Santiago, que incluía el Patronazgo de España y su reconocimiento anual por el rey o su representante.
La Iglesia contaba con una riqueza patrimonial proveniente de su propio patrimonio y de las aportaciones económicas que recibía. Su patrimonio se encontraba muy consolidado debido a la gran afluencia de territorios procedentes de donaciones de particulares y de las rentas que dichas posesiones producían. Patrimonio que se vio incrementado en los siglos XVI y XVII.
Privilegios.
El fuero eclesiástico suponía, además de la exención de impuestos a todos los participantes de él, una jurisdicción privativa que incluía el sagrario de las iglesias (al que podía acogerse cualquier criminal, siendo imposible para la justicia civil prenderle dentro de ellas).
Los reyes empezaron a restringir este derecho.
Clero segular.
España estaba divida en arzobispados (Provincias) y obispados. Existiendo también varias jurisdicciones exentas en España.
Existía una sede primada (El Arzobispo de Toledo), cuya primacía discutían metropolitanos de Tarragona (Cataluña) y Braga (Portugal) y era la sede episcopal mas importante de España y era eclesiástico mas importante de España.
Seguían de importancia los arzobispados, y terminaba con los obispados.
Los obispos estaban asesorados en gobierno por cabildo eclesiástico.
Las colegiatas e Iglesias mayores de las localidades importantes reproducían esa institución colegiada en iglesias menores.
 Los arciprestazgos locales y las parroquias  cerraban la base institucional de la red del clero secular, muy tupido en el norte de España y muy dispersa en el sur, con zonas en Andalucía, la Mancha, Extremadura y Murcia en que la atención pastoral era muy deficiente.
Simultáneamente abundaban las figuras poco edificantes del benefiado que acumulaba las rentas de varios beneficios, los capellanes que cantaban misa con escasos asistentes (o ninguno, aparte del monaguillo) en los palacios nobiliarios, la del tonsurado que no ejercía ninguna cura de almas o la del que recibía ordenes menores con el único fin de adquirir el fuero eclesiástico.
Clero regular.
El  clero regular estaba también implantado de forma similar por el territorio, pero subdividido en una gran cantidad de órdenes religiosas de diversos tipos, con monasterios (en su mayor parte en áreas rurales) y conventos (Mujeres)  urbanos (gravitando peligrosamente sobre la economía local, como se quejaban los municipios que frecuentemente solicitaban la limitación de nuevas fundaciones).

La reforma eclesiástica.

Los proverbiales relajamiento de costumbres y mala formación del clero bajomedieval fueron objeto de enérgicos programas de reforma: como el Sínodo de Aguilafuerte convocado por el  obispo de Segovia Juan Arias Dávila en 1472  (que dio origen al primer libro impreso en España: el sinodal de Aguilafuente, o el más general concilio de  Aranda convocado por el Arzobispo Carrillo en 1473; lo que no impidió que su sucesor en la sede toledana, el Cardenal Mendoza, conocido como tercer rey de España, legitimara a sus hijos (los «bellos pecadillos del cardenal», según Isabel la Católica); o que la sucesión de la sede compostelana recayera primero en el sobrino del arzobispo anterior y después en el hijo, enlazando tres Alonso de Fonseca a los que hay que distinguir con números ordinales. Este sería el caso más escandaloso, de modo que hubo quien se burlara al insinuar que lo habían instituido mayorazgo, quizá heredable por hembras. Para eludir inconvenientes canónicos, se insertó un breve interregno de un sobrino del valenciano papa Borgia (Alejandro VI).
También ocurrió lo mismo en el obispado de Burgos con Pablo de Santa María y su hijo Alonso de Cartagena, aunque en este caso el escándalo no podía incluir ningún reproche a su moral sexual, puesto que el hijo lo había tenido como rabino judío antes de ser bautizado (sin duda sinceramente, pero coincidiendo con los terribles pogromos de 1390).
El papel del Cardenal Cisneros en el tránsito del siglo XV al siglo XVI fue decisivo para que la Iglesia española se convirtiese en un mecanismo disciplinado, poco accesible a las innovaciones de la reforma luterana, aunque sí sufrió el desgarrador debate en torno al erasmismo, que mucho tuvo que ver con la resistencia a la modernización en las órdenes religiosas.
Se crearon  durante la casa de Austria y Borbón, una gran cantidad seminarios para formación del clero y su elevación cultural y teológica, elevando la  calidad del clero.
Durante el siglo XVI se produce un movimiento reformista de carácter místico en el que se implicaron con no pocos enfrentamientos Teresa de Jesús y Juan de cruz; y, con una perspectiva europea, la fundación de la compañía de Jesús por Ignacio de Loyola (los tres personajes fueron más tarde canonizados).
Gran importancia tuvieron dos instituciones ligadas directamente a la Iglesia: las Ordenes militares (como la internacional Orden de San Juan de Malta  y las privativas de Aragón la orden de Montesa y Castilla las ordenes de Santiago, Alcantara, y las universidades católicas.

(iv).-La Educación.

En época moderna, las universidades españolas entre las que destacaban las de Salamanca, Valladolid y Alcalá  cuya función social era mucho más importante que la educativa, mientras que la científica estuvo prácticamente ausente, más allá del Derecho y la Teología.
Las demás facultades estaban muy reducidas en profesores y alumnos.
Gran importancia tuvo la llamada “Escuela de Salamanca”, que desde una posición neoescolastica y neoaristotelica puede considerarse la constructora principal de la ideología dominante en la España de los Habsburgo.
La vida de las Universidades estaba dominada por los enfrentamientos entre los diferentes colegios universitarios, vinculados a distintas órdenes religiosas, sobre todo Franciscanos, Dominicos  y Jesuitas.
En el siglo XVIII, dentro de una vergonzosa decadencia intelectual que permitía excentricidades como las del Piscator salmantino Diego de Torres Villarroel, el principal enfrentamiento se producía entre los grupos denominados golillas y manteistas, con derivaciones a las posteriores carreras políticas de los universitarios. Los intentos de reforma que produjo la crítica ilustrada (Jovellanos, Meléndez Valdes), no llegaron a tener ningún efecto. En general universidades europeas de ese siglo estaban proceso de estancamiento y decadencia intelectual. Los centros de intelectuales eran las reales academias, las tertulias, los salones,  etc.
En la enseñanza media, la creación de los Reales estudios de San Isidro, Colegio Imperial o seminarios de nobles de Madrid por los jesuitas, como mecanismo de captación de las elites; y la implicación de orden de los escolapios en la enseñanza fueron significativos a partir del siglo XVII.
A los jesuitas les granjearon no pocos enemigos, tanto entre las demás órdenes religiosas como entre los ilustrados, como se demostró con ocasión del Motín de Esquilache (1766). Provoco que rey España los extrañara de España.
Hubo también instituciones laicas de enseñanza, vinculadas a los ayuntamientos y confiadas a maestros de latinidad (algunos de ellos notables como el Estudio de villa de Madrid regentado por Juan López de Hoyos, donde asistió Miguel de Cervantes), pero de ninguna manera generalizadas.
En la época moderna el analfabetismo de población era de un 90 % de población de España.

Desarrollo de las Ciencias.

En cuanto a las instituciones científicas, aparte de la clásica organización de la profesión médica en las Facultades de Medicina, se instauró el Proto-mediacato (Organo de control sobre los médicos.) en tiempo de rey Carlos I, aunque no llegó a ser una institución centralizada, manteniéndose colegios locales como el  colegio de San Cosme y San Damían en Pamplona (que ni siquiera tenía jurisdicción en toda Navarra).
Los Borbones crearon varias academias medicina en varias ciudades que encargaban de investigación médica y el control de médicos y medicina legal.
 Las necesidades de organización del Imperio ultramarino condujeron a que en el siglo XVI se organizaran bajo el patrocinio del estado instituciones formativas ligadas a la minería y metalurgia (Escuelas de minería) y sobre todo para ayudar a los armadores y a la navegación se creo  la Universidad de mareantes (Academia de navegación, controlado por  la Casa de contratación de Sevilla.
Con los Borbones se crearon varias escuelas de navegación en otras ciudades puertos en España, para formaron de oficiales de la  marina mercante.
A partir del siglo XVIII se imitó el modelo cultural  francés con la creación de las Reales Academias.
Ya en el final del Antiguo Régimen, aparecieron instituciones técnicas como la Academia de Artillería de Segovia.

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