Profesora

Dra. Mafalda Victoria Díaz-Melián de Hanisch

lunes, 15 de febrero de 2021

Reconquista española.-

 

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 


§3º. La edad media en España.

Conquista de Granada

I
Reconquista española.

(i.)-Introducción.

Se denomina Reconquista o Conquista cristiana al proceso histórico en que los reinos cristianos de la Península Ibérica buscaron el control peninsular en poder del dominio musulmán. Este proceso tuvo lugar entre los años 722 (fecha probable de la rebelión de Pelayo) y el año 1492 (final del Reino nazarí de Granada).

El término «Reconquista»: historiografía y tradición.

Según algunos académicos el término es históricamente inexacto, pues los reinos cristianos que «reconquistaron» el territorio peninsular se constituyeron con posterioridad a la invasión islámica, a pesar de los intentos de algunas de estas monarquías por presentarse como herederas directas del antiguo reino visigodo. Se trataría más bien de un afán de legitimación política de estos reinos, que de hecho se consideraban reales herederos y descendientes de los visigodos, y también el intento de los reinos cristianos (especialmente Castilla) de justificar sus conquistas, al considerarse herederos de sangre de los godos.
El término parecería asimismo confuso, más aún considerando el hecho de que tras el derrumbe del Califato (a comienzos del siglo XI), los reinos cristianos optaron por una política de dominio tributario -parias- sobre las Taifas en lugar de por una clara expansión hacia el sur; o las pugnas entre las diferentes coronas –y sus luchas dinásticas-, que solo alcanzaron acuerdos de colaboración contra los musulmanes en momentos puntuales.
Sin embargo, la temprana reacción en la cornisa cantábrica en contra del Islam (recordemos que Don Pelayo rechazó a los sarracenos en Covadonga apenas siete años después de que atravesaran el estrecho de Gibraltar), e incluso su rechazo del territorio actualmente francés después de la Batalla de Poitiers del año 732, pueden sustentar la idea de que la Reconquista sigue casi inmediatamente a la conquista árabe.
Más aún, «gran parte de dicha cornisa cantábrica jamás llegó a ser conquistada»,lo cual viene a justificar la idea de que la conquista árabe y la reconquista cristiana, de muy diferente duración (muy corta la primera y sumamente larga la segunda), se superponen, por lo que podría considerarse como una sola etapa histórica, sobre todo si tenemos en cuenta que la batalla de Guadalete, la primera batalla por defender el reino visigodo en el año 711, marca el inicio de la invasión musulmana.
En el Siglo de Oro hubo poetas que definían y denominaban a los españoles como «godos» (como dijo Lope de Vega:
 «eah, sangre de los godos») y durante las guerras de independencia en América Latina, eran también así llamados por los patriotas americanos (de allí procede el uso que se le da en Canarias para referirse al español peninsular).
Es por ello, según los críticos del término, un concepto parcial, pues sólo transmite la visión cristiana y europea de este complejo proceso histórico, soslayando el punto de vista de los musulmanes andalusíes; por otro lado, en el lado cristiano puede decirse que existía conciencia de «reconquista».
Otros historiadores, como Ignacio Olagüe Videla en La Revolución islámica en Occidente (1974), consideran que la invasión militar árabe es un mito y sostienen que la creación de Al-Ándalus fue el resultado de la conversión de gran parte de la población hispana al Islam. Estas tesis han sido estudiadas por González Ferrín en su obra Historia General de Al-Andalus, en la que hablando de la Reconquista dice «que en verdad nunca existió»; igualmente plantea que Al-Andalus «constituye un eslabón insustituible de la historia europea».
La arqueología y los textos antiguos desmienten esta teoría, ya que si fue tan rápida la conquista de Al-Andalus, es imposible que los ciudadanos dominasen el idioma, la ciencia, el modo de vida y hasta los materiales propios de la cultura islámica.
En su España invertebrada, José Ortega y Gasset afirmaba que «Una reconquista de seis siglos no es una reconquista». Curiosamente, se usa normalmente el término «conquista de Granada» en lugar del de «reconquista de Granada». Aunque esto es referido a la conquista de la ciudad como un hecho aislado, pues en la historia de España se habla de la «Reconquista de Granada».
Algunos autores han propuesto con poco éxito el término alternativo de «conquista cristiana», sin las implicaciones ideológicas del término «reconquista».

Las consecuencias de la invasión árabe fueron.
  • 1).-Detuvo el desarrollo de las instituciones jurídicas  visigodas.
  • 2).-Va a provocar una diferencia política con el resto de Europa, ya que España no va tener feudalismo.
  • 3).- Caída de la cultura cristiana en la península ocupada por árabes.
  • 4).-La península ibérica quedo aislada de los grandes acontecimientos europeos como el Sacro Imperio Romano Germánico o las Cruzadas.
  • 5).-Convivencia entre cristianos  y musulmanes durante siglos trajo fuerte influencia cultural mutua tan fuerte que el rey Pedro I de Aragón firmaba en árabe y rey Sancho de Castilla, conde de Castilla tenia hábitos, vestía y hablaba como árabe.
  • 6).-Influencia en lenguaje árabe notoriamente en el castellano y sobreviven muchas palabras ejemplo Aduanas, alcalde, alguacil, etc.
  • 7).-Aporte de ciencia y arte árabe a España y Europa. Cuando los reyes de castilla reconquistaron ciudad de Toledo formaron allí una escuela traductores bajo dirección  de Arzobispo San Raimundo, con colaboradores cristianos, árabes y judíos tradujeron obras filosóficas y científicas que influirán fuertemente renacimiento en Europa.
  • 8).-La creación y consolidación de los reinos ibéricos, que posteriormente se convirtieron  en regiones históricas, con fuerte regionalismo o amor o apego de sus habitantes  a su región y a las cosas pertenecientes a ella.
El español primero tiene lealtad a su municipio, después a su región y por ultimo a España.

(ii).-La consolidación de los núcleos cristianos.

En año 711 se produjo en la península Ibérica la primera invasión de los musulmanes procedentes de África del Norte. Entraron por estrecho de Gibraltar (que precisamente debe su nombre actual a Tarik, general que desembarcó allí) y que el propio Roderic o Roderico (Don Rodrigo), uno de los últimos de los reyes visigodos, fue a rechazar, perdiendo la vida en la Batalla de Guadalete. Tarik fue llamado a Damasco, entonces capital del califato, para informar y nunca más volvió. Su lugar lo ocupó el gobernador Abdal-Aziz, comenzando el emirato independiente.
A partir de este momento empezaron una política de tratados con los nobles visigodos que les permitió controlar el resto de la península. En 716 Abdal-Aziz fue asesinado en Sevilla y se inició una crisis política tal que en los siguientes cuarenta años se sucedieron veinte gobernadores. En este año, 716, los árabes comenzaron a dirigir sus fuerzas hacia los Pirineos para tratar de entrar en el Reino Carolingio.
La veloz y contundente invasión norteafricana, además de por los factores que propiciaron la expansión mundial del Islam, se explica por las debilidades que afectaban al reino visigodo:

  • 1º.-El frágil e incompleto dominio que ejercía sobre el territorio peninsular –en 711 el rey Rodrigo se hallaba dirigiendo una campaña militar en el norte-.
  • 2º.-La división de sus élites, con enfrentamientos vinculados a la elección de los sucesores al trono de una Monarquía (electiva) no hereditaria.
  • 3º.-Una aristocracia terrateniente –de tardía conversión al catolicismo- superpuesta a una población, libre o servil, con condiciones vitales muy duras, entre la que latía un fuerte descontento. Muchos de ellos recibieron la conquista como una mejora de su situación.
  • 4º.-La decadencia de la actividad mercantil derivó en una minusvaloración de la población judía, que en gran medida la protagonizaba. También ellos pudieron ver una ventaja en la situación de las minorías hebreas amparada por la jurisdicción islámica.
Tras la invasión, la resistencia cristiana cristaliza en dos focos.

El foco asturiano y nacimiento reino de Asturias.

En el año 718 se sublevó un noble llamado Pelayo. Fracasó, fue hecho prisionero y enviado a Córdoba (los escritos usan la palabra «Córdoba», pero esto no implica que fuera la capital, ya que los árabes llamaban Córdoba a todo el califato).
Sin embargo, consiguió escapar y organizó una segunda revuelta en los montes de Asturias, que empezó con la batalla de Covadonga de 722. Esta batalla se considera el comienzo de la Reconquista.
La interpretación es discutida: mientras que en las crónicas cristianas aparece como «una gran victoria frente a los infieles, gracias a la ayuda de Dios», los cronistas árabes describen un enfrentamiento con un reducido grupo de cristianos, a los que tras vencer se desiste de perseguir al considerarlos inofensivos. Probablemente fuera una victoria cristiana sobre un pequeño contingente de exploración. La realidad es que esta victoria de Covadonga, por pequeñas que fueran las fuerzas contendientes, tuvo una importancia tal que polarizó en torno a Don Pelayo un foco de independencia del poder musulmán, lo cual le permitió mantenerse independiente e ir incorporando nuevas tierras a sus dominios.
En cualquier caso, los árabes desistieron de controlar la zona más septentrional de la península, dado que en su opinión, dominar una región montañosa de limitados recursos e inviernos extremos no valía la pena el esfuerzo. Los cristianos de la zona no representaban un peligro, y controlar el extremo más alejado supondría más costes que beneficios. De todas formas, la sorprendente expansión del minúsculo Estado pronto preocupó a las autoridades califales. Hubo sucesivas incursiones (en tiempos de Alfonso II, se hizo una cada año en territorio asturiano), pero el reino sobrevivió y se siguió expandiendo, con sonoras victorias, como la batalla de Lutos, Polvoraria y la toma de Lisboa en 798.
El reino de Asturias era inicialmente de carácter astur y fue sometido en sus últimas décadas a una sucesiva gotificación debida a los inmigrantes de cultura hispano goda huido al reino cristiano del norte.
 Asimismo, fue un referente para parte del espacio cultural europeo con la batalla contra el adopcionismo. El reino estuvo por épocas muy vinculado al de los francos, sobre todo a raíz del «descubrimiento» del supuesto sepulcro del apóstol Santiago. Esta idea «propagandista» consiguió vincular a la Europa cristiana con el pequeño reino del norte, frente a un sur islamizado.
Los reyes de Asturias trataron de reestablecer las instituciones civiles y eclesiásticas visigodas. Se esforzó rehacer y confirmar la tradición de la vieja monarquía visigoda de Toledo. Se consideraban herederos de reyes visigodos.
El Reino de Asturias tuvo varias escisiones territoriales. La primera a la muerte del rey Alfonso III el Magno, que repartió sus dominios entre tres de sus cinco hijos: García, Ordoño y Fruela. Estos dominios incluían, además de reino de Asturias, el condado de León, el condado de Castilla, el de Galicia, la marca de Álava y la de Portugal (que entonces era sólo la frontera sur de Galicia).
Rey García se quedó León, Álava y Castilla, fundando el Reino de León. (La capital de la monarquía se trasladó ciudad de león toando nombre reino de león.)
Rey Ordoño se quedó Galicia y Portugal, y rey Fruela se quedó Asturias.
Posteriormente reino de Asturias, de Galicia se unieron con reino de León.

Cultura y sociedad.

El reino tenía una economía de subsistencia puramente agrícola y ganadera, eminentemente rural, con Oviedo como único núcleo urbano en la actual Asturias. Sin embargo, había una serie de ciudades importantes en las demás partes del reino, como Braga, Lugo, Astorga, León, Zamora. La sociedad, de tipo igualitario en un primer momento, se va feudalizando progresivamente, sobre todo con la llegada de población mozárabe de cultura visigoda. Paradójicamente, esta población va cristianizando el reino, que inicialmente se asentaba en una zona con muchos elementos culturales paganos (la iglesia de Santa Cruz, en Cangas de Onís, primer vestigio arquitectónico, se construye sobre un dolmen).
Pese a que tradicionalmente se consideró que la actividad cultural era muy escasa, el trabajo de Beato, el acróstico dedicado a Silo, las construcciones prerrománicas, etc., hacen que este punto de vista esté cambiando.
La organización territorial estaba ligada a comtes, que estaban al mando de las partes más alejadas, estando el núcleo inicial astur bajo mandato directo del rey. La estructura de la corte, el oficio palatino, era mucho más simple que el de los visigodos.
El reino de Asturias empleó la representación de la Cruz de la Victoria como símbolo protector en Iglesias y fundaciones públicas y también en construcciones militares, como la fortaleza de Alfonso III en Oviedo, constituyéndose así en emblema del reino.

El foco pirenaico: formación de los reinos pirenaicos.

Se originó a partir de la resistencia carolingia (el caudillo franco Carlos Martel había rechazado la invasión musulmana de Aquitania en la Batalla de Poitiers en 732). Posteriormente su sucesor, Carlomagno, creó la Marca Hispánica (frontera militar del sur), que dio origen a otros focos cristianos en la península: el Reino de Pamplona, los condados catalanes, la corona de Aragón, Sobrarbe y el condado de Ribagorza.

Reino de Navarra.

El Reino de Pamplona, posteriormente llamado Reino de Navarra, tuvo como origen la propia familia gobernante, que había pactado con los muladíes de Tudela, la familia Banu Qasi. Su primer rey fue Íñigo Arista. A principios del siglo X, la familia Jimena sustituye a la Arista y el primer rey es Sancho Garcés I, que tiene un gran éxito militar. Navarra llegó a controlar lo que actualmente es Navarra (su origen) y lo que en la actualidad es el País Vasco y a unir dinásticamente los condados de Castilla, dependiente de León pero muy autónomo, y Aragón, Sobrarbe y Ribagorza en los Pirineos en tiempos de Sancho el Mayor, después de haberse vuelto una dinastía hereditaria por el conde Aznar Galíndez. A su muerte dividió en tres su reino: Navarra, aislada y descolgada de la Reconquista; Castilla, para su hijo Fernando I, y Aragón, para su hijo Ramiro I.

Marca Hispánica.

El territorio situado entre el oriente de Navarra y el mar se dividió en condados sometidos a los francos. Los condados catalanes fueron divisiones de la zona occidental Marca Hispánica y los condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza ocupaban la zona intermedia. Fue una zona de contención militar que tomaron los francos para frenar las incursiones sarracenas. Si bien la intención inicial de éstos era llevar las fronteras hasta el Ebro, la Marca quedó delimitada por los Pirineos en el norte y por el Llobregat en el Sur. Con el tiempo se independizó del dominio franco con condes como Wifredo el Velloso y Aznar Galíndez.
En la zona de los condados catalanes, el Condado de Barcelona se convirtió muy pronto en el condado dominante de la zona. Con el tiempo, tras la unión dinástica entre el Condado y el Reino de Aragón que daría origen a la Corona de Aragón, los dominios de esta corona se extendieron hacia el sur y el Mediterráneo.

Aragón.

El Reino de Aragón tiene su origen en un condado también dependiente de esta marca, que sería anexionado por uniones dinásticas por Navarra. Tras la muerte de Sancho III de Navarra, su reino fue dividido, nombrándose a su hijo Ramiro rey de Aragón. La muerte de un hermano suyo, Gonzalo, hizo que Ramiro I uniera a los condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza en el nuevo reino. Poco después, llegó a anexionarse Navarra, aunque tras la muerte de Alfonso I el Batallador la unión se deshizo. Por esa época, tras una dura lucha con las taifas de Zaragoza, el Reino aragonés llegó al Ebro, conquistando la capital en 1118.
Más tarde se produciría la unión dinástica, con el matrimonio de Petronila (hija única del rey de Aragón) y Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, lo que conformó la Corona de Aragón, que agrupaba al Reino y a los Condados, si bien cada territorio mantuvo sus usos y costumbres consuetudinarios.
La Corona acabaría por unificar con el tiempo lo que hoy es Cataluña, arrebatando a los árabes el resto de Cataluña, la Cataluña Nueva, y anexionándose los restantes territorios, aunque hay que destacar que los diversos condados siguieron disfrutando de cierta autonomía.

(iii).-El avance cristiano.

El avance de los reinos cristianos en la Península Ibérica fue un proceso lento, discontinuo y complejo en el que se alternaron períodos de expansión con otros de estabilización de fronteras y en el que muchas veces diferentes reinos o núcleos cristianos siguieron también ritmos de expansión distintos, a la vez que se remodelaban internamente a lo largo del tiempo (con uniones, divisiones y reagrupaciones territoriales de signo dinástico) y a la vez que, también, cambiaba internamente la forma y fuerza del poder musulmán peninsular al que se enfrentaban (que experimentó diversas fases de poder centralizado y períodos de disgregación).
Asimismo la expansión conquistadora estuvo salpicada de continuos conflictos y cambiantes pactos entre reinos cristianos, negociaciones y acuerdos con poderes regionales musulmanes y, puntualmente, alianzas cristianas más amplias contra aquellos como la que se dio en la Batalla de Simancas (939), que aseguró el control cristiano del Valle del Duero y del Tormes; o la más sonada (por su excepcionalidad) y de más amplios vuelos en la Batalla de las Navas de Tolosa en 1212, que supuso el principio del fin de la presencia almohade en la Península Ibérica.
El estudio de tan dilatado y complejo proceso pasa por el establecimiento de diferentes fases en las que los historiadores han establecido perfiles diferenciados en los ritmos y características de conquista, ocupación y repoblación.

Nacimiento del condado y después reino de Castilla.

La primera mención de Castilla fue el 15 de septiembre del año 800, en un documento apócrifo del hoy desaparecido monasterio de San Emeterio de Taranco de Mena, situado en el valle de Mena, en el norte de la actual provincia de Burgos.
 El nombre de Castilla aparece en el documento notarial por el que el abad Vitulo donaba unos terrenos. En ese documento aparece escrito «Bardulia quae nunc vocatur Castella» (Bardulia que ahora es llamada Castilla). También hay que tener en cuenta la antiquísima documentación del obispado de Valpuesta, monasterio de la provincia de Burgos (804-1087), donde en sus viejos cartularios comienzan a redactarse palabras en el naciente romance castellano (futuro idioma castellano o español).
La creencia popular dice que el nombre de Castilla proviene de la gran cantidad de castillos o fortalezas que había en estas tierras; sin embargo, el nombre puede tener otro origen.
Años más tarde se consolidaría como entidad política autónoma, aunque permaneciendo como condado vasallo del Reino de León. Esta tierra estaba habitada mayoritariamente por habitantes de origen cántabro y vasco con un dialecto romance propio, el castellano.
En el año 960 el condado de Castilla se independizó de facto de León con el conde Fernán González, siendo el primer rey de Castilla Fernando I.
En el año 1037 muere Bermudo III, rey de León, en la batalla de Tamarón, mientras luchaba contra su cuñado, Fernando I. Al morir en 1037 sin descendencia Bermudo III, su cuñado consideró que era el sucesor y, por lo tanto, pasó a regir ambos reinos, si bien actualmente diversos autores rebaten que Fernando I creara el reino de Castilla. En el año 1054 Fernando I luchó contra su hermano, García Sánchez III de Nájera, rey de Navarra, en la Batalla de Atapuerca, muriendo también el monarca navarro y anexionándose entre otras la comarca de los montes de Oca, cerca de la ciudad de Burgos.
A la muerte de Fernando I, ocurrida en 1065, los reinos son repartidos entre sus hijos, siendo para Sancho II el de Castilla y para Alfonso VI el de León. Sancho II es asesinado en 1072 y su hermano accede al trono de Castilla (siglos después los románticos inventaron el famoso juramento que tomó El Cid a Alfonso VI en Santa Gadea de Burgos, basado en la inocencia o no del Monarca Leonés acerca del asesinato de su hermano). El que la misma persona rigiera en ambos reinos es un hecho que se mantendría durante varias generaciones.
A su muerte le sucedió en el trono su hija, Urraca.
 Esta se casó, en segundas nupcias, con Alfonso I de Aragón, pero al no lograr regir ambos reinos, y debido a los grandes enfrentamientos de clases entre ellos, Alfonso I repudió a Urraca en 1114, lo que agudizó los enfrentamientos. Si bien el papa Pascual II anuló el matrimonio anteriormente, ellos siguieron juntos hasta esa fecha. Urraca también tuvo que enfrentarse a su hijo, Rey de Galicia, para hacer valer sus derechos sobre ese reino, y a su muerte el mismo hijo le sucede como Alfonso VII, fruto de su primer matrimonio.
Alfonso VII consiguió anexionarse tierras de los reinos de Navarra y Aragón (debido a la debilidad de estos reinos causados por su secesión a la muerte de Alfonso I de Aragón). Renuncia a su derecho a la conquista de la costa mediterránea a favor de la nueva unión de Aragón con el Condado de Barcelona (Petronila y Ramón Berenguer IV).
En su testamento vuelve a la tradición real de distintos monarcas para cada reino. Fernando II será rey de León, y Sancho III, rey de Castilla
En 1217 Fernando III el Santo recibió de su madre Berenguela el Reino de Castilla y de su padre Alfonso IX en 1230 el de León. Asimismo, aprovechó el declive del imperio almohade para conquistar el valle del Guadalquivir mientras que su hijo Alfonso tomaba el Reino de Murcia. Las Cortes de León y Castilla se fundieron, momento el que se considera que surge la Corona de Castilla, formada por los reinos de Castilla, León, Toledo y el resto de reinos taifas y señoríos conquistados a los árabes. Estos reinos conservaron instituciones y legislación diferenciadas.
Por ejemplo, en los reinos de Galicia, León y Toledo se aplicaba un derecho de raíz romano-visigótica, diferente a la legislación basada principalmente en la costumbre que existía en el Reino de Castilla.

Siglos VIII-X.

 Completada la conquista en apenas un lustro (711-716), al margen sólo queda una estrecha franja montañosa en el Norte. Su principal esfuerzo hasta el siglo X irá dirigido a consolidar nuevas estructuras político-institucionales sobre unas realidades socio-económicas en transformación (el asentamiento masivo de población huida del avance musulmán), configurando las bases del feudalismo en la Península.
Al Oeste se afianzó el reino asturiano, extendiéndose entre Galicia, el Duero y el Nervión. Al Este marca defensiva  carolingia germinará en diferentes núcleos cristianos pirenaicos. Su precaria situación quedará demostrada durante el reinado de Abd al-Rahman III (912-961), cuando reconozcan la soberanía del Califato, convirtiéndose en Estados tributarios.

Siglos XI-XII.

 La disgregación del Califato (Taifas) facilitará un lento avance cristiano por la Meseta norte y el valle del Ebro, consolidándose institucionalmente los reinos. Ello será financiado con las imposiciones tributarias (Parias) a que sometieron a los reinos musulmanes, convirtiéndolos virtualmente en protectorados. Es un período de europeización, con la apertura a las corrientes culturales continentales (Cluny, Cister) y la aceptación de la supremacía religiosa de Roma.
El avance castellano-leonés (Toledo, 1085) provocó sucesivas invasiones norteafricanas –Almorávides y Almohades- que evitaron el colapso de la España musulmana. La repoblación entre el Duero y el Tajo se sustenta en colonos libres y concejos con amplia autonomía (fueros), mientras que en el Ebro los señoríos cristianos explotarán a la población agrícola musulmana.

Siglos XIII-XIV.

La alianza entre los reinos cristianos (Navas de Tolosa, 1212) logra el definitivo derrumbe del Al-Andalus, conquistando con gran celeridad el sur peninsular (salvo Granada). Una expansión protagonizada por las coronas de Castilla y Aragón generará determinados problemas: la absorción de un enorme volumen territorial y poblacional. En Andalucía y Murcia, la imposición de grandes señoríos –nobles guerreros y órdenes militares- y la expulsión de las poblaciones autóctonas –agrícolas y artesanas- derivará en la decadencia económica del territorio.
En Valencia y Alicante, los señoríos cristianos, de menor extensión, se superpondrán a una población musulmana que mantendrá la prosperidad económica. Problemas solapados con la crisis económica del siglo XIV y las guerras civiles que desangraron a los reinos de la España bajomedieval. De esta forma se consolida España como la nación que por excelencia resistió y contuvo los ataques musulmanes en Occidente, siendo el Reino de Hungría el guardián de Europa en el Este ante la llegada de los turcos.

Siglo XV.

 La supervivencia del reino nazarí de Granada responde a varias razones: su condición de vasallo del rey castellano, su conveniencia para éste como refugio de población musulmana, el carácter montañoso del reino (complementado con una consistente red de fortalezas fronterizas), el apoyo norteafricano, la crisis castellana bajo medieval y la indiferencia aragonesa (Ocupada en su expansión mediterránea).
Además, la homogeneidad cultural y religiosa (sin población mozárabe) proporcionó al Estado granadino una fuerte cohesión. Su desaparición a finales del siglo XV –además de por sus interminables luchas dinásticas- se ensarta en el contexto de la construcción de un Estado moderno llevado a cabo por los Reyes Católicos a través de la unificación territorial y el reforzamiento de la soberanía de la Corona.

(iv).-La repoblación.

En paralelo al avance militar se produjo un proceso de colonización, con el asentamiento de población cristiana. Repoblación que varió en sus características según el ritmo y modelo de la conquista y el volumen de la población musulmana preexistente.
Definición.
La repoblación consiste en volver a poblar las zonas cristianas ahora ocupadas por el Islam, es decir volver a hacer territorio cristiano los actuales territorios musulmanes.
Según Escudero “la repoblación consiste en la retención efectiva en manos cristianas de los territorios ganados por las armas a los musulmanes, mediante el establecimiento permanente de grupos de personas que se instalan en ellos, asumiendo así una importante función económica, que al mismo tiempo garantiza la firmeza de los avances cristianos. De esta forma se hace avanzar la frontera cada vez más hacia el sur”.
La repoblación es distinta dependiendo de las zonas. Algunas zonas son verdaderos desiertos, como la franja del Duero y son fáciles de repoblar. Otras, como la franja del Tajo, están más pobladas, lo que dificulta la reconquista. La gran población de la zona del Tajo se debe a que es donde los musulmanes están arraigados. La zona del Guadalquivir está aun más poblada.

Geografía de la Repoblación.

1º.-Entre el Duero y el Sistema Central.

El rey atribuye durante los siglos VIII y XI tierras deshabitadas a colonos, poblándose el norte de Castilla con hombres libres (cultura de frontera). Entre los siglos XI y XII se realizó a través de concejos municipales –mediante cartas aforadas-, caso de Salamanca, Ávila  Cuéllar, Arévalo, Soria y Sepúlveda.

2º.-El valle del Tajo y la Taifa de Toledo.

Ante la escasez de colonos se mantendrá la población autóctona (no eran tierras yermas), repartiéndose el territorio entre extensas alfoces dotadas de amplios privilegios: Talavera, Madrid, Guadalajara y Alcalá de Henares.
En Toledo cada comunidad (judíos, musulmanes, mozárabes y castellanos) contará con estatuto jurídico particular; pero tras la invasión almorávide se expulsó a los musulmanes, castellanizándose el reino. Se restablece la sede arzobispal toledana, enriqueciéndose con las propiedades de las mezquitas.

3º.-El valle del Ebro.

Durante la primera mitad del siglo XII, los grandes núcleos urbanos como Tudela, Zaragoza y Tortosa mantienen la población musulmana, al tiempo que entran en el territorio oleadas de mozárabes, francos y catalanes que se establecen siguiendo el sistema del repartimiento, ocupando las casas abandonadas.

4º.-Las Órdenes Militares.

 Entre finales del siglo XII y principios del XIII, en las cuencas del Guadiana medio y del Turia, el rey concede a las Órdenes grandes señoríos, principalmente en Extremadura y La Mancha.
Alrededor de sus castillos se asientan poblaciones campesinas con libertades muy recortadas, no configurándose concejos de relevancia.

Los tipos de repoblación.

  • A.-La Oficial, dirigida directamente, y a veces en persona, por el rey.
  • B.-La Señorial, dio lugar a la formación de grandes dominios señoriales.
  • C.-La Privada, hombres libres que se asentaron en las tierras sin dueño.
  • D.-La Concejil, dirigida por los concejos.
  • E.-La de la Órdenes Militares.

  • A).Oficial por rey.

Dirigida por el monarca o sus condes, pero siempre de manera oficial, es decir aprobada por el rey. En ella se ofrecen tierras y privilegios fiscales, sociales y penales. Estos privilegios se otorgaban a través de un documento jurídico conocido como carta de población. En ella se recogían los privilegios otorgados y un breve estatuto jurídico de la zona que se iba a repoblar.
  • B) Privada.
Los cristianos van a la aventura a tierras que no están pobladas y las controlan. Si tienen éxito suelen ser oficializadas.
  • C) Los concejiles o municipios.
Los concejos entregan tierras pertenecientes al término municipal a los repobladores. Las elementales cartas de población dan paso a fueros más amplios. Los funcionarios concejiles son los que reparten las tierras.
  • D).-Las órdenes militares.
Las zonas del sur eran las más difíciles de repoblar, por lo cual son las órdenes militares las que llevan a cabo su repoblación. Las órdenes militares surgen debido a Las Cruzadas, para la defensa de los santos lugares (Orden de Calatrava, Orden de Santiago, Orden de Alcántara, Orden de los Teutones, Orden de los Templarios,...).
Los reyes las favorecían porque defendían la cristiandad contra los infieles. Las zonas más conflictivas de la frontera con las Hispania musulmana fueron repobladas por las órdenes militares. Al igual que n la repoblación oficial, a los repobladores se les concedía un fuero y privilegios.

Repartimiento de Andalucía.

La repoblación en Andalucía era muy distinta.

Durante el siglo XIII se realiza mediante donadíos (grandes extensiones concedidas a los nobles) y heredamientos (medianas y pequeñas parcelas entregadas a los colonos). La población musulmana permaneció hasta la sublevación mudéjar de 1265 y su posterior expulsión.
Había que repoblar grandes estructuras urbanas, muy pobladas y ricas. El repartimiento consistía en un conjunto de operaciones de partición de heredades, fincas, casas urbanas, mansiones rurales, recogidas en los libros de repartimiento. A los repobladores se les exige permanecer en la tierra repoblada, ya que de no hacerlo perderían sus derechos sobre ella. Las repoblaciones en el sur suelen ser procesos de larga duración.
Los espacios peninsulares quedaron estructurados eminentemente por los grandes dominios de los señores.
En los espacios territoriales cristianos se fijaría una característica amalgama étnica, cultural y jurídica.

Los instrumentos jurídicos de la colonización.

La Presura, confería a cualquier hombre libre la posibilidad de convertirse en propietario de tanta tierra yerma y despoblada como pudiera poner en cultivo, tras la confirmación real.
El Repartimiento, en aquellas zonas en que los pobladores cristianos ocupaban terrenos y ciudades en los que había población musulmana.
Las Capitulaciones, allí donde se pretendía conservar la población musulmana. En las tierras que pasaban a dominación y gobierno cristiano, pero en las que los musulmanes conservaban su religión, cultura y derecho.

 (v).-La creación y desarrollo de los reinos españoles.

La edad media España comprende la conquista musulmana de España y la reconquista y la formación y desarrollo de reinos y principados cristianos en la península Ibérica.
Durante esta época medieval nacieron y desarrollaron los reinos españoles de Navarra, Portugal, León, Castilla, Aragón, Valencia, Navarra y Portugal. El condado de Barcelona (Cataluña), y los señoríos vascos.
Los reinos de Castilla y León se unieron y formaron la corona de Castilla.
El reino de Aragón se unió con Cataluña, y Valencia, formando la corona de Aragón.
Solamente los reinos de Portugal y Navarra quedaron al margen de unificación política.
Con los Reyes Católicos, se reunificaron las coronas de Castilla y de Aragón, tiene lugar la reconquista con la rendición de Granada, que es anexada a corona de Castilla.
Con esta conquista se pone fin a reconquista española y nace la Monarquía Española.

La conquista de reino Granada.

Los Reyes Católicos acabaron la reconquista de España el 2 de enero de 1492, tomando Granada, donde se realiza una festividad el 2 de enero de todos los años. Ese mismo año, el 1492, expulsaron al rey Boabdil, de la dinastía Nazarí, con la toma de Granada. La tolerancia religiosa que había hasta entonces dejó de serlo con la expulsión de los judíos en 1492. Acabó del todo un siglo después, con la expulsión de los moriscos.




ANEXO



REINAS SOBERANAS



Sancha Alfónsez.


Estatua en el exterior del Palacio Real de Madrid

Sancha Alfónsez. ?, c. 1018 – León, 8.XI.1067. Reina de Castilla y León.

Biografía

Hija segunda de los reyes de León Alfonso V y su esposa Elvira, pronto se quedó sin madre y la encomendaron a una nodriza gallega, llamada Fronilde, como consta en un documento de Alfonso V, fechado el 30 de diciembre de 1020, por el que acota para Fronilde, en recompensa a estos servicios, el monasterio gallego de San Esteban de Piavela. Documentalmente, pocas más noticias se conocen de su adolescencia y juventud hasta su matrimonio, aunque debe suponerse que pasó la mayor parte de este tiempo como domina o abadesa seglar del monasterio de San Juan y San Pelayo de la ciudad de León, disfrutando y gobernando el Infantado, poderosa institución, dote de las princesas solteras leonesas, consistente en multitud de monasterios, lugares y súbditos repartidos por todo el Reino. Así aparece en un documento de 1043, donde se señala que Sancha había sido “abbatissa” en el monasterio de San Juan y San Pelayo, y la misma Reina lo confiesa en documento solemne de 1063.

En 1028, moría atravesado por una flecha en el cerco de Viseo, el rey de León Alfonso V. Dejaba dos hijos, un varón de once años, que ceñía la Corona con el nombre de Vermudo III, y Sancha, un año o dos más joven, y fue ahora cuando esta infanta empezó a sonar en la historia. Castilla, condado independiente, comenzó a ser gobernado, en 1017, por otro jovencito, García Sánchez, cuando apenas habría sobrepasado los siete años. Alfonso V de León pretendió ensanchar su reino a costa del oeste de Castilla y las mismas pretensiones alentaba Sancho III el Mayor de Navarra, por el Este. León, en la minoría de Vermudo III, ya no era un peligro. Sí lo era, en cambio, el Rey de Navarra con gran poderío e ideas expansionistas que, además, aspiraba a la tutoría del conde García de Castilla en razón de que la esposa del navarro, Munia, era la hermana mayor del conde castellano. En esta coyuntura, Castilla buscó la ayuda de los leoneses, proponiendo el matrimonio de su conde con Sancha, la hermana del monarca leonés, pedían también que el conde recibiese el título de Rey. A ambas peticiones accedieron los leoneses: al matrimonio, porque era garantía, también para León, contra las amenazas del Rey de Pamplona, y a la pretensión de título real, porque León, en su categoría de imperio, necesitaba reinos feudatarios para sostener su idea imperial.

El conde-infante preparó un viaje a León para conocer a su prometida. Le acompañaba una lucida escolta. También se ofreció para asistirle, su cuñado el Rey de Navarra. El ejército navarro acampó en las afueras de la ciudad imperial, se dice que en Sahagún, bien distanciado del castellano. El conde hizo situar a los suyos en el cercano arrabal de Trobajo, y él solo, sin escolta, se dirigió al monasterio de San Juan y San Pelayo (hoy de San Isidoro), donde se alojaba Sancha. Según el relato transmitido por las crónicas, y mantenido por la tradición, se encontraron a las puertas del monasterio, y allí le asesinaron, en los brazos de su novia, los hijos del conde Vela, familia huída de Castilla.

Rodrigo Vela fue quien le asestó el golpe mortal, que, a su vez, había sido el padrino de bautismo del conde. Era el 13 de mayo de 1029. Los castellanos recogieron el cadáver de su señor, asesinado a los trece años, y lo llevaron a enterrar al Monasterio de Oña.

La infanta Sancha, de quien dicen las crónicas que fue “antes viuda que casada” y que, “medio muerta, mezclaba, con lúgubre llanto, sus lágrimas con la sangre del infante muerto, clamando que también a ella la habían asesinado”, hizo erigir en el Panteón Real de León, situado a los pies de la iglesia del Monasterio de su residencia, un cenotafio con la esgrafía del conde, de cuerpo entero, bello y joven, acompañado de la inscripción funeraria que todavía se puede leer:
“H[ic] R[equiescit] Infans Domns Garsia, qui venit in Legionem, ut acciperet Regnum, et interfectus est a filiis Velae comitis”. 
El 15 de noviembre y el 30 de diciembre de 1028, se encuentra, por primera vez, a la infanta Sancha suscribiendo diplomas con su hermano Vermudo III.

El infante García había muerto sin sucesión y el rey de Navarra, Sancho Garcés III, se adjudicó el condado de Castilla, alegando que su esposa Munia era la hermana mayor del conde fallecido. Muy pronto, Sancho entregó el condado castellano a su hijo segundogénito, Fernando, aunque reservándose para sí el gobierno. Sancho había conseguido en León la adhesión de un grupo de condes, que formaban el “partido navarro”, y logró, con su ayuda, casar a Fernando con Sancha, la hermana del rey leonés, anteriormente prometida del conde García. Se celebró la boda en 1032, año en el que Fernando contaría unos once años. La novia recibía como dote, real o aparente, las tierras entre los ríos Cea y Pisuerga, de tiempo atrás controvertidas entre León, Castilla y ahora también Navarra.

De los primeros años del gobierno de Fernando y Sancha en Castilla no hay documentación fiable, aunque sí consta que estuvo siempre dirigido por Sancho el Mayor. Murió éste en 1035, y es a partir de esa fecha, cuando el conde Fernando tomó el título de rey de Castilla. Poco tiempo iban a durar la paz y la bonanza entre los Reinos de Castilla y León. La muerte del Rey de Navarra había devuelto a Vermudo III el reinado sobre León, pero este joven rey deseaba recuperar las tierras orientales del reino que, tan contra su voluntad, se adjudicaban como dote de su hermana Sancha, y declaró la guerra a su cuñado Fernando de Castilla. Éste pidió ayuda a su hermano García, rey de Navarra. A comienzos de septiembre de 1037 se trabó la batalla entre ambos ejércitos en el valle de Tamarón, y en el trance murió alanceado el Rey leonés, Vermudo, que fue sepultado en el cementerio real de la capital de su reino. No dejaba sucesión y con él desaparecía del Reino de León la dinastía asturiana. Fernando, vencedor, reclamó para sí la Corona leonesa, ya que todos los derechos sucesorios recaían sobre su esposa Sancha, única heredera legítima. Los condes leoneses se opusieron a las pretensiones de Fernando y, únicamente, por la intervención de Sancha, a quien en León siempre se la quiso y se la respetó, abrieron las puertas de la capital a Fernando y a los Ejércitos castellanos. Por fin, el 22 de junio de 1038, Fernando era ungido rey de León en la Catedral de Santa María. El día anterior (miércoles, 21 de junio de 1038), ambos reyes, Fernando y Sancha, que se intitulaban reyes de Castilla y de León, suscribieron un diploma de donación, en sí intrascendente, pero de notable importancia histórica por el gran número de confirmaciones y roboraciones de magnates castellanos y leoneses y las tres últimas líneas del documento: 

“Istum testamentum rouorauerunt quando ego rex domno Fredinando in Legione introibi et ordinacione acepi; cum cuncti uiri Castelli et Legionensis hic fuerunt in uno, rouorauerunt et confirmauerunt”.

Durante los primeros dieciséis años del reinado, Fernando y Sancha hubieron de emplearse en pacificar el Reino de León, someter a los condes rebeldes y reorganizar la Iglesia. No les fue posible, dicen las crónicas, emprender acciones en las fronteras contra los moros, amenazados, además, como estaban por el hermano de Fernando, García, rey de Pamplona. A lo largo de los años de 1033 y 1042, la reina Sancha fue dando a luz a sus cinco hijos, por este orden: la primera, Urraca, en Castilla, los cuatro siguientes en León: Sancho, Elvira, Alfonso y García. Todos le sobrevivieron y los cinco alcanzaron el título de rey.

A través de los diplomas se puede documentar los itinerarios de ambos reyes en esta primera etapa. Las crónicas sólo dicen que fueron tiempos de grandes promesas pero de escasa eficacia. Se puede comprobar que durante estos años Fernando y Sancha, acompañados, a veces, de toda su familia visitaron rincones muy apartados de León, Castilla, Galicia y Asturias. Recorrían los territorios de sus reinos siempre juntos, en nombre de ambos se redactaban los documentos y juntos los roboraban. Los motivos de estos desplazamientos eran muy variados: peregrinación a monasterios y santuarios, reunión de juntas, corrección de desmanes, implantación y dispensación de justicia.

Todo iba a cambiar en el Reino de León. El rey de Navarra, García, venía intrigando e incomodando a su hermano Fernando, el monarca leonés. Después de varios intentos de apaciguamiento por parte de éste, los ejércitos de uno y otro trabaron batalla en el valle burgalés de Atapuerca el 1 de septiembre de 1054, en ella pereció García, a pesar de la petición de la reina Sancha para que se respetase la vida de su cuñado. Fernando quedó libre para emprender acciones bélicas contra los islamitas. Comenzó, con la ayuda de su esposa Sancha, por asegurar la paz de sus reinos y la reforma de sus iglesias. En la primavera de 1055, convocaron el célebre concilio de Coyanza, a las orillas del río Esla (hoy Valencia de Don Juan). En ese mismo año emprendieron las campañas de Portugal, diez años de lucha constante, todos los que le quedaban de vida al rey Fernando, durante los cuales fue sometiendo a las taifas de España, haciendo feudatarios a sus Reyes y obligándoles a pagar fuertes tributos. Sucesivamente, fueron cayendo las ciudades de Lamego y Viseo, para culminar con la toma de Coimbra en 1064. Hubo expediciones contra Toledo, Badajoz y Mérida, logrando los leoneses y castellanos siempre la victoria, haciendo tributarios a los reyes moros.

Entre tanto, según las crónicas, la reina Sancha se prodigaba en la Corte atendiendo a iglesias y monasterios. Afirman que Fernando no sólo obtuvo el Reino de León por su esposa Sancha, sino que también le ayudó a gobernarlo, distinguiéndose siempre por su prudencia —spiraculum prudencie, le llamaba su marido— y perspicacia en las complicaciones de la guerra. Lucas de Tuy llega a decir que, mientras el rey Fernando combatía a los moros en todos los frentes, la reina Sancha procuraba caballos y armas y cuantos pertrechos eran necesarios para la guerra. Aparece siempre al lado de su esposo, a veces, en el mismo frente de guerra, y supo convertirlo en un auténtico leonés, que olvidando éste los monasterios de Castilla, que había elegido para sepultura de su cuerpo, adoptase el cementerio de San Juan y San Pelayo de León; con este motivo los reyes Fernando y Sancha construyeron de piedra el templo de estos santos titulares, derruyendo el anterior que Alfonso V había levantado de tapiales, después de la destrucción de Almanzor, y con él introdujeron el arte románico en el reino.

En la expedición a Mérida, le salió al encuentro al- Mu‘tađid, taifa sevillano, rogando al rey Fernando que no le despojase del reino, comprometiéndose a pagarle un crecido tributo. Fernando le exigió, además, la entrega de un cuerpo santo. A recogerlo envió a Sevilla una lucida embajada, que llegó a León, en el otoño de 1063, con los restos mortales del doctor de las Españas, san Isidoro, para engrandecer el nuevo templo que los reyes acababan de construir en la Corte. Se prepararon grandes fiestas, con asistencia de obispos, abades y nobles. El 21 de diciembre consagraron el templo y el 22 celebraron la fiesta de la traslación de san Isidoro. Hubo banquete fastuoso y fabulosa donación de monasterios, villas y joyas al templo, algunas de ellas todavía permanecen en la Real Colegiata de San Isidoro y forman el conocido como “Tesoro de León”. Aprovecharon, también, las fiestas para celebrar Cortes y repartir entre sus cinco hijos los Reinos: Castilla para Sancho, León para Alfonso, Galicia para García, Zamora para Urraca, Toro para Elvira.

Clausurada la asamblea, Fernando se dispuso a conquistar Coimbra y toda la Corte peregrinó a Compostela a impetrar la protección del Apóstol. Después de seis meses de asedio, capituló la capital del Mondego el 9 de julio de 1064. En 1065, Fernando se propuso la conquista de Valencia y trazar una línea del Atlántico al Mediterráneo, cerrando el avance de los reinos del Norte hacia el Sur, quedando él de árbitro en toda la España musulmana. Comenzó castigando a su súbdito, el taifa de Zaragoza al-Muqtadir, que se había negado a pagar las parias a que se había obligado.

Avanzó hacia Valencia y, ya a punto de conquistar la ciudad, hubo Fernando de volver precipitadamente a León, aquejado de una gravísima enfermedad. Llegó a la Corte el 24 de noviembre, ya agonizante, y fallecía el día 27 de 1065. Lo inhumaron en el Panteón Real que él y su esposa habían inaugurado dos años antes. Sancha se retiró a un monasterio, sin duda, al cabeza del Infantado, donde había sido abadesa en su adolescencia. Hizo colocar en el cementerio de la iglesia una lápida con los acontecimientos más sobresalientes de la vida de su esposo y la concluye con estas palabras: “Sancia Regina Deo dicata peregit”. Otros dos años después, el 8 de noviembre de 1067, dejaba este mundo su esposa Sancha. La enterraron junto a su esposo. En el cobertor de su sepulcro le dieron el título de “reina de toda España”. En un documento de Arlanza se la intitula, por primera vez en nuestra historia, como “regina imperatrice”.

Bibliografía

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Urraca I de León.





Urraca de León. ¿León?, 1081 – Saldaña (Palencia), 8.III.1126. Reina de León y reina de Castilla.

Biografía

Reina, y no reina consorte, sino una de las pocas mujeres que, a lo largo de la historia de España, ejerció la plenitud del poder real. Su actuación política fue juzgada por los clérigos contemporáneos, y transmitida luego como tópico historiográfico, más por su condición de mujer que por el acierto o los errores en las decisiones tomadas.

Urraca era hija de Alfonso VI y de su segunda mujer, Constanza. La solemne proclamación de esta filiación, fuente del legítimo uso del poder, encabeza el primero de los documentos otorgados por Urraca como Reina: “Ego Urraka, Dei nutu totius Yspanie regina, beate memorie catholici imperatoris domni Adefonsi Constancieque regine filia”. El amor poco tuvo que ver en el matrimonio de sus padres. La alianza política o los intereses económicos fueron, como era costumbre, más decisivos. En la búsqueda de su segunda esposa, parece bien claro el interés de Alfonso VI por anudar lazos con la poderosa Abadía de Cluny, en este tiempo uno de los centros más influyentes de la cristiandad latina. La princesa Constanza era la hija menor del duque de Borgoña Roberto el Viejo y nieta, por tanto, del Rey de Francia Roberto II el Piadoso y de su segunda mujer, Helia de Semur, hermana, a su vez, del abad Hugo de Cluny. No se sabe exactamente la fecha en que se celebró la boda; el primer dato plenamente seguro a este respecto es que Alfonso y Constanza estaban casados en 8 de mayo de 1080. Esto permite suponer que el nacimiento de Urraca tuvo lugar en algún momento del año 1081.

El primer fruto del nuevo matrimonio, rompiendo ilusiones y esperanzas, no fue hijo, sino hija. Y, por si fuera poco el disgusto, se constató que la Reina no podría tener más descendencia. Urraca se vio obligada a enfrentar, desde el principio, un destino que se presentaba poco favorable. Su primer padecimiento, la primera dificultad que hubo de encarar fue la obsesión paterna por el hijo varón. Desde los primeros momentos de su vida, la primogénita legítima conoció las dificultades que le acarreaba ser mujer: su infancia estuvo dominada, en efecto, por la contradicción entre el hecho de ser la heredera del Trono de su padre y el deseo de éste de suplantarla, en esa condición, por un vástago varón. Carente de legítima descendencia masculina, no dudó Alfonso VI en convertir en heredero del Trono al fruto de sus relaciones con la princesa musulmana Zaida. Y, tal vez para asegurar una legitimidad que se presentía insegura, el Rey procuró la presencia del pequeño Sancho, un niño de pocos años, en los actos propios del gobierno real, de la misma manera que lo hacía figurar en lugar eminente entre los confirmantes de los diplomas regios, en los que se advierte una insistencia especial en la afirmación de la paternidad: “el infante Sancho, hijo del rey, confirmo lo que mi padre otorga”.

La condición de sucesora hasta el nacimiento de Sancho (1093) influyó en el proceso de su educación. Desde el siglo XIII, a partir de Rodrigo Jiménez de Rada, la historiografía viene sosteniendo que la primogénita de Alfonso VI se educó en la casa del noble Pedro Ansúrez. Nada en las fuentes coetáneas, escritas a partir del más cercano conocimiento de los hechos, permite asegurar que la infanta Urraca se educó en casa de un noble. Es lo más probable que la mayor parte de su niñez transcurriera en la Corte, donde, hasta el nacimiento de Sancho, su condición de heredera del Trono requirió alguna atención especial. Entre otras cosas, el cumplimiento de un programa educativo que, junto a las disciplinas liberales, incluyera también los ejercicios —la equitación, la caza— propios de quien estaba llamada a ser Reina y, por tanto y entre otras cosas, a dirigir el Ejército. Del infante Sancho se sabe que contó con un maestro en la Corte y que, en la instrucción específicamente militar, dispuso de la ayuda de García de Cabra. Podría pensarse, para Urraca, en una situación paralela, con la segunda de estas funciones desempeñadas por Pedro Ansúrez, tan cercano a Alfonso VI; de la función propiamente pedagógica hay noticia segura.

Por lo menos dos documentos informan acerca de los educadores de la infanta Urraca. El primero, del año 1094, es la donación que ella misma y su esposo Raimundo de Borgoña hicieron al obispo Cresconio y a la iglesia de Coimbra; consta, entre los confirmantes del diploma, el presbítero Pedro, “magister supradicte filie regis”. No debe extrañar la presencia del maestro de Urraca en el séquito de los condes de Galicia, puesto que la infanta, aunque casada, alcanzaba apenas los trece años y continuaba su aprendizaje con quien había sido su maestro en la Corte real. La segunda referencia es más tardía; Urraca, que estaba ya en la parte final de su reinado, recordó y reconoció el magisterio de Domingo Flacóniz en un privilegio dirigido en 1120 a la Catedral de Burgos. No quedan otras noticias de este clérigo, vinculado a la Iglesia burgalesa por el tiempo en que recibió este favor de la Reina; la información es, sin embargo, clara y expresa bien el valor que Urraca daba a la educación que había recibido.

Entre los recuerdos de su infancia, Urraca conservó seguramente el de los preparativos, nuevas y viajes relacionados con la gran hazaña política y militar del reinado de su padre, la conquista de Toledo. La ciudad se entregó a los cristianos y Alfonso VI pudo entrar en ella el 25 de mayo de 1085. El Monarca entendió el dominio de la ciudad como una prolongación de las relaciones entre cristianos y musulmanes —mezcla de alianzas, enfrentamientos, pactos y tributos— que habían venido siendo características durante buena parte del siglo XI. Las garantías acordadas a los toledanos de religión islámica o judía, el papel de los mozárabes en la relación de aquéllos con los cristianos recién llegados, la elección de Sisnando Davídiz, el conde de origen mozárabe que Fernando I había puesto al frente de Coimbra, para representar ahora a Alfonso en la ciudad recién ganada, son los hechos que demuestran el flexible talante con que se afrontaba la nueva realidad. Las cosas cambiaron en poco tiempo. El nombramiento, en febrero de 1086, del cluniacense Bernardo para la silla arzobispal de Toledo revelaba la influencia de la reina Constanza y sus lazos ultrapirenaicos y todo ello se expresaba en la ocupación de la mezquita principal de la ciudad y su conversión en iglesia catedral, una manera de hacer que se mostraba más de acuerdo con los vientos de cruzada que soplaban entre los cristianos latinos. La presencia en al-Andalus de los almorávides norteafricanos reorientó definitivamente la situación. La derrota de Zalaca, en octubre de 1086, convenció al rey leonés de la necesidad de solicitar ayuda de ultrapuertos. Entre los nobles francos que cruzaron los Pirineos, con el beneplácito del Papa y del abad de Cluny, estuvo el duque Eudes de Borgoña, sobrino de la reina Constanza; le acompañaban su hermano Enrique y Raimundo, miembro de la familia condal de Borgoña y hermano de Sibila, esposa de Eudes. Los integrantes de la expedición visitaron a la Reina. Se concertó entonces el matrimonio de Raimundo y la princesa Urraca.

La infanta era una niña de seis años que se convertía en prometida de un hombre mucho mayor que ella, de un adulto con plena capacidad de discernimiento. La debilidad y la dependencia se acentúan y se subrayan, con la diferencia de edad y de grado de madurez, en este pasaje fundamental de la vida de Urraca. Nada le fue preguntado o requerido ante decisiones que la afectaban grave y directamente y que se tomaban en un entramado de intereses, en el que el papel de Urraca se limitaba al de pieza de intercambio. Una pieza valiosa, porque, en el momento de las concertaciones, tenía asociado el Trono de León. Algunos historiadores se preguntan por qué, perteneciendo Enrique a la casa ducal de Borgoña y teniendo, por tanto, más rango nobiliario que Raimundo, miembro de la familia condal, esposó éste a Urraca, hija legítima y primogénita del Rey de León, y aquél a Teresa, fruto de la relación extraconyugal de Alfonso VI. La respuesta es bien clara: la cercana relación de parentesco entre Enrique y Urraca, primos carnales, suponía un grave obstáculo para proyectos de enlace que inevitablemente habrían de chocar con las estrictas reglas que, a propósito del incesto, establecía la Iglesia. La condición de casada de Urraca aparece por primera vez testimoniada el 22 de febrero de 1093. Cumplía o estaba por entonces a punto de cumplir la infanta los doce años, la edad en que, en razón de la capacidad fisiológica de procrear, se consideraba que las mujeres podían acceder al matrimonio. 1093 se revelaba crucial en su vida; el año de su primera boda fue también el año de la muerte de su madre y el año del nacimiento de su medio hermano Sancho. Las expectativas políticas cambiaban radicalmente. De heredera del Trono de León, Urraca pasaba a ser condesa consorte de Galicia, de modo que el tránsito de la tutoría paterna a la tutoría del marido era acompañada de un notable descenso del estatus personal.

En la mayoría de los diplomas, expedidos por la notaría de Raimundo, figura el conde en primer lugar, por más que no falte la consignación de la presencia de Urraca. La insistencia de Raimundo en presentarse como “yerno del Emperador don Alfonso” (“Hispanie imperatoris domni Adefonsi gener”) destaca, sin duda, la figura de Urraca como transmisora de derechos políticos, pero la condición de yerno es entendida, ante todo, como afirmación de la propia figura de Raimundo, como subrayado de su papel en Galicia, quizá también como anuncio de previsiones sucesorias en ese espacio. Los títulos de “príncipe de toda Galicia o emperador de toda Galicia” con que se denomina Raimundo apuntan en la dirección de la soberanía política. Urraca viene después, dependiente del esposo, sometida a la tutoría del marido. Ante la mentalidad dominante aparece algún indicio de contestación o de incomodidad por parte de Urraca, expresadas a través de la distinción de género en ciertos diplomas; el fuero que, junto a su marido Raimundo de Borgoña, otorga a los habitantes de Compostela en el año 1105 se concede a los habitantes de la ciudad, tanto varones como mujeres (“cunctis habitatoribus uiris ac feminis”). Las fórmulas de confirmación habitual, la infanta Urraca o la esposa del conde Raimundo, son sustituidas en este caso por la expresión Urraca reina, que, usada en ocasiones por las infantas en tanto que pertenecientes a la Familia Real, resulta llamativa en esta fase de la vida de la protagonista.

Cumpliendo el papel que la sociedad le asignaba, Urraca, tras las bodas con Raimundo, dejó de ser niña y se convirtió pronto en madre. De su matrimonio con Raimundo de Borgoña nacieron dos hijos, Sancha y Alfonso. Este núcleo familiar concreto formaba parte —y parte principal— del más amplio conjunto de la Familia Real. No sólo por su vinculación hacia el pasado, sino también por su proyección futura. Tiene que ver con ambas la elección de nombre de los hijos. Para la mayor se escoge el nombre de la bisabuela, la esposa de Fernando I, transmisora de la legitimidad en el Trono leonés; el niño Alfonso recibe en el bautismo, que ofició Diego Gelmírez, el nombre del abuelo, el Monarca reinante, a quien, después de Urraca, está destinado a suceder. Contra lo que con frecuencia se ha dicho, no hay razones para creer que las relaciones de Urraca con sus hijos hayan sido difíciles o especialmente tensas. Es cierto que las costumbres y seguramente también la conveniencia hacían que la crianza y educación de los hijos transcurriera en casa de otros familiares o de nobles allegados; pero no de manera permanente y completa. Sancha se crió con su tía abuela Elvira; cuando ésta murió, volvió con su madre. Alfonso fue encomendado al conde Pedro Fróilaz y a su esposa doña Mayor, en cuya casa se educó, bajo la vigilancia y la protección del ayo Ordoño. Pero estas formas de crianza y educación, y las separaciones consiguientes, no significaban la ausencia de contactos entre padres e hijos. No es difícil encontrar en los documentos testimonios frecuentes de encuentros familiares. Y la Historia Compostelana, que no deja de señalar que el conde Pedro y su esposa se habían ocupado de la crianza del niño Alfonso Raimúndez, tampoco oculta las preocupaciones y el afecto que tenía y sentía por él su madre la Reina. Eran frecuentes, a su vez y pese a las largas estancias en Galicia, las reuniones de Urraca y Raimundo con los otros miembros de la Familia Real en la Corte o fuera de ella.

Pero el tiempo de estabilidad y bonanza que parecía vincular definitivamente a Galicia el destino de Urraca y de su marido cambió bruscamente. En Grajal, junto a Sahagún, estaba retenido por grave enfermedad el conde de Galicia cuando llegó al final el verano de 1107. Acudieron allí, para acompañarle, además de su esposa, el obispo de Santiago y el propio rey Alfonso VI. Y allí concluyó, en el mes de septiembre, la vida de Raimundo de Borgoña. Su cuerpo fue trasladado a Compostela y depositado en la iglesia de Santiago. La muerte del esposo significó para Urraca un inmediato aumento de las responsabilidades. Los títulos de “totius Gallecie domina” o “totius Gallecie imperatrix” que la infanta empleaba, expresan bien claramente que la viudedad significaba un ascenso de rango y de peso político. Ante esta nueva situación, el grupo de clérigos y aristócratas que en Galicia se había generado en torno al gobierno de Raimundo y Urraca, buscó, con la aquiescencia de la infanta, garantías de estabilidad, en una curia plena reunida en León en las navidades del año 1107; y las encontró en la figura del niño Alfonso Raimúndez, cuyo futuro al frente de Galicia trataron de asegurar.

Urraca, por el momento, parecía decidida a continuar la tarea de gobierno iniciada junto a su esposo y a darle proyección de futuro. La muerte de Sancho, el hijo varón del Rey, ocurrida en Uclés, en la guerra contra los almorávides, el día 29 de mayo de 1108, volvía a desordenar la política leonesa. La vida de Urraca cambió de manera sustancial: de nuevo se convirtió en la legítima heredera del Trono. Roto definitivamente el sueño del heredero varón, Alfonso VI reconocía antes de morir los derechos de su hija. Muerto el Rey el 1 de julio de 1109, el primer acto del reinado de Urraca fue la presidencia de las honras fúnebres de su padre. Duró el duelo ocho días y, durante todo él “ni de día ni de noche faltó lloro”. La Reina ordenó el traslado del cadáver al Monasterio de Sahagún, donde, en sepulcro de precioso mármol, fue enterrado junto a la reina Constanza, la madre de Urraca. Después empezaron las intrigas.

La Reina se encontraba de nuevo enfrentada de lleno a una mentalidad dominante que actuaba en contra de sus intereses y objetivos. Transcurridos dos años de la muerte de Raimundo, los intereses de la joven viuda pasaban por el conde castellano don Gómez González. Pero esta relación, querida y desarrollada por la Reina y el aristócrata, no encontró las condiciones favorables para cuajar en derecho. Los poderosos que rodeaban a la reina concertaron su matrimonio con Alfonso de Aragón contra su voluntad. La mujer —la Reina en este caso— volvía a ser objeto de intercambio, garantía de un pacto político. El pacto se expresó en los capítulos matrimoniales que Urraca y Alfonso firmaron en diciembre de 1109, poco después de la boda. El rey aragonés cedió a su esposa —en concepto de arras— castillos, plazas fuertes y dominios que le pertenecían en todo su Reino, junto con la dependencia y fidelidad de palabra y de obra, de los hombres a quienes había concedido algún “honor”. La donación de Urraca era más genérica: cedía a su esposo toda la tierra, poblada o desierta que había pertenecido a Alfonso VI, junto con la fidelidad de cuantos poseían tenencias en su nombre. Uno y otro acordaron que, si tenían un hijo en el matrimonio, el cónyuge superviviente y luego el hijo de ambos heredaría el conjunto de lo que pertenecía a los dos. Si no hubiera hijos, Alfonso Raimúndez sería el heredero. El cumplimiento del acuerdo quedaba condicionado a que el comportamiento de Urraca se ajustase al que la buena esposa debía tener para con su buen señor, es decir, para con su marido. El modelo feudal de la relación entre el señor y el vasallo se insertaba en el núcleo de la familia y era aceptado por la Reina, que admitía convenir con el rey Alfonso, “señor y esposo mío”. Por más que Urraca fuera la sucesora legítima en el Trono de León y por más que se empeñara en ejercer plenamente la función de Reina, había de hacerlo desde su condición de mujer.

El modelo de comportamiento no funcionó en la práctica y, en el plano estrictamente personal, el matrimonio fue un completo fracaso. La falta de amor por parte de la Reina, que accedió al matrimonio en razón de las presiones políticas, era correspondida con la misma moneda del lado de Alfonso, que aportaba a la relación un carácter no exento de rasgos violentos sobre un evidente fondo de misoginia. Era una relación que, de acuerdo con alguna información cronística, ni siquiera excluía los malos tratos. Y había una dificultad añadida, particularmente grave a los ojos de Urraca: la situación en la que el nuevo matrimonio dejaba al hijo de la Reina, el pequeño Alfonso Raimúndez. Urraca acusó sin ambages y, según testimonio de la Historia Compostelana, llegó a afirmar que el odio del aragonés hacia el infante era de tal naturaleza que podía suponer un riesgo para su vida, puesto que su marido “anhelaba con todas sus fuerzas aniquilarlo, considerando que seguramente podría apoderarse del reino si de algún modo el niño era asesinado”.

La ruptura llegó muy pronto. El día 13 de junio de 1110 la Reina encabezó un documento de donación al Monasterio de Silos como Urraca, reina de toda España e hija del emperador Alfonso. Era la expresión en términos políticos del rechazo de la tutoría del Rey de Aragón y la afirmación de la propia independencia sobre la tradición de la idea imperial leonesa. Para Urraca se abrían capítulos nuevos desde el punto de vista personal y político. Pero, antes de verlos, merece la pena que detenerse en la consideración de las versiones historiográficas acerca de la separación entre la reina de León y el rey aragonés. Desde el siglo XIII, Rodrigo Jiménez de Rada fija la interpretación más desfavorable a Urraca. Es él el que usa la palabra que, en la relación entre los cónyuges, resulta más desequilibrante: repudio; la Reina fue repudiada por su esposo, al no comportarse con la debida mesura. El cronista se pone del lado del marido, adopta el punto de vista del varón.

En las crónicas del siglo XII, los escritores contemporáneos de los sucesos presentan las cosas con una mayor riqueza de matices y de modo más equilibrado. Fue la Reina la que tomó la iniciativa de romper la unión matrimonial. “E entonçes la reina, avido su consejo con los suyos, deliberó façer diborçio e separación del marido; e tornóse a León”, dice el monje anónimo autor de la Primera Crónica de Sahagún. De separación, y no de repudio, escribe también Giraldo en la Historia Compostelana: “Hecha la separación y roto el para mí vergonzoso matrimonio”, hace decir a la Reina. La decisión de la ruptura era firme. Luego hubo algunos intentos de arreglo y puntuales reencuentros que no pasaron de días o, como mucho, de algunos meses. Pero, lo mismo que la posición de los clérigos acerca de la ilegitimidad de la unión matrimonial por razón de consanguineidad, todo eso tiene más que ver con el ejercicio del poder que con las vicisitudes de una relación personal abocada al fracaso prácticamente desde su comienzo. En el plano personal, la separación matrimonial fue la confirmación de una ausencia que, en realidad, era ya anterior. Conviene atender a las presencias. Porque las hubo.

Las del conde Gómez González, tiempo después de la muerte de Raimundo, y la de Pedro González de Lara, tras la ruptura con el Rey de Aragón, son conocidas. No con mucho detalle. Los historiadores medievales pasan de puntillas sobre la relación mantenida por la Reina con estos dos aristócratas; porque son relaciones habidas fuera del ámbito reglado del matrimonio y porque, situadas al margen de la sucesión al Trono, carecen de la relevancia política suficiente. Tienen, sin embargo, una importancia grande en la vida de Urraca. En primer lugar, son clara expresión de afirmación propia, de ejercicio de una libertad personal de la que dan prueba unos documentos que ahora Urraca iniciaba en solitario con los títulos de dueña, reina o emperatriz de España, tan diferentes de la posición de cónyuge acompañante de los años de unión con el rey aragonés; la pública aparición en estos textos, como confirmantes de las decisiones de la Reina, de Gómez González, de Pedro González de Lara y de los hijos que tuvo con este último demuestran que la plenitud política alcanzada por Urraca en la última fase de su vida estuvo acompañada, frente a los rasgos de desequilibrio y volubilidad con que suele describirse su carácter, por la madurez y la estabilidad personal.

Tras la desaparición del conde Gómez en la batalla librada en Candespina contra Alfonso el Batallador, se inició la relación entre Urraca y el conde Pedro González de Lara. La Historia Compostelana lo dice de este modo: “Este conde Pedro, según se rumoreaba, encadenado por los firmes lazos del amor, solía galantear a la reina y por ella tenía en su poder Castilla y no poca parte de la Tierra de Campos”. Las cincuenta y nueve apariciones del aristócrata castellano en los documentos reales demuestran su presencia continuada junto a Urraca. Fruto de esa relación estable fueron, por lo menos, dos hijos: Fernando y Elvira. De hijos e hijas habla la Historia Compostelana, que los recuerda, desde la narración de los acontecimientos del reinado de Alfonso VII, y los presenta como resultado de adulterio, estableciendo en este punto el paralelismo con la vinculación entre Teresa de Portugal y Fernando Pérez de Traba. La unión entre la Reina y el conde Pedro de Lara fue de las que duró hasta que fue disuelta por la muerte.

Murió la reina Urraca, de parto, el día 8 de marzo de 1126, en Saldaña. El lugar parece escogido voluntariamente para hacer frente a las dificultades de un embarazo problemático y de un parto que se presumía difícil. No era la primera vez que la Reina buscó refugio en estas tierras del borde norte de la Tierra de Campos. La elección de Saldaña ha de entenderse en razón de las comodidades de un castillo palacio que, muy poco después, sería escenario de las bodas de Alfonso VII y Berenguela, la hija del conde de Barcelona. El enemigo del que defenderse era ahora temible. Estaba la Reina “muy enferma y puesta a las puertas de la muerte”; eran ésas las noticias transmitidas por los legados que Diego Gelmírez había enviado a Tierra de Campos para entrevistarse con ella. No hubo, por tanto, accidente o enfermedad repentina. Sabedora del peligro que corría, Urraca quiso acogerse a los paisajes familiares, a los lugares de la infancia. Se sabe de uno no lejos de Saldaña: el Monasterio de San Salvador de Nogal, que había pertenecido a la madre de Urraca hasta el momento de su muerte y estaba junto a los palacios que el rey Alfonso VI tenía en el mismo lugar. Y una razón tal vez más determinante pudo haber sido la protección y el amparo de Pedro de Lara, que ejercía el poder en “Castilla y no poca parte de la Tierra de Campos”.

El recuerdo del reinado de Urraca llega a las historias oficiales compuestas por los clérigos del siglo XIII desvaído y filtrado por una manera de ver y entender el poder real y su transmisión en la que una pieza de las características de la hija y sucesora de Alfonso VI no encajaba fácilmente. Para Lucas de Tui en su Chronicon Mundi, la acción política de Urraca queda reducida a una suerte de interregno o de regencia forzada, que desempeñó en la práctica el rey aragonés; Urraca tenía título de reina sólo porque era hija, esposa y madre de rey. Tampoco puede hablarse verdaderamente de reinado de Urraca en la historia de los hechos de España de Rodrigo Jiménez de Rada. Por más que la hija de Alfonso VI sea considerada depositaria de los derechos sucesorios, su relación con el poder se reduce a un papel meramente pasivo cumplido a la sombra de su marido el Rey de Aragón o, después, de sus amantes sucesivos. Como en Lucas de Tui, la época de Urraca es tiempo de regencia y minoridad: el comienzo del reinado de Alfonso VII se sitúa en el acto de coronación que tuvo lugar durante su infancia; según el arzobispo de Toledo, su madre reinó solamente cuatro años.

Los cronistas del siglo XII, compusieron una imagen más amable de Urraca y no pudieron ocultar un hecho incuestionable: que Urraca reinó y lo hizo durante más de cuatro años. El autor del Cronicón Compostelano afirmó rotundamente que ella fue la legítima sucesora de su padre y que su reinado se extendió a lo largo de diecisiete años y lo califica: reinó Urraca tiránica y mujerilmente. El autor de la primera de las crónicas de Sahagún, que conoció a la que llegaría a ser reina de León, la describió adornada de cualidades naturales, morales e intelectuales. En la Historia Compostelana puede decirse que hay, por lo menos, tres Urracas diferentes; una por cada uno de los tres autores principales que intervinieron en su composición. La Urraca de los primeros capítulos, la de Munio Alfonso, es la esposa de Raimundo de Borgoña o la hija del rey Alfonso VI; la Urraca de la última parte de la crónica es una Urraca recordada, descrita por alguien que conoce ya el final de su reinado y puede tomar alguna distancia en su caracterización. En medio, la reina Urraca que presenta Giraldo de Beauvais, es la mujer de los tiempos difíciles, de los desencuentros repetidos que finalmente conducen al choque frontal con Diego Gelmírez. Para Giraldo, Urraca es Jezabel ejerciendo injustamente el poder contra Gelmírez, el justo y pacífico Nabot, que se niega a desprenderse del señorío de Santiago, su legítima posesión. La relación entre el obispo y la Reina es la que directamente se deriva de la lucha por el poder.

Un poder que la reina Urraca, con el apoyo de los clérigos y aristócratas que estuvieron a su lado, ejerció plenamente en la última parte de su vida. El mantenimiento de la unidad del Reino frente a la presión aragonesa o las tendencias centrífugas creadas en torno a Teresa de Portugal, así como la firme defensa de la frontera con los musulmanes prueban que tal ejercicio se hizo en cumplimiento de lo que cabía esperar de él. Las capacidades y actitudes que esa tarea hubo sin duda de requerir difícilmente podían ser bien vistas por quienes difundían insistentemente la imagen de la mujer débil, mudable de cuerpo y de alma, protegida y sometida. No extraña que los clérigos que escribieron la historia de este personaje compusieran una imagen de rasgos negativos que, fijada en sus escritos, sigue condicionando los actuales. No se la puede desconocer; pero no hay obligación de aceptarla. En los documentos y crónicas hay evidencias más que suficientes de energía, independencia, constancia, capacidad de amar, es decir, de rasgos del carácter de la reina Urraca que poco o nada tienen que ver con el papel que le asignaron, pensando en la mujer en general, los forjadores principales de la mentalidad colectiva en el tiempo de la plenitud feudal.

Bibliografía

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J. Campelo, “Introducción”, en Historia Compostelana, Santiago de Compostela, Editorial Porto, 1950, págs. XXX-XXXIX

J. M.ª Lacarra, Vida de Alfonso el Batallador, Zaragoza, Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1971

B. F. Reilly, The kingdom of León-Castilla under queen Urraca: 1109-1126, Princeton, University Press, 1982

R. Pastor, “Urraca Alfonso”, en C. Martínez, R. Pastor, M.ª J. Pascua y S. Tavera (dirs.), Mujeres en la Historia de España. Enciclopedia biográfica, Barcelona, Planeta, 2000, págs. 178-182

M.ª del C. Pallares y E. Portela, “La reina Urraca y el obispo Gelmírez. Nabot contra Jezabel”, en L. A. Fonseca, L. C. Amaral y M.ª F. Ferreira (coords.), Os reinos Ibéricos na Idade Media. Livro Homenagem ao Profesor Doutor Humberto Carlos Baquero Moreno, vol. II, Porto, Livraria Civilizaçao Editora, 2003, págs. 957-963

M.ª C. Pallares, “Urraca de León y su familia. La parentela como obstáculo político”, en C. Trillo (ed.), Mujeres, familia y linaje en la Edad Media, Granada, Universidad, 2004, págs. 65-100

M.ª del C. Pallares y E. Portela, La reina Urraca, San Sebastián, Nerea, 2006.



Petronila de Aragón

Petronila de Aragón. Huesca, 11.VIII.1136 – ¿Barcelona?, 1173. Reina de los aragoneses y condesa de los barceloneses (1137-1164), esposa de Ramón Berenguer IV.


Biografía

Hija del rey de Aragón Ramiro II el Monje y de Inés de Poitiers, y sobrina de Alfonso I el Batallador, fue comprometida al año de su nacimiento, en agosto de 1137, con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV, para cuando adquiriese la mayoría de edad, que eran los catorce años, sentándose las bases de la unión dinástica de la casa real aragonesa con la casa condal barcelonesa que conformó la Corona del rey de Aragón, o Corona de Aragón, en la persona del descendiente de dicho enlace esponsalicio, Alfonso II el Casto o el Trovador.

Concebida para reinar como transmisora de la potestad real heredada de su progenitor y evitar la discontinuidad de la realeza aragonesa al carecerse de descendiente legítimo varón, su vida estuvo consagrada a procurar la sucesión sin solución de continuidad y buscar la alianza más conveniente a través del matrimonio con Ramón Berenguer IV. Matrimonio que se llevó a cabo según la institución aragonesa del llamado “matrimonio en casa”, por la que Petronila estaba obligada a mantener la herencia patrimonial y familiar; de manera que si no engendraba descendencia, a su muerte, su cónyuge, el conde barcelonés, recibiría la plena potestad sobre la herencia aragonesa.

Lo que no sucedió, porque Petronila sobrevivió a Ramón Berenguer, considerado príncipe de Aragón, y, en el momento del fallecimiento del mismo, cedió todos sus derechos al hijo de ambos (Ramón) Alfonso, que se intituló rey de Aragón y conde de Barcelona sin impedimento jurídico alguno.

El “matrimonio en casa” suponía, según el Derecho aragonés, concebir la “casa” no sólo como algo material, sino comprendiendo también en el conjunto las tierras, bienes y propiedades familiares, la amplia parentela de ascendientes y descendientes, más los dependientes incluidos en la residencia familiar. Y en la “casa” se designaba al heredero de su patrimonio; con la condición de contraer matrimonio para asegurar la continuidad familiar y de la propia “casa” solariega.

Por tanto, las capitulaciones matrimoniales firmadas el 11 de agosto de 1137 respetaban la tradición y eran aceptadas por el conde barcelonés; entregándole Ramiro II a su hija Petronila con la herencia familiar íntegra y heredada de sus antepasados; considerándose a Petronila como reina de los aragoneses pero sin poder ejercer la potestad real que sí transmitiría al heredero y que tampoco podía ejercer el conde; quien sí lo haría en el caso de la muerte de su esposa, aunque contrajera nuevas nupcias, y si no hubiese descendencia.

Quedando tan sólo dos problemas a resolver: la aceptación de Ramón Berenguer por los aragoneses y la disolución del testamento de Alfonso I el Batallador, que había dejado sus dominios a las recientemente creadas Órdenes Militares, que reclamaban sus derechos apoyados por Roma, la cual tampoco aceptaba, en principio, el matrimonio de Ramiro como eclesiástico que era, y tampoco la legitimidad de Petronila. Cuestiones que la habilidad de Ramón Berenguer IV acabaría solventando a favor de Petronila y de sí mismo, con las compensaciones oportunas al respecto.

Las nupcias se celebraron en la Catedral de Lérida en 1150, contando Petronila catorce años de edad y Ramón Berenguer cincuenta; pero en el tiempo transcurrido entre el compromiso inicial y el enlace definitivo, la infanta de Aragón estuvo tutelada por la hermana del conde, Berenguela, esposa a su vez de Alfonso VII de Castilla; no faltando en algún momento las dudas de Ramón Berenguer, que llegó a pensar en un matrimonio con Blanca, hija del rey de Navarra García Ramírez el Restaurador.

Consumado el matrimonio, debió de nacer un primer varón en 1152, aunque tal suceso es incierto porque se basa tan sólo en un primer testamento de Petronila antes del supuesto parto primerizo; aunque el alumbramiento de Alfonso, el heredero, se produjo el 24 de marzo de 1157, el mismo año del fallecimiento de Ramiro II, padre y suegro de ambos cónyuges. Si bien, hasta la desaparición de Ramón Berenguer en 1162, pudo aumentar la descendencia en tres varones y dos hembras, aunque con alguna incertidumbre al respecto. En efecto, los Gesta Comitum Barcinonensium mencionan a tres hijos: Alfonso (Alfonso II); Sancho, que casó con Sancha, hija del conde Nuño de Castilla, y Dulce, que lo hizo con Alfonso I de Portugal. Aunque también se consideran otros descendientes, como Pedro, conde de Cerdaña.

Pero, a la muerte de Ramón Berenguer IV en agosto de 1162, aún siendo el heredero menor de edad, Petronila confirmó el testamento del fallecido y cedió todos sus derechos al ya nuevo Soberano, su hijo Alfonso II, para acabar testando finalmente ella misma en octubre de 1173 y muriendo poco después sin conocer la ubicación de sus restos, que fueron depositados inicialmente en la Catedral leridana, según unos, o en algún lugar de Barcelona, según otros.


Bibliografía

B. L. Miron, Doña Petronila, Las reinas de Aragón. Sus vidas y sus épocas, Valencia, Prometeo, s. f., págs. 49-58


A. Ubieto Arteta, Los esponsales de la reina Petronila y la creación de la Corona de Aragón, Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1987

M.ª J. Sánchez Usón, Petronila, Los Reyes de Aragón, Zaragoza, Caja de la Inmaculada, 1993, págs. 59-66.




Berenguela de Castilla.




Berenguela de Castilla. ?, 1180 – Burgos, 8.XI.1246. Reina de León (1197-1204) y reina de Castilla (1217-1246), esposa de Alfonso IX de León y madre de Fernando III.

Biografía

Se desconocen el lugar y la fecha exacta de su nacimiento, aunque parece que debió de ser en los primeros meses del año 1180, probablemente en Burgos, siendo la primogénita de los reyes de Castilla Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra y como tal reconocida como heredera del reino paterno, hasta el día que vino al mundo el segundogénito y hermano varón de nombre Sancho, nacido el 5 de abril de 1181, que adquirió por razón de varonía la condición de infante heredero. Sin embargo, el repentino fallecimiento de éste, aquel mismo verano de 1181, entre el 13 de julio y el 11 de agosto, hizo recobrar a la infanta Berenguela su rango de heredera, y como tal fue reconocida y jurada hasta el día en que volviera a nacer otro hermano varón. La lactancia de la infanta Berenguela había corrido a cargo de una dama llamada Estefanía, esposa de Pedro Sánchez, que en 1181 recibía como recompensa ciertas heredades en Itero de la Vega (Palencia).

La infanta Berenguela, cuando apenas contaba ocho años de edad, fue prometida en matrimonio al príncipe alemán Conrado, duque de Rotenburch, por el tratado suscrito el 23 de abril de 1188 en Seligenstadt por los padres de los esposos, Alfonso VIII de Castilla y Federico I de Alemania; según este tratado, Berenguela es la heredera del reino de Castilla, siempre subordinada a la posibilidad del nacimiento de un hermano varón, que la precedería en sus derechos al trono. Conrado y Berenguela fueron jurados en la curia de Carrión en junio de ese mismo año como tales herederos, si los reyes al morir careciesen de descendencia masculina.

Con este acuerdo matrimonial, el emperador Federico I sólo había tratado de buscar un trono para su tercer hijo, Conrado; por eso, cuando el 29 de noviembre de 1189 les nacía a los reyes de Castilla ese heredero varón en el infante Fernando, el príncipe alemán, que había regresado a Alemania, no volvió a acordarse para nada del compromiso contraído. El derecho sucesorio de Berenguela quedaba postergado al del infante Fernando. Este compromiso, ante el incumplimiento por parte del príncipe Conrado, fue anulado por el legado pontificio, el cardenal Gregorio de Sant Angelo, que ejerció su legación entre los años 1192 y 1194, con lo que Berenguela recobró su libertad.

Libre ya Berenguela de todo compromiso, su padre, Alfonso VIII, acordaba su matrimonio con el rey de León, Alfonso IX; con este matrimonio se pretendía poner fin a la guerra que venía enfrentando a ambos monarcas cristianos. El enlace como prenda de paz parece que fue favorecido por la reina Leonor, tropezando con las reticencias de Alfonso VIII, que preveía ya las dificultades que iba a encontrar por razón del parentesco entre ambos contrayentes: Alfonso VIII y Alfonso IX eran primos carnales, como nietos los dos de Alfonso VII. Pero no habrá otro medio para instaurar una sólida paz entre Castilla y León, entonces en lucha, que este enlace.

El matrimonio se celebró en la iglesia de Santa María de Valladolid en el otoño de 1197 con el apoyo de los prelados de los reinos de Castilla y de León, que recordaban con horror los desastres de las recientes guerras, y con la esperanza de la futura dispensa pontificia del impedimento de consanguinidad, dada la importancia que revestía la unión para asentar la paz entre príncipes cristianos. De momento, el papa Celestino III si no autorizó el enlace, no mostró ninguna oposición al mismo, pero falleció muy pronto, el 8 de enero de 1198, antes de haberse pronunciado sobre la viabilidad del mismo, sucediéndolo Inocencio III, muy opuesto a los matrimonios entre consanguíneos.

Muy pronto el nuevo pontífice mostró su decidida oposición al matrimonio y una negativa resuelta a la concesión de cualquier dispensa, ordenando el 16 de abril de 1198 a su legado el cardenal Rainerio que moviera a los reyes de Castilla y de León a deshacer esa unión ilícita y, si se negaren, que procediera a la excomunión de ambos monarcas y a decretar el interdicto sobre ambos reinos, hasta que los mandatos pontificios fueran obedecidos. Cinco días más tarde, el 21 de abril de 1198, otras letras del Papa concedían al legado facultades para proceder según su discreción a levantar las penas anteriores si los interesados prestaban garantías suficientes de acatar la decisión pontificia.

Las órdenes de Inocencio III fueron ejecutadas por el legado pontificio, que decretó la excomunión e impuso el interdicto sobre el reino leonés, no en el reino castellano, ya que Alfonso VIII se declaró dispuesto a recibir a su hija, si le fuere devuelta; pero tanto el rey de León como el de Castilla trataron de ablandar el rigor de Inocencio III con generosas dádivas en favor de la Iglesia, al mismo tiempo que enviaban a Roma una comisión para informar al Papa y tratar de alcanzar la dispensa del impedimento; esa comisión estuvo compuesta por los obispos de Toledo, Zamora y Palencia, señal de la concordia con que procedían ambos monarcas.

Inocencio III no cedió, y el 25 de mayo de 1199 ordenaba al arzobispo de Compostela y a los obispos del reino de León observar en términos mitigados la sentencia de entredicho impuesta sobre dicho reino, esto es, autorizaba la celebración de los sacramentos y oficios eclesiásticos, pero mantenía la prohibición de sepultura para todos los fieles, excepto los clérigos, la excomunión del rey, de la reina y de sus principales consejeros y fautores, así como el más riguroso interdicto en los lugares donde moraren. A los reyes de Castilla les exigía que prestasen juramento de que contribuirían con todas sus fuerzas a la disolución del matrimonio; si no lo hicieren, también incurrirían en la pena de excomunión y en interdicto los lugares donde moraren. En cuanto a los lugares dados a Berenguela como dote, que según el pacto matrimonial debían seguir suyos, aun en el caso de disolverse el matrimonio, el Papa declaró la nulidad de tal donación.

A pesar de estas enérgicas medidas, la situación siguió inalterada durante el resto del año 1199 y los siguientes 1200, 1201 y 1202, hasta que el 5 de mayo de 1203 Inocencio III decidió dirigirse directamente al rey de Castilla, Alfonso VIII. En su misiva, el Papa recuerda las medidas adoptadas por el cardenal Rainerio y acusa al rey castellano de haber eludido tales medidas con palabras amables, asintiendo a todo verbalmente, pero sin hacer nada para que el matrimonio se rompiera y echando la culpa de la situación a los demás. El Papa le dice que ha engañado y ha atrapado de tal forma al rey de León que éste, aunque quisiera, no podía romper el matrimonio con Berenguela, pues en ese caso perdería la mayor parte y las mejores fortalezas de su reino, que seguirían perteneciendo a dicha Berenguela, gobernadas y retenidas en manos de hombres de Alfonso VIII; además, mientras el Papa había declarado a la prole de esa unión incestuosa, y por lo mismo privada de cualquier derecho de sucesión en los bienes paternos, el rey de Castilla había logrado hábilmente que a esa prole se le adscribiera y jurara como propio casi todo el reino leonés. En consecuencia, considera Inocencio III que es Alfonso VIII el que tiene aprisionado al reino leonés, disponiendo de él como del suyo propio, y le ordena que ponga fin a esos lazos y llame de una vez a su hija, so pena de proceder contra él.

Con esta carta Inocencio III, tras cuatro años de vanos esfuerzos por imponer la separación de Alfonso IX y Berenguela, había dado con la clave, donde se encontraba la verdadera solución, la voluntad de Alfonso VIII, que de hecho tenía maniatado al rey leonés con los pactos firmados y los castillos dados como dote a Berenguela. Tras esta carta del Papa, dirigida al que verdaderamente tenía la solución en sus manos, ésta no se hizo esperar y reunidos los obispos de Castilla en Valladolid durante los meses de abril y mayo de 1204 se dirigieron por medio del obispo de Burgos al Papa solicitando levantase la pena de excomunión a Berenguela, previa promesa de abandonar la corte leonesa. El Papa, deseoso de acabar este problema que se arrastraba desde hacía seis años y medio, comisionaba el 22 de mayo de 1204 a los obispos de Toledo, Burgos y Zamora para que absolviesen a Berenguela, previo alejamiento del esposo, promesa de no volver a vivir con él y de cumplir los mandatos apostólicos.

Cinco fueron los hijos nacidos durante los seis años y medio que duró la accidentada unión de Alfonso IX y Berenguela: la primogénita Leonor, llamada como su abuela, murió de niña el 12 de noviembre de 1201 y fue enterrada en San Isidoro de León; la segunda, de nombre Constanza, profesaría como religiosa cisterciense en el monasterio de las Huelgas Reales de Burgos, donde murió en 1242; Fernando, el primer varón, nació en Peleas de Arriba (Zamora), el 24 de junio de 1201 probablemente; el cuarto vástago del matrimonio, también varón, bautizado con el nombre de Alfonso, sería el futuro Alfonso de Molina; el quinto fruto del matrimonio, llamado como su madre, Berenguela, sería futura reina de Jerusalén, por su matrimonio celebrado en Toledo en 1224 con Juan de Brienne, rey de Jerusalén.

Con sus cuatro hijos, cuando la mayor, Constanza, apenas había cumplido los cuatro años, regresó Berenguela a Burgos junto a sus padres, consagrada a la crianza y educación de su prole.

Cuando llegaba Berenguela a Burgos, acababa de nacer, quizás, tan sólo pocos días antes, el 14 de abril de 1204, el último de los hijos de Alfonso VIII y Leonor, el infante Enrique; con este nacimiento, Berenguela pasaba a ocupar el tercer lugar en el orden sucesorio, tras sus dos hermanos varones, Fernando y Enrique. El 14 de octubre de 1211 fallecía en Madrid el infante primer heredero Fernando en la flor de la edad, cuando estaba a punto cumplir veintidós años; su cadáver fue llevado a las Huelgas Reales de Burgos, donde fue sepultado entre las muestras de dolor de sus padres y de Berenguela. Sólo separaba a doña Berenguela del trono de Castilla su hermano Enrique, de siete años por esas fechas.

La noche del 5 al 6 de octubre de 1214 moría en el camino de Burgos a Plasencia, en Gutierre Muñoz, aldea de Arévalo, el vencedor de las Navas, el rey Alfonso VIII de Castilla; lo rodeaban su esposa, la reina Leonor, su hija Berenguela, sus hijos Enrique y Leonor, y los hijos de Berenguela, Fernando y Alfonso; sus restos mortales fueron trasladados a Burgos, donde recibieron sepultura en el panteón de las Huelgas Reales de Burgos. La reina Leonor, seriamente enferma, ya que falleció el 31 de ese mismo mes, dejó en manos de su hija mayor, Berenguela, la dirección de las exequias; pocos días después Berenguela tuvo que dirigir otras segundas exequias, las de su madre Leonor de Inglaterra.

Acabadas las exequias de Alfonso VIII, fue proclamado rey de Castilla su hijo Enrique, de once años de edad; con la muerte de sus padres, casi al mismo tiempo, Berenguela se convirtió en tutora del pequeño rey y en la regente y gobernadora del reino, pero, aunque en el ejercicio de estos oficios hizo patente su prudencia, las insidias y las intrigas de algunos nobles, especialmente de los tres hermanos, los condes Fernando, Álvaro y Gonzalo, hijos del conde Nuño Pérez de Lara, el que fuera el último tutor de Alfonso VIII, obtuvieron que el ayo designado por Berenguela para la guarda del nuevo rey hiciera entrega del joven monarca a Álvaro Núñez de Lara. Con el rey en su poder, Álvaro logró que Berenguela le entregase también la regencia del reino con algunas limitaciones, pues recelosa le hizo jurar que sin su consejo no daría ni arrebataría ninguna tierra o gobierno a nadie, ni haría la guerra a los reinos vecinos, ni impondría ningún tributo en ninguna parte del reino. Este traspaso de poderes tuvo lugar en la primavera de 1215.

Muy pronto Álvaro, a pesar de estas salvedades, comenzó a atropellar a aquellos nobles que no eran partidarios suyos; éstos acudieron con las quejas a Berenguela, lo que provocó represalias de Álvaro contra la reina, que buscó refugió en el castillo de Autillo, que era del mayordomo real Gonzalo Rodríguez, mientras enviaba a su hijo Fernando junto a su padre a León. El choque entre ambos partidos estaba servido; en abril de 1217 Álvaro inició con grandes fuerzas el ataque armado contra los partidarios de Berenguela en Tierra de Campos, llegando incluso a sitiarla en su residencia de Autillo de Campos, mientras dejaba al rey Enrique en Palencia en el palacio episcopal. Aquí, durante un juego infantil, una teja o un tejo alcanzó al niño rey en la cabeza, que gravemente herido falleció a los pocos días.

Aunque Álvaro quiso mantener secreta la muerte del rey, la noticia llegó a Berenguela que hizo venir a su hijo desde Toro, donde se encontraba; desde Autillo con sus partidarios se dirigió a Palencia, abandonada por Álvaro; luego por Dueñas fue a instalarse en Valladolid, desde donde dirigió todas las negociaciones que conducirían a que los concejos de la Extremadura castellana la reconocieran a ella como legítima heredera y reina de Castilla con el ruego de que entregase el reino a su hijo. Esta proclamación de Berenguela y de su hijo Fernando como reina y rey de Castilla tuvo lugar en la plaza del mercado de Valladolid el 2 o el 3 de julio de 1217.

Casi treinta años duró esta entente admirable entre madre e hijo; Fernando I será el rey propietario del reino castellano y como tal gobernará con plenos poderes, pero el consejo prudente y desinteresado de su madre estará presente en todas las decisiones de Fernando III; los diplomas se expiden siempre a nombre de Fernando, pero éste consignará en todos ellos que lo hace “con el asenso y beneplácito de la reina doña Berenguela”. Nunca, que se sepa, hubo una disensión entre madre e hijo, por eso resulta prácticamente imposible distinguir qué decisiones corresponden al hijo y cuáles a la madre. Cuando Fernando inicia el año 1224, sus expediciones de conquista por Andalucía, prácticamente anuales, es su madre la que queda en Castilla, casi siempre en Burgos, gobernando el reino con su sagacidad y prudencia y apoyando con toda clase de pertrechos las campañas del hijo.

Algunas fuentes indican ciertas ocasiones en que intervino con su consejo en importantes determinaciones de su hijo, como fue la elección de sus dos esposas, o en limar asperezas entre su hijo y los nobles, a veces rebeldes, consiguiendo el perdón y reconciliación de los ricos hombres alzados. Destacan, entre todas, las intervenciones de Berenguela en el gobierno del reino, la prudencia y el tino con que dirigió los pasos que llevaron a Fernando III a lograr la sucesión pacífica de su padre en el reino de León, y singularmente la entrevista y el acuerdo alcanzado en Benavente en 1230 entre las dos reinas: Teresa de Portugal y Berenguela de Castilla.

Especialmente emotivo resulta el último encuentro entre madre e hijo, que tuvo lugar en Pozuelo de don Gil, la actual Ciudad Real, en la primavera de 1245; fue la reina la que se trasladó de Burgos a Toledo, desde donde envió aviso a su hijo, que se encontraba en Córdoba, manifestando sus deseos de encontrarse con él. En el encuentro trataron las discrepancias surgidas entre el infante heredero Alfonso y la reina Juana de Ponthieu. Fue la última vez que se vieron madre e hijo, pues Berenguela murió el 8 de noviembre de 1246, dejando tras de sí una bien merecida fama de mujer y de gobernante siempre prudente y discreta; sus restos mortales fueron depositados en las Huelgas de Burgos junto a sus padres.


Bibliografía

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Isabel I

Isabel I. La Católica. Madrigal de las Altas Torres (Ávila), 22.IV.1451 – Medina del Campo (Valladolid), 26.XI.1504. Reina de Castilla.

Biografía

Hija del rey Juan II de Castilla y de su segunda esposa —Isabel de Avís—, que pertenecía a la Casa de Braganza, nació en la tarde del Jueves Santo de 1451 en la residencia aneja al convento de Madrigal; su padre estaba ausente, por lo que hubo que enviarle un correo para comunicar la feliz noticia. Apenas pudo llegar a conocerlo, ya que el Rey falleció en 1453. En su testamento, Isabel ocupaba el tercer lugar en la sucesión, después de sus hermanos varones, Enrique IV y Alfonso, que llegaría a titularse rey durante una de las graves revueltas. La infanta creció alta, rubia, como su bisabuela Felipa de Lancaster, de tez blanca, lechosa, dulce en su apariencia y en el trato con las personas aunque, según todos los testimonios, se hallaba dotada de extraordinaria inteligencia y energía. Destacaba especialmente la intuición que le permitía desenvolverse con acierto en medio de problemas muy complejos que a lo largo de su vida surgieron. Sin embargo, fue la piedad religiosa la nota más destacada de su carácter. Algunas decisiones que hoy se consideran erróneas fueron fruto de dicha piedad.

Alejada su madre de la Corte al producirse el relevo en el Trono, vivió sus primeros años en Arévalo, recibiendo una muy cuidada y austera educación. En ella participaron santa Beatriz de Silva, fundadora de las Concepcionistas, fray Martín de Córdoba —que le dedicó especialmente un ejemplar de su famoso libro El jardín de las nobles doncellas—, Gutierre de Cárdenas, Gonzalo Chacón y sus respectivas esposas, antiguos colaboradores de Álvaro de Luna, cuya reivindicación asumiría luego Isabel, y Gómez Manrique, tío del famoso autor de las Coplas. Todos coincidían en inculcarle profundos sentimientos religiosos a los que se mantuvo fiel toda su vida. Terciaria dominica, sintió especial apego a los jerónimos, de donde procedía el que habría de convertirse en su confesor y hombre de confianza, fray Hernando de Talavera. En Guadalupe, donde se había establecido el sepulcro de Enrique IV, ella se hizo reservar una celda, cara al altar mayor, a la que se retiraba a orar y meditar; la llamaba “mi paraíso”. Algunas de las decisiones importantes se tomaron precisamente en ese lugar.

Su actividad política resulta inseparable de la de su marido Fernando, a quien se puede asegurar que profesó profundo amor. Ella le definiría, pocas horas antes de su muerte, como “el mejor rey de España”. En ocasiones resulta imposible distinguir en las decisiones que se tomaron, el protagonismo de una y otro. Curiosamente fue el de este infante aragonés el primer nombre, en el amplio abanico de posibles esposos que se manejaron, cuando la infanta era solamente una pieza en posibles alianzas. El nombre fue rechazado por el marqués de Villena y los otros consejeros de Enrique IV, porque parecía significar el retorno de los infantes de Aragón. Fueron para ella duros los años de estancia en Arévalo, pues desde 1454 su madre presentaba ya signos acusados de locura. Además, durante este tiempo la menguada Corte de la Reina viuda pasaba estrecheces que contribuyeron a aumentar el espíritu ahorrativo de Isabel.

Mientras tanto, Enrique IV, en el momento mismo de comenzar a reinar, había contraído segundo matrimonio, tras divorciarse de Blanca de Navarra —hermanastra de Fernando—, alegando impotencia, con una pariente suya, Juana de Portugal. Matrimonio que, por la sentencia no confirmada en Roma y por las razones alegadas, era muy discutible en su legitimidad. Pasaron años sin descendencia, pero en 1461 Juana anunció que esperaba un hijo. Tendría más adelante otros dos, claramente adulterinos. Los rumores de la Corte negaban que Enrique pudiera ser el padre, dada la declarada impotencia. Para evitar peligrosas conspiraciones, Juana hizo traer a los dos infantes, Alfonso e Isabel, a la Corte. Los seis años en que Isabel estuvo alojada en el Alcázar de Segovia fueron definidos por ella como una prisión. Nació una niña, Juana, como su madre, a la que los calumniadores acabarían llamando “beltranica”, porque atribuían al valido Beltrán de la Cueva la paternidad. La Reina decidió que Isabel fuera una de las madrinas de bautismo, creando así vínculos espirituales, a los que la propia Isabel se sentiría luego obligada a responder. Como el derecho castellano daba preferencia a los varones, se produjo en la Corte una fuerte tensión y se comenzó a pensar en un matrimonio conveniente para Isabel. Juana prefería un candidato portugués, su propio hermano Alfonso V, ya viudo y de bastante edad.

Estalló la revuelta y los nobles proclamaron rey a Alfonso, negando a Enrique IV la legitimidad de ejercicio. El marqués de Villena propuso al Rey un arreglo: le proporcionaría los medios necesarios para liquidar el movimiento si casaba a Isabel con su propio hermano, Pedro Girón, maestre de Calatrava. De este modo, Girón se instalaba en la dinastía real, en un puesto en aquel momento lejano, en la línea de sucesión. Isabel, desolada, se puso de rodillas pidiendo a Dios que la ayudara en aquel trance. Curiosamente Girón enfermó y murió durante el viaje a la Corte para celebrar su boda. Así, cuando los rebeldes que reconocían al autotitulado Alfonso XII tomaron el Alcázar de Segovia y “liberaron” a Isabel, ella exigió un juramento: no se la casaría contra su voluntad. Podían proponerle candidatos, pero a ella, en último término, correspondería la decisión.

Los nobles negaban a Juana, “hija de la reina”, legitimidad de origen, pero recurrían con exceso a calumnias y otras falsedades vejatorias para el Rey. Enrique IV, demasiado dominado por Villena, que estaba con los rebeldes, accedió a negociar, porque no contaba con fuerzas suficientes para someter a los rebeldes. La base de la negociación consistía ahora en reconocer a Alfonso como sucesor bajo el compromiso de casarse con Juana. Estas negociaciones se vieron interrumpidas por la muerte del infante el 5 de julio de 1468. De acuerdo con el testamento de Juan II, Isabel pasaba a primera fila. Los nobles trataron de proclamarla reina, pero ella se negó; aunque estaba convencida de su propia legitimidad, dada la invalidez del segundo matrimonio de Enrique IV, no negaba en modo alguno que la legitimidad de origen pertenecía a éste. De nuevo el marqués de Villena indujo a Enrique IV a negociar, proponiéndole un plan muy complejo que alejaba definitivamente a los aragoneses y permitía restablecer la paz interior. Isabel sería reconocida como legítima heredera, obligándosela después a casar con Alfonso V, lo que le obligaría a residir, como reina, en Portugal y, al mismo tiempo, a Juana se la desposaría con el heredero de aquél, Juan, uniéndose de este modo los dos reinos y siendo ambas muchachas sucesivamente reinas. Isabel nada sabía de esta urdimbre. Las negociaciones culminaron el 18 de septiembre de 1468 con un acuerdo personal (Cadalso/Cebreros), estableciendo que la legitimidad correspondía a Isabel, no porque Juana fuese adulterina, sino porque Enrique IV “ni estuvo ni pudo estar legítimamente casado” con doña Juana. Todo el reino volvía a la obediencia de Enrique, cuya legitimidad la princesa nunca había puesto en duda. Esta última contraería posteriormente matrimonio con quien el Rey propusiera, y ella aceptara. El acuerdo se ejecutó al día siguiente en un acto celebrado en la explanada de Guisando. Enrique firmó una carta que aún se conserva, asegurando que Isabel era la única legítima sucesora, lo cual desautorizaba a Juana de un modo definitivo.

El plan secreto fue comunicado a los Mendoza, custodios a la sazón de la reina Juana, que iba a ser madre del primero de sus dos adulterinos. Se enviaron cartas a las ciudades, pero se evitó una convocatoria de Cortes, como figuraba también en el compromiso. Isabel rechazó la propuesta de matrimonio con Alfonso V, inconveniente para el reino, obligando a que se presentaran otros candidatos, y pudo recordar que Fernando había sido el primer nombre. A sus íntimos Chacón y Cárdenas reveló que “me caso con Fernando y no con otro alguno”. De este modo se cerraban las dos ramas de la dinastía y se lograba la incorporación de Castilla a la Corona de Aragón. Villena trató de impedir este matrimonio.

Ocultamente Fernando, que ya era sucesor en Aragón por muerte de su hermanastro el príncipe de Viana, entró en Castilla, llegando a Dueñas. Ambos príncipes —Fernando usaba título de rey de Sicilia— comunicaron en tono respetuoso a Enrique IV su propósito de casarse. El matrimonio tuvo lugar el 19 de octubre de 1469 en Valladolid y fue inmediatamente consumado. Dieron cuenta al Rey asegurándole que en nada se alteraba su fidelidad y obediencia. Pero el marqués de Villena, al ver desbaratados sus planes, propuso a Enrique IV repetir el acto de Guisando en otro lugar, reconociendo a Juana como sucesora, alegando que, por desobediencia, Isabel perdía sus derechos. Pero una vez establecida la no legitimidad de Juana, nada podía devolvérsela. En Val de Lozoya (26 de octubre de 1470) Enrique IV y su esposa juraron que Juana era hija suya y nacida de su unión. Isabel y su marido evitaron el recurso a las armas. Pero se ganaron la adhesión de Asturias y Vizcaya, los dos principales señoríos patrimoniales de la Corona, y muchas ciudades y la mayor parte de los nobles siguieron la misma conducta.

La principal decisión de apoyo vino del papa Sixto IV, que envió a la Península a su principal consejero, el valenciano Rodrigo Borja, futuro papa. Él, sobre el terreno, llegó a la decisión de que Fernando e Isabel eran, para la Iglesia, la mejor de las soluciones: se bendijo su matrimonio y se impidieron otros que hubieran podido hacer sombra. En las Navidades de 1473 Enrique IV operó una reconciliación, reuniéndose con Fernando e Isabel en Segovia, cuyo Alcázar, con el tesoro que encerraba, les fue entregado.

Se prometía para Juana un matrimonio digno, que la permitiera permanecer dentro del más alto nivel. De este modo, cuando, ausente Fernando por la guerra del Rosellón, murió Enrique IV (12 de diciembre de 1474), Isabel fue proclamada reina, sin que se produjese en las primeras semanas ninguna disensión. Los consejeros de Fernando, que no estaban convencidos de que una mujer pudiera reinar, reclamaron que se le entregara la Corona, siguiendo en esto las costumbres aragonesas. La querella quedó saldada mediante una sentencia arbitral que el cardenal Mendoza y el primado Carrillo elaboraron en Segovia: a falta de varón en la línea de sucesión, a la mujer correspondía ceñir la corona y reinar. Isabel compensó inmediatamente a su marido, firmando un documento que daba a éste los mismos poderes que ella misma, ausente o presente: en adelante todas las cosas se harían a nombre “del Rey y de la Reina”. Fueron cursadas órdenes a los cronistas para que así lo hicieran constar. Una curiosa anécdota pretende que, en el momento del nacimiento de Juana, el cronista Pulgar propuso escribir que “los reyes parieron una hija”. Las bromas son a veces muy reveladoras.

Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, se sintió defraudado: él había sido cabeza del bando isabelino y ahora le desplazaban los antiguos partidarios de Enrique IV. Uniéndose a los Pacheco (Villena) y a los Stúñiga, que temían verse despojados de señoríos que pertenecieran a los infantes de Aragón, reclamaron la ayuda de Portugal, que podía sentirse amenazado por esta unión de reinos, y promovió un alzamiento en favor de Juana, cuya madre fallecía en Madrid por estos mismos días. Juana, con trece años de edad, fue proclamada reina en Trujillo, concertándose su matrimonio con su tío Alfonso V, que le excedía en más de treinta años. El Papa nunca autorizó dicho matrimonio.

Pocos nobles y casi ninguna ciudad se sumaron al alzamiento, que fracasó, provocando una guerra entre Castilla y Portugal, que culminó con la victoria de Fernando en Toro el 1 de marzo de 1476. Evitando incurrir en represalias, Fernando e Isabel firmaron pactos con cada uno de los nobles, garantizando sus rentas, y negociaron ampliamente con Portugal. Los acuerdos de Alcáçovas (1479) sellaban una fraternidad con Portugal: la primogénita de los Reyes Católicos, Isabel, se casaría con el nieto de Alfonso preparándose para ser reina, y a Juana se la prometía con el príncipe de Asturias, recién nacido, garantizándosele una indemnización. Se reconocía el monopolio portugués a las navegaciones más allá del cabo de Bojador. En un gesto de dignidad, Juana rechazó el matrimonio —se la estaba tomando por una simple pieza— e ingresó en un monasterio, con disgusto para Isabel. En cambio, la infanta de este nombre se casaría por dos veces en Portugal y sería Reina, muy bien amada por sus súbditos. Con los linajes de nobles se establecieron acuerdos de los que, en puridad, no podían tener queja. De este modo, se completaba el programa de Enrique II respecto a las relaciones entre los reinos peninsulares y a la consolidación de la nobleza en los tres niveles. Uno de los principales errores de la historiografía del siglo XIX es presentar a Isabel como enemiga de la nobleza; se sirvió de ella, y la consolidó como élite social.

Terminada la guerra, Isabel y su esposo convocaron Cortes en Toledo (1480) —se habían celebrado ya otras en Madrigal—, donde se esbozó un ambicioso programa para el establecimiento de un orden institucional de la Monarquía. Sus leyes pueden considerarse como la primera constitución de ella. En estas Cortes se decidió establecer una definición concreta del poderío real absoluto, es decir, independiente de cualquier otro superior, ejercido en dos niveles, el del Rey y el de su sucesor el príncipe de Asturias. También se dispuso una codificación de todas las leyes vigentes para que Castilla dispusiese, como los reinos de la Corona de Aragón, de un código. Éste fue el Ordenamiento de Montalvo que, merced a la imprenta, pudo llegar a todos los rincones en donde se administraba justicia. Se logró una absorción completa de la deuda pública y se acometió un proceso de estabilización monetaria que fijaría las relaciones entre los dos patrones, oro y plata, asignando a las piezas acuñadas un precio que permanecería inalterable hasta el fin del reinado. Se mantuvieron sin variación los impuestos, y se renunció, en favor de la Hermandad general, a todas las ayudas y servicios extraordinarios que se solicitaban anteriormente a las Cortes.

Dos o tres años antes, en Guadalupe y en Sevilla, los Reyes celebraron importantes conversaciones con el nuncio de Sixto IV, Nicolás Franco. Coincidieron también con una asamblea del clero, en que abordaron los problemas de una reforma de la Iglesia extendida a sus miembros no religiosos. Con el nuncio se abordaron especialmente algunas líneas de actuación que marcaron el reinado. Aparte del fortalecimiento de la disciplina y del refuerzo de la fe como signo de unidad entre todos los súbditos que, por esta razón debían considerarse libres, entraban la eliminación del Reino de Granada, que se había independizado en rebeldía de la Corona de Castilla, a la que desde el principio perteneciera, la reforma de la Inquisición, introducida ya por Pío II a fin de acabar con las desviaciones de los falsos conversos, y la defensa del Mediterráneo frente a la amenaza turca. En 1480 se produjo el primer envío de barcos y tropas a Italia para colaborar en la recuperación de Otrantyo.

La Guerra de Granada, que se justificaba reclamando a los nazaríes que volvieran al vasallaje castellano, como en el siglo XIII, fue enfocada desde una estrategia de desgaste para lograr la capitulación, de modo que sólo Málaga fue combatida hasta una entrega sin condiciones; en los demás casos, se permitía a la población rendida conservar su fe en ciertas condiciones. Fernando e Isabel hicieron una especie de reparto de papeles: el Rey estaba con sus tropas en primera línea, tomando decisiones y haciendo alarde, pero la Reina sostenía los ánimos y allegaba recursos.

Por primera vez, Isabel organizó hospitales de campaña de gran eficacia. En determinados momentos, también ella acudía a la primera línea para estimular con su presencia a los combatientes. Al final, la resistencia se quebró. Algunos ilustres granadinos permanecieron recibiendo el bautismo y fueron incorporados a la nobleza. Boabdil recibió una muy fuerte compensación económica por sus propiedades y emigró a Marruecos en donde fue muy mal tratado.

Como Ladero Quesada ha podido demostrar documentalmente, la experiencia adquirida en esta guerra permitió crear un ejército real, partiendo, sobre todo, de las llamadas lanzas de la Ordenanza, pagadas directamente por el Estado, las unidades de las Órdenes Militares, y las compañías de la Hermandad general que procedían de los grandes municipios. Al término de la guerra, cumpliendo un programa previamente esbozado, se suprimieron los maestrazgos de las Órdenes Militares, que fueron asumidos por el propio Rey, pasando éstas a ser una de las dimensiones de la Corona. Los comendadores, nombrados por el Rey, se hallaban así bajo su directa dependencia. Los nombres de las órdenes han sobrevivido hasta nosotros como títulos para distintos regimientos. En este ejército se daba preferencia a la Infantería sobre la Caballería, con resultados satisfactorios, y se inició el desarrollo de una potente artillería que permitía culminar con éxito los asedios.

La entrega de la ciudad de Granada, en enero de 1492, marcó la que podemos considerar como la cúspide del reinado. Los cronistas afirmaron que se había remediado la “pérdida” del 711 y vieron en Isabel una restauradora de aquella Hispania. Este mismo año Nebrija entregó a la Reina el primer ejemplar de su Gramática, con las conocidas palabras de que “siempre fue la lengua compañera del Imperio”. Sin embargo, el Reino de Granada seguía contando con una población que era mayoritariamente musulmana. Isabel emprendió un intenso trabajo de adoctrinamiento para conseguir que se produjesen numerosos bautismos. Fray Hernando de Talavera ocupó la sede arzobispal, recién creada —el cristianismo había estado prohibido hasta entonces— y el Papa otorgó a los Reyes un derecho de patronato sobre las diócesis que se fueran creando, de modo que ellos escogían los obispos. Es el mismo sistema que se aplicaría luego en América, descubierta precisamente en ese mismo año.

La Inquisición, que se puede llamar “nueva” porque se insertaba en las estructuras del Estado, había comenzado a funcionar en Sevilla con dos jueces nombrados por los Reyes, los cuales actuaron con tanta dureza, que Sixto IV pensó que se había excedido en las concesiones, pensó por un momento en suspenderlas y acabó decidiendo devolver a la Orden dominicana el control de la misma. Hubo tensas negociaciones en las que Isabel intervino preconizando ceder, hasta que se llegó al acuerdo de nombrar un inquisidor general de quien dependiesen todos los jueces. Fue escogido fray Tomás de Torquemada, subprior de Santa Cruz de Segovia, sobrino de un famoso cardenal y persona de confianza para el Papa y la Curia vaticana, ante quien se reconocía un derecho de apelación.

La opinión de la Reina —aceptar las consignas del Papa— prevaleció en esta ocasión sobre la de su marido, si bien ambos dijeron haber obrado siempre de acuerdo. Muchas leyendas siniestras se han formado en torno a este personaje. Se debe, sin embargo, decir, a la vista de los documentos, que su línea de acción significó una evidente moderación en relación con el rigor de los últimos años. Esto no significa que no deba reconocerse un matiz desfavorable: la Iglesia, que es instrumento de perdón y reconciliación, se veía directamente comprometida en operaciones de represalia contra los que se consideraban peligrosos para el Estado. Pues la Monarquía se asentaba sobre el principio de que la religión católica era el signo de unidad y la condición indispensable para ser considerado súbdito y, en calidad de tal, recibir el status de libertad personal con los derechos naturales fundamentales. Y ahora, Torquemada, al ocuparse del problema de los falsos conversos que “judaizaban” pese a ser bautizados, recibió informes de otros inquisidores y los pasó a los Reyes. No era posible castigar las prácticas judaicas de algunos de estos conversos, cuando el judaísmo y su práctica se hallaban bajo la protección de la propia Corona. Prácticamente todos los reinos de Europa habían suprimido el judaísmo, siendo España una excepción y también un refugio para muchos emigrados de sus lugares de origen. Había que aplicar la doctrina enseñada por Ramon Lull: invitar a la conversión y prohibir luego la práctica de los que no la aceptasen. Los Reyes cedieron y Torquemada preparó el texto del Decreto de 31 de marzo de 1492, que daba un plazo para que cesase el culto judío en España. Abrabanel negoció con Isabel buscando una ampliación de los términos, pero la Reina hubo de desengañarle; se trataba de una opinión general. Los judíos tenían dos opciones: bautizarse integrándose en la comunidad con garantías frente a la Inquisición, o tomar sus pertenencias y emigrar. Isabel extendió luego una norma. Los que hubiesen salido, si tornaban para ser cristianos, podrían recobrar los bienes vendidos pagando por ellos el mismo precio que recibieron. Probablemente fueron bastantes los que se bautizaron, entre ellos el Rab mayor, Abraham Seneor y su familia, que fue integrada en la nobleza con el apellido Fernández Coronel. Pero, sin duda, fue muy superior el número de los que prefirieron el exilio; las persecuciones sufridas habían servido para fortalecer su fe.

Análogo proceso se ensayó con los musulmanes, objeto de adoctrinamiento, al que muchos resistieron. Se produjeron revueltas, ya que los granadinos sostenían que se estaban quebrantando los pactos y no se respetaba su libertad religiosa. Ante la revuelta, en 1501, los Reyes decidieron que todos debían bautizarse o emigrar. De este modo, se estableció como norma la unidad religiosa, que Isabel consideró como una gran ventaja para sus reinos, ya que de este modo cobraban solidez moral al someterse todos los súbditos a un mismo principio de autoridad. Desde su punto de vista, inserto en la fe, éste era el mayor bien que podía procurar a sus reinos, al abrirles las puertas que conducen, en definitiva, a la salvación. Es necesario colocarse en su posición para entender dicha política, si bien es necesario recordar también que comportaba alcanzar una meta de reconocimiento de la libertad y de los derechos naturales humanos para todos.

1492 contempla, pues, cuatro acontecimientos singulares, Granada, la Gramática de Nebrija, la expulsión de los judíos y América. En este último asunto, la participación de Isabel resultó decisiva. Fernando, más reflexivo y mejor informado, desconfiaba del proyecto de Colón, llegar a China desde las costas españolas, pues los expertos de su Corte lo juzgaban, con razón, imposible. Además, se mostraba reacio a las exigencias de aquel genovés que proyectaba construirse un señorío, sabe Dios de que límites, al otro lado del mar, usando para ello el dinero de la Corona. Las disponibilidades náuticas no permitían entonces viajes demasiado largos. Pero la intuición femenina triunfó esta vez de los recelos: valía la pena arriesgar los moderados recursos que se programaban —1.200.000 maravedís sería la aportación de la Corona— cuando se trataba de explorar posibles islas en el Atlántico al otro lado del espacio de reserva de Portugal. No hacía mucho tiempo que se hicieran los decisivos descubrimientos de Azores y Canarias, que estaban siendo incorporadas a la cristiandad. De este modo, gracias a Isabel, se abrió para la Monarquía española un nuevo horizonte. Pues islas se descubrieron en los primeros viajes.

Aunque no es posible separar la política preconizada por ambos Reyes, se puede decir que Fernando desempeñó un papel predominante al de su esposa en relación con la política exterior. Titular de la Corona de Aragón, aspiraba a lograr el cierre poderoso de todo el Mediterráneo occidental sustrayéndolo a la amenaza turca, instalando fortalezas en el norte de África y abriendo, por medio de la fuerza naval, las rutas de Rodas y de Alejandría, en donde se estableció un consulado catalán. Esta política se vería bruscamente interceptada por las pretensiones de los sucesivos reyes de Francia, Carlos VIII y Luis XII, que reclamaban para sí la lejana herencia de los angevinos y, en suma, una hegemonía sobre Italia, incluyendo el Reino de Nápoles. A Isabel le disgustó profundamente aquella guerra, que se prolongaría en el tiempo, pero apoyó a su marido con todos los recursos a su alcance: soldados veteranos de Granada, barcos y dinero castellanos demostraron aquí que la Monarquía española estaba en condiciones de ejercer una verdadera hegemonía sobre Europa. Otros medios castellanos se emplearon también en conseguir la recuperación económica de Cataluña. En este principado Isabel tuvo oportunidad de recibir muchas muestras de afecto.

Personalmente ella se volcó de modo especial en la política religiosa. Para ella la maduración y reforma del catolicismo romano eran tarea esencial. Así lo reconocieron los Papas y, por eso, Alejandro VI, a quien conocía desde su legación en España, le otorgó el título de Católica, compartiéndolo con su marido. En esta tarea pudo contar con tres importantes colaboradores: el cardenal Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo, el ya mencionado fray Hernando de Talavera, su confesor, y el franciscano de la observancia fray Francisco Jiménez de Cisneros, que sucedería al segundo como confesor y al primero en la sede arzobispal de Toledo. Para ella elaboraron un amplio programa.

Volviendo a ciertos puntos que ya se han insinuado, Talavera, que había intervenido en todos los asuntos importantes del reinado, pasó a ser prelado de Granada, en donde la Iglesia partía de un punto cero, con el encargo preciso de conseguir que el mayor número posible de musulmanes se convirtiera a la fe católica. Se trataba de invertir los términos. Fray Hernando, profundamente religioso, aunque desde dentro de la Orden jerónima, rehuyó cualquier clase de presión o de violencia; había que demostrar a la gente común que la verdad cristiana tenía todas las características necesarias para ser preferida a cualquier otra. Sus modos fueron tan humanos que los musulmanes, refiriéndose a él, llegaron a llamarle “el alfaquí santo”. El procedimiento tenía un inconveniente; era lento. Por eso en 1499, al asumir la dirección de la Iglesia en España, Cisneros convenció a la Reina de que había que cambiar el modo, presionando, en algunos casos con violencia. Así fue como se produjo la rebelión de la que con anterioridad se ha hablado. La pragmática de mayo de 1501, firmada por Fernando, prohibía la práctica de la religión musulmana en todos los reinos de Castilla. Se tomaron, además, medidas que dificultaban la emigración, evitando así una salida en masa. La norma no fue aplicada en los reinos de Aragón y de Valencia, produciéndose un trasiego, ya que aquí la nobleza no quería prescindir de esta valiosa mano de obra. Bautizados prácticamente a la fuerza en el ámbito castellano o supervivientes de un islamismo poco eficiente en los reinos de la Corona de Aragón, fueron identificados, en la conciencia hispánica como “moriscos”. De este modo nacía un problema, el de la simpatía de estos moriscos hacia los turcos, que persistiría hasta principios del siglo XVII, causando injusticias, molestias y pequeñas ocasiones de revuelta.

En el plano familiar, Isabel y Fernando tuvieron cinco hijos nacidos según este orden: Isabel, Juan, único varón, Juana, Catalina y María. Para la Reina fueron causa de experiencias muy amargas, que influyeron en el deterioro de su salud en los años posteriores a 1497. De acuerdo con los tratados de Alcáçovas, la mayor, Isabel, casó con el heredero de Portugal, Alfonso, a quien conocía, pues de niños vivieron en casa de su hija la condesa Beatriz de Braganza. De modo que al celebrarse la boda en 1491 se creó en torno a ellos la noticia de que estaban profundamente enamorados, cosa que al parecer era muy cierta; cuando Alfonso murió en 1491 de un accidente hípico, la viuda desgarró su velo, como una dama de la Corte de Arturo, y anunció que no volvería a casarse, haciendo vida religiosa. Sus padres consiguieron que rectificara: tenía que ser reina de Portugal, por lo que se casó en 1497 con Manuel, que había sucedido a Juan II. Al mismo tiempo se celebraba la doble boda de Juan y Juana con Margarita y Felipe, hijos de Maximiliano. Había que unir a los Habsburgo y a los Trastámara frente al poder de Francia.

El príncipe de Asturias, que había padecido siempre mala salud, falleció el 4 de octubre de 1497 sin descendencia, de modo que Isabel fue reconocida como sucesora, con disgusto de Felipe el Hermoso. Ella murió también al dar a luz a su hijo Miguel. Hasta 1500 este niño fue la gran esperanza de unión entre España y Portugal. Falleció también en dicho año, cuando Juana ya tenía un hijo varón al que llamaron Carlos, como al Temerario.

Consecuente con los principios que siempre defendiera, Isabel no dudó en ningún momento que Juana tenía derecho a sucederla en el Trono, y así fue reconocida y jurada por las Cortes en Toledo. Felipe no estaba conforme; compartía la doctrina francesa de que las mujeres deben transmitir los derechos a sus hijos o maridos. Quería, en consecuencia, ser rey. En el viaje que los nuevos príncipes de Asturias hicieron a España para ser jurados, Isabel y Fernando pudieron comprobar dos cosas: que la princesa Juana presentaba trastornos mentales, como su abuela, y que Felipe, ligado estrechamente a Francia, no mostraba hacia su esposa la debida corrección de conducta y la presionaba con dureza para que firmase un documento en que hiciera plena transmisión de sus funciones, pudiendo ser retirada de la escena. Estas circunstancias influyeron negativamente en la salud de la Reina, que ya estaba muy quebrantada, de modo que fallecería el 26 de noviembre de 1504, cuando contaba únicamente cincuenta y tres años de edad. Poco antes de morir, redactó un testamento que, contado entre las leyes fundamentales del reino, establecía, por primera vez en Europa, el reconocimiento de los derechos naturales humanos a todos los moradores de las islas y tierra firme recién descubiertas. Aunque conculcado muchas veces, como sucede con todas las leyes fundamentales que se promulgan, el principio se mantuvo en lo esencial, haciendo que América se constituyera en forma de reinos y no de colonias y se diera al principio de unidad religiosa el mismo valor que se le otorgaba en la Península. La Constitución de los Estados Unidos menciona en primer término el nombre de Dios. En ese mismo documento, Isabel, que acababa de expresar las elevadas cualidades de su marido, disponía que si Juana estaba ausente o no podía o no quería ejercer sus funciones, éstas fueran asumidas por Fernando, ya que así se lo habían solicitado las Cortes de Toledo. Esta cláusula no fue observada, porque Felipe el Hermoso, contando con el apoyo de una parte de la nobleza, lo impidió. Pese a todo, la temprana muerte de Felipe hizo que Fernando pudiera volver a sentarse en el Trono completando la obra de Isabel.

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