Profesora

Dra. Mafalda Victoria Díaz-Melián de Hanisch

lunes, 4 de enero de 2021

La Hispania Romana.


 Paula Flores Vargas;Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Álvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez;  Luis Alberto Cortés Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarse Reyes; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; Ricardo Matías Heredia Sánchez; Alamiro Fernández Acevedo;  Soledad García Nannig;


§2º.-La Hispania  Romana.

loba de roma

Parte I
Hispania romana.

(i).-Integración de la península en el mundo romano.

Se conoce como Hispania Romana a los territorios de la península ibérica durante el período histórico de dominación romana. El dominio de roma sobre hispana fue de 620 años. Unos siglos de dominación.
La integración de la península al mundo romano no se produce de la noche a la mañana, sino que dura varios siglos. Podemos considerar que a partir del primer desembarco, empiezan a darse las causas que permitirían el desarrollo del sistema jurídico hispano romano. A lo largo de este extenso periodo de siete siglos, tanto la población como la organización política del territorio hispánico sufrieron profundos e irreversibles cambios, y quedaría marcado para siempre con la inconfundible impronta de la cultura y las costumbres romanas.
De hecho, tras el periodo de conquistas, Hispania se convirtió en una parte fundamental del imperio romano, proporcionando a éste un enorme caudal de recursos materiales y humanos, y siendo durante siglos una de las partes más estables del mundo romano y cuna de algunos gobernantes del imperio.
El proceso de asimilación del modo de vida romano y su cultura por los pueblos sometidos se conoce como romanización. El elemento humano fue su más activo factor, y el ejército el principal agente integrador.

La conquista de Hispania por Roma.

La romanización de España por Roma empezó en el 218 a. C. Aníbal (cartaginés) destruyó la ciudad de Sagunto, aliada de Roma, y al frente de un poderoso ejército cruzó el río Ebro y los Pirineos y emprendió la marcha hacia Italia. 
Entonces los romanos planearon hacer una guerra contra los cartagineses en España. Los romanos, con una extraordinaria visión de la estrategia militar, mandaron a España un ejército bajo el mando de Cornelio Escipión. 
Éste desembarcó en Emporion y empezó la conquista de las tribus de Cataluña, conquista que se consiguió rápidamente después de la llegada de su hermano P. Escipión, que asentó su base militar en Tarraco, destinada a ser una de las capitales romanas de Hispania. 
Cuando ya estaban ocupadas las zonas ibéricas del levante y divididas las fuerzas de los dos hermanos, en el año 212 a. C., tomó por sorpresa Cartago Nova. Después de dos victorias en Baecula e Ilipa, logró expulsar a todas las tropas cartaginesas de la Península, e hizo un pacto con la cuidad de Gades en el año 206 a. C.. Después de someter algunas tribus rebeldes (ilergetas), fieles a los pactos con los cartagineses, dominó toda la zona propiamente ibérica, que ya había pasado del dominio cartaginés al de los romanos a causa de la Guerra Púnica.
Roma aplicó a los pueblos ibéricos y al territorio ocupado el derecho de conquista, comenzando una vergonzosa etapa de sistemática expoliación que causaría, en 197 a. C., una rebelión general de todos los pueblos ibéricos, exceptuando los ilergetas, que a causa de las anteriores represiones habían perdido su espíritu de resistencia. 
Roma mandó a Hispania al cónsul Marco Pocio Catón, quien, tras una durísima represión, en el transcurso de la cual fueron destruidos todos los núcleos semiurbanos y urbanos de Levante y Cataluña, dominó firmemente el territorio, que quedaría dividido en dos provincias: la Citerior y la Uterior (197 a. C.)
La Citerior, al Norte (la futura Tarraconense, con Tarraco por capital), y la Ulterior (al Sur), con capital en Córdoba. 
El gobierno de estas dos provincias correspondería a dos procónsules (llamados también pretores o propretores) bianuales (lo que a menudo resultará incumplido).
Ya el mismo 197 a. C. la provincia Citerior fue escenario de la rebelión de los pueblos íberos e ilergetes, que el procónsul Quinto Minucio tuvo dificultades para controlar. La provincia Ulterior, tras la rebelión de los turdetanos, escapó del control de Roma, muriendo su gobernador. 
Roma hubo de enviar en 195 a.C. al cónsul Marco Catón, quien cuando llegó a Hispania encontró toda la provincia Citerior en rebeldía, con las fuerzas romanas controlando sólo algunas ciudades fortificadas. Catón venció a los rebeldes en el verano de este mismo año y recobró la provincia pero no logró atraerse a sus naturales, ni a los celtíberos que actuaban como mercenarios pagados por los turdetanos y cuyos servicios necesitaba. 
Tras una demostración de fuerza, pasando con las legiones romanas por el territorio celtíbero, les convenció para que volvieran a sus tierras. La sumisión de los indígenas era aparente, y cuando corrió el rumor de la salida de Catón hacia Italia, la rebelión se reanudó. Catón actuó con decisión, venció a los sublevados y vendió a los cautivos como esclavos. Todos los indígenas de la provincia fueron desarmados.
 Catón regresó a Roma con un triunfo otorgado por el Senado y un enorme botín de guerra consistente en más de once mil kilos de plata, más de 600 kg de oro, 123.000 denarios y 540.000 monedas de plata, todo ello arrebatado a los pueblos hispánicos en sus acciones militares. Tal como había prometido a Roma antes de su campaña, «la guerra se alimentará de sí misma».
Otro procónsul de Hispania, Marco Fulvio combatió posteriormente otras rebeliones.
Se acometió después la conquista de Lusitania, con dos destacadas victorias: en 189 a. C. la obtenida por el procónsul Lucio Emilio Paulo, y en 185 a. C. la obtenida por el pretor o procónsul Cayo Calpurnio (esta última más que dudosa).
La conquista de la zona central, la región llamada Celtiberia, se acometió en 181 a. C. por Quinto Fabio Flacco. Éste venció a los celtíberos y sometió algunos territorios. Pero la empresa fue obra principalmente de Tiberio Sempronio Graco (179 a 178 a.C.) que conquistó treinta ciudades y aldeas, algunas mediante pactos y otras valiéndose de la rivalidad de los celtíberos con los vascones situados más al Norte, con los cuales probablemente concertó las alianzas necesarias para facilitar la dominación romana en la región de Celtiberia.
Quizás en esta época algunas de las aldeas o ciudades vasconas ya habían sido sometidas (o lo fueron posteriormente) pero una parte importante de los vascones debió acceder al dominio romano voluntariamente, por alianza. Tiberio Sempronio Graco fundó sobre la ciudad ya existente de Ilurcís la nueva ciudad de Graccuris o Gracurris o Graecuris (probablemente la actual Alfaro, en La Rioja, o la ciudad de Corella en Navarra), de estructura romana, donde parece ser que fueron asentados grupos celtíberos organizados en bandas errantes. 
Esta fundación se situaría en 179 a. C. si bien la referencia escrita es posterior. Se cree que la fundación de esta ciudad tenía como finalidad la civilización de la zona celtibérica y la difusión de la cultura romana.
Graccuris debía encontrarse en la zona que durante los siguientes años se disputaran celtíberos y vascones, zona que coincide en líneas esenciales con el Valle del Ebro. Probablemente a Tiberio Sempronio Graco hay que atribuir la mayoría de los tratados concertados con los vascones y los celtíberos. En general los pactos establecían para las ciudades o aldeas un tributo pagadero en plata o productos naturales. Cada ciudad o aldea debía aportar un contingente prefijado para el ejército. Solo algunas ciudades conservaron el derecho a emitir moneda.
Pero los habitantes de las ciudades sometidas por la fuerza no eran casi nunca súbditos tributarios: Cuando ofrecían resistencia y eran derrotados eran vendidos como esclavos. Cuando se sometían antes de su derrota total, eran incluidos como ciudadanos de su ciudad pero sin derecho de ciudadanía romana.
Cuando las ciudades se sometían libremente, los habitantes tenían la condición de ciudadanos, y la ciudad conservaba su autonomía municipal y a veces la exención de impuestos. Los procónsules (llamados también pretores o propretores), es decir los gobernadores provinciales, tomaron la costumbre de enriquecerse a costa de su gobierno. Los regalos forzados y los abusos eran norma general. En sus viajes el pretor o procónsul, y otros funcionarios, se hacían hospedar gratuitamente; a veces se hacían requisas. Los pretores imponían suministros de granos a precios bajos, para sus necesidades y las de los funcionarios y familiares, y a veces también para los soldados.
 Las quejas eran tan fuertes que el Senado romano, tras oír una embajada de provinciales hispanos, emitió en 171 a. C. unas leyes de control: Los tributos no podrían recaudarse mediante requisas militares; los pagos en cereales eran admisibles pero los pretores no podrían recoger más de un quinto de la cosecha; se prohibía al pretor fijar por sí solo el valor en tasa de los granos; se limitaban las peticiones para sufragar las fiestas populares de Roma; y se mantenía la aportación de contingentes para el ejército. No obstante, como el enjuiciamiento de los procónsules que habían cometido abusos correspondía al Senado a través del Pretor de la Ciudad, rara vez algún procónsul fue juzgado.

Viriato y la rebelión de Lusitania.

Probablemente fuera Lusitania la zona de la Península que más tiempo resistió el empuje invasor de Roma. Ya desde el año 155 a.C., el caudillo lusitano «Púnico» efectuó importantes incursiones en la parte de Lusitania dominada por los romanos, terminando con la paz de más de veinte años lograda por el anterior pretor Tiberio Sempronio Graco. Púnico que obtuvo una importante victoria frente a los pretores Manilio y Calpurnio, causándoles alrededor de 6.000 muertos.
Tras la muerte de Púnico, Caisaros tomó el relevo de la lucha contra Roma, venciendo de nuevo a las tropas romanas el año 153 a. C., y arrebatando a éstas sus estandartes, los cuales fueron triunfalmente mostrados al resto de los pueblos ibéricos como muestra de la vulnerabilidad de Roma. Por entonces, también los vetones y los celtíberos se habían unido a la resistencia, dejando la situación de Roma en Hispania en un estado de suma precariedad. Lusitanos, vetones y celtíberos saqueaban las costas mediterráneas, aunque en lugar de asegurar su posición en la Península, se desplazaron hacia el norte de África. Es en este año cuando llegan a Hispania los dos nuevos cónsules, Quinto Fulvi Nobilior y Lucio Mummio. La urgencia por restituir el dominio sobre Hispania hizo que los dos cónsules entraran en su cargo con dos meses y medio de anticipación. 
Los lusitanos desplazados a África fueron derrotados en Okile (actualmente Arcila, en Marruecos) por Mummio, que les forzó a aceptar un tratado de paz. Por su parte, el cónsul Serbio Sulpicio Galba había sometido a los lusitanos en la Península, muchos de los cuales fueron asesinados.
Nobilior fue sustituido al año siguiente (152 a. C.) por Marco Claudio Marcelo que ya había sido procónsul el 168 a. C. Éste fue a su vez sucedido el año 150 a.C. por Lucio Luculo, que se distinguió por su crueldad y su infamia.

El 147 a. C., un nuevo lÍder lusitano llamado Viriato vuelve a rebelarse contra el poder de Roma. Huido de las matanzas de Serbio Sulpicio Galba tres años antes, y reuniendo a las tribus lusitanas de nuevo, Viriato inició una guerra de guerrillas que desgastaba al enemigo, aunque sin presentarle batalla en campo abierto. Condujo numerosas incursiones y llegó incluso a las costas murcianas. 
Sus numerosas victorias y la humillación a la que sometió a los romanos le valieron la permanencia durante siglos en la memoria hispánica como el referente heroico de la resistencia sin tregua. Viriato fue asesinado sobre el año 139 a. C. por sus propios lugartenientes, muy probablemente sobornados por Roma. Con la muerte de Viriato desaparece también la última resistencia organizada de los lusitanos, y Roma continuaría adentrándose en la Lusitania, de lo que es buen testimonio el Bronce de Alcántara, datado en 104 a. C.



La guerra contra los pueblos celtíberos.

Entre el 135 y el 132 a. C., el cónsul Decimo Junio Bruto realizó una expedición hasta la Gallaecia (Norte de Portugal y Galicia). Casi simultáneamente (133 a. C.) fue destruida la ciudad celtíbera de Numancia, último bastión de los celtíberos. Éste sería el punto culminante de la guerra entre celtíberos y romanos, entre el 143 y el 133 a. C.; la ciudad celtíbera acabó siendo tomada por Publio Cornelio Escipión Emiliano, cuando ya el hambre hacía imposible la resistencia. Los jefes celtíberos se suicidaron con sus familias y el resto de la población fue vendida como esclavos. La ciudad fue arrasada.
Durante más de un siglo los vascones y celtíberos se disputaron las ricas tierras del Valle del Ebro. Probablemente la celtíbera Calagurris, hoy Calahorra, llevó el peso de la lucha, auxiliada por alianzas tribales; por parte vascona debía existir algún asentamiento medianamente importante situado al otro lado del Ebro, más o menos frente a Calagurris, que obtenía también el apoyo de los vascones de otros puntos. Seguramente los celtíberos llevaron la mejor parte en la lucha, y destruyeron la ciudad vascona, ocupando tierras al otro lado del Ebro.
Pero los llamados «celtíberos» eran enemigos de Roma, y los vascones eran (estratégicamente es lo más razonable) sus aliados. Cuando fue destruida Calagurris por los romanos, fue repoblada con vascones, probablemente procedentes de la ciudad vascona del otro lado del río, destruida tiempo antes por los celtíberos (que habrían ocupado sus tierras al Norte del Ebro), y por vascones de otros lugares.
Cuando el 123 a. C. los romanos ocuparon las islas Baleares, se establecieron en ellas tres mil hispanos que hablaban latín, lo que da idea de la penetración cultural romana en la Península en apenas un siglo.

Julio César y la guerra contra Pompeyo.

Julio César invade Hispania como parte de su guerra contra Pompeyo por el poder en Roma. Para entonces, Pompeyo se había refugiado en Grecia, y lo que César pretendía era eliminar el apoyo a Pompeyo en occidente y aislarle del resto del imperio. Sus fuerzas se enfrentan a las pompeyanas en la batalla de Ilerda (Lérida), obteniendo una victoria que le abriría las puertas a la Península.
 Finalmente, las fuerzas de Pompeyo serían derrotadas en Munda en 45 a. C. Un año más tarde, Julio César sería asesinado a las puertas del Senado de Roma, y su sobrino-nieto Cayo Julio César Octaviano, tras una breve lucha por el poder contra Marco Antonio, fue nombrado cónsul para, posteriormente, ir acumulando poderes que finalmente conducirían a la agonizante república romana hasta el imperio.
Hispania no fue ajena a las disputas políticas y militares de los últimos años de la República Romana, cuando Quinto Sertorio se enfrentó al partido de los aristócratas encabezado por Sila en 83 a. C. Al perder en Italia, Quinto se refugió en Hispania, continuando la guerra contra el gobierno de Roma y estableciendo todo un sistema de gobierno con capital en Huesca (Osca). Finalmente, fue Pompeyo quien, tras varios intentos de incursión en Hispania, terminó con Quinto Sertorio utilizando más la intriga política que la fuerza militar. Posteriormente sería el apoyo peninsular a Pompeyo el causante de una nueva guerra en Hispania entre seguidores de éste y los de Julio César. Esta guerra finalizó en 49 a. C. con la victoria de Julio César.




Julio César y la guerra contra Pompeyo.

Julio César invade Hispania como parte de su guerra contra Pompeyo por el poder en Roma. Para entonces, Pompeyo se había refugiado en Grecia, y lo que César pretendía era eliminar el apoyo a Pompeyo en occidente y aislarle del resto del imperio. Sus fuerzas se enfrentan a las pompeyanas en la batalla de Ilerda (Lérida), obteniendo una victoria que le abriría las puertas a la Península. Finalmente, las fuerzas de Pompeyo serían derrotadas en Munda en 45 a.C.
 Un año más tarde, Julio César sería asesinado a las puertas del Senado de Roma, y su sobrino-nieto Cayo Julio César Octaviano, tras una breve lucha por el poder contra Marco Antonio, fue nombrado cónsul para, posteriormente, ir acumulando poderes que finalmente conducirían a la agonizante república romana hasta el imperio.

Las Guerras Astur-Cántabras.

Durante el gobierno de César Augusto, Roma se vio obligada a mantener una cruenta lucha contra las tribus astures y cántabras, unos pueblos de guerreros que presentaron una feroz resistencia a la ocupación romana. El propio emperador hubo de trasladarse a Segisama, actual Sasamón, (Burgos), para dirigir en persona la campaña. 
Roma adoptó con estos pueblos una cruel política de exterminio que supuso la práctica extinción de esta cultura prerromana. Con el final de esta guerra terminarán los largos años de luchas civiles y guerras de conquista en los territorios de la Península Ibérica, inaugurando una larga época de estabilidad política y económica en Hispania.
Con esta guerra se puso fin a conquista de península ibérica. Roma conquisto toda península  ibérica al final. 

Factores que influyeron y facilitaron la romanización.

La conquista de los cartagineses primero y la acción romana después destruyeron totalmente la civilización ibérica, que de este modo desapareció en su momento más brillante, sin haber iniciado antes su decadencia. 
La carencia de unidad entre las tribus ibéricas y de una verdadera tradición política, que pudiera ser alegada como estímulo, facilitó la tarea igualitaria romana y aceleraron el proceso de romanización.
La ocupación romana de la Citerior y la Uterior necesitó la conquista de los territorios situados en interior, habitados por pueblos de muy distinto carácter, los celtíberos, que opusieron una tenaz resistencia y durante casi un siglo no dejaron completar el dominio romano de los territorios del interior. También en la zona occidental, la tribu de los lusitanos, a cuyo frente aparece Viriato, sostuvo una larga guerra (154- 138 a. C.) antes de someterse.
Las guerras celtíberas del 153- 151 a. C., que fueron dos, y la gran resistencia de Numancia (142- 133 a. C.) están entre las guerras más difíciles que tuvieron que superar las legiones romanas para la conquista de un territorio.
A lo largo de todo el siglo I a. C., hubo en Hispania muchas luchas políticas romanas, que varias veces intentaron explotar y resucitar el espíritu nacionalista indígena, pero que en realidad ayudaron directamente a fomentar un sentido de unidad territorial muy favorable al proceso de romanización.
Las guerras de Sertorio (78- 72 a. C.) y la posterior contienda entre César y Pompeyo, que acabó en la célebre batalla de Munda (45 a. C.), siguieron un proceso que no se completó hasta la guerra cántabra. Las tribus peninsulares vivieron de una forma pacífica, romanizándose poco a poco, estimuladas por la aparición de colonias de ciudadanos romanos, veteranos de las guerras, esta política fue desarrollada por César y Augusto la continuó.
En la época de Augusto, el dominio de toda Hispania exigió una nueva división del territorio y se hicieron tres provincias. Durante el reinado del emperador Claudio, las tres provincias de dividieron en conventos jurídicos.
En 214 d. C., el emperador Caracalla creó otra provincia, la Gallaecia. Y con Diocleciano se creó la Cartaginensis, a la que al principio se agregó la provincia insular Baleárica. Durante la época del Bajo Imperio todas las provincias se organizaron como una diócesis perteneciente a la prefectura de las Galias.
Los romanos hicieron en España numerosos monumentos y obras públicas muy importantes, como las calzadas y puentes, entre los que destacan el de Alcántara, sobre el río Tajo, en Cáceres. También hay restos de templos en Vich y Mérida y el puente de Alcántara.
Entre los edificios para espectáculos figuran el teatro, el anfiteatro, el circo de Mérida y el anfiteatro de Itálica.
También son importantes las murallas de Lugo, el acueducto de Segovia, la necrópolis de Carmona y la Torre de Hércules en la Coruña.

(ii).-Estructura política, económica y social de hispania.

Los romanos tenían visión del mundo en su ciudad (Urbe) y los territorios dominados por roma (Orbe). La península ibérica fue parte del Orbe Romano.
Durante el prolongado periodo de tiempo, del gobierno de Roma en Hispania se produjeron sustanciales cambios en las estructuras de gobierno, así como en las divisiones administrativas del territorio. 

Organización territorial de Hispania. 

Todo el territorios fuera de península italiana estaba divida en provincias. Dentro de estas provincias, se ejercía el gobierno desde una capital. 
Las provincias romanas eran gobernadas por un pretor, procónsul o cónsul, dependiendo de la importancia estratégica o la conflictividad de la misma. En el caso de Hispania y a lo largo de su historia, estas estructuras de gobierno se fueron alternando a medida que la conquista del territorio se hacía efectiva y, posteriormente, en función de la adaptación de cada provincia a las costumbres y modos de vida romanos.
Las provincias romanas se dividían a su vez en «conventus» o partidos jurídicos, con sede en las ciudades más significativas de la zona.

1).-División provincial de la república Romana.

Desde los primeros años de presencia romana en Hispania se establecieron dos provincias: la Citerior (cercana), al norte y este, y la Ulterior (lejana), al sur y al oeste peninsular.
 Aunque técnicamente dividían la Península Ibérica en dos mitades, en la práctica el dominio romano se centraba en la costa mediterránea, quedando la mayor parte de la Península controlada por los pueblos autóctonos (Los celtíberos, lusitanos, ilergetes y astures). 
Entre los años 218 a. C. y 205 a. C. en que los cartagineses fueron definitivamente expulsados del territorio hispánico, el poder político era ejercido desde la capital tarraconense, fundada durante la Segunda Guerra Púnica; y posteriormente, al crearse la primera división territorial entre las provincias Citerior y Ulterior, el centro de gobierno de la última pasaría a ser ejercido desde Corduba (la actual Córdoba).

2).-División provincial de Augusto.

El año 27 a. C. tras la conquista efectiva de la mayor parte de la Península, César Augusto divide Hispania en tres provincias, llamadas Baetica, Lusitania y Tarraconensis.
Mientras las provincias Tarraconensis y Lusitania eran provincias imperiales (lo que le suponía que era el propio emperador quien nombraba a sus gobernadores) debido a su mayor conflictividad, la Bética era una provincia senatorial, al ser menos conflictiva, y era el senado el que nombraba los gobernadores de esta última. 
Con pocos cambios, sería la división provincial de Augusto la que perduraría durante prácticamente todo el periodo imperial, ya que la siguiente gran división, la de Diocleciano, sucedería menos de cien años antes de la invasión de Hispania por las tribus bárbaras.

3).-División provincial de emperador Diocleciano.

A finales del siglo III, el imperio romano se desmoronaba, al menos la parte occidental del mismo. Tras las épocas de anarquía y guerras civiles, el emperador Diocleciano comprende que no es posible mantener cohesionado a un imperio de la magnitud del romano, por lo que decide dividirlo por primera vez en dos entidades independientes: el Imperio Romano de Occidente y el Imperio Romano de Oriente. 
Diocleciano queda a cargo de este último, mientras Maximiano gobernará el primero. Con todo esto, Diocleciano propone en 298 una nueva división administrativa para todo el imperio, lo cual afectará a Hispania en la creación de dos nuevas provincias: la provincia Cartaginensis y la provincia de Gallaecia.

Ejercito romano.

En Hispania había un Ejército romano que resguardaba  la provincia. 

El ejército romano se organizaba en Legiones y tropas auxiliares. 
Las legiones estaban formadas por 5 a 6 mil ciudadanos romanos, que se le llamaba conscripto cuando prestaban su servicio militar a civita romana.
Las tropas auxiliares son tropas formado por  peregrinos prestaban un servicio militar como tropa auxiliar a Roma.
Como premio cuando terminaban su servicio militar se concedía como premio la ciudadanía romana y también repartía parte del botín de guerra.
El mando del ejército les correspondía a los magistrados romanos (cónsules, Pretores, procónsules o propretores.) en periodo de republica.
En periodo del imperio el jefe del ejército es emperador y el mando directo de tropas lo ejercen sus representantes llamados “legati augusti”
Los gobernadores de provincias romanas mandaban localmente  a las tropas  romanas estacionadas en Hispania.
El emperador Dioclesiano separo las carreras administrativas civiles de las militares, creando funcionarios militares especiales que comandaban el ejército romano.
Una vez terminada guerra con Cartago y la ocupación de península, tuvo que dejar unas tropas en Hispania  para hacer guerra contra tribus cantábricas y astures.
Emperador Vespasiano dispuso permanencia de legión en ciudad de león para resguardar norte de iberia en contra tribus del norte.



La organización política local.

En la Hispania romana, cada ciudad y sus habitantes tenían un estatus jurídico diferente: había colonias, municipios y ciudades no romanas.
Para adoptar las instituciones romanas, las ciudades debían recibir antes el estatuto de municipium, lo que permitía a sus ciudadanos notables, tras el ejercicio de alguna magistratura, optar a la ciudadanía romana.
De entre éstas, algunas eran declaradas colonias romanas, es decir, parte integrante de la ciudad de Roma, y sus habitantes tenían por sí mismos el reconocimiento y los derechos de ciudadanía romana. Ser ciudadano de una colonia implicaba ser sujeto de derecho romano (con todos los derechos), aunque también había colonias de derecho latino (con algunas restricciones). En las colonias se aplicaban las mismas formas e instituciones de gobierno que en Roma.
Las primeras ciudades privilegiadas con el estatuto de colonia romana fueron:

  • 1).-Corduba (Corduba Colonia Patricia, actual Córdoba) en el 46 a. C. 
  • 2).-Tarraco (Colonia Iulia Vrbs Triumphalis Tarraconensis, actual Tarragona) en el 45 a. C. 
  • 3).-Carthago Nova (Colonia Vrbs Iulia Nova Carthago, actual Cartagena) en el 44 a. C. 

Ya durante el principado de Augusto se crean las colonias de:

  • 1º.-Emerita (Colonia Iulia Augusta Emerita, actual Mérida) en el 25 a. C. 
  • 2º.-Cesaragusta (Colonia Caesar Augusta, atcual Zaragoza) en el 14 a. C. 
  • 3º.-Astigi (Colonia Augusta Firma Astigi, actual Écija) en el 14 a.C. 
  • 4º- Illici (Colonia Iulia Ilici August, actual Elche). 
  • 5º.-Tucci (Colonia Augusta Tuccitana, actual Martos) 

La ciudad de Clunia (Colonia Clunia Sulpicia) fue ascendida al rango colonial durante el corto gobierno de Galba en el año 68 d C., y la ciudad de Italica (Colonia Aelia Augusta Italica) durante el mandato de Adriano.
Existen dudas sobre el estatus colonial de la ciudad de Gades (Cádiz). Las ciudades de Lucus Augusti (Lugo), Bracara Augusta (Braga) y Asturica Augusta (Astorga), importantes ciudades romanas y capitales de sus respectivos conventos jurídicos sólo alcanzaron el rango municipal.
Para alcanzar el estatuto municipal, una ciudad debía cumplir una serie de requisitos acerca de su urbanización, como contar con adecuados servicios públicos, adaptados a las costumbres y modo de vida romano. De ello debían encargarse principalmente los notables de dicha ciudad a través de las construcciones de tipo evergético destinadas a tal fin.
Una vez alcanzada la consideración de municipio, sus gobernantes debían seguir impulsando y desarrollando la ciudad sufragando obras de este tipo con el fin de obtener más privilegios sociales.

Las magistraturas locales.

La política local tenía su base en las magistraturas. Estas magistraturas, segmentadas en niveles, eran las encargadas del gobierno local. El periodo de vigencia de las magistraturas era de un año.
 De menor a mayor rango, las magistraturas se dividían en:

Cuestores.

Los cuestores eran los encargados de la recaudación y formaban el rango inferior de la magistratura. Los cuestores locales estaban en contacto con los provinciales para la administración de los impuestos. 

Ediles.

Encargados de la seguridad pública y de imponer sanciones, así como de la organización de los juegos y la regulación del funcionamiento de los mercados. 

Duoviros y Quattuorviros.

El «duunvirato» era el máximo rango en la magistratura local, los duoviros eran el también el máximo poder ejecutivo del municipio. Se encargaban de elaborar el censo de la designación de los jueces, la administración de las finanzas y del cumplimiento de los preceptos religiosos en la ciudad. 
Las magistraturas locales eran elegidas anualmente por sufragio entre los ciudadanos, y se elegían dos magistrados para cada una de ellas, es decir, dos cuestores, dos ediles y dos duoviros. En algunas ocasiones, los magistrados tenían derecho al veto sobre las decisiones de su colega.
Por otro lado, el acceso a la magistratura se encontraba limitado a aquellos ciudadanos cuya capacidad económica le permitiera hacer frente al pago de la «summa honoraria», una cantidad estipulada por ley de que debía gastarse en la organización de juegos, así como en otras actividades municipales, llamadas «evergéticas». Estas actividades consistían no sólo en la organización de espectáculos lúdicos, sino que incluían además la construcción de todo tipo de infraestructuras necesarias para el progreso urbano así como de templos y otros edificios de uso público.
 De estas actividades queda una nutrida constancia en la epigrafía repartida por toda Hispania, donde las familias importantes hacían constar su contribución al desarrollo de las ciudades. En el aspecto económico, las actividades desarrolladas por las magistraturas representaban un aporte fundamental para la economía de la zona debido a la redistribución de parte de la riqueza acumulada por estas familias.

La curia.

En determinados municipios, y dependiendo de su importancia, podía existir además una curia o senado local. La curia se elegía cada cinco años mediante la «lectio senatus», y estaba formado por aquellos ciudadanos que anteriormente hubieran ejercido las magistraturas locales, que al entrar en la curia recibían el nombre de «decuriones».

La reforma de Vespasiano.

Cabe destacar dentro de la política local romana la reforma efectuada por Vespasiano en 73 o 74 d C, promulgando en toda la Península el llamado «Edicto de Latinidad». Este edicto supuso que todas las ciudades de Hispania que aún se regían por estatutos «peregrinos» pasaron a convertirse en municipios de derecho latino. Por lo tanto, sus ciudadanos podían acceder a la ciudadanía romana tras el ejercicio de una magistratura.
Esta medida se enmarca dentro de la «Lex Flavia Municipalis», una reorganización general de las estructuras de gobierno local a lo largo y ancho del imperio que otorga las instituciones del derecho latino a todas las ciudades del mismo. Esto, más que una medida de gracia, se considera un intento de integrar a todos los territorios del imperio en una red contributiva más eficiente con el fin de incrementar los impuestos recaudados.
La reforma de Vespasiano tuvo más repercusión en el interior peninsular que en las áreas del levante y la Bética, donde la romanización de las instituciones se había producido en gran medida durante el periodo republicano y el gobierno de Augusto.

La vida económica.

La economía de Hispania experimentó una fuerte evolución durante y tras la conquista del territorio peninsular por parte de Roma, de tal forma que, de un terreno prometedor aunque ignoto, pasó a convertirse en una de las más valiosas adquisiciones de la República y el Imperio y en un puntal básico de la economía que sustentaba el auge de Roma.

La economía prerromana.

Anteriormente a la entrada de Roma en Iberia, la práctica totalidad de la península se basaba en una economía rural de subsistencia con poco o muy escaso tráfico comercial, excepción hecha de los mayores núcleos urbanos, ubicados sobre todo en la costa mediterránea, que sí mantenían un contacto regular con el comercio griego y fenicio.

La estrategia económica de la conquista romana.

Tradicionalmente habían circulado por todo el Mediterráneo las leyendas fenicias sobre las infinitas riquezas de Tartesos, y sobre cómo las expediciones comerciales regresaban de la costa hispana cargadas de plata. Indudablemente, estas historias contribuían a incrementar el interés de las potencias mediterráneas por la Península Ibérica.
Tras la derrota en la Primera Guerra Púnica, Cartago se vio agobiada por la pérdida de importantes mercados y por el tributo que debía pagar a Roma como compensación por la guerra. Con el fin de paliar esta situación, decidieron expandirse por la costa de Iberia, que hasta entonces quedaba fuera del área de influencia romana. Cartago, interesada sobre todo en obtener el beneficio rápido, explotó las minas de plata de Carthago Nova y del litoral andaluz, extrayendo importantes cantidades de este metal con el que se financiaría en gran parte la Segunda Guerra Púnica y la campaña italiana de Aníbal.
Por este motivo entre otros, uno de los primeros objetivos estratégicos de Roma al invadir la península fue arrebatar a Cartago las minas de Carthago Nova. En parte debido a la pérdida de estos recursos, y en gran parte debido al aislamiento en que había quedado, Aníbal tuvo que renunciar a la guerra en Italia en 206 a. C.
"Con la plata de las minas de Cartagena pagaron ellos sus mercenarios, y, cuando por la toma de ésta en 209 a.C. Carthago perdió estos tesoros, Aníbal ya no fue capaz de resistir a los romanos, de manera que la toma de Cartagena decidió también la guerra de Aníbal." SCHULTEN A. "Fontes Hispaniae Antiquae"

Tras la expulsión de Cartago, parte de los pueblos indígenas de Hispania quedaron obligados a pagar tributos a Roma a través de una intrincada red de alianzas y vasallajes. A pesar de ello, a lo largo de los siglos II a. C. y I a. C., Roma tuvo a los territorios de la Hispania aún no conquistada como un lugar propicio para el saqueo y la rapiña, rompiendo con frecuencia los tratados de paz que, como los acordados en tiempos de Sempronio Graco, habían permitido periodos prolongados de paz. El levantamiento de los pueblos celtíberos y lusitanos sólo sirvió para aumentar los ingresos de Roma a través de los inmensos botines de guerra obtenidos en campañas como las de Catón el Viejo.
Esta política de obtención de riquezas por la fuerza tuvo su continuidad en las campañas de Pompeyo y posteriormente de Julio César, de quien cuentan las crónicas que acudió no sólo a luchar contra Pompeyo, sino a lucrarse de la conquista para pagar a sus acreedores.
Mientras tanto, la costa mediterránea hispana, que había sido conquistada durante la guerra contra Cartago y rápidamente romanizada, comenzaba su expansión económica y comercial que pronto haría famosa a Hispania en el mundo romano.

La economía de la Hispania romanizada.

Además de la explotación de los recursos minerales, Roma obtuvo con la conquista de Hispania el acceso a las que probablemente fueran las mejores tierras de labor de todo el territorio romanizado. Por lo tanto, se hacía necesario poner aquellas tierras en explotación cuanto antes. Durante toda la dominación romana, la economía productiva hispana experimentó una gran expansión, favorecida además por unas infraestructuras viarias y unas rutas comerciales que le abrían los mercados del resto del imperio.

La circulación monetaria.

Uno de los más indudables símbolos de civilización que las culturas foráneas aportaron a Hispania fue la acuñación de moneda con el fin de facilitar las transacciones comerciales. Hasta entonces, los pueblos peninsulares basaban su economía en el trueque de productos, pero a principios del siglo III a. C., colonias griegas como Ampurias comenzaron la acuñación de monedas, aunque sin influencia más allá de sus límites territoriales.
Posteriormente, Cartago introduciría de forma más generalizada el uso de la moneda como forma de pago a sus tropas, antes durante la invasión romana; pero serían finalmente los romanos los que impondrían el uso de la moneda en todo el territorio hispánico, y no sólo de aquella moneda cuyo valor se basaba en el metal de la misma, sino de otras que, siendo de inferior valor que su aleación, estaban avaladas por el tesoro romano. 
De la abundancia de monedas halladas, sobre todo de aquellas de valor más pequeño, se extrae la conclusión de que el uso monetario estuvo ampliamente extendido a nivel cotidiano. Durante el periodo expansivo de Roma en Hispania, muchos pueblos de la Península acuñaron sus propias monedas con el fin de facilitar el pago de tributos y el comercio con el área bajo dominio romano.
Durante todo el periodo republicano, era el senado romano el que controlaba por completo la emisión de moneda a través de las magistraturas monetarias, aunque posteriormente, con el auge de los dictadores, su control se redujo a las monedas menores, pasando más tarde muchas de las CECAS a control imperial.
Una vez consolidado el poder romano en Hispania, fueron muchas las cecas que acuñaron moneda, como Tarraco (la primera de las CECAS romanas en Hispania), Itálica, Barcino, Caesaraugusta, Emerita Augusta, etc. Y a lo largo y ancho del Imperio, más de 400 cecas proporcionaron moneda a la mayor parte de Europa, el norte de África y Oriente Próximo.

Minería.

Sin duda, el primer interés de Roma en Hispania fue extraer provecho de sus legendarias riquezas minerales, además de arrebatárselas a Cartago. Tras el final de la Segunda Guerra Púnica, se encomendó a Publio Escipión «el Africano» la administración de Hispania, prestando una especial atención a la minería. Roma continuaría las prácticas de extracción que habían iniciado los pueblos íberos y que posteriormente los cartagineses mejorarían importando las técnicas usadas en el Egipto ptolemaico.
Ya que la propiedad de las minas era estatal, Roma creó las compañías «societates publicanorum», empresas públicas administradas por publicanos para la explotación minera. Estos publicanos, generalmente pertenecientes al orden ecuestre, se enriquecieron con rapidez y en gran abundancia, pero durante la dictadura de Sila, éste arrebató las minas a los publicanos, poniéndolas en manos de particulares y obteniendo con ello un gran beneficio económico y político. En tiempos de Estrabón (siglos Ia.C. – I d. C., durante la transición entre la República de los dictadores y el Imperio), se otorgaron pues concesiones de explotación a particulares. 
Este sistema permitió el rápido enriquecimiento de ciertas familias que, procedentes de Italia, se habían instalado en Hispania con este fin. En otros casos, las minas podían pertenecer a una ciudad (generalmente a una colonia). Los beneficios de las minas hispanas fueron inmensos y se mantuvieron durante todo el periodo de dominio romano de siete siglos, lo que convertía a Hispania en un puntal económico de Roma. Las crónicas expresan con bastante fidelidad las cifras de la producción minera, que ya en el siglo II a. C. eran de más de nueve millones de denarios anuales, mientras los botines de guerra del mismo periodo nunca fueron en total superiores a poco más de la tercera parte de esta cifra.
Con relación a los minerales, Roma extrajo con mayor interés plata, cobre y hierro. Aníbal había dado una gran vitalidad a las minas de plata de Carthago Nova. En los alrededores de Cartagena y Mazarrón, Roma continuó extrayendo plata, plomo, y otros minerales en grandes cantidades. Según Estrabón en las minas de plata de Carthago Nova trabajaban hasta 40.000 esclavos, reportando al pueblo romano 25.000 dracmas diarios.
También en la Bética, en la comarca de Ilipa (el mismo lugar donde Escipión infligiera una importante derrota a los cartagineses, en la margen occidental del río Betis, donde aún hoy existen importantes yacimientos mineros como los de Almadén de la Plata o Aznalcóllar, en Sevilla) y el mercurio de Almadén que dependía de Sisapo (Valle de Alcudia, Ciudad Real). De esta producción, además de los vestigios en los mismos yacimientos mineros, dan muestra los numerosos pecios submarinos en los cuales se han hallado lingotes de plata, plomo y panes de cobre con los sellos de los fundidores hispanos.
Otro importante mineral extraído en Hispania era el lapis specularis, un tipo de piedra de yeso especular traslúcido muy apreciado como mineral para la fabricación, a modo de cristal, de ventanas en Roma. Su principal área de explotación eran las actuales provincias de Toledo y Cuenca, siendo el centro administrativo de su producción minera la ciudad de Segóbriga, de la cual era el principal recurso económico.

Agricultura.

Tan pronto como se obtuvieron las primeras conquistas, las tierras de cultivo fueron repartidas entre las tropas licenciadas, siendo los terrenos medidos y repartidos para la colonización del territorio. Tradicionalmente, el trabajo del campo había sido idealizado por la cultura romana como la culminación de las aspiraciones del ciudadano. Los romanos impulsaron la legislación sobre propiedad de los terrenos, garantizando las lindes gracias a las técnicas de agrimensura y la «centuriación» de los campos. Esta política permitiría una rápida colonización de las tierras. 
Posteriormente, avanzado el siglo II a. C., se produciría la crisis del campesinado en todo el territorio bajo dominio romano, provocada por la ingente cantidad de esclavos que eran empleados en todos los sectores productivos, con la consiguiente caída en picado de la competitividad del pequeño campesinado.
 La crisis, a pesar de los fracasados intentos de reforma agraria de los tribunos Tiberio y Cayo Sempronio Graco, favorecería el fortalecimiento de los grandes latifundistas, poseedores de grandes extensiones de terreno dedicados al monocultivo y trabajados por esclavos. El pequeño campesino en muchas ocasiones se vería abocado a abandonar sus tierras y pasar a engrosar las filas de los cada vez más numerosos ejércitos romanos.

El olivar y el comercio de aceite.

Dentro de la producción agrícola hispana destacó ya desde el siglo II a.C. el cultivo de la aceituna, especialmente en el litoral mediterráneo tarraconense y bético. Durante el periodo de dominio romano, la provincia Bética se especializó en la producción de aceite de oliva dedicado a la exportación hacia Roma y hacia el norte de Europa.
De este comercio dan fe los numerosos yacimientos tanto submarinos como de restos de ánforas estudiadas en el «monte Testaccio». El monte Testaccio se originó como un vertedero de envases cerámicos procedentes del comercio que llegaba a Roma. Del tamaño alcanzado por dicho monte, que según los estudios está compuesto en un 80% de su volumen por ánforas de aceite de la Bética, se puede deducir la magnitud del comercio generado por dicho aceite, y por ende, la importancia que el cultivo del olivar tuvo en Hispania. 
Fue este sin duda el producto procedente de Hispania que en más abundancia se comercializó y durante un período más prolongado, y de hecho, aún hoy es la base de la agricultura del sur de la península ibérica.
Las ánforas de origen bético se han hallado, además de en el citado monte Testaccio (ya que la mayor parte de la producción de aceite se dirigiría hacia Roma hasta mediados del siglo III dC.), en lugares tan diversos como Alejandría e incluso Israel. Durante el siglo II dC., se produjo además un importante comercio de aceite con destino a las guarniciones romanas en Germania.
Dentro del comercio aceitero se destaca por la cantidad de ánforas aparecidas, tanto en el Monte Testaccio como en otros lugares, la localidad sevillana de Lora del Río, donde se ubicaba uno de los mayores exportadores de este producto, hoy estudiado en el yacimiento arqueológico de La Catria, aunque existieron a lo largo de la historia de la Hispania romana multitud de alfares y productores de aceite en toda la Bética así como en la zona de levante.

El cultivo de la vid y el comercio de vinos.

Respecto al cultivo de la vid, las fuentes clásicas comentan la calidad y cantidad de los caldos hispanos, algunos de ellos muy apreciados en Italia, mientras otros menos selectos eran destinados al consumo del gran público con menor poder adquisitivo. Este cultivo era producido de forma mayoritaria en los «fundus» (latifundios o lo que hoy se llamarían cortijos), que comprendían todos los procesos productivos del vino, en ocasiones incluyendo el trabajo de alfarería necesario para la producción de los envases.
 Debido al número de dichos «fundus» y a la producción total de los mismos, era posible mantener abastecido el mercado interior y exportar una considerable cantidad de excedente para el consumo de otras zonas del imperio.

Los tratados de Columela.

Dentro de las crónicas y tratados sobre la agricultura en Hispania hay que destacar la obra del gaditano Lucio Junio Moderato Columela, que en sus doce libros expone las características de la agricultura de su tiempo (siglo I dC), criticando aquellos defectos que a su entender malograban dicho sector, como el abandono del campo y el acaparamiento de tierras por parte de los grandes terratenientes. En dichos libros trata con extensión el cultivo del olivar y la vid.

  • 2º-La sociedad hispano romana.
El proceso de romanización de Hispania se caracteriza porque Roma nunca imponía su cultura o forma de vida por medio de la violencia. Siempre trataba de llegar a un acuerdo en el que a cambio de la sumisión a Roma (admitir la supremacía de Roma) se respetaba la organización social y política de los pueblos hispanos.

La transformación de las sociedades prerromanas.

No se puede considerar este aspecto de la romanización de Hispania como un bloque unitario, ya que la influencia romana fue recorriendo progresivamente la península en un prolongado periodo de dos siglos. Además, los pueblos prerromanos tenían un carácter muy diferente según su localización geográfica. Así, las zonas previamente bajo influencia griega fueron fácilmente asimiladas, mientras aquellos que se enfrentaron a la dominación romana tuvieron un periodo de asimilación cultural mucho más prolongado.
En este proceso las culturas prerromanas perdieron su lengua y sus costumbres ancestrales, a excepción del idioma euskera, que sobrevivió en las laderas occidentales de los Pirineos donde la influencia romana no fue tan intensa. La cultura romana se extendía conjuntamente con los intereses comerciales de Roma, demorándose en llegar a aquellos lugares de menor importancia estratégica para la economía del Imperio.
De este modo, la costa mediterránea, habitada antes de la llegada de los romanos por pueblos de origen íbero, ilergeta y turdetano entre otros (pueblos que ya habían tenido un intenso contacto con el comercio griego y fenicio), adoptó con relativa rapidez el modo de vida romano. Las primeras ciudades romanas se fundarían en estos territorios, como Tarraco en el noreste o Itálica en el sur, en pleno periodo de enfrentamiento con Cartago. Desde ellas se expandiría la cultura romana por los territorios que las circundaban.
Sin embargo, otros pueblos peninsulares no resultaron tan predispuestos al abandono de sus respectivas culturas, especialmente en el interior, donde la cultura celtíbera estaba bien asentada. El principal motivo para este rechazo fue la resistencia armada que estos pueblos presentaron a lo largo de la conquista romana, con episodios como Numancia o la rebelión de Viriato. 
Existía por lo tanto una fuerte predisposición al rechazo de las formas culturales romanas que perduraría hasta la conquista efectiva del territorio peninsular por las legiones de Augusto, ya en el año 19 a. C. En cualquier caso, la cultura celtíbera no sobrevivió al impacto cultural una vez que Roma se asentó de forma definitiva en sus territorios, y el centro de Hispania pasaría a formar parte del entramado económico y humano del Imperio.
Indudablemente, la civilización romana era mucho más refinada que la de los pobladores de la Hispania prerromana, lo cual favorecía su adopción por estos pueblos. Roma padecía además una fuerte tendencia al chovinismo que le hacía despreciar a las culturas foráneas, a las cuales denominaba en general «bárbaras», por lo que cualquier relación fluida con la metrópoli pasaba por imitar el modo de vida de ésta. Por otra parte, para la élite social del periodo anterior no resultó un sacrificio, sino más bien al contrario, convertirse en la nueva élite hispano-romana, pasando del austero modo de vida anterior a disfrutar de las «comodidades» de los servicios de las nuevas «urbis» y de la estabilidad política que el Imperio traía consigo. 
Estas élites ocuparon de paso los puestos de gobierno en las nuevas instituciones municipales, convirtiéndose en magistrados e incorporándose a los ejércitos romanos donde se podía medrar políticamente al tiempo que se progresaba en la carrera militar.
Roma impulsó en Hispania la repoblación, repartiendo tierras entre las tropas licenciadas de las legiones que habían participado en la guerra contra Cartago.
 También muchas familias procedentes de Italia se establecieron en Hispania con el fin de aprovechar las riquezas que ofrecía un nuevo y fértil territorio y de hecho, algunas de las ciudades hispanas poseían el status de «colonia», y sus habitantes tenían el derecho a la ciudadanía romana. No en vano, tres emperadores romanos, Teodosio I, Trajano y Adriano, procedían de Hispania así como los autores Quintiliano, Marcial, Lucano y Séneca.

Romanización cultural.

Se entiende por romanización de Hispania el proceso por el que la cultura romana se implantó en la península ibérica durante el periodo de dominio romano sobre ésta.
A lo largo de los siglos de dominio romano sobre las provincias de Hispania, las costumbres, la religión, las leyes y en general el modo de vida de Roma, se impuso con muchísima fuerza en la población indígena, a lo que se sumó una gran cantidad de itálicos y romanos emigrados, formando finalmente la cultura hispano-romana. La civilización romana, mucho más avanzada y refinada que las anteriores culturas peninsulares, tenía importantes medios para su implantación allá donde los romanos querían asentar su dominio, entre los cuales estaban:
La creación de infraestructuras en los territorios bajo gobierno romano, lo que mejoraba tanto las comunicaciones como la capacidad de absorber población de estas zonas. 
La mejora, en gran parte debido a estas infraestructuras, de la urbanización de las ciudades, impulsada además por servicios públicos utilitarios y de ocio, desconocidos hasta entonces en la península, como acueductos, alcantarillados, termas, teatros, anfiteatros, circos, etc. 
La creación de colonias de repoblación como recompensa para las tropas licenciadas, así como la creación de latifundios de producción agrícola extensiva, propiedad de familias pudientes que, o bien procedían de Roma y su entorno, o eran familias indígenas que adoptaban con rapidez las costumbres romanas. 

Urbanismo romano.

Aunque la influencia romana tuvo gran repercusión en las ciudades ya existentes en la península, los mayores esfuerzos urbanísticos se centraron en las ciudades de nueva construcción, como Tarraco (la actual Tarragona), Emerita Augusta (hoy Mérida) o Itálica (en el actual Santiponce, cerca a Sevilla).
Los municipios romanos o colonias se concebían como imágenes de la capital en miniatura. La ejecución de lo edificios públicos corría a cargo de los curatores operatum o eran regentados directamente por los supremos magistrados municipales.
Para emprender cualquier obra a cargo de los fondos públicos era necesario contar con la autorización del emperador. El patriotismo local impulsaba a las ciudades a rivalizar para ver cuál construía más y mejor, animando a los vecinos más pudientes de los municipios. La sed de gloria hacía que sus nombres pasasen a la posteridad asociados a los grandes monumentos.
Las obras públicas acometidas con fondos particulares no estaban sometidas al requerimiento de la autorización del emperador. Los urbanistas decidían el espacio necesario para las casas, plazas y templos estudiando el volumen de agua necesario y el número y anchura de las calles. En la construcción de la ciudad colaboraban soldados, campesinos y sobre todo prisioneros de guerra y esclavos propiedad del estado o de los grandes hombres de negocios

Tarraco.

La Tarraco romana tuvo su origen en el campamento militar establecido por los dos hermanos, consulares, Cneo y Publio Cornelio Escipión en 218 a. C., cuando comandaron el desembarco en la Peninsula Ibérica, durante la Segunda Guerra Púnica. Es recordando este primer vínculo por lo que Plinio el Viejo caracteriza a la ciudad como Scipionum opus, "obra de los Escipiones" (Nat.Hist. III.21, y termina "...sicut Carthago Poenorum"). Isidoro de Sevilla, aunque ya en el siglo VII d.C., es algo más explícito acerca del alcance de la obra escipionea: Terraconam in Hispania Scipiones construxerunt; ideo caput est Terraconensis provinciae (Etymol. XV.1.65).
En efecto, Tarraco fue desde el principio la capital de la más reducida Hispania Citerior republicana, y más tarde de la muy extensa y por ella conocida como Provincia Hispania Citerior Tarraconensis, a pesar de su notoria excentricidad con respecto a la misma. Posiblemente hacia el año 45 a. C. Julio César cambiaría su status por el de colonia de ciudadanos romanos, lo que se refleja en el epíteto Iulia de su nombre completo formal: Colonia lulia Urbs Triumphalis Tarraco, el mismo que mantendría durante el Imperio.

Emerita Augusta.

Emerita Augusta fue fundada en 25 a. C. por Publio Carisio, como representante del emperador Octavio Augusto como lugar de asentamiento de las tropas licenciadas de las legiones V (Alaudae) y X (Gemina). Con el tiempo, esta ciudad se convertiría en una de las más importantes de toda Hispania, capital de la provincia de Lusitania y centro económico y cultural.

 Itálica.

Itálica (situada donde hoy se emplaza la localidad de Santiponce, en la provincia de Sevilla) fue la primera ciudad puramente romana fundada en Hispania. Al finalizar la Segunda Guerra Púnica, Escipión «el Africano» repartió entre las legiones romanas parcelas de tierra en el valle del río Betis (actual Guadalquivir), de forma que, aunque Itálica nace como un hospital de campaña para los heridos de la Batalla de Ilipa, se convirtió posteriormente en un asentamiento de veteranos de guerra y luego en un municipio, en la margen oeste del río Betis en 206 a. C.
Es durante la época de César Augusto cuando Itálica consigue el status de municipio, con derecho a acuñar moneda; pero alcanza su periodo de mayor esplendor durante los reinados de los césares Trajano y Adriano a finales del siglo I y durante el siglo II, originarios de Itálica, que darían un gran prestigio a la antigua colonia hispánica en Roma. 
Ambos emperadores fueron particularmente generosos con su ciudad natal, ampliándola y revitalizando su economía. Adriano manda construir la nova urbs, la ciudad nueva, ciudad que sólo tuvo cierta actividad durante los siglos II y III.
También durante el gobierno de Adriano, la ciudad cambia su status de municipio para pasar a ser colonia romana, copiando de Roma sus instituciones. Es en este momento cuando pasa a llamarse Colonia Aelia Augusta Itálica, en honor del emperador. Por entonces, ya existía en el senado romano un importante grupo de presión procedente de la ciudad hispánica.

Carthago Nova.

Fundada alrededor del año 227 a.C. por el general cartaginés Asdrúbal el Bello con el nombre de Qart Hadasth ('Ciudad Nueva'), sobre un posible asentamiento tartésico de nombre Mastia. Situada estratégicamente en un amplio puerto natural desde el que se controlaban las cercanas minas de plata de Carthago Nova.
Fue tomada por el general romano Escipión el Africano en el año 209 a. C. en el transcurso de la segunda guerra púnica con el fin de cortar el suministro de plata al general Aníbal.
En el año 44 a. C. la ciudad recibiría el título de colonia bajo la denominación de "Colonia Urbs Iulia Nova Carthago" (C.V.I.N.C), fundada con ciudadanos de derecho romano o latino.
Augusto en 27 a. C. decidió reorganizar Hispania, de manera que la ciudad fue incluida en la nueva Provincia imperial Tarraconenesis, y entre Tiberio y Claudio, fue convertida en la capital del conventus iuridicus Carthaginensis.
Durante el mandato de Augusto, la ciudad fue sometida a un ambicioso programa de urbanización que incluyó, entre otras intervenciones urbanísticas, la construcción de un impresionante Teatro romano, el augusteum (edificio de culto imperial) y un foro.
Más adelante, en tiempos del emperador Diocleciano, fue convertida en la capital de la provincia romana Carthaginensis, desgajada de la Tarraconensis.

(iii).- La crisis del Bajo Imperio y fin de dominio romano.


La crisis del siglo III hace referencia a un período histórico del Imperio romano, de cincuenta años de duración, comprendido entre la muerte del emperador Severo Alejandro, en el año 235, y el acceso al trono del Imperio por parte de emperador  Diocleciano en el año 284.
 Es éste un período de profunda crisis, durante el cual se producen fuertes presiones de los pueblos exteriores al Imperio y una fuerte crisis política, económica y social en el interior del Imperio. Tanto en Italia como en las provincias irán surgiendo poderes efímeros sin fundamento legal, mientras que la vida económica se verá marcada por la incertidumbre de la producción, la dificultad de los transportes, la ruina de la moneda, etc.
De este período se han diferenciado dos subperíodos. El primero es el de la anarquía militar (235-268), en la que se produce una ausencia casi constante de una autoridad regular central duradera y durante la cual los soldados de los ejércitos fronterizos, de los limes imperiales, designan y eliminan emperadores a su voluntad. 
El descontrol es tal que varias provincias de occidente y oriente se escinden para formar el Imperio Galo y el Reino de Palmira respectivamente, en un intento de hacer frente con sus propios medios a los peligros exteriores que amenazan el Imperio.

El segundo periodo es conocido como el de los emperadores ilirios (268-284)

Tras los años anteriores de anarquía militar, en que la seguridad y la unidad del imperio se había visto gravemente comprometida, diferentes emperadores de origen ilírico y danubiano lograron reunificar el Imperio y sentar las bases para restablecer la situación.
Con el nombramiento de Diocleciano y el establecimiento primero de la Diarquía y después de la Tetrarquía, se da por superada la crisis del siglo III.

Historia.

Los problemas empezaron en el año 235, cuando el emperador Alejandro Severo fue asesinado por sus soldados a la edad de 27 años después de que las legiones romanas fueran derrotadas en la campaña contra la Persia sasánida. Mientras general tras general peleaba por el control del imperio, las fronteras fueron descuidadas y sujetas a frecuentes incursiones por parte de carpios, godos, vándalos y alamanes por el norte, así como de los sasánidas en el este.
Finalmente, en el año 258, los ataques fueron internos, cuando el imperio se dividió en tres estados separados que competían entre sí. Las provincias romanas de Galia, Britania e Hispania, por inspiración de sus guarniciones militares, se separaron para formar el efímero Imperio Galo, y dos años más tarde, en el año 260, las provincias orientales de Siria, Palestina y Egipto se independizaron tomando el nombre de Imperio de Palmira, con respaldo sasánida), dejando en el centro al Imperio romano propiamente dicho que estaba basado en Italia.
Una invasión por una gran hueste de godos fue derrotada en la batalla de Naissus en 268. Esta victoria fue significativa como punto de inflexión de la crisis, cuando una serie de enérgicos y duros emperadores-soldados tomaron el poder. Las victorias del emperador Claudio II el Gótico durante los dos años siguientes hicieron retroceder a los alamanes y recuperaron Hispania del Imperio Gálico. Cuando Claudio murió en el año 270 de la peste, Aureliano, que había comandado la caballería en Naissus, le sucedió como emperador y continuó la restauración del Imperio.
Aureliano condujo al imperio durante el peor periodo de la crisis, ocurrido durante su reinado (270-275) derrotando, sucesivamente, a vándalos, visigodos, palmirenos (véase Zenobia), persas y después a lo que quedaba del Imperio Gálico. Al final del año 274, el Imperio romano fue reunificado, y las tropas fronterizas volvieron a sus puestos. Más de un siglo transcurriría antes de que Roma perdiera otra vez el control sobre las amenazas externas. Sin embargo, docenas de ciudades antiguamente prósperas, especialmente en el Oeste, resultaron arruinadas, sus poblaciones se dispersaron, y debido al colapso del sistema económico la mayoría no pudieron ser reconstruidas. Las principales ciudades, incluyendo la propia Roma, se encontraron rodeadas de gruesos muros que no habían necesitado durante muchos siglos.
Finalmente, aunque Aureliano había jugado un papel significativo en la restauración de las fronteras del imperio y su protección contra amenazas externas, persistían los problemas fundamentales que habían causado la crisis inicialmente. En particular, el derecho de sucesión nunca había sido definido claramente en el Imperio romano y se había permitido legalmente una gran flexibilidad para que los emperadores pudieran adoptar personas adultas que heredarían supuestamente su poder, lo que condujo a continuas guerras civiles al proponer distintas facciones sus candidatos favoritos a emperador. 
Otro problema era el tamaño inmenso del imperio, que dificultaba el que un solo gobernante autocrático afrontara con efectividad múltiples amenazas simultáneas si es que carecía de una burocracia ágil y eficaz en cada provincia. Todos estos problemas continuos fueron afrontados radicalmente por Diocleciano, lo que permitió al imperio sobrevivir durante más de cien años en el oeste, y más de mil en el este.

Impacto económico.

Internamente el Imperio sufrió una hiperinflación causada por años de devaluación de la moneda. Esto había comenzado anteriormente, bajo los emperadores Severos, quienes aumentaron el tamaño del ejército en un cuarto y duplicaron la paga básica de los soldados. Al acceder al poder emperadores de reinados cortos necesitaban maneras de obtener dinero rápidamente para pagar el "bono de accesión" del ejército (prácticamente una recompensa para los soldados que habían apoyado al nuevo emperador), mientras que otros directamente sobornaban cuerpos de tropa para que mantuvieran fidelidad al nuevo régimen.
El Estado romano dependía fuertemente de los impuestos, pero éstos eran difíciles de cobrar en un imperio tan vasto y de hecho su recaudación era un proceso lento y complejo. Por tanto la forma más fácil en que un emperador podía recaudar dinero era simplemente reducir la cantidad de plata o de oro en las monedas y acuñar éstas con metales más baratos. 
Tal política era sumamente riesgosa, pues al igual que en todas las sociedades de su tiempo, la moneda romana dependía de su valor intrínseco como metal precioso y por ello debía guardar una proporción mínima de plata u oro para que conservara poder adquisitivo (lo cual explica que en dicha época las monedas de bronce y de cobre se reservaran para las piezas de menor poder adquisitivo).
La alteración de la moneda tuvo el efecto previsible de causar una inflación desbocada y al inicio del reinado de Diocleciano la antigua moneda del Imperio romano, el denario, casi había colapsado en su valor. Algunos impuestos ya empezaban a recolectarse en especie (si era posible) y los valores eran con frecuencia contados sólo nominalmente en oro y plata, los metales preciosos se habían convertido lentamente en moneda de cuenta debido a su escasez física, mientras que los sestercios de bronce y cobre se hacían mas comunes.
Los valores nominales del dinero continuaron figurando en las monedas de oro y plata, pero la moneda de plata, el denario, usado durante más de trescientos años del Imperio, desapareció en la práctica debido a que los emperadores procedieron a reducir agresivamente el valor de plata en las monedas, las cuales cada vez más estaban compuestas de cobre o bronce y perdían por ello su antiguo poder de compra. En el caso de la moneda de oro, el áureo acuñado ya en tiempos de Augusto, la proporción había sido la siguiente: 1 libra de oro = 40 áureos de oro = 1000 denarios = 4000 sestercios; no obstante, en el siglo III el emperador Caracalla cambió la proporción ordenando que de cada libra de oro se extrajeran 50 monedas, lo cual implicaba reducir en 20% la proporción de oro y devaluar la moneda.
Paulatinamente, a lo largo del siglo III los sucesores de Caracalla continuaron dicha política, reduciendo la composición del denario hasta un 50% de plata, pero manteniendo el valor facial de éste, trayendo su inevitable pérdida de valor y una consiguiente subida de precios. La moneda romana casi no tenía valor al iniciarse el siglo IV y el comercio se llevaba a cabo principalmente a través del intercambio. Todos los aspectos del estilo de vida romano se vieron afectados por esta situación, pues se perjudicaba el comercio y la pequeña industria.
Uno de los efectos más profundos y duraderos de la crisis del siglo tercero fue la disrupción de la extensa red comercial interna de Roma. Desde la Pax Romana, la economía del Imperio romano había dependido en gran parte del comercio entre los puertos mediterráneos y sobre el extenso sistema de carreteras romanas. Los mercaderes podían viajar de un extremo a otro del Imperio en pocas semanas en relativa seguridad, llevando productos agrícolas producidos en las provincias y artículos manufacturados producidos en las grandes ciudades del Este, e intercambiarlos por monedas de plata y oro realmente valiosas.
 Grandes haciendas producían cosechas para la exportación, y usaban los beneficios resultantes para importar comida y productos manufacturados, y esto creó una gran interdependencia entre los habitantes del Imperio al existir provincias especializadas en la producción de ciertos bienes por factores climáticos, demográficos, culturales, etc. El historiador Henry Moss describe la situación que existía antes de la crisis:

Sobre estas carreteras circulaba un tráfico que aumentaba continuamente, no sólo de tropas y funcionarios, sino de comerciantes, mercancías e incluso turistas. Se desarrolló rápidamente un intercambio de artículos entre las distintas provincias,que prontó alcanzó una escala sin precedente histórico y que no se repitió hasta hace pocos siglos. Metales de las minas de las altiplanicies de Europa occidental, pieles, lanas y ganado de los distritos pastoriles de Britania, Hispania y las costas del mar Negro, vino y aceite de Provenza  y Aquitania , madera, brea y cera del sur de Rusia y el norte de Anatolia, frutos secos de Siria, mármol de las costas del Egeo, y -lo más importante- grano de los distritos donde se cultivaba trigo en el norte de África, Egipto y el valle del Danubio para las necesidades de las grandes ciudades; todas estas mercancías, bajo la influencia de un sistema altamente organizado de transporte y comercialización, se movían libremente de un extremo a otro del Imperio.
Sin embargo, con la crisis del siglo tercero esta vasta red comercial se derrumbó pues dependía de una moneda transportable y con valor intrínseco real. El desasosiego difundido por la inflación hizo que los viajes de los comerciantes no fueran tan seguros como en el pasado al aumentar el número de salteadores y reducirse la seguridad dada por las legiones en muchas provincias. 
La crisis financiera hizo el intercambio muy difícil en tanto la depreciación de la moneda causó que los productores y comerciantes recibieran un dinero devaluado por sus productos y que a su vez los compradores requirieran mayores cantidades de ese mismo dinero devaluado para formar una masa de metal precioso con la cual comprar productos. Las transacciones comerciales entre las provincias del Imperio se redujeron muchísimo y esto llevó a cambios profundos que, de muchas maneras, presagiaban el carácter de la próxima Edad Media.
Los grandes terratenientes, incapaces de exportar con éxito sus cosechas a grandes distancias, comenzaron a producir comida para la subsistencia y el intercambio local. En vez de importar bienes manufacturados, empezaron a producir muchos productos localmente, con frecuencia en sus propias haciendas, dando comienzo así a la economía casera autosuficiente que se generalizaría en los siglos siguientes, alcanzando su forma final en el feudalismo, donde el metal precioso era cada vez más escaso y por lo tanto la moneda empezaba a desaparecer. 
La población libre de las ciudades, mientras tanto, empezó a desplazarse a zonas rurales en búsqueda de comida y protección debido a que el aumento de precios hacía cada vez más difícil obtener alimentos en las urbes para quienes no fuesen burócratas o soldados. Desesperados por la necesidad económica, muchos de estos antiguos habitantes de las ciudades, así como muchos pequeños agricultores, se vieron forzados a renunciar a derechos básicos para recibir protección de los grandes terratenientes. Los primeros se convirtieron en una clase de ciudadanos medio libres llamados "colonus". Estaban atados a la tierra y, gracias a reformas imperiales posteriores, sus puestos se hicieron hereditarios. Esto proporcionó un modelo temprano de servidumbre, que formaría la base de la sociedad medieval feudal.
Incluso las propias ciudades empezaron a cambiar de carácter. Las grandes ciudades abiertas de la antigüedad dieron paso lentamente a las ciudades amuralladas más pequeñas tan comunes en la Edad Media, por temor a los ataques externos y ante la falta de tropas imperiales que estuvieran dispuestas a guarnecerlas. Inclusive los antiguos comerciantes urbanos empezaron a arruinarse si su ciudad no era sede de alguna gran autoridad imperial, en tanto ésta era casi la única fuerza militar y económica capaz de asegurar la pervivencia del comercio. También numerosos aristócratas romanos abandonaban las ciudades de provincias para refugiarse en sus grandes propiedades rurales donde se hacían económicamente autosuficientes y podían mantener una autoridad efectiva sobre masas de campesinos, creando el embrión de los señores feudales de siglos anteriores.
Estos cambios no estuvieron restringidos al siglo tercero, sino que ocurrieron lentamente sobre períodos muy largos, y se vieron puntualizados por reveses temporales. Sin embargo, a pesar de las extensas reformas de emperadores posteriores, la red comercial romana nunca se recuperó por completo, y la vida urbana entró en una larga fase de decadencia incluso en la misma capital, Roma (en el siglo V sólo Bizancio conservaba el dinamismo de la típica gran urbe romana). La disminución del comercio entre las provincias las condujo a una "insularidad" creciente entre cada región del Imperio. 
Los grandes terratenientes, cuya autosuficiencia se había incrementado, prestaban menos atención a la autoridad central de Roma y eran abiertamente hostiles hacia sus recaudadores de impuestos, representantes de un Estado que en verdad no tenía fuerza para proteger a dichos terratenientes ni para imponer su autoridad. La medida de riqueza en este periodo empezó a tener que ver menos con la autoridad civil urbana y más con el control de grandes haciendas agrícolas.
 La población común perdió poder político y económico con respecto a la nobleza, y la clase media disminuyó hasta casi extinguirse en la mayoría de las urbes. La crisis del siglo tercero marcó así el comienzo de un largo proceso evolutivo que transformaría el mundo antiguo en el mundo medieval.

Los orígenes del régimen señorial en iberia.

En siglo III se inicio el origen del régimen señorial en Iberia, que tendría auge en época medieval y moderna. 
En este siglo se produjo en Imperio romano las siguientes crisis:

  • A)  Crisis política.
El emperador busca su legitimidad en la divinidad y además no está solucionado el problema de la sucesión al trono. Grandes conflictos sucesiones.
  • B)  Crisis económica.
La base de la economía es la agricultura y para que se desarrolle es necesaria la tierra. La propiedad de la tierra estaba muy difundida (minifundios). El sistema minifundista quiebra y se desarrolla el latifundismo.
 Este proceso de latifundización se explica por:
  • -La expansión máxima del imperio.
  • -La fuente de esclavos se estanca, al no ganarse más guerras. Esto provoca la elevación del precio del esclavo, con lo que solo los grandes propietarios pueden permitirse el lujo de pagarlos. 
  • -Roma necesita un gran ejército para defenderse de los germanos. Para pagarlo necesita mucho dinero, que recaudaba de los botines de las guerras. Al no vencer en más guerras, Roma se ve obligada a subir los impuestos (directos o indirectos). Esto repercute sobre todo en los pequeños posesores.
Los impuestos que se recaudaban dependían de:
  • -La cantidad que preveía gastar el emperador.
  • -La cantidad que quería recaudar (Indictio).
Si no se lograba recaudar lo que pedía el emperador, el encargado de recaudarlo (decurión), estaba obligado a ponerlo de su renta.
Los impuestos se cobraban a los vecinos y estos a cambio recibían la protección de Roma. Los ciudadanos huyen de las ciudades al campo para escapar de los impuestos. Los pequeños propietarios tenían dos posibilidades:

a) Vender sus tierras a los latifundistas. 

Cada vez son más poderosos los latifundistas y desaparecen los minifundistas. Los vendedores del terreno se quedan viviendo donde estaban aunque bajo el mando y protección del latifundista.
Seguir trabajando sus tierras, pero entregando parte de las cosechas a los latifundistas. Estos a cambio ofrecían protección.
Para evitar la huida de las ciudades, las autoridades romanas crean la adscripción forzosa a los oficios, que además era hereditaria (si el padre es carpintero, el hijo será carpintero). Con esta medida desaparece la libertad de trabajo y de movimiento. 
Aparece el régimen señorial, que suplanta las actividades del estado: 
  • -El señor feudal es el que administra justicia. 
  • -El señor feudal defiende a los colonos reclutando ejércitos.
  • -El señor feudal recauda impuestos por estos servicios (los colonos entregaban parte de sus cosechas).



ANEXO



Esclavitud romana.

Esclavas romanas.

La esclavitud siempre estaba presente en el mundo romano. Los esclavos trabajaban en los hogares, en la agricultura, en las minas, en el ejército, en los talleres, en la construcción y en muchos otros servicios. Hasta 1 de cada 3 habitantes de Italia o 1 de cada 5 en todo el imperio eran esclavos y sobre esta base de trabajo forzado se construyó todo el edificio del Estado romano.





La esclavitud como realidad aceptada.

La esclavitud, es decir, el dominio absoluto (dominium) de un individuo sobre otro, estaba tan arraigada en la cultura romana que los esclavos se volvieron casi invisibles y, desde luego, no había ningún sentimiento de injusticia en esta situación por parte de los gobernantes. La desigualdad en el poder, la libertad y el control de los recursos era una parte aceptada de la vida y se remonta a la mitología de Júpiter derrocando a Saturno. Como dice elocuentemente K. Bradley, "la libertad... no era un derecho general sino un privilegio selecto" (Potter, 627). Además, se creía que la libertad de algunos solo era posible porque otros estaban esclavizados. Por lo tanto, los ciudadanos romanos no consideraban la esclavitud como un mal, sino como una necesidad. El hecho de que los esclavos fueran tomados de los perdedores en la batalla (y de su posterior descendencia) era también una justificación útil y una confirmación de la (percibida) superioridad cultural de Roma y del derecho divino a gobernar sobre otros y a explotar a esas personas para absolutamente cualquier propósito.

Aparte del enorme número de esclavos tomados como cautivos de guerra (por ejemplo, 75.000 solo en la Primera Guerra Púnica), los esclavos también se adquirían a través de la piratería, el comercio, el bandolerismo y, por supuesto, como descendientes de esclavos, ya que un niño nacido de una madre esclava (vernae) se convertía automáticamente en esclavo, independientemente de quién fuera el padre. Los mercados de esclavos proliferaron, siendo quizás uno de los más notorios el de Delos, que era abastecido continuamente por los piratas cilicios. Sin embargo, los mercados de esclavos existían en la mayoría de las grandes ciudades, y en ellos, en una plaza pública, los esclavos desfilaban con carteles alrededor del cuello anunciando sus virtudes para los posibles compradores. Los comerciantes se especializaban en la mercancía, por ejemplo, un tal A. Kapreilius Timotheus comerciaba por todo el Mediterráneo.

El estatus de los esclavos

El número y la proporción de esclavos en la sociedad variaba en función de la época y el lugar; por ejemplo, en la Italia de Augusto la cifra llegaba al 30%, mientras que en el Egipto romano los esclavos solo representaban el 10% de la población total. Aunque la tenencia de esclavos era más amplia que en el mundo griego, seguía siendo una prerrogativa de las personas razonablemente acomodadas. Un modesto comerciante, artesano o veterano militar romano podía tener uno o dos esclavos, mientras que los más ricos podían tener cientos de ellos. Por ejemplo, en el siglo I d. C., el prefecto L. Pedanius Secundus tenía 400 esclavos solo para su residencia privada.

Los esclavos eran la clase más baja de la sociedad e incluso los criminales liberados tenían más derechos. De hecho, los esclavos no tenían ningún derecho y, desde luego, ningún estatus legal o individualidad. No podían crear relaciones o familias, ni poseer propiedades. A todos los efectos, no eran más que la propiedad de un dueño particular, como cualquier otra propiedad (un edificio, una silla o un jarrón), con la única diferencia de que podían hablar. El único momento en el que la sociedad romana se acercaba a la igualdad de todas las personas era durante las fiestas de Saturnalia, cuando, solo durante unos días, los esclavos gozaban de algunas libertades que normalmente se les negaban.
Para muchas de las élites romanas, los esclavos eran un símbolo de estatus y, por tanto, cuantos más (y más exóticos) se tuvieran, mejor, de modo que los romanos ricos aparecían muy a menudo en público acompañados de un séquito de hasta 15 esclavos.

Las funciones de los esclavos

La mano de obra esclava se utilizaba en todos los ámbitos de la vida romana, excepto en los cargos públicos. Además, los esclavos se mezclaban a menudo con la mano de obra libre, ya que los empleadores utilizaban cualquier recurso humano disponible y necesario para realizar un trabajo. Si no se encontraban suficientes esclavos o se necesitaban habilidades que solo podía proporcionar la mano de obra remunerada, entonces los obreros y los esclavos trabajaban juntos. En el sector agrícola, esta combinación de mano de obra era especialmente habitual, ya que el trabajo era estacional, de modo que en la época de la cosecha se recurría a la mano de obra pagada para complementar al personal esclavo, ya que mantener una fuerza de trabajo tan extensa durante todo el año no era económicamente viable.

La mano de obra esclava se utilizaba en todos los ámbitos de la vida romana, excepto en los cargos públicos.

Así pues, los esclavos eran empleados por particulares o por el Estado y se utilizaban en la agricultura (especialmente en los sectores del grano, la vid y el olivo), en las minas (sobre todo de oro y plata), en las industrias manufactureras, en el transporte, en la educación (donde aportaban sus conocimientos especializados en temas como la filosofía y la medicina al mundo romano), en el ejército (principalmente como portadores de equipajes y ayudantes de campamento), en las industrias de servicios (desde la alimentación hasta la contabilidad), en el hogar privado, en la industria de la construcción, en los proyectos de construcción de carreteras, en los baños públicos e incluso para realizar tareas en ciertos rituales de culto.
La suerte de los esclavos agrícolas (vincti) era probablemente una de las peores, ya que solían alojarse en edificios de barracas (ergastula) en condiciones precarias, similares a las de una prisión, y a menudo estaban encadenados. Pompeya ha revelado estas cuadrillas de trabajo encadenadas tanto en la muerte como en la vida. Otros restos óseos de Pompeya también han revelado la artritis crónica y la distorsión de las extremidades que solo podían haber sido producidas por el exceso de trabajo y la desnutrición extrema.

Ganar la libertad

Al menos para una pequeña minoría, existía la posibilidad de que un esclavo alcanzara la libertad para convertirse en un hombre o mujer libre, y los propietarios de esclavos explotaban este deseo al máximo. Numerosas referencias antiguas, tanto en la literatura como en el arte, a la existencia de esclavos liberados dan cuenta de la posibilidad de la manumisión. La libertad podía ser concedida por el propietario, pero en la mayoría de los casos la compraban los propios esclavos, lo que permitía al propietario reponer su mano de obra. La libertad podía ser absoluta o estar limitada e incluir ciertas obligaciones para con el antiguo propietario, como los derechos de herencia o el pago de una parte (statuliber) de sus bienes ganados (peculium). El esclavo liberado solía adoptar los dos primeros nombres de su antiguo amo, lo que ilustra que la manumisión era poco frecuente, ya que el apellido tenía una gran importancia en la sociedad romana, por lo que solo podía "llevarlo" el individuo de mayor confianza.
Los hijos de una mujer liberada no tendrían ninguna limitación en sus derechos (aunque el estatus social podría verse afectado en términos de reputación). Además, los antiguos esclavos podían convertirse en ciudadanos (especialmente a partir de la época de Augusto) e incluso llegar a ser ellos mismos propietarios de esclavos. Un ejemplo famoso fue el liberto C. Caecilius Isidorus, que llegaría a poseer más de 4000 esclavos. Este premio a la libertad y a la reintegración en la sociedad también fue utilizado por los propietarios y la autoridad para convencer a los esclavos de los beneficios de trabajar duro y de manera obediente.

Rebeliones de esclavos

Hay indicios de que los esclavos eran mejor tratados en la época imperial, ya que al haber menos guerras los esclavos estaban menos disponibles y, por lo tanto, aumentaba su valor, y se reconocía que el trato severo era contraproducente, por lo que incluso había leyes que prohibían que los propietarios fueran excesivamente crueles. Sin embargo, en la práctica, cabe imaginar que los propietarios eran libres de tratar su propiedad como mejor les pareciera y la única limitación real era el deseo de mantener el valor del bien y no provocar una reacción drástica y colectiva de los esclavizados. De hecho, se escribieron tratados en los que se aconsejaban los mejores métodos de gestión con respecto a los esclavos: qué alimentos y ropa eran los mejores, cuáles eran los métodos más eficaces de motivación (por ejemplo, dar tiempo libre o mejores raciones de comida) y cómo crear divisiones entre los esclavos para que no formaran peligrosos grupos de protesta.
Sin embargo, a veces estos cuidadosos planes y estrategias resultaban ineficaces y los esclavos podían volverse contra sus dueños. Sin duda, los ejemplos más famosos de este tipo de levantamientos fueron los protagonizados por Eunus en Sicilia en el 135 a.C. y Espartaco en el sur de Italia en el 73 a.C., pero los esclavos podían protestar contra su suerte en la vida de formas mucho más sutiles, como trabajar más despacio, robar, ausentarse y sabotear. No tenemos registros del punto de vista de los propios esclavos, pero no es difícil imaginar que, frente a los riesgos personales y a las relaciones que uno podría haber desarrollado, no había mucho que un esclavo pudiera hacer para cambiar su suerte, aparte de esperar que un día se pudiera ganar legítimamente la libertad.
El caso de Espartaco, por tanto, fue un caso inusual pero espectacular. No se trataba de un intento de derrocar todo el sistema de esclavitud, sino más bien de las acciones de un grupo de descontentos dispuestos a correr el riesgo de luchar por su propia libertad. Espartaco era un gladiador tracio que había servido en el ejército romano y se convirtió en el líder de una rebelión de esclavos que comenzó en la escuela de gladiadores de Capua. Completando su número con esclavos de los alrededores (e incluso algunos trabajadores libres) se reunió un ejército que contaba con entre 70.000 y 120.000 personas. Sorprendentemente, el ejército de esclavos derrotó sucesivamente a dos ejércitos romanos en el año 73 a.C. Luego, en el 72 a.C., Espartaco derrotó a ambos cónsules y se abrió paso hasta la Galia Cisalpina. Puede que la intención de Espartaco fuera dispersarse en este punto, pero como sus comandantes prefirieron seguir asolando Italia, volvió a desplazarse hacia el sur. Siguieron más victorias pero, defraudado por los piratas que le habían prometido el transporte a Sicilia, la rebelión fue finalmente aplastada por Marco Licinio Craso en Lucania en el 71 a.C. Espartaco cayó en la batalla y los 6000 supervivientes fueron crucificados en un mensaje contundente a todos los esclavos romanos de que cualquier posibilidad de conseguir la libertad mediante la violencia era inútil.

Conclusión

Todo el aparato estatal y cultural romano se basaba en la explotación de una parte de la población para mantener a la otra. Considerado como una mera mercancía, el buen trato que recibía un esclavo era, en gran medida, solo para preservar su valor como trabajador y como activo en caso de futura venta. Sin duda, algunos propietarios de esclavos eran más generosos que otros y existía, en algunos casos, la posibilidad de ganarse la libertad, pero la dura realidad cotidiana de la gran mayoría de los esclavos romanos era ciertamente poco envidiable.




Introducción histórica a Hispania.

Según Estrabón, la primera ciudad de Iberia fue Gadir, que habría sido fundada por gentes de Tiro poco después de la Guerra de Troya. La tradición literaria antigua sitúa esta fundación en torno al año 1104 a. C., una fecha imposible de mantener hoy con criterios arqueológicos, pues las más antiguas evidencias de una colonización oriental estable en Hispania sólo llegan a finales del siglo IX o comienzos del VIII a. C.

En los años en que las fuentes antiguas sitúan la primera presencia de colonos mediterráneos en Hispania, aún conocida entonces como Iberia, en el suroeste de la Península Ibérica se había desarrollado una cultura de bases mineras, agrícolas y ganaderas que conocemos con el nombre de Tartessos. Su fuerza residía en el importante control de los recursos naturales del territorio y de las rutas comerciales, lo que permitió una concentración del poder que daría lugar a la creación de una monarquía respaldada por una aristocracia que se convertiría luego en interlocutora de los nuevos colonos llegados a la Península Ibérica. La cultura tartéssica se extendería luego a gran parte del mediodía peninsular, caracterizándose por el influjo orientalizante de su cultura material; entre sus logros se encuentra la llamada escritura tartéssica, que hizo su aparición hacia el año 700 a. C. y cuyos testimonios más antiguos proceden de Huelva y Medellín.

Entre los siglos VIII y VII a. C. los fenicios conducidos por el oráculo de Tiro establecieron en el sur de la Península Ibérica un gran número de factorías comerciales costeras. Las desembocaduras de los ríos de Granada, Málaga y Cádiz vieron crecer este tipo de emplazamientos caracterizados por la presencia de almacenes e instalaciones pensadas para el comercio, con embarcaderos próximos y con una fácil comunicación terrestre hacia las tierras del interior peninsular. Su función era básicamente comercial y sirvieron para dar salida hacia los mercados mediterráneos de los minerales y los recursos de Iberia, al tiempo que facilitaron la llegada a los establecimientos indígenas de las manufacturas orientales que pronto permitirán hablar de una orientalización de las culturas indígenas del sur de la Península Ibérica. El prototipo de estos centros, aunque no el más antiguo, es Toscanos, en la desembocadura del río Vélez (Málaga), establecido hacia el año 725 a. C.


También el mundo griego mostró interés por participar en la comercialización de los recursos naturales de Hispania. Además de noticias aisladas como la del viaje de Coleos de Samos a Tartessos hacia el año 630 a. C., sabemos que algunos productos del ámbito griego venían en barcos fenicios. Sin embargo, la presencia real de colonos se restringió a la costa de Gerona, y no es anterior al año 600 a. C.; en torno a esa fecha los colonos procedentes de Massalia (Marsella) fundaron la palaiapolis de Emporion, situada en lo que es hoy Sant Martí d'Empùries, junto a L'Escala (Girona); más de un siglo después se fundaría la colonia de Rhode (Rosas, Girona). La presencia helénica no se limitaría a las fundaciones coloniales, pues sabemos que la fachada mediterránea de la Península Ibérica dispuso de puntos de comercio sin forma urbana que darían lugar a algunos topónimos griegos.

Mientras en la costas del sur y levante se multiplicaban los contactos con las gentes venidas del mundo fenicio y griego, en la Península Ibérica fue tomando forma un complejo mosaico étnico de culturas indígenas. En muchas de ellas es visible una fuerte tradición céltica de procedencia europea que se manifiesta en los nombres de sus dioses, en las costumbres, en la cultura material, etcétera; estas etnias ocuparon las amplias tierras del interior de Hispania, el norte cantábrico, el noroeste y la mitad septentrional de la actual Portugal. Denominados habitualmente en la bibliografía como pueblos de tradición indoeuropea en Hispania, entre ellos se encuentran los Celtíberos, Carpetanos, Vettones, Vacceos, Astures, Vascones, etcétera, por citar sólo algunos. La actual Andalucía y el Levante estaría poblada por las culturas indígenas que habían tenido un contacto directo con los colonizadores o que habían recibido sus influjos comerciales; así, en el mediodía peninsular el antiguo solar tartéssico sería ocupado por los Turdetanos, mientras que en el Levante mediterráneo encontraremos las diferentes culturas ibéricas, con importantes diferencias entre ellas de sur a norte.

A partir del año 237 a. C. Hispania entró en la historia de Roma de forma indirecta. Cartago, vencida por Roma en la Primera Guerra Púnica, trasladó en ese año a Hispania un contingente militar que, sucesivamente dirigido por los miembros de la familia de los Bárquidas (Amílcar, Asdrúbal, Aníbal), permitió a los cartaginenses crear un amplio dominio en Hispania, principalmente restringido a la actual Andalucía; el objetivo de esta ocupación fue la puesta en explotación y aprovechamiento de los importantes recursos minerales peninsulares, principalmente la plata del área de Cartagena y de las estribaciones de Sierra Morena. La aventura bárquida en Hispania, cuyo epílogo fue la Segunda Guerra Púnica, se prolongó durante 30 años y finalizó en el 206 a. C.

A raíz de la presencia cartaginesa, y en el marco de su naciente expansión ultramarina, el estado romano puso sus ojos en Hispania a finales del siglo III a. C. Las tropas desembarcadas en la Península Ibérica el año 218 a. C. al mando de los Escipiones desalojarían de Hispania a los cartagineses el año 206 a. C., abriendo las puertas a la conquista y a la ocupación romana del territorio peninsular durante varios siglos. La vieja Iberia pasó a llamarse Hispania en la documentación oficial de los nuevos ocupantes y el territorio conquistado fue dividido en dos provincias, Citerior y Ulterior, cuyos límites fueron variando hasta la época de Augusto.

Desde el año 206 a. C. Hispania asimiló progresivamente la cultura romana en todas sus manifestaciones, de modo que la lengua latina, la arquitectura, la religión o los hábitos cotidianos se fueron afianzando en el territorio y sustituyeron progresivamente a los elementos de las culturas locales. Este proceso conocido como romanización fue una lenta y gradual asimilación que empezó, naturalmente, en las zonas inicialmente conquistadas por Roma, es decir, el levante y el mediodía peninsular; entre los siglos II y I a. C. llegó paulatinamente a las tierras interiores de Hispania y a amplias zonas del norte y el noroeste.

La presencia de Roma produjo importantes cambios en la estructura urbana de Hispania. Muchas de las antiguas ciudades se transformaron para adaptarse a los modelos romanos, mientras que el importante proceso de promoción de nuevos municipios y colonias, especialmente con César y Augusto, hizo que el número de ciudades organizadas con instituciones romanas creciera de forma importante.

Principalmente desde Augusto (27 a. C. - 14 d. C.), pero ya antes en algunas ciudades, el derecho romano se extendió a todos los ámbitos de la vida pública de Hispania y las costumbres cotidianas de los romanos se generalizaron en la vida privada. Al mismo tiempo, las transformaciones urbanas y la progresiva construcción de templos, termas o teatros permitieron a los habitantes de las ciudades vivir en un marco físico adecuado a las nuevas pautas culturales. Esta renovación urbana fue acompañada de una progresiva extensión de los privilegios de ciudadanía, que experimentó un fuerte crecimiento en época de Vespasiano (69-79 d. C.).

Desde la época de Augusto, Hispania estuvo dividida en tres provincias: Tarraconense o Citerior, con capital en Tarraco (Tarragona), Baetica con capital en Corduba, y Lusitania, con su capital en Augusta Emerita (Mérida). Cada una de estas provincias fue subdividida en conventus, destinados a facilitar las relaciones entre administradores y administrados, de los que hubo 14 en Hispania. Con pequeñas alteraciones, esta fue la estructura vigente durante el Principado, es decir, entre Augusto y el siglo III d. C.

Hispania fue para Roma una importante fuente de recursos económicos. La riqueza minera permitió la exportación de cantidades importantes de plata, cobre, cinabrio sin depurar e incluso oro. Los campos hispanos, principalmente de la Baetica, suministraron importantes cantidades de aceite que llegaban regularmente al puerto de Ostia; el trigo de las grandes extensiones cerealistas de la Meseta tenía también como destino frecuente Italia, etcétera. La conquista realizada por Roma entre los siglos II y I a. C. se había traducido a partir de Augusto en explotación económica al amparo de la pax romana, que garantizaba a los conquistadores el aprovechamiento de la riqueza de los territorios conquistados.

Una parte de la élite local prerromana de Hispania supo encontrar en este nuevo marco romano las posibilidades de su propia promoción personal, ocupando primero las recién creadas magistraturas locales en sus respectivas ciudades; algunos de sus hijos y descendientes se abrirían más tarde camino en la administración romana, llegando a ocupar puestos de responsabilidad en la administración del Estado o en el ejército. Al mismo tiempo, gentes venidas de otros territorios se establecerían en Hispania para aprovechar sus riquezas naturales o para tomar parte activa en su exportación. Algunas de estas familias asentadas en Hispania experimentaron una rápida progresión social y política, hasta el punto de que tuvieron ascendencia hispana emperadores como Trajano o Adriano.

Tras las sacudidas que experimentó el estado romano en los años centrales del siglo III d. C., a finales de esa centuria se llevaron a cabo importante reformas a las que no fue ajena Hispania. Una nueva reorganización territorial dio lugar a la creación de nuevas provincias y a la modificación sustancial del sistema de gobierno de cada una de ellas. Hispania entraba en el siglo IV d. C. con cinco provincias y formaba con Mauritania la diocesis Hispaniarum. Casi cinco siglos después de la conquista romana, había cambiado el mapa político y el territorio se había poblado de asentamientos rurales de grandes dimensiones habitados por una aristocracia hispano-romana procedente de los medios urbanos. A mediados de este siglo IV d. C., el mundo romano caminaba inevitablemente hacia su fragmentación mientras Hispania se transformaba progresivamente a pocas décadas ya de la presencia de los vándalos en sus fronteras.

Los emperadores hispanos (nacidos en la península ibérica) del Imperio Romano fueron Trajano, Adriano y Teodosio I el Grande. 

Trajano.

(Marco Ulpio Trajano; Itálica, hoy desaparecida, actual España, 53 - Selinonte, hoy desaparecida, Sicilia, 117) Emperador romano. Miembro de una familia de la pujante aristocracia de la Bética, desarrolló una brillante carrera militar a lo largo de los reinados de Domiciano y Nerva. En el año 97, Nerva lo adoptó y lo asoció a la sucesión imperial, con lo que se inició una costumbre que se mantendría durante la época de los Antoninos, por la cual, el emperador designaba un sucesor, a quien adoptaba, entre los aspirantes más cualificados.
La figura de Trajano fue considerada por la historiografía romana como la del Optimus Princeps, y su actitud de respeto por el Senado y por la tradición, así como su eficaz gestión de gobierno, le valieron la admiración de sus contemporáneos. Mejoró la Administración imperial, realizó numerosas obras públicas y, consciente del declinar demográfico del imperio, instauró diversas iniciativas tendentes a paliar sus efectos, protegiendo a las familias numerosas y a los huérfanos.

Sin embargo, es recordado, sobre todo, por sus campañas militares, que llevaron las fronteras del Imperio Romano hasta su punto de máxima expansión. Tras dos intensas campañas, la primera entre el 101 y el 102 y la segunda entre el 105 y el 107, las legiones consiguieron quebrar la resistencia del reino dacio del rey Decébalo. Ocupada Dacia, que fue repoblada por colonos, Trajano llevó a cabo una importante reorganización del limes antes de pasar a la ofensiva contra el enemigo tradicional de Roma en Oriente, los partos.

En el 113, un nutridísimo ejército romano inició el ataque, que lo llevaría a ocupar toda la Mesopotamia y conquistar ciudades como Babilonia y Ctesifonte, para llevar las armas de Roma hasta el golfo Pérsico. Estos límites territoriales resultaron más difíciles de conservar que de conquistar, hasta el punto de que una rebelión judía y el continuo hostigamiento por parte de los partos de Cosroes obligaron a Trajano a evacuar el sur de Mesopotamia. Enfermo, el emperador murió durante su regreso a Roma.

Adriano

(Publio Elio Adriano; Roma, 76 - Baia, 138) Emperador romano de la dinastía de los Antoninos. Procedente de una familia hispana de Itálica (cerca de Sevilla) que había alcanzado el rango senatorial, quedó huérfano a los ocho años y recibió una esmerada educación bajo la protección del emperador Trajano, que era pariente suyo; su casamiento con una sobrina del emperador y su amistad con la emperatriz Plotina fortalecieron ese vínculo.

Acompañó a Trajano en la guerra de Dacia (105-106), fue nombrado gobernador de Panonia Inferior (107), cónsul (109) y gobernador de Siria (116). Al morir Trajano, Adriano accedió al Trono imperial en extrañas circunstancias, contando con el apoyo de la emperatriz (que aseguró que el emperador había adoptado a Adriano días antes de morir) y del «clan hispano» del Senado, que había acrecentado su influencia durante el reinado anterior.

Para asegurarse el apoyo del ejército elevó la paga de los soldados; Plotina multiplicó las cartas a los senadores indicando que había sido la última voluntad de su esposo ser sucedido por Adriano; y su prefecto del pretorio, Atiano, hizo ejecutar sin juicio a varios adversarios. Las protestas del Senado por estos hechos le obligaron a destituir a Atiano, quien sin embargo fue recompensado con el rango senatorial.

El reinado de Adriano estuvo marcado por los enfrentamientos con el Senado y por los viajes del emperador; además de múltiples visitas a las provincias y fundaciones de ciudades, encabezó algunas campañas militares: primero contra las tribus del norte de Britania, en donde hizo levantar la muralla que lleva su nombre; y más tarde contra la rebelión de los judíos (la Segunda Guerra Judía de 132-35). Pero globalmente fue un periodo de paz, durante el cual, derrotado el «partido belicista», se abandonaron las conquistas realizadas por Trajano en Oriente y se desarmaron las regiones ya civilizadas.

Adriano consolidó el Consejo del emperador e introdujo reformas en la burocracia (que quedaría reglamentada hasta el fin del Imperio), en el ejército y en la Hacienda (haciendo prevalecer la recaudación directa de los impuestos frente a los intereses de los intermediarios particulares). Promovió grandes construcciones, como el anfiteatro de Nimes, el anfiteatro de Venus, el Castillo de Sant'Angelo y los puentes del Tíber en Roma. Abandonado por sus principales colaboradores hacia el final de su reinado, no consiguió restaurar la sucesión hereditaria. A su muerte le sucedió Antonino Pío, hijo adoptivo suyo.

Teodosio I el Grande.

(Flavio Teodosio o Teodosio I, llamado el Grande; Cauca, Hispania, h. 346 - Milán, 395) Emperador romano que impuso el cristianismo como religión oficial y dividió el Imperio entre Oriente y Occidente. Teodosio adquirió experiencia militar combatiendo en Gran Bretaña bajo el mando de su padre. Luego él mismo fue dux de Mesia (actual Serbia) en el 374, defendiendo eficazmente aquella provincia fronteriza frente a los sármatas, pero se retiró a sus dominios en la actual Coca (Segovia) tras la ejecución de su padre. Y allí estaba en el 378, cuando le llamó el emperador Graciano para encargarle la defensa de Mesia frente a la invasión de los godos.

Así, en el 379 Teodosio fue nombrado augusto con potestad en Oriente, comenzando su reinado sobre aquella parte del Imperio. Venció a los visigodos y pactó con su rey Atanarico la instalación de este pueblo germánico en Mesia como federados del Imperio (es decir, aliados bárbaros a los que se encomendaba la defensa de la frontera). Luego transmitió el título de augusto a su hijo Arcadio, con lo que estableció una nueva dinastía imperial, que de momento reinaría sólo en Oriente.

Mientras tanto, en Occidente, Graciano fue destronado por otro militar español, Máximo; pero su poder fue disputado por el hermano de Graciano, Valentiniano II. Teodosio, que había reconocido inicialmente la autoridad de Máximo, se alió luego con Valentiniano, e incluso emparentó con la familia imperial de Occidente al casarse con Gala (hermana de Valentiniano y de Graciano) en el 387. Al año siguiente venció a Máximo en la batalla de Aquileya, extendiendo su autoridad a todo el Imperio, si bien mantuvo formalmente en el Trono occidental a Valentiniano II (388).

Teodosio era cristiano católico, es decir, fiel a la doctrina de San Atanasio, adoptada como línea ortodoxa desde el Concilio de Nicea del 325. Fue él quien adoptó el catolicismo como religión del Imperio, prohibiendo el arrianismo (doctrina cristiana de los seguidores de Arrio, muy extendida en Oriente) por el Edicto de Tesalónica (380). No obstante, su actitud inicial fue más conciliadora hacia los paganos, pues trató de mantener un equilibrio en su administración entre cristianos y paganos, al tiempo que se resistía a los intentos del clero cristiano por imponer su supremacía.

Su actitud cambió después de ser excomulgado por el arzobispo de Milán, San Ambrosio, a causa de la represión de la revuelta de Tesalónica, en la que murieron unas 7.000 personas (390). Teodosio hizo penitencia pública para obtener el perdón y, desde entonces, se convirtió en instrumento político de la intolerancia eclesiástica: prohibió los cultos paganos en Roma (391), medida que luego extendió a todo el Imperio (392).

El descontento creado por la persecución del paganismo provocó la revuelta del usurpador Eugenio, quien, con apoyo del jefe de la milicia de Occidente -el franco Arbogasto- se adueñó de las Galias, Italia y África, dio muerte a Valentiniano II y se hizo proclamar emperador de Occidente (392). Teodosio estaba en Constantinopla, como era su costumbre, absorbido por los problemas de la frontera oriental, en donde acababa de negociar la paz con los persas y el reparto de Armenia.

En cuanto pudo regresar a Italia, se enfrentó a Eugenio, le venció y le dio muerte cerca de Aquileya, y restableció momentáneamente la unidad del Imperio, pues se proclamó oficialmente emperador de Oriente y de Occidente (394). Pero las diferencias culturales, económicas y políticas entre los territorios occidentales (controlados desde Roma) y los territorios orientales (controlados desde Constantinopla) era ya demasiado grandes como para que resultara viable la unidad.

Fallecido al año siguiente, Teodosio había reconocido esta realidad dejando la herencia imperial dividida entre sus dos hijos: Arcadio (con 17 años) en Oriente y Honorio (un niño de 11) en Occidente, bajo la tutela de Estilicón. La división fue irreversible y permitió que, mientras el Imperio Romano de Occidente sucumbía después de ochenta años de crisis y penetración de los bárbaros, en Oriente se consolidara un Imperio Bizantino que habría de durar hasta 1453.


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